"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

viernes, 26 de marzo de 2021

Paco

 

Como contaba la semana pasada, desde hace cinco años se han instalado unos ruidos en mi cuarto que proceden de los vecinos que se mudaron a la casa de al lado y que tienen el salón pared con pared con mi habitación. Me costó muy poco tiempo adivinar que él se llama Paco, pues su mujer se pasa el día gritándole, hablándole con una voz aguda e hiriente que atraviesa no sólo las paredes, sino también mis tímpanos. Tienen una puerta corrediza en el salón y oigo cómo se va deslizando durante el día, sometida a un trajín propio de una película de los hermanos Marx. En realidad, es ella la que va saliendo y entrando, casi siempre con una recriminación nueva para Paco, que es un hombre sedentario que se pasa el día con el culo ahuecado en el sillón que está pegado a mi pared. Sus movimientos y conversaciones se han convertido en un rumor casi permanente en mi vida, un ruido de fondo del que no puedo escapar. Mientras trabajo en mi escritorio, a veces me descubro alargando las piernas hacia la pared, como si pudiera empujar despacio y con sutilidad, sin que él se dé cuenta, su sillón y alejar de mi cuarto el runrún de su cotidianidad. 

Paco se pasa el día al teléfono. Después de cinco años, todavía soy incapaz de discernir a qué se dedica, si trabaja o está jubilado. Su vida antes de la pandemia ya era sedentaria y carente de ningún horario, así que no sé. Un trabajador al uso no debe de ser. En todo caso puede que sea comerciante. Un vendedor como la copa de un pino, engatusador, jovial, espontáneo y muy campechano. Basta con oír sus carcajadas cuando está al teléfono. Debe de ser muy bueno en el trato con los clientes: les da palique, los escucha, les ríe sus tonterías, les cuenta anécdotas. Habla con mucho desparpajo. A diferencia de su mujer, tiene una voz muy grave que envuelve el ambiente de cierta calidez. Es una voz radiofónica, muy bonita, un arma más para embaucar a los clientes.

Paco es un cuñado de manual. El cuñado español por excelencia. Escandaloso, chabacano, muy natural, asertivo, sin remilgos a la hora de hablar, orgulloso de ser sincero y no amilanarse a la hora de dar su opinión, extremadamente simpático. Tan simpático que es imposible no tenerle algo cariño pese a que te martillee con sus carcajadas y sus gritos y desprenda un olor a macho ibérico que te deja colocado el resto del día. Cada tarde interviene en las videollamadas que su mujer hace con su madre (el hecho de que su mujer tenga todavía madre y, más aún, una madre capaz de utilizar un smartphone, me empuja a descartar que estén jubilados). Es una intervención fugaz, pero efectiva. Le da tiempo a llenar a su suegra de lisonjas: “Carmen (así se llama), pero qué guapa vas hoy. Por favor, estás radiante, preciosa, espléndida. Te veo fenomenal”. Ah, se me olvidaba, Paco es también muy zalamero.  

Pero no tiene sentido asumir que trabaja como comerciante sólo porque haga un uso masivo del teléfono, ya que por la noche también lo utiliza y está claro que no es para hablar de negocios. Sobre las doce de la noche y la una de la mañana, se pone a conversar con un amigo. Imagino que su mujer estará en la otra punta de la casa, ya dormida en su habitación, porque no le hace ninguna visita. Siempre me he preguntado con quién narices hablará Paco a esas horas tan retorcidas. Tiene que ser un muy buen amigo o una persona también desocupada, que no tiene que madrugar y que necesita aliviar la soledad con llamadas. Confieso que a veces he especulado con que son amantes clandestinos, me he imaginado a Paco esperando como agua de mayo a que su mujer se acueste para así aprovechar y llamar a su verdadero amor. Siempre he asociado al otro interlocutor con un hombre, no sé por qué. Quizá soy un basicote, pero el tono de la conversación me parece demasiado brusco y abrupto como para que en la otra línea se encuentre una amante femenina. En realidad, el tono encierra tan poca intimidad y cariño que se me hace complicado pensar en serio en ningún amante. Punto. Ni femenino ni masculino. Pero entonces, ¿quién narices es? El asunto me parece todavía más misterioso. Si no le une a esa persona un secreto inconfesable y morboso, ¿qué demonios le une para que hablen sin falta todas las noches?

Hace poco leí que siempre es un aliciente en la cotidianidad de cualquiera tener delante un escenario y espiarlo con impunidad. Eso es un poco lo que me pasa a mí (o lo que quiero convencerme de que me pasa). Mis vecinos han llenado mi habitación de ruido y de misterio. Lo primero lo he intentado solucionar dando golpes a la pared, elevando un poco la voz rogándoles que por favor se callen cuando es la una de la mañana y no me dejan dormir, pero ha sido siempre en vano. ¿No se dice eso de que si no puedes con tu enemigo más te vale unirte a él? Pues eso he hecho yo. Ya que no me puedo quitar de encima el rumor que procede de esa casa, pues qué menos que instalarme de verdad en ella e intentar comprender qué sucede al otro lado de mi pared. Con este propósito me he provisto de un instrumento tan simple como útil: un vaso. Mis hermanos lo descubrieron hace poco en mi escritorio y se quedaron flipando cuando les respondí que llevaba varios meses utilizándolo. Juegan un poco el papel de Thelma Ritter en mi película favorita. Noto que con la mirada me dicen: “estás observando un mundo secreto y privado. Todos hacen cosas en la intimidad que no pueden explicar en público”. Y no se lo puedo negar, invado la intimidad de mis vecinos desconocidos, pero me gustaría alegar que ellos han invadido la mía antes y que, ya que me dan la murga todo el día, qué menos que enterarme un poco de qué hablan, a qué se dedican, qué hacen. Si todavía me seguís respetando después de esto y estáis interesados en saber algo más sobre la vida de Paco, no os preocupéis: habrá siguiente capítulo.

viernes, 19 de marzo de 2021

En obras

 

Mi habitación solía ser un lugar cálido y acogedor, perfecto para cultivar soledades tranquilas. No había ningún ruido que perturbara el silencio que reinaba en ella ni que, por lo tanto, interrumpiera mis lecturas nocturnas, mis siestas o las encarnecidas luchas en las que me enzarzaba con las leyes que tenía que aprenderme de memoria para Derecho. Por desgracia, como casi todo lo bonito en la vida, la tranquilidad llegó a su fin hace cinco años. Estaba estudiando cuando, de repente, empecé a oír golpes de taladros y martillos. Mi pared vibraba como si fuera una discoteca y, a través del patio al que da mi habitación, podía ver cómo salía polvo de las ventanas de la casa contigua a la mía, serpenteando como el humo que sale de las chimeneas en Navidad, sólo que envolviendo el ambiente de una sensación muy opuesta: de zozobra y desasosiego. Pum, pum, pum. A los valencianos nos gusta el ruido, pero en fallas ya cubrimos el cupo para todo el año. No necesitamos más. Pum, pum, pum.

Así tuve que aguantar durante varios meses, especialmente duro fue el mes de enero, en plena época de exámenes. Intentaba regatearle tiempo al ruido y me levantaba con ese propósito horas antes de que se pusieran manos a la obra (nunca mejor dicho) los obreros. Aún no había descubierto la magia de los tapones, así que, una vez reanudaban el trabajo, no había manera de amortiguar el ruido más que con música, lo que tampoco facilitaba encontrar la concentración que con tanta ansia buscaba. Pum, pum, pum. Sobreviví la época de exámenes (aunque con secuelas que mis hermanos aún me señalan hoy con humor y un poco de mala baba) y los meses de después el ruido disminuyó un poco y se hizo más llevadero.  

Había estado tan consumido y obsesionado por las malditas obras que no había reparado en que no constituían un fin en sí mismas, sino que más bien abrían un período de transición que acabaría inevitablemente con unos nuevos vecinos instalándose en la casa de al lado. Las paredes de mi casa son extremadamente finas. Gran parte de la tranquilidad disfrutada los años anteriores se debía precisamente a que nadie habitaba la casa de al lado. Un día de repente empecé a registrar sonidos nuevos en mi cuarto. Voces. Gritos. Carcajadas. Os reirías de mí si os figurarais la cara de susto que se me puso. ¿Más ruido? ¡¡¿Más ruido?!! Esos sonidos se asentaron gradualmente y confirmaron mi mayor temor: que iba a tener que convivir con ruidos ajenos a los míos.

Desde ese día hasta hoy he estado viviendo pared con pared con dos vecinos, un señor y una señora, a los que aún no he podido conocer. Su casa pertenece al portal siguiente al mío, así que no compartimos zaguán ni trayectos incómodos en ascensor. El único contacto visual que puedo establecer con ellos es a través del patio, pues desde mi escritorio avisto sus ventanas, pero éstas son todas traslúcidas y nunca las abren, no les va eso de airear las habitaciones y mira que se pasan todo el día encerrados en casa.

No os preocupéis, en el siguiente capítulo os hablaré de ellos.