"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

viernes, 28 de noviembre de 2014

¿Quiénes son los idealistas?


En los últimos tiempos, se ha puesto de moda el tacharnos de idealistas a todas las personas que abjuramos del orden económico predominante en la actualidad. Con una sonrisa medio socarrona, medio compasiva, se nos dice: “Pobrecitos, qué ilusos, que piensan que van a poder cambiar el sistema, qué ingenuos…”. Me hace gracia porque creo que no saben interpretar adecuadamente la postura de cuantos nos hemos rebelado contra el orden económico que nos lleva agrediendo desde hace unos cuarenta años. Reducen nuestras reivindicaciones a esperanzas pueriles, desdeñan nuestros anhelos por utópicos e irrealizables y nos conciben como ignorantes desagradecidos que no saben valorar las bondades del Sagrado Mercado.

Siento tener que responder a esta corriente de exaltadores del libre mercado que nosotros no somos idealistas, sino más bien realistas. En ocasiones, no hay mayor realista que un idealista. Si de alguna forma hemos esbozado una sociedad idealizada se debe a que, previamente, hemos tomado conciencia de la realidad en la que estamos inmersos. Una vez concienciados de la miseria de la realidad, hemos concluido que el mundo que habitamos es abusivamente injusto y que, por lo tanto, es apremiante la tarea de diseñar un mundo regido por unos principios y unos valores alternativos que puedan reconciliar a la sociedad con la igualdad, la libertad y la justicia. Al ser realistas, ha devenido imposible no establecer un ideal que nos permita zafarnos de la podredumbre del presente. Un ideal al que nos acercamos partiendo de la realidad.

Nos rebelamos ante una realidad monopolizada por una economía descontrolada por la imposición de un libre mercado ilimitado y voraz. Nos oponemos a un orden económico que enriquece a la minoría y empobrece a la mayoría. Nos repudia una realidad donde se mercantiliza hasta la dignidad, donde los valores de la ética y la moral se han visto volatilizados para poder habilitar un terreno fértil para que se expanda libre y anchamente un capitalismo inicuo y alevoso que no siente reparo ante las ingentes desigualdades, una fábrica continua de productos que obvia la finitud de las materias primas. No aceptamos una realidad que se cimienta en el continuo consumismo, en el deseo de desear por desear, en las relaciones meramente materiales. Una realidad que nos impele a vivir en la dictadura del presente, donde no importan ni las generaciones futuras ni el porvenir del medio ambiente. Donde se concibe el presente como eterno, inocuo e intrínsecamente impune.

Dicen los apologistas del libre mercado que no hay mayor libertad que la que el capitalismo nos proporciona. Pero no es así, no hay mayores cadenas que las impuestas por el libre mercado. Las cadenas del capitalismo son las cadenas del dinero, las cadenas de las que sólo pueden liberarse las personas con recursos económicos suficientes. La libertad del capitalismo únicamente es la libertad de quien tiene dinero. Por eso es tan necesario controlarlo, si no derrocarlo.  

Nuestro rechazo a la realidad constituye un rechazo firme al liberalismo económico que ha imperado desde los años setenta del siglo pasado. Consideramos que el liberalismo económico debe analizarse más que desde el anquilosado marco de la izquierda y la derecha, desde un nuevo marco que evoca a los muchos y a los pocos, a los todos y a los nadies, a los opresores y a los oprimidos, a los favorecidos y a los desfavorecidos. El capitalismo instaura una realidad totalmente polarizada, donde esa falsa libertad blandida por sus defensores no es sino la llave que “desempodera” a la ciudadanía. El capitalismo se sustrae de las reglas sociales y democráticas para dirigir desde un espacio ultraterrestre la economía y la política. Juega continuamente con la soberanía popular, carcomiéndola y debilitándola. Deja a merced de una minoría insultante el devenir de una mayoría voluminosa. Con lo que no es que sea socialmente nocivo, sino que también lo es democráticamente. Urge, pues, volver a anclar el poder económico y político en la ciudadanía.  


No creo, por lo tanto, que seamos nosotros los idealistas. Idealistas son quienes consideran que la política y la economía pueden estar gobernadas por un porcentaje ínfimo de la población sin que los olvidados se rebelen. Idealistas son quienes piensan que por tildarnos de idealistas vamos a dejar de ser inconformistas con el presente. Nosotros somos idealistas de la realidad, ellos, sin embargo, solamente ven la realidad de su idealismo. No ven, o no quieren ver, la execrable injusticia derivada de un orden económico basado en el individualismo, la eficiencia y el “desempoderamiento” de la ciudadanía. No ven, o no quieren ver, la insostenible situación de una realidad caracterizada por el deterioro social, por la miseria moral y por unos gobiernos deshumanizados. 

viernes, 24 de octubre de 2014

Esta globalización es una farsa


Creo que es imposible permanecer insensible ante el notorio contraste que se plasma en esta imagen. Ilusamente, podríamos pensar que se trata de una de esas maravillosas y ácidas viñetas con las que El Roto denuncia las injusticias del mundo que nos ha tocado vivir. Pero, desgraciadamente, no es así: se trata de una imagen real, por esta razón es tan impactante y conmovedora.  Sin embargo, al abalanzarse sobre esta fotografía, es menester no postrarse en el aspecto subjetivo (el impacto que subjetivamente nos suscita, la tristeza que nos genera) y desarrollar una visión objetiva que trascienda la circunstancialidad de la imagen para poder comprender con mayor profundidad por qué se dan situaciones como ésta.

Esta fotografía nos habla de dos mundos claramente diferentes: el de los ricos y el de los pobres. El de los ejecutores y el de los damnificados. De nuestro mundo, el Primer Mundo; y del Tercer Mundo, el de los otros. Independientemente de la arrogancia latente en esta clasificación habitual que se suele hacer, parece evidente que, disponiéndonos a emplear términos cuantitativos para describir el escenario mundial donde vivimos, no existen suficientes unidades de medida de “mundo” para definir rigurosamente la distancia entre esos mal llamados Primer Mundo y Tercer Mundo. Nos hallamos en posiciones divergentes, cuanto más avanza uno, más retrocede el otro.

El escenario mundial está actualmente regido por una globalización farsante y engañosa, que se limita al campo de la economía para aprovecharse de la liberalización del mercado y embarcarse impune y gratuitamente en una infinidad de proyectos orientados a la perpetuación y potenciación del capitalismo voraz propugnado por los países del Primer Mundo. Llamamos indebidamente globalización a un proceso de colonización económica encaminado a invadir indistintamente a todos los países del mundo. Sin importar los ideales que abanderen, ¿qué más da que sea China que España? , ¿qué importa que el gato sea blanco o negro con tal de que cace ratones?

Se trata de una globalización basada principalmente en pilares económicos como la interconexión de los mercados financieros, la movilidad de capitales, la privatización de empresas públicas o el exacerbado protagonismo de las multinacionales. La ética y la solidaridad han quedado relegadas a un papel insignificante, hecho que habilita la inequidad endémica de un proceso que es exprimido por las grandes empresas para poblar el Tercer Mundo con el único fin de reducir sus costes de producción a base de la explotación de numerosas personas indefensas.

Volviendo a la fotografía inicial, pienso que, a pesar de su capacidad de impacto, reduce el drama en la medida en que incorpora una visión de España (diversas personas jugando despreocupadamente al golf) que no es generalizable y que, por lo tanto, puede dar a entender (a gente poco aguda) que los africanos ansían entrar a nuestro país para poder gozar de actividades lujosas y ociosas. La conclusión que debemos extraer es mucho más oscura y dolorosa. Los africanos que luchan por alcanzar el territorio español no lo hacen con el ánimo de convertirse, en un futuro, en jugadores de golf como los de la foto. Sino que vienen a España a jugársela, apelando más a la fe que a otra cosa. Pues no van a recaer en ningún paraíso, sino que, más bien, van a recaer en uno de los países más pobres y desalentadores de Europa. En uno de esos países que, con desprecio, algunas personas han colocado en el grupo de los PIGS (Portugal, Italia, Grecia, España). Van a recaer en el país del 24% de parados, en el país del 29´9% de menores de dieciocho años que viven bajo el umbral de la pobreza, en el país de la continua emigración juvenil.

Mientras que una cantidad notoria de españoles huye apresuradamente de un país social y económicamente abatido, miles de africanos se juegan la vida por entrar en España. En este punto estriba la colosal desigualdad de nuestro mundo. Los males, problemas y preocupaciones de unos, constituyen la fuente de esperanza de los descarriados por el orden económico mundial. Nuestras desgracias no son sino sueños inalcanzables para el gran grueso de la población subalterna.

Es evidente que sería inviable para cualquier país acoger, él solo, a todos los inmigrantes, de la misma forma que también sería complejo establecer un plan europeo de distribución de la inmigración. Ahora bien, a mi juicio, el problema no radica en que los inmigrantes deseen integrarse en países europeos, sino en el hecho de que existan personas que deseen abandonar desesperadamente sus respectivos países. Y es aquí donde Occidente tiene una responsabilidad insoslayable, tanto por la responsabilidad de dirigir actualmente el mundo (aunque cada vez menos), como por la responsabilidad de haber ocupado en el pasado esos países que hoy en día se han convertido en vergonzosos centros de saqueo y explotación. A los países del Primer Mundo les interesa habilitar una vida digna en los países más menesterosos para frenar el inabordable flujo migratorio; al mismo tiempo que les acecha una obligación moral que no debe sino empujarles a restituir los daños infligidos en los últimos siglos. El colonialismo económico debe abandonarse definitivamente.

Es necesario que los susodichos estados del Primer Mundo y que las organizaciones internacionales más relevantes se impliquen de verdad en la cuestión migratoria y, sobre todo, en proyectos de desarrollo de los países del Tercer Mundo. Para ello, se precisa un compromiso sólido que entienda que no basta con abrir económicamente los países para encauzarlos en la prosperidad, sino que es necesario lograr que, en primer lugar, se desarrollen instituciones democráticas para que más tarde pueda gestarse una economía sólida, que no beneficie exclusivamente a los monopolios instalados en estos países, ni tampoco a las multinacionales que sacan tajada de la menesterosidad del Tercer Mundo.  

No podremos hablar de una globalización de verdad hasta que en este proceso no puedan integrarse todos los países, hasta que no se diluyan las imperantes desigualdades entre diferentes mundos que conviven en un mismo mundo. Para transformar beneficiosamente la globalización, los estados y organizaciones internacionales deben revestirla de contenido político, ético y democrático, poniendo coto de una vez por todas al neoliberalismo desenfrenado. Sólo entonces podremos hablar de un mundo verdaderamente globalizado.



viernes, 26 de septiembre de 2014

¡ROMPAMOS LAS CADENAS DEL MACHISMO!

Esta semana creo que ha estado en gran parte protagonizada por noticias ligadas a la situación de la mujer en el mundo actual. La inauguramos con el fulgurante mensaje feminista de Emma Watson en la ONU, la continuamos con la dimisión de Gallardón y la consecuente cancelación del anteproyecto de ley del aborto y la hemos acabado atentos todos y todas a la polémica suscitada por las palabras de Toni Nadal respecto a la designación de una mujer como capitana del equipo nacional de tenis. Ya ven, ha sido una semana bastante intensa. Y si alguna cosa puede sacarse en claro es que todavía hoy, en pleno siglo XXI, nos hallamos enmarcados en una sociedad donde el estatus social de la mujer es tristemente frágil. Una sociedad donde resulta harto sencillo toparse con prácticas, conductas y pensamientos repugnantemente sexistas, herederos, cómplices y perpetuadores del exacerbado paternalismo que ha jalonado la historia de la humanidad hasta día de hoy.

Me veo obligado, en especial, a tomar el relevo a Emma Watson después de que su discurso se centrara en gran medida a llamar la atención sobre la relevancia del género masculino en el proceso de emancipación de la mujer. A mi juicio, no puede estar más cargada de razón: es urgente que los hombres nos pronunciemos abiertamente y defendamos férreamente la causa feminista. Sin nuestro respaldo y colaboración, es difícil imaginar el fin de la subordinación padecida inmemorialmente por la mujer. Así que, te tomo el relevo Emma, ¡allá voy!:

Queridos amigos míos, compañeros de género y de sexo,

Quizá penséis que la virilidad es una característica necesaria de adoptar. Que refleja seguridad, certidumbre en la vida, conciencia del camino que se sigue. Tal vez creáis con certeza que es una condición sine qua non  de nuestro sexo el rezumar “varonismo”, el demostrar cuán machos y valientes somos, que por falta de cojones jamás se nos podrá incriminar (¡sólo faltaba, vamos sobrados de eso!).

Quizá penséis que somos más guays y más hombres por hablar siempre de la mujer con la lujuria desbordando por nuestra boca y nuestros cuerpos. Que seremos más respetados si ante los machos nos atrevemos a vejar con piropos obscenos y chabacanos a las hembras que cohibidas pasan por nuestro alrededor. Que, como La que se avecina es la serie preferida y más vista entre nuestro entorno, es preciso asimilar el lenguaje sexista que se emplea en esta serie. Utilizar las palabras “guarrilla” y “chocho” como sinónimos fieles y honorables del sustantivo “mujer”.

Quizá penséis que en las discotecas, el lugar de encuentro por excelencia de los machos con los chochos, es imprescindible hacer gala de nuestras virtudes viriles y sacar así a relucir nuestras verdaderas destrezas. Que no se salda con triunfo una salida nocturna si no logramos al menos tocar sin legitimación y con jactancia un par de culitos o un par de pechotes. Que es un gay y maricón el amigo respetuoso y educado que se niega a seguir las directrices varoniles que imperan en las discotecas.

Quizá penséis que la represión de la sensibilidad es imprescindible para mantener intacta nuestra categoría de hombre. Que somos los mejores, los más grandes y que, por esta misma razón, no nos podemos permitir mostrar debilidad ni fragilidad.

Quizá penséis que las mujeres son unas lloricas empedernidas que sólo valen para servirnos y obedecernos. Que sus juicios son tuertos y que es rotundamente imposible que se merezcan cobrar lo mismo que nosotros, que se merezcan equiparse al brillante grupo de los machos.

Queridos compañeros de sexo y de género, estáis muy equivocados. No somos bajo ningún concepto ni mejores que las mujeres, ni superiores. Somos sencillamente iguales. Somos seres humanos que compartimos la existencia en un mundo lleno de incertidumbre donde nos hallamos igualmente desamparados ambos, tanto hombres como mujeres. Donde sólo sabemos con total certeza que en algún momento nos tocará perecer. Nos tocará diluirnos por igual, la naturaleza, como veis, es más sabia que nosotros, y en ningún momento ha establecido distinción alguna entre hombres y mujeres. Por algo será.

Es una interesada construcción histórica la que ha llevado en volandas a los hombres a lo largo del tiempo y la que, por conguiente, ha anclado a las mujeres en la subordinación. Un pensamiento extendido por la trayectoria de los siglos con el único fin de legitimar la supremacía de los hombres y que en la actualidad es necesario que dinamitemos. Porque resulta racionalmente imposible aceptar que la mujer y el hombre no merecemos la misma dignidad ni el mismo respeto. Tanto ellas como nosotros somos aquello que decidimos ser y no, por el contrario, aquello que se nos impone ser. La esencia no puede preceder a la existencia y, por esta razón, no podemos aceptar que a un grupo humano concreto se le subyugue por circunstancias y adscripciones sexuales plenamente azarosas, que se escapan de nuestro ámbito de elección.

Queridos compañeros de sexo y de género, no somos mejores por ocultar nuestra debilidad y, como consecuencia, resaltar nuestra fuerza. No somos mejores por ello porque la vida es una sola y en ella hemos caído inverosímilmente, de modo que no hay nada más humano que mostrar en ocasiones la debilidad intrínseca a nuestra zigzagueante y tumultuosa existencia. No hay mejor manera de hacernos fuertes que uniéndonos emocionalmente con las mujeres para compartir nuestras preocupaciones comunes. No somos más fuertes enmascarando nuestras inquietudes. Para ser verdaderamente fuertes debemos canalizarlas y para ello en ocasiones necesitamos inexorablemente exteriorizarlas.

Las mujeres no son chochos ni guarrillas. No las podemos reducir a calificaciones tan indignas, degradantes y vejatorias. Las mujeres son (no lo olvidéis nunca) seres humanos que merecen el mismo respeto que nosotros. No son objetos ni juguetes con lo que jugar. Son personas como nosotros, con sentimientos, que no son inmunes ante las humillaciones que normalmente les infligimos. Son sujetos racionales que comparten con nosotros esta aventura que es la vida y que, como nosotros, se esfuerzan por alcanzar una existencia satisfactoria y dichosa. No son una especie ajena a la nuestra (no lo olvidéis nunca), pertenecen a nuestra especie. ¡Y menos mal! Porque maldito sería el día en que las perdiéramos. Nosotros no somos hombres sin más, y ellas, por oposición, mujeres sin más. No, no. Nosotros somos, ante todo, seres humanos. Y ellas son, ante todo, seres humanos. Somos, como veis, lo mismo. Pertenecemos al mismo grupo humano.

Queridos compañeros de sexo y género, os ruego por favor que despertéis de una vez del letargo moral en que os encontráis. Que colaboréis con la causa y que realicéis un gran esfuerzo por cambiar la situación de indecible injusticia en la que vive aprisionada la mujer desde siempre. Os ruego, por favor, que cambiéis vuestros comportamientos individuales. Porque sin un conjunto de cambios individuales, ninguna transformación colectiva podrá materializarse. ¡Rompamos de una vez las cadenas del machismo!



Dedicado con cariño a Paqui, a Nuria, a Marta y a Callosina, mis feministas favoritas.











sábado, 13 de septiembre de 2014

Casablanca


Resulta complicado establecer con claridad el mensaje de la película. Por un lado, podemos considerar que la relación de amor entre Rick e Ilsa es la piedra angular. Y que la excelencia de la película la hallamos en las dificultades y virtudes de la relación. París es el eterno paréntesis en el tiempo que recuerda el apasionado proceso de enamoramiento entre los dos protagonistas. París representa el ardor y el fervor con el que la pareja se amó. Representa esos tiempos de felicidad por los que el tiempo no ha pasado. La magnitud del amor es tal que tanto Rick como Ilsa están dispuestos a renunciar a la paz y tranquilidad estadounidenses con tal de permanecer unidos, aunque sea en un lugar tan peligroso y políticamente inhóspito como Casablanca.

El amor entre Rick y llsa es eterno, pero la realidad en Europa es inestable, caótica y funesta debido a la devastadora expansión nazi que propicia la acumulación en Casablanca de numerosos refugiados que sueñan con cruzar el Atlántico para escapar del nazismo. La delicada situación del mundo requiere compromiso, lucha y acción para no sucumbir ante el monstruo alemán. La conciencia sobre el dinamismo histórico del presente es imprescindible. Podemos entender, por tanto, que es el compromiso con la causa antifascista la fuerza primordial que debe empujar las vidas de los combatientes resistentes. Restar neutral implica ser cómplice de los nazis. El mismísimo Rick, que se forja una apariencia de persona neutral y políticamente pasiva, esconde bajo su cinismo y aspereza salvajes una férrea voluntad por colaborar en la destrucción de la empresa nazi que le lleva a perder a la mujer de su vida.

Quizá parezca que el compromiso con la causa se sobreponga al amor. Que el amor queda relegado a un segunda plano cuando se trata de cuestiones importantes, como puede ser el devenir del mundo. Sin embargo, bajo mi punto de vista, el mensaje que se transmite en Casablanca es totalmente opuesto: vivimos en un mundo que, a diferencia del del amor, es vulgar. Vivimos encorsetados en una realidad física que exige esfuerzos y actuaciones físicas y que carece de cualquier porción de eternidad. Supeditados a un mundo inestable, fluctuante y burdo.

El amor es la vía de escape de nuestro sueño eterno de eternidad. La fuerza abstracta, suprasensorial que trasciende las cadenas mortales de la realidad. El paréntesis parisino que logra imponerse al tiempo y al espacio impregnándolos de eternidad. Por la causa antifascista, Rick renuncia a la mujer de su vida, pero no renuncia al amor de su vida. Para este amor el tiempo sigue pasando (time goes by) indefinidamente, rebotando continuamente de un lado del paréntesis a otro, petrificándose, eternizándose. 

viernes, 29 de agosto de 2014

¿El fin justifica los medios?

Cuando en enero del año pasado visioné por primera vez la película de Steven Spielgberg dedicada a la monumental figura de Abraham Lincoln, quedé sorprendido por algunas artimañas poco éticas que en el filme se atribuían a Lincoln. Más tarde, en verano, atrapé una prolija novela histórica de Gore Vidal sobre el presidente estadounidense que me corroboraba finalmente las estrategias poco democráticas que Lincoln llegó a abrigar durante su presidencia. Aunque no debe olvidarse que estas triquiñuelas se desarrollaron durante un contexto bélico (la devastadora Guerra de Secesión que tuvo lugar entre 1861 y 1865), resulta complicado omitir la falta de contenido democrático en la conducta del “Viejo Abe”, cristalizada en medidas como la anulación del “habeas corpus”, la censura sufrida por los periódicos esclavistas o la prolongación voluntaria de la contienda.

El resultado de todas estas actuaciones embarradas de insensibilidad democrática fue incontestablemente positivo, pues Lincoln logró así que se aprobara la 13ª Enmienda que ponía fin a la esclavitud. Las preguntas, sin embargo, saltan a la vista: ¿pueden “perdonarse” actos antidemocráticos si a través de ellos se potencia la democracia (consideramos que la emancipación de los esclavos es una conquista democrática)?, ¿es repudiable una corrupción cuya voluntad no puede ser más positiva (la liberalización de los esclavos)?, ¿resulta contradictorio tener que atacar a la democracia para fortalecerla o, en otro caso, matar a seres humanos en aras de la Humanidad? La pregunta que se abre paso entre todas las anteriores es la siguiente: ¿el fin puede justificar realmente los medios?

Fue Nicolás Maquiavelo quien, en el Renacimiento, expuso con claridad el pragmatismo que la política requiere. La moral y la fe, por lo tanto, debían separarse de la toma de decisiones para dar paso a una política que se ocupara principalmente de ajustarse a las circunstancias vívidas. De nada importa que el camino seguido esté cargado de inmoralidad si el resultado obtenido es el deseado. La relevancia del objetivo invalida cualquier juicio de valor sobre los medios empleados para aproximarse a él. De esta práctica y realista descripción del escenario político se desprende la inmemorial idea de que el fin justifica los medios

Mourinho y su "fair play"
La visión maquiavélica no se limita a la política, sino que más bien se puede apreciar expandida a casi todas las actividades humanas donde se fijan objetivos. Recientemente, por ejemplo, la pudimos ver encarnada en el Real Madrid de José Mourinho. Un equipo que jugaba únicamente para ganar y que nos llegó a acostumbrar (sobre todo el primer año) a acciones totalmente carentes de “fair play” destinadas únicamente a desestabilizar al rival, para así debilitarlo y, por consiguiente, ganarlo. También George Orwell, en su imprescindible “Homenaje a Cataluña”, denuncia a los comunistas por únicamente batallar para ganar la guerra, y por olvidarse, a cambio, de la ética y de los verdaderos y loables ideales comunistas. Algunos seguramente replicarán a Orwell que la victoria era la única forma de salvarse del fascismo. Pero, ¿ganar garantiza de verdad la victoria?, ¿cuál es el papel que juegan los medios empleados?

El pragmatismo maquiavélico parece estar también presente en la mayoría de los acontecimientos históricos revolucionarios. No resulta extraño apreciar en las grandes revoluciones de los últimos siglos sucesos auspiciados por las mismas que parecen atentar directamente contra los ideales que abanderan. Salvo casos excepcionales, el derramamiento de sangre ha sido frecuente en la mayor parte de las sublevaciones populares, hasta en aquellas que, como en la Revolución Francesa, se defendían valores como la fraternidad. De hecho, el gran Sthendal se preguntaba: “El hombre que quiere desterrar la ignorancia y el crimen de la tierra, ¿debe pasar haciendo estragos, como las tempestades; causando desgracias, como la fatalidad?”.

Bertolt Brecht, un siglo más tarde, parecía dar la razón a Stendhal con los siguientes versos: “también la ira contra la injusticia pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia.”. ¿Y qué se supone que debemos hacer hasta que llegue ese momento de idílica convivencia humana? ¿Debemos seguir pensando que los fines han de sobreponerse a los medios? ¿Que matar puede llegar a ser beneficioso? ¿Que los medios son vías “invisibilizables” y carentes de valor? ¿Debemos, en definitiva, claudicar ante el poder de los fines y aceptar que éstos justifican los medios?

Bajo mi punto de vista, la celebérrima máxima que nos lleva ocupando en este modesto escrito es bastante susceptible de ser matizada. Debemos rehuir el simplismo para intentar abordar como es debido un desafío intelectual tan poderoso y complejo como el que nos concierne en estos momentos. A mi juicio, es menester fragmentar la máxima de “el fin justifica los medios” en dos clasificaciones distintas. Una donde el fin perseguido sea de esencia sencilla, y otra que recoja el conjunto de fines que entrañan una profundidad esencial mayor. Déjenme explicarme: 

Existe una notable diferencia entre aquellos objetivos que son valiosos de por sí y aquellos otros que son valiosos por las consecuencias que deben acarrear. Véase que no puede equiparse el deseo de ganar una guerra por ganarla, que el deseo de ganar una guerra por instaurar un nuevo sistema. Convendremos también en la inmensa relevancia de la que gozan los medios en aquellos fines llenos de matices que necesitan obtener la legitimidad en el proceso de su consecución. Entra en juego, pues, la perspectiva que quiera aplicarse, si una más estrecha o una más amplia. Determinar cuál es el futuro del fin. Qué porvenir desea cimentar. Lo difícil no es llegar, sino mantenerse. Al igual que vencer no implica convencer. Es el convencimiento el que abona un campo ideológico más duradero. Mientras que la mera victoria representa simplemente un éxito sin vocación de durar. Un éxito destinado a celebrar el propio éxito, con apenas perspectiva de futuro.

Podemos hablar, evocando a Bauman, de objetivos líquidos para referirnos a aquellos esencialmente sencillos que se contentan con ser cumplidos, sin prestar atención al camino transitado para su logro. Se tratan de objetivos de base frágil, en ocasiones carentes de fundamento ético y que no ven más allá del ansia por alcanzar el fin. Un millonario que se ha enriquecido a base de descaradas tretas, habrá logrado el fin perseguido: amasar una gran fortuna, pero no cuenta con que el mismo fin del que se vanagloria, puede rebelársele a causa de la ausencia de solidez en los medios empleados para alcanzarlo. Bien pueden llevarlo a la cárcel, denunciarle, condenarle al ostracismo, dañar su imagen pública… La liquidez de los medios implica una mayor capacidad de volatilización de los mismos. Asimismo, no es necesario que una persona ajena emerja para revelar que las herramientas empleadas para la consecución de un fin han sido ilegales o inmorales, sino que cabe reivindicar y recordar el papel desempeñado por la ética, el juez omnipresente que determina la validez moral de los actos en sociedad.

Ciudadano Kane
Fernando Savater, en la juvenil e inspiradora Ética para Amador, nos remite al personaje de Orson Welles en Ciudadano Kane para hacernos comprender el papel de la ética. Charles Foster Kane era un multimillonario que toda su vida la dedicó a enriquecerse incesantemente para luego acabar falleciendo suspirando por “Rosebud”, el nombre del trineo con el que jugaba cuando era niño. Más que un egoísta, Foster Kane era, según palabras de Savater, un estúpido. Ya que no advirtió que el fin que buscaba ávidamente iba a vaciar su vida por completo al sumirlo en una soledad e infelicidad eternas producidas por la ausencia de solidez en los medios de los que hacía uso para enriquecerse empedernidamente.

Los fines de esencia simple pueden subsistir con holgura a la falta de medios sólidos, en la medida en que la ambición esencial de los mismos no es realmente grande, sino que más bien se conforma con su propia consecución. Por el contrario, los fines con una hondura esencial mayor, no pueden desentenderse de la relevancia de la pulcritud de los medios. Un equipo de fútbol que se proponga marcar una época en la historia de este deporte, como se propuso el Barça de Guardiola, no puede omitir los medios. De hecho, debe levantar su obra histórica a partir de la forma en que se aproximan a la victoria. Pues lo que de verdad debe preocupar no es tanto la victoria cuanto la manera en que ésta se gesta.

Casos más complejos son aquellos no anejos al deporte o a actividades relativamente más frívolas, como los dilemas de Lincoln, Orwell o Brecht. Los fines abrigados por estos tres grandes personajes compartían una vocación de futuro, por lo que no quedaban satisfechos por el mero hecho de ganar una guerra, aunque es cierto que, sin ganar las diferentes guerras a las que se enfrentaban, difícilmente podían habilitar el espacio necesario para el desarrollo de sus objetivos. Unamuno, en su célebre incidente con Millán Astray, esgrimió a los franquistas: “Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”. Este maravilloso fragmento del incisivo discurso de don Miguel nos regala una premisa fundamental: vencer no significa convencer. Para que un proyecto salga realmente victorioso, debe convencer a través del uso de la razón.

Unamuno increpado por fascistas
El problema reside en la porción de utopía que contiene la premisa unamuniana. Es irrebatible la necesidad de convencer, pero no es menos cierta la insuficiencia de la razón a la hora de combatir por ideales u objetivos. Racionalmente y pensado de forma fría y abstracta, parece evidente que ninguna persona debería ser esclava de otra, en la medida en que, bien pensado, todos los seres humanos somos iguales y debiéramos, por tanto, gozar de la misma dignidad. Ahora bien, contextualizando la idea en los Estados Unidos de los inicios de la segunda mitad del siglo XIX, cabe resaltar el conjunto de motivos que obstaculizaban el racional objetivo de emancipar a los esclavos: una fuerte tradición que venía educando en la inferioridad de los negros y, especialmente, los intereses personales y crematísticos de los propietarios sureños, que necesitaban de los esclavos para mantener sus beneficios económicos. En este tipo de situaciones, la razón no sólo debe persuadir y convencer, sino que, desgraciadamente, debe imponerse para sobreponerse a la irracionalidad de la circunstancia. Por mucho que la razón sea potente, ésta, en la realidad, se proyecta sobre unas circunstancias. La razón en la realidad, recordando a Ortega, es “ella y su circunstancia”, de forma que ella por sí sola es insuficiente si la circunstancia que la circunda la rebasa.

Suena muy desalentador y contradictorio el hecho de que la razón deba en ocasiones imponerse en aras de la propia razón. Esta especie de paradoja daría a entender que, efectivamente, el fin justifica los medios. Pues para lograr un futuro más racional, se extirpa la irracionalidad del presente mediante herramientas poco racionales que fijan como fuente inspiradora y estimulante a la razón que debe consolidarse. Los fines que entrañan una profundidad esencial mayor, como es el caso, y que poseen un gran conjunto de matices, no pueden, sin embargo, omitir el riesgo que supone debilitar la consistencia racional y moral de los medios. Pues, aunque “el hombre que quiera desterrar la ignorancia y el crimen de la tierra (acercarse a su fin), debe pasar haciendo estragos, como las tempestades; causando desgracias, como la fatalidad”, pierde bastante legitimidad por el camino. Se aproxima al fin en el presente del mismo modo que se aleja de él en el futuro. La inexorable liquidez de los medios dificulta la consolidación del fin a largo plazo.

Resulta notablemente complejo asegurar una larga vida a un fin plenamente racional que ha sido alcanzado de manera irracional, así como resulta laborioso conservar un sistema donde reinen la libertad, la igualdad y la fraternidad, cuando la gestación del mismo ha atentado contra estos ideales. Por esta razón, podemos colegir que, aunque los medios líquidos hayan podido acercar al fin, cuando se trata de un fin de profundidad esencial, deviene inmensamente difícil que el verdadero fin pueda alcanzarse de verdad, debido a la debilitación de los medios que hace perder legitimidad y, por consiguiente, posibilidad de consolidarse del fin.  

Como conclusión, podemos afirmar que el fin justifica siempre los medios cuando se trata de un fin de esencia angosta, mientras que en los fines más profundos y ambiciosos, con vocación de perdurar, el fin puede justificar los medios, pero esta maniobra es la mayoría de veces insatisfactoria, ya que fines sólidos requieren medios sólidos. El problema reside en la imposibilidad de perpetrar medios sólidos en contextos donde son sistémicamente rechazados. Es aquí donde emerge la intricada realidad que nos toca vivir, llena de dilemas, contradicciones y confrontaciones. Deficitaria en plenitud y, como consecuencia, ávida siempre de sueños que batallen por lo que parece imposible. Ojalá algún día lleguen esos tiempos que imagina Brecht, en que el hombre sea amigo del hombre. En que el hombre que quiera desterrar la ignorancia y el crimen de la tierra, no deba pasar haciendo estragos y causando desgracias.









lunes, 4 de agosto de 2014

Breve relato: AROMA

Aroma era un país que desprendía frescura, dulzura, dignidad y humanidad. Quienes en aquellos tiempos vivieron, aseguran que jamás logró el ser humano purificar su especie con una construcción más bella que aquélla. Fue froto de pingües luchas y compromisos. De derramamientos continuos de sudor y de esfuerzo. De amor incondicional a la vida y a los seres componentes de ella. Quienes habitaron esa tierra, no logran deshacerse de los vestigios hermosos de aquellos tiempos de pacifismo humano.

Aroma, para aquellos que desconozcan su historia, fue el país donde reinó temporalmente el sentimiento más noble de humanidad que jamás haya experimentado el ser humano. Allí habitaban personas entusiasmadas con la vida y con la naturaleza, con la especie humana y con los animales. Quién pudiera hoy hablarnos de semejante realidad. Quién pudiera hoy resguardarse en un lugar que igualara a Aroma.

Si la paz presidía Aroma era a causa de la política implantada por unos jóvenes que batallaron lo indecible por forjar una sociedad con un mínimo de justicia y de igualdad. Eran jóvenes entusiastas y ávidos de cambio que impulsaron un proyecto que franqueó numerosos obstáculos desde que echara a rodar. La oposición que sufrió fue inmensa, debido en gran parte al terror que causaba este tornado de humanidad en aquellas personas innobles y egoístas que parecen querer dominar todos los períodos de la historia. Acólitos de la injusticia y de la sinvergonzonería que no se ocupan sino de reproducirse interminablemente hasta cubrir las esferas del poder desde donde se sacrifica a aquellos seres insignificantes y míseros que resultan incompatibles con sus ilimitadas ambiciones.

Los jóvenes de aquel territorio que era hostil a los seres humanos más débiles, se rebelaron y arrancaron de las raíces del poder a los dictadores políticos, sociales y religiosos que dominaban un país que por aquel entonces se denominaba Rivera. Soñadores de la justicia social encabezaron un movimiento que aglutinó a personas de todas las clases y edades. Señores mayores, revitalizados con la idea del cambio, fueron expulsados de su decrepitud y devueltos de nuevo a las calles para guiar la revolución. Ningún habitante digno del territorio riveriano eludió la responsabilidad que exigía la nueva batalla.

Dolores formaba en aquellos tiempos parte del grupo de señoras mayores díscolas e inconformistas. De hecho, se dice que fue ella el personaje más determinante de aquella rebelión. Estimulada por la energía que en su cuerpo clavaban las esperanzas juveniles, lideró el movimiento social, hasta el punto de que, bien finalizado el conflicto, fue ella quien devino en la Presidenta de Aroma, el nuevo país que surgió del encomiable esfuerzo ciudadano.

Era Dolores una señora seria, sensata y altamente inteligente a cuyas palabras sucedía siempre un silencio profundo entre quienes la rodeaban, ansiosos de escuchar la suave voz que emanaba de una boca realmente hermosa circunscrita por unos labios de increíble finura. Detentora de un rostro plagado de pequeñas y sucesivas pecas, que atribuían a su dueña una imperecedera juventud que chocaba imperiosamente con su avanzada edad. Componía su imponente figura un cuerpo esbelto generador de gestos cargados de mesura y elegancia que con presteza hacían a uno advertir la enorme personalidad de quien ante él se hallaba. En Aroma, nadie olvida el discurso con el que inauguró la nueva etapa del país. O mejor dicho, el discurso que inauguraba el nuevo país. Decía:

“Queridos compañeros, ya estamos aquí. Hemos alcanzado la meta que nuestros sueños trazaron hace mucho tiempo. Soñábamos nosotros con expulsar de nuestro país a los seres humanos más inhumanos. A las personas indignas que nos sometieron durante años a un trato vejatorio y oprobioso. Soñábamos nosotros con sentir el aliento de nuestros iguales a nuestro lado luchando por la misma causa. Luchando por el sentimiento humano y por la verdadera paz. Que no se equivoquen, no hemos llegado a través de la violencia. Es justamente de la violencia de la que hemos escapado. Soñábamos nosotros con unir nuestras fuerzas con el fin de mostrar al mundo entero que el pueblo es imparable cuando coopera y se coordina. Cuando empatiza y concibe a cada ser humano como el elemento más digno y grandioso del Universo. Cuando aprecia el aire puro de una naturaleza que precisa nuestro auxilio. Soñábamos nosotros con deshacernos de las ataduras impuestas por las miras estrechas y egoístas de quienes dominaron este país demasiado tiempo. Soñábamos nosotros con que llegara el día donde los ciudadanos pudieran situarse al frente de sus vidas. Donde la política fuera anclada de nuevo a su lugar originario, que no es otro que el de los ciudadanos. Donde pudiéramos de verdad potenciar nuestras facultades humanas. Hoy ha llegado ese día. Ya estamos aquí. Y nadie va a poder frenar nuestro impulso. Bienvenidos compañeros, a la vida. Bienvenidos compañeros, al verdadero mundo.”






domingo, 29 de junio de 2014

Volver a Sócrates


“Sólo sé que no sé nada” profería Sócrates en el siglo V antes de Cristo. Es evidente que la Humanidad ha evolucionado lo indecible en los más de dos mil años que nos separan del instante en que la cita célebre fue declamada: nos transportamos a países lejanos en cuestión de horas, construimos edificios mastodónticos, nos curamos de enfermedades anteriormente letales, vivimos una media de ochenta años (en Europa), nos comunicamos instantáneamente con personas que habitan en la otra punta del planeta, rompemos la mortalidad de los acontecimientos con aparatos innovadores que reproducen imágenes pasadas o ficticias… En resumidas cuentas, disfrutamos de inmensas comodidades con las que ni siquiera podía fabular Sócrates.

Sin embargo, el ser humano, con detestable frecuencia, continúa dirimiendo los conflictos de forma violenta a través de infames guerras que inundan el escenario mundial y nos fuerzan a cuestionar la magnitud y las limitaciones del beatificado progreso. Asimismo, la desigualdad y las discriminaciones de todo tipo subsisten empujando a incontables seres humanos a existencias desdichadas e indeseables. La evolución en la ciencia y en el mundo del pensamiento en general ha sido incapaz (hasta el momento) de dibujar un planeta suficientemente justo y habitable por todos. Parece ser que, aunque creamos que sabemos infinitamente más que en los tiempos de Sócrates, no sabemos tanto. O quizá no sepamos nada. Urge, por lo tanto, reivindicar el principio destacado por el filósofo ateniense para intentar salir de las desventuradas circunstancias que nos ahogan en el presente.

Es necesario comenzar haciendo hincapié en la paradoja que entraña el principio socrático: aunque se diga que no se sabe nada, se sabe, sin embargo, lo más importante: que no se sabe nada. La esencia de esta idea estriba en la diferencia que existe entre no saber nada y ser consciente de no saber nada. Entre ser ignorante y saberse ignorante. Se presupone en quien es consciente de no saber nada una mínima avidez de conocimiento que le lleva a descubrir su propia ignorancia. Al proponerse uno colocarse en el camino del conocimiento, se topa con continuas lagunas que las asimila con el fin de, una vez tomada conciencia de ellas, intentar colmarlas. Pues cuando uno se esfuerza por saber, dilucida en el trayecto aquello que no sabe y que se apresurará en intentar conocer en el futuro. Además, reconocer que no se sabe nada denota poseer un sabio conocimiento sobre el mundo, ya que implica aceptar las infinitas limitaciones que el mismo impone a nuestras capacidades cognoscitivas: conocer en su totalidad el mundo y las ingentes dimensiones creadas dentro de él por el ser humano es una tarea inabarcable e irrealizable. Por esta razón, debemos partir siempre de la premisa de que, por mucho que sepamos, nunca sabremos lo suficiente.

Evoco la humildad socrática porque considero que para salir de las fangosas circunstancias del presente es inevitable retornar a nuestro desconocimiento. Debemos regresar a la premisa socrática de que no sabemos nada para empezar a saber. Abstractamente, es necesario “desmontar” todos los conocimientos y avances que hemos cosechado en los últimos siglos con el fin de entonar una perspectiva que nos permita observar nuestra relación con el mundo de una forma más natural y humana, desprovista de las nuevas realidades activadas por los conocimientos y elementos artificiales forjados en las recientes épocas por nuestra razón y nuestro ingenio. No significa esto menospreciar y abandonar todos los avances, sino impregnar a éstos de una nueva ética que dimane de una perspectiva de la vida más humana y sencilla.

Cuando aplicamos el principio socrático descubrimos que, por muchas construcciones artificiales levantadas para proteger al ser humano de la intemperie física a la que se le aboca en sus orígenes, es rotundamente inevitable salvar al mismo de la intemperie vital. No es preciso conocer los avances producidos en los dos últimos milenios para inferir que la mortalidad es común a todos los seres humanos. Que el presuntuoso millonario que vive en una mansión vigilada, aislada del resto de personas y provista de todos los lujos imaginables, va a morir en algún momento igual que aquel pobre andrajoso que menesterosamente sobrevive durmiendo debajo de un puente. La muerte es el eje equilibrador de la vida del ser humano, es el punto en el que converge toda la Humanidad.

Sabiendo nada, sin dominar los conocimientos propalados en los últimos dos milenios, sabemos lo más importante: la clave para poder forjar un mundo que se desmarque definitivamente de la falta de ética imperante hoy en día, consiste en educar en ese conocimiento de conciencia de la ignorancia, en la humildad socrática que permite entender que irremisiblemente nos hallamos instalados todos los seres humanos en la misma intemperie vital, independientemente del sexo, la raza, la nacionalidad, la ideología, la orientación sexual, el nivel adquisitivo… Nuestra sociedad necesita urgentemente repensar la muerte en conjunto para poder establecer una convivencia más armoniosa y justa entre los seres humanos. Para poder comprender cabalmente que todos los seres humanos somos iguales en la medida en que todos morimos por igual.

Existe, no obstante, en nuestra sociedad del conocimiento masivo, cierta reticencia a situar la muerte en nuestras vidas. Como si produjera un pánico atroz pensar demasiado sobre nuestro insoslayable sino. Tengo la impresión de que cuesta pensar la muerte por cuán complejo resulta, especialmente en una sociedad tan pretenciosa como la nuestra, asimilar que somos seres finitos. Se la rehúye pensando que de este modo va a anularse y a posponerse eternamente, pero el principio socrático nos enseña que no sólo existen límites sobre el conocimiento, sino que también los existen sobre la propia vida. Empezamos a morir nada más nacer. No puede esquivarse el pensamiento sobre la muerte porque se trata del eje equilibrador de la vida del ser humano.

La aceptación y comprensión de la muerte como suceso común a todos los seres humanos crea necesariamente una empatía entre éstos al hacerlos entender que se encuentran abandonados en la misma intemperie vital. Equipara la vida y la dignidad de todos ellos, que pasan así a recelar de las situaciones de desigualdad y sufrimiento humano. Por lo tanto, no queda otra que volver a la sencillez y humildad socráticas para proyectar un mundo más justo, más solidario, más ético y más atractivo. Ya que nada sabremos hasta que no humanicemos el progreso humano.





jueves, 12 de junio de 2014

La libertad no pertenece al neoliberalismo


Es realmente curioso observar cómo quienes abanderan el neoliberalismo exigen constantemente la privatización de los servicios suministrados por el Estado aduciendo que la interferencia de éste en el mercado supone un grave ataque a la libertad de los individuos. Es curioso especialmente por cuánto se enfatiza en la palabra libertad, empleada ya con tal frecuencia que acaba convirtiéndose, en boca de estos abanderados neoliberales, en una palabra completamente vacía.

¿Cómo pueden las fuerzas políticas a las que se les llena la boca hablando de libertad lanzar incesantes calumnias hacia los movimientos sociales que bregan por recuperar la soberanía ciudadana? ¿Cómo pueden los apologistas de la libertad individual defender al mismo tiempo un sistema ferozmente hermético? ¿Cómo pueden los grandes defensores de la libertad malversar de un modo tan miserable la esencia de este ideal reduciéndolo a la libertad económica? ¿Cómo pueden, en fin, ser tan radicalmente cínicos?

El liberalismo económico que el neoliberalismo propugna intenta encumbrarse cobijándose bajo el amparo del liberalismo político en una operación revestida de una manipulación de los conceptos inadmisible. El liberalismo político se caracteriza por defender robustamente la división de poderes, así como el reconocimiento del derecho de todos los individuos a la participación política. Esta visión del individuo que se desprende del liberalismo político difiere enormemente de la del neoliberalismo, que concibe al individuo como un sujeto capaz de participar en los intercambios económicos sin la intervención del Estado. Olvidando una consecuencia que ya apuntaba Rousseau más de dos siglos atrás: “la libertad sin igualdad no existe”. En nuestro contexto neoliberal, sólo goza de libertad aquél que dispone de medios económicos con los que desenvolverse en el marco del mercado. José Luis Sampedro explicaba este suceso con gran brillantez, más o menos venía a decir: “la libertad equivale a lanzar al vuelo una cometa. Pero no cabe olvidar que la cometa debe ser sujetada a través de una cuerda (la igualdad), porque si no, terminará por escapársele a uno de las manos”.

El neoliberalismo vende una imagen de la libertad falsa, engañosa y deletérea. ¿Acaso gozan de una libertad verdadera aquellas personas olvidadas por el sistema que pujan cada día por sobrevivir, ese 10% de la población más pobre que ha perdido un tercio de sus ingresos entre 2007 y 2010, por sólo el 1% perdido entre los más ricos? ¿Puede existir la libertad en un mundo globalizado donde los 85 individuos más ricos concentran la misma riqueza que los 3.000 millones más pobres? ¿De qué libertad disfrutan las personas desclasadas que consumen su existencia sobreviviendo, es decir, no muriendo, en lugar de viviendo?

Suena a broma de mal gusto que el neoliberalismo se apropie la defensa del liberalismo político cuando sus principios trazan una sociedad compuesta por individuos despojados de sus facultades de sujeto, individuos confinados en el margen de maniobra (condicionado por la renta de cada uno) que habilita el mercado y expulsados del escenario de la política, que pasa a estar invadido por los poderes económicos y financieros. Individuos susceptibles de continua domesticación a través de la construcción de un estadio económico presidido por el consumismo voraz, por la máxima de “compro, luego existo”, por el insostenible comportamiento del “usar y tirar”. Posturas alienantes inoculadas por un sistema dirigido por las veleidades capitalistas y el anhelo de perpetuidad.

El liberalismo político se caracteriza, en contraposición del neoliberalismo, por reconocer la potencialidad del ser humano, por convertirlo en ciudadano y protegerlo a través del lanzamiento de textos jurídicos encaminados a garantizar sus derechos y libertades. El liberalismo político deposita la confianza en la ciudadanía, velando por la invulnerabilidad de la autonomía de los ciudadanos, que deben ser los directores de la actividad política mediante el desempeño de su voluntad individual, que converge en una voluntad general que organiza la vida política. Pues el liberalismo político sólo puede explicarse como una evolución de las ideas contractualistas que reivindican la soberanía derivada de los ciudadanos. Se toma en consideración la autonomía individual del ser humano no de manera aislada como hace el neoliberalismo, sino como condición para levantar un edificio colectivo que garantice la convivencia de los seres humanos. Se trata de un reconocimiento inclusivo de la autonomía, no exclusivo. La autonomía presentada como la capacidad individual de cada sujeto para participar en los acontecimientos vitales con el ejercicio de su responsabilidad.

La libertad abrigada por el liberalismo político se basa, por lo tanto, en el reconocimiento de la posibilidad de actuación de cada ser humano, que garantiza de este modo la facultad política de los individuos para poder incidir en el funcionamiento del contexto político en que se hallan enmarcados. Así que, a diferencia del comportamiento propugnado por las fuerzas políticas neoliberales, el liberalismo político invita a la participación ciudadana, a la organización asamblearia y a la asociación de los sujetos políticos. Los movimientos sociales que tanto aterran a los abanderados del neoliberalismo bregan, además, por recuperar la libertad de aquellos individuos desechados por el mercado que se encuentran instalados en una desigualdad intolerable que les incapacita políticamente. Son estos movimientos sociales quienes de verdad luchan por la libertad y por los derechos políticos usurpados. Por eso tiemblan los neoliberales, quienes, al oponerse con aspereza y violencia verbal a estas reivindicaciones sociales no han conseguido sino desenmascarase por completo: no anhelan la libertad, es la libertad lo que les aterroriza.

lunes, 26 de mayo de 2014

Ganó la CIUDADANÍA


El bipartidismo sufrió ayer un golpe muy duro que ilusiona, entusiasma y llena de esperanza. Han hecho falta casi cuarenta años de democracia para atacar con contundencia al orden político imperante en las últimas décadas. Un orden basado en la bifurcación de la política en dos únicos partidos que han incurrido, como constatan los resultados de ayer (y las percepciones de la ciudadanía desde hace bastante tiempo), en un anquilosamiento supino, así como en una ineptitud exasperada en la canalización de las demandas sociales. Ambas fuerzas políticas, que habían presumido de alcanzar conjuntamente un 80% de los votos en las últimas elecciones europeas de 2009, han visto notoriamente mermados sus resultados en el plebiscito que ayer constituían las elecciones para el Parlamento Europeo. Por primera vez, no lograron ni siquiera obtener el 50% de los votos.

La ciudadanía castigó severamente a los dos partidos que han claudicado ante las presiones financieras y económicas en sus recientes mandatos. Partidos que han sido absorbidos por políticas del austericidio, políticas contra la sociedad, especialmente contra los más débiles. Que han conducido a España a la segunda posición en lo referente a la pobreza infantil. Que han convertido a España en un país donde trabajar ha sobrevenido insuficiente para salir de la pobreza: un 12% de españoles trabajan sin lograr con ello escapar de ella. Donde la sanidad y la educación han padecido ataques ponzoñosos y letales. Un país donde las clases políticas han fertilizado los campos de la indignación y el inconformismo a base de decisiones y actuaciones encaminadas a perpetuarles en la posición privilegiada y llevadas a cabo a costa de la resiliencia y el sufrimiento de los más débiles.

La ciudadanía mostró claramente ayer su deseo por sepultar el bipartidismo y por anclar de nuevo la política a su terreno originario, que no es otro que el de los ciudadanos. Se confirmó la aparición de una nueva era en la política española dimanante de los movimientos sociales que han brotado con la crisis y que reivindican un sistema más democrático y más social, donde uno pueda ejercer plenamente su condición de ciudadano participando activamente en las decisiones que nos conciernen a todos y que, por haberlas delegado en representantes indecentes, han sido distorsionadas y desviadas de su legítimo fin.

Los ciudadanos, además, han optado mayoritariamente por el camino que ofrece una izquierda que se aleja apresuradamente del PSOE y que abandera una regeneración del sistema acorde con las demandas sociales de ciudadanos que han descubierto que, para ejercer su ciudadanía, necesitan previamente desempeñar la condición de ser humano que les es arrancada por las mortíferas políticas de austeridad.  Pues uno se ve imposibilitado de desarrollar el ejercicio de la ciudadanía en situaciones de miseria donde la totalidad de las preocupaciones son consumidas por el deseo de supervivencia. Por esta razón, el viraje a la izquierda es necesario.

La política, merced a los resultados de ayer, parece ser vista de nuevo como una herramienta al servicio de los ciudadanos y no como un arma aniquiladora de esperanzas humanas. Los ciudadanos vuelven a concebir la política como un bien propio que solo puede preservarse con dedicación, compromiso y esfuerzo. Asistimos a un escenario donde la responsabilidad e implicación de cada ciudadano serán imprescindibles para impedir una nueva usurpación de nuestra política. Ayer se dijo basta. A partir de hoy, toca avanzar más allá y tomar cada uno de nosotros nuestra ciudadanía no sólo como un derecho, sino también como un deber. El futuro es nuestro. El cambio es posible.



domingo, 25 de mayo de 2014

Somos aves migratorias

Toda la vida es un truco. A lo largo de nuestra existencia no dejamos de esmerarnos en construir edificios vitales con los que poder sostener la incertidumbre, la pesadez y la intriga sobre la aventura que vivimos. La vida en sí no tiene en absoluto sentido, deja a nuestra merced la decisión acerca de qué queremos buscar y de qué queremos vivir. Porque en sí, nuestra existencia no existe, debemos crearla cada uno de nosotros a partir de una esencia que dibujamos con nuestro corazón, con nuestras ganas de encontrar motivos por los que vivir en este mundo que tan inhóspito puede llegar a resultarnos.

La vida es de todo menos inamovible. Hasta el pasado se remueve en nuestra memoria en forma de melancolía y de nostalgia, recordándonos que estamos en una atracción que no cesa en ningún instante, que, cuando menos se lo espera uno, puede dejarle abandonado en la impotencia del pasado, de aquello que no puede volver a brillar ni a vivir, pero que, paradójicamente, podemos mantener con luz en nuestra existencia en forma de recuerdo. Recuerdos positivos, que nos ayudan a desatarnos de la sordidez existencial y que nos impulsan hacia el futuro gracias a que nos conservan en el presente. Todo son trucos, pues la vida, sin que nada mediara entre ella y nosotros, carecería de alicientes. Carecería de atractivo.


Por eso, somos aves que migramos constantemente hacia nuevas vivencias y hacia nuevas experiencias que exigen una adaptación veloz y convincente para que podamos seguir suspendidos en el aire y la luz de la vida. Somos aves que nos agarramos a nuestro vuelo, a nuestro continuo movimiento. Aves que avanzamos gracias a unas alas que no dejan de funcionar, actuando como trucos que nos hacen creer en que el futuro es siempre el lugar al que debemos aterrizar.

miércoles, 23 de abril de 2014

El lobo estepario

Esta maravillosa obra de Hermann Hesse se esfuerza arduamente por ahondar en la existencia del ser humano, anhelando hallar algún sentido a la vida. Es tan sugerente que a uno lo acaba conduciendo a la extenuación mental y acaso anímica. El principio es fabuloso, envuelve inmediatamente al lector con el relato trazado por el sobrino de la dueña de la casa de la que es inquilino Harry Haller, el protagonista de la historia. Se trata de una narración muy dinámica y cargada de vivacidad que nos adelanta la complejísima personalidad de Heller con una descripción que rezuma perplejidad, asombro y hasta cierto punto admiración. El autor de esta precisa radiografía previene ávidamente al lector de la magnitud y peculiaridad del personaje al que deberá hacer frente en solitario a lo largo del libro.

El desconcierto llega al lector cuando comienzan a ser narradas en primera persona las notas del propio Harry Heller, que avanzan sucesivamente teñidas de la angustia, la indiferencia, la incertidumbre y la desazón manifestadas por un hombre que se define a sí mismo como lobo estepario. Un lobo estepario es un ser descarriado que vive aislado en la vida como consecuencia del continuo conflicto espiritual que se desata en su interior. El lobo estepario se apea de la humanidad al considerar a ésta afanada en empresas insulsas, superficiales y burguesas en el sentido de cimentadas en la despreocupación y la comodidad. Carentes, pues, de cualquier tipo de trascendencia, que es precisamente aquello que el lobo estepario ansía orientado siempre a lo sublime y eterno, a lo inmutable e inmortal. Hesse embute al lector en la clásica confrontación filosófica del cuerpo, propulsor de instintos e impulsos; y el alma, representante del paraíso espiritual.

El lobo estepario padece una vida tormentosa a causa de la frustración e impotencia que le genera la realidad, que actúa como una cárcel destructora de los anhelos de trascendencia espiritual de quien reniega de la miseria esparcida en la realidad. El lobo estepario, al fin y al cabo, es un soñador inconformista que guerrea por ascender a un mundo sublime donde sus idealizaciones sí puedan ser acogidas y satisfechas. La cruda realidad, forzada a superar el filtro de lo físico, desgarra y desalienta al lobo estepario, que prontamente empieza a concebir la muerte como redención y única escapatoria. Sus sueños tienen razón, le dicen, pero la realidad no. No hay lugar para la plena espiritualidad en la vida real, como él mismo comprueba tristemente cuando se percata de que la euforia, alegría y embriaguez sólo le visitan cuando entra en contacto con el escenario irracional del sexo y del amor.

La condena a la vida y, por consiguiente, a la responsabilidad de levantar una esencia que no viene determinada, alimenta de indiferencia la existencia del lobo estepario, que se trueca en ocasiones en un extranjero como el de Camus, en un apátrida vital que no acepta la confinación de la libertad en un marco terrenal, imperfecto e irracional. Busca denodadamente la pureza de un paraíso como el del Mundo de las Ideas de Platón, alejado de la elevada corruptibilidad de la realidad sensorial. La influencia del psicoanálisis en Hesse brota especialmente en la última parte del libro con la victoria por así decirlo de la irracionalidad freudiana. El lobo estepario es conducido al mundo de la fantasía para experimentar allí la evasión de la realidad, que se le presenta, junto con el humorismo, como vía de supervivencia en la desesperanzadora realidad.

En mi opinión, Hesse no nos invita a escaparnos definitivamente de la realidad hacia paraísos imaginarios y ficticios. Simplemente nos incita a aminorar la desolación producida por la realidad completando ésta con la introducción de escenarios cautivadores, ideales y soñadores. Pablo, el personaje que muestra este mundo paralelo al lobo estepario, no es ningún Don Quijote que ande enzarzado en peleas con molinos de viento, sino que más bien se trata de un hombre que vive una vida estimulante, energética e integrada en la sociedad. Se acostumbra a la irracionalidad y la asimila, aunque para ello deba afanarse a veces en menesteres superficiales y, a juicio del lobo estepario, poco trascendentales.

Pero es que el ser humano es de por sí así, imperfecto. Es intrascendente, pese a los intentos de nuestra parte racional de alzarnos hacia lo puro y sublime. La impotencia y la frustración vitales engendran en nosotros la necesidad de construir y levantar mundos supraterrenales donde poder verter nuestras ambiciones de pureza y plena trascendencia. Por eso la verdadera vida se nos aparece insuficiente, acaso como el lugar más inhóspito en el que vivir. El lugar más desagradable y vil. El lugar menos soñado. Pero, al fin y al cabo, si soñamos es porque vivimos.  

lunes, 31 de marzo de 2014

La necesaria responsabilidad histórica


Al estar enclavados en la historia viva, que es volátil y cambiante, nos cuesta tomar conciencia de nuestra situación. Así observamos el pasado con cierta ufanía fruto de la superioridad que nos produce pensar que los desagradables acontecimientos de otros tiempos han sido ya solventados y reparados. Creemos que las heridas han sido totalmente curadas, que resulta imposible que de ellas puedan volver a brotar sangrientos conflictos y guerras interminables. Pero la historia está inconclusa. Somos nosotros los encargados de escribirla día a día con los pasos de nuestra andadura por el presente.

Es curiosa la facilidad con la que el ser humano se desentiende de su responsabilidad histórica. Pensamos que somos herederos de un pasado que desemboca definitivamente en nosotros. Sin reparar en cuán fundamental deviene nuestra labor para poder garantizar el éxito del futuro a partir de la asunción del pasado como un elemento que siente las bases del presente, que a la sazón serán las del futuro. La conexión entre el pasado, el presente y el futuro es realmente interesante. Tenemos, con diversas incógnitas por resolver, constancia sobre el pasado. Mientras que el presente, en tanto que lo habitamos, podemos considerarlo también como existente. Sin embargo, tengo la sensación de que se carece de conciencia sobre la trascendencia de nuestro presente en la historia. Pues no lo proyectamos sobre un futuro. Olvidamos que la historia jamás se ha quedado postrada en un pasado o en un presente en concreto, sino que es más bien una evolución continua que fluye en cada instante del presente por las trazas esgrimidas por el pasado, que no conducen sino a un insoslayable futuro.

El futuro será inevitablemente presente y pasado. O mejor dicho, el pasado y el presente han sido previamente futuro. Porque el presente precede al futuro, un tiempo todavía no vivido que, al experimentarse, adoptará la forma de presente. Y que, al transcurrir en su totalidad y perder su vigencia temporal, pasará a formar parte del indeleble pasado. Podemos deducir, por lo tanto, que todo acontecimiento conmovedor que tuviera lugar otrora, gozó en algún momento del cuerpo de una idea tormentosa que pronto invadió la sosegada y desprevenida realidad, transformándola más tarde en una tragedia que únicamente se había revestido hasta entonces de ingentes porciones de abstracción y fabulación.

Es menester que la sociedad actual, tan imbuida de la cortedad en la visión vital propugnada por el capitalismo salvaje, tome conciencia de su situación histórica y de la enorme trascendencia de su presente para frenar el tren hacia el abismo en el que en estos instantes se encuentra instalada la Humanidad, cargada como está de insensibilidad, insolidaridad e irresponsabilidad. Únicamente preocupada por la fugacidad de las satisfacciones materiales y monetarias. Afanada exclusivamente en el bienestar del presente, sin atender a la continua mutabilidad del mismo a la que le someten tanto el pasado, que lo entierra, como el futuro, que lo suplanta. Si continuamos escapándonos de nuestra responsabilidad histórica, no habrá presente que valga la pena. No habrá Humanidad.




domingo, 23 de febrero de 2014

Operación Palace: la genialidad de Évole


Me veo en la necesidad de abalanzarme sobre las teclas de mi ordenador para escribir sobre un experimento tan insólito para los españoles como ha sido Operación Palace. Veo que esta especie de documental ha suscitado cierta irritación a un número considerable de personas. A mí, por el contrario, me ha parecido una genialidad. Intentaré explicar muy brevemente por qué.

Habiéndome leído con anterioridad una cantidad no despreciable de información sobre el 23-F, me ha resultado imposible no llegar a creerme en algunos instantes la historia, tan aparentemente veraz a la vez que estupefaciente, encuadrada en el maravilloso guion de Operación Palace. La hora que ha durado el programa ha logrado adquirir más fuerza y poder que numerosas páginas escritas de forma pausada y reflexionada sobre el 23-F. No podía ser verdad que los españoles hubiéramos vivido tantísimo tiempo engañados y que, sabiéndolo un número considerable de personas, como se desprendía del relato de Operación Palace, no hubiera salido a la luz nada de los que se nos contaba en el programa de Évole. No podía tener de ninguna manera sentido que se relacionara la obtención de Garci del premio Óscar con el suceso del 23-F. ¡Menuda locura! Sin embargo, yo tampoco me he podido resistir a la tentadora y atractiva fuerza de la fabulación. Hasta he llegado a dudar de la honestidad de quien es una de las personas a las que más admiro: Iñaki Gabilondo. Cabe que lo repita: ¡Menuda locura!

Sin embargo, no me irrita haberme creído por unos instantes la ficción ingeniada por Jordi Évole. De hecho, le doy las gracias por ello. Me parece que está fuera de lugar tildar a Évole de estafador. Leo en distintos lugares palabras llenas de irritación que manifiestan la indignación de algunas personas por haberse sentido engañadas. Operación Palace no ha engañado a nadie. Todo lo contrario: nos ha puesto en alarma ante el engaño continuo al que nos vemos sometidos los ciudadanos. Nos ha demostrado la facilidad con la que capturamos e introducimos en nuestra cabeza la realidad, sin sujetarla a ningún tipo de filtro crítico.

Con demasiada frecuencia creemos lo que quieren que creamos o lo que queremos creer, pero no lo que en realidad aconteció. Con el paso del tiempo, conforme aquello que fue realidad se va alejando más de nosotros, cubrimos los sucesos del pasado de continuas fabulaciones con las que, o bien nos afanamos en desentrañar, de manera poco exitosa, los acontecimientos pretéritos; o bien pretendemos atribuir a la historia unos rasgos imaginativos con los que nos esforzamos por distorsionar la verdadera realidad pasada. Ambos comportamientos imperan en cualquier tiempo histórico. Se tratan de mecanismos a los que el ser humano recurre para poder aligerar la insatisfacción intrínseca a la crudeza de la realidad, que no es otra que la impotencia que se siente al descubrir que resulta poco probable poder comprender cabalmente aquello que aconteció en un tiempo pasado y cuyo escrutinio se torna realmente complejo y laborioso en la actualidad, es decir, en la sucesión de ese pasado, que ya no puede verse con los mismos ojos que en el momento de su gestación.

Somos abiertamente proclives a la fabulación. La fabulación, de hecho, es fundamental para poder sobrevivir en un mundo que, sin imaginación, sería demasiado cargante (¿acaso no lo es ya con ella?). Ahora bien, la fabulación es beneficiosa siempre que se tenga en cuenta su carácter ficticio. Cuando a la historia, es decir, a la realidad pasada, se la intenta irrealizar a través de fabulaciones se incurre en un ejercicio de manipulación repudiable que conduce inevitablemente a un estado de confusión y de desconcierto nada deseables. Puesto que la verdadera realidad, el presente, se pasa a sustentar en un pasado que no se sabe con certeza que sea pasado, en la medida en que se pone en cuestionamiento si la realidad de él que se ha legado al presente es legítima y veraz.

Jordi Évole, con Operación Palace, nos ha llegado a desnudar a muchos. Existen serias razones para sentir rubor por ello. Pero creo que ese azoramiento no debe traducirse sino en una autocrítica que nos conduzca a reflexionar más profundamente sobre la verdadera realidad. Porque vivir en un presente manipulado significa proceder de un pasado distorsionado y, a la vez, proyectarse sobre un futuro igualmente falsificado. Orwell lo resumía perfectamente: “quien controla el pasado, controla el presente; y quien controla el presente, controla el futuro”.

domingo, 16 de febrero de 2014

Mirar en grande: contra la xenofobia


Europa se ve asolada desde hace bastante tiempo por una incertidumbre jalonada por el imparable ascenso de los partidos populistas. El último ejemplo claro de esta tendencia lo observábamos recientemente con la aprobación en Suiza, a través de referéndum, del establecimiento de cuotas a los inmigrantes. Este anhelo abrigado por el pueblo suizo no parece ser sino un preludio de aquello que puede acontecer en el resto de Europa si se cumplen los pronósticos que anticipan el éxito de los partidos populistas en las próximas elecciones europeas.

El problema, aunque pueda resultar chocante, no estriba tanto, bajo mi punto de vista, en este fortalecimiento de las posturas populistas y xenófobas como en las respuestas que se trazan desde los países europeístas para contrarrestarlas. Creo que es totalmente necesario que tenga lugar un cambio radical a la hora de abordar la cuestión de la xenofobia en Europa. Se debe repensar arduamente qué perspectiva es la más decente para guiarnos a subsanar este mal del que adolece hoy en día Europa, puesto que no se puede seguir transitando por el mismo camino que nos ha conducido a este panorama alarmante y que se caracteriza por llevar a cabo acuerdos y misiones conjuntas atendiendo única y especialmente a fines económicos.

A través de los efectos de la presente crisis hemos podido advertir cómo las bases de la Unión Europea han ido debilitándose gradualmente hasta dejar a ésta al borde del precipicio, desnuda y cubierta de dudas y confusión. Pecaríamos de ingenuos si intentáramos atribuir a la coincidencia y al azar el hecho de que la UE esté a las puertas del abismo justamente en el momento más crítico de la economía europea en las últimas décadas. No cabe duda alguna de que ha quedado completamente al descubierto la falta de solidez de una unión que se sustentaba más en intereses económicos que en intereses humanos.

Mantener una unión basada únicamente en la economía no sirve de nada, pues esta unión se tambaleará cada vez que la economía, el nexo de la unión, entre en cuestionamiento. No sólo resultará inviable económicamente, como así parece que asevera la realidad, sino que lo será sobre todo en lo concerniente a la convivencia de la humanidad. Una unión que se guía por intereses económicos (los particulares de cada nación y de cada individuo) es una unión con pocas posibilidades de futuro, ya que, en lugar de mirar en grande, mira en pequeño. Se alargan los brazos al mismo tiempo que se estrechan, pues se trata de una expansión que en el fondo busca el aseguramiento de una visión reducida y chica, es decir, de un repliegue. Se participa en un mercado globalizado al mismo tiempo que brotan en su interior posturas proteccionistas y en contra de la propia unión.  Así se explica que dentro de una unión del cariz de la que nos ocupa puedan aparecer movimientos xenófobos altamente respaldados y que defienden la anti-unión.

Cualquier unión en la que se adviertan atisbos de xenofobia, como en este caso la UE, es una unión abocada al fracaso, puesto que cualquier unión, para prosperar como tal, debe fundamentarse en el respeto a la diversidad dentro de ella. La xenofobia, por el contrario, representa la discriminación al otro, a lo diferente, a la Alteridad. Es, pues, necesario dotar a las alianzas establecidas entre los países de un contenido mucho más humano, o filosófico si se prefiere.

El ser humano debería aspirar siempre a ensanchar su solidaridad y su generosidad a través de una visión del mundo amplia y global que permitiera establecer un nexo no basado en la economía, sino en la empatía. Sólo con tal conciencia puede garantizarse la pervivencia de cualquier tipo de unión, ya que, de nada sirve expandirse física o económicamente si no se produce paralelamente un ensanchamiento de la conciencia y de la visión del mundo. Una unión que no cumpla con estos requisitos acabará inexorablemente fracasando, ya que se sustentará en unas condiciones cambiantes e inestables que, en el momento de fallar, arrollarán sin miramientos a la unión. Por el contrario, la fijación de una conciencia humana y global difícilmente podrá caer en la inestabilidad en la medida en que se basa en una condición que es temporalmente permanente: la condición de ser humano.

Por lo tanto, es necesario que, como ya se ha dicho, tenga lugar una reorientación considerable en los argumentos de aquellas personas interesadas en defender el futuro de la Unión Europea. El propio presidente de la Comisión Europea, Barroso, sostenía lo siguiente tras el resultado del referéndum en Suiza (que no es miembro de la UE): “no es justo que Europa ofrezca a Suiza estas condiciones y que después Suiza no ofrezca las mismas condiciones”. Barroso otorga más importancia a la falta de reciprocidad que al problema principal: la xenofobia. Cae en el grave error de visionar la realidad desde un punto de vista basado en el cumplimiento o no de unos intereses, es decir, desde una posición más europeísta que humanista. Cuando el problema principal no consiste en que se haya incumplido un acuerdo entre la UE y Suiza y que, por lo tanto, la UE salga malparada. El problema consiste en que la medida abrazada por los suizos es xenófoba y poco democrática en su fundamento (se da la paradoja de que, aunque haya sido librada por referéndum, supuestamente, una de las expresiones más altas de la democracia, atenta fuertemente contra la diversidad, que es uno de los principios elementales de cualquier democracia).

Explicar la perversidad de la xenofobia incipiente en Europa apelando a datos y argumentos que se proponen mostrar las perniciosas consecuencias económicas y políticas que causará en los países de la UE constituye una visión muy simplista, reduccionista y frívola. La xenofobia no es indeseable porque afecte a la UE, sino porque es un sentimiento destructor, violento, selectivo, restrictivo, insolidario, nada empático y que atenta contra la diversidad. Es cierto que observarla desde una perspectiva de la UE es más sano que desde una perspectiva particular de un país europeo en concreto, pues representa en cierta medida una conciencia que trasciende la del ámbito nacional y que es, por consiguiente, más amplia y más favorable (siempre que no se conciba la UE como el nexo de intereses únicamente crematísticos). Sin embargo, no es suficiente. Porque la humanidad está muy lejos de concentrarse exclusivamente en el territorio abarcado por la UE. Por lo que una visión únicamente europea es también reduccionista y pequeña si la situamos en conexión con el resto del mundo.

El futuro de Europa, aunque pinta mal, es incierto. Quién sabe si se logrará frenar esta ola de populismo y xenofobia que tanto nos preocupa en la actualidad. Quizá Europa sepa sobreponerse a las circunstancias y consigue poner fin a esta epidemia xenófoba dentro de un año. Quién sabe. Todo puede pasar, porque mientras exista el futuro, el presente nunca podrá asegurarse su permanencia. Sin embargo, una cosa está clara: si se logra erradicar la xenofobia que azota hoy en día a Europa con las medidas y las perspectivas que se están adoptando en la actualidad, tal erradicación será inevitablemente provisional y la xenofobia volverá a imponerse cuando reaparezcan los problemas que la han causado en la actualidad. Porque la xenofobia sólo podrá destruirse definitivamente cuando impere una visión global y humanista que asiente la diversidad como un elemento imprescindible para la convivencia de la humanidad.