"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 30 de agosto de 2020

Messi y la continuidad

La noticia de que Messi desea abandonar el Barça me ha descolocado mucho. No soy aficionado culé y, sin embargo, me siento como si estuvieran a punto de despojarme de algo que me pertenece. Tanto es así que el día en el que me enteré me costó hasta conciliar el sueño. Acababan de sacudir mi vida y no entendía muy bien por qué. Luego me metí en Twitter y vi a mucha gente que se declaraba no-futbolera que se había quedado igualmente impactada por la noticia, lo que me empujó a reflexionar todavía más sobre el asunto. ¿Qué tiene la marcha de Messi que nos ha dejado a todos en fuera de juego? ¿Es sólo que no la esperábamos o es algo más profundo?

Me doy cuenta de que los goles, los fracasos y los títulos de Messi forman parte de mi microcosmos. Están tan arraigados en mi imaginario que verle dejar el Barça me produce una especie de ansiedad, de miedo a lo nuevo. La tristeza e inseguridad que causa el desmoronamiento de lo conocido, de lo cotidiano, de lo que parece eterno. De normal, cuando reflexionamos sobre cuáles son nuestros sustentos vitales, pensamos en nuestros familiares y amigos, en las personas que más nos influyen y a las que más queremos. Pero nos olvidamos muy fácilmente de la superficie sobre la que discurre nuestra vida. Del paisaje contra el que se recorta nuestra existencia y que asegura nuestra continuidad, confiriendo un aire de familiaridad a aquello que nos rodea.

Cuando hablo del paisaje de mi vida, me refiero a todo lo que ya estaba allí antes de que me salieran pelos en la axila. Hablo de ver a Nadal ganando el Roland Garros; de Jorge Javier Vázquez al mando de cualquier programa de cotilleo, a punto para explotar cualquier salseo; de Jordi Hurtado con su sonrisa afable presentando Saber y ganar; de Pablo Motos haciendo el cabra y resultando insoportable y cargante en El Hormiguero; de Belén Esteban desgañitándose a la hora de la siesta; y de la emisión de un nuevo capítulo de Cuéntame, aunque me dé una vergüenza enorme reconocer que no he visto ni uno. En resumen, cuando hablo del paisaje de mi vida, hablo de aquel compañero de clase con el que hemos estado toda la vida y a quien, a pesar de no considerar amigo, le guardamos un cariño sincero. Seguramente porque podemos proyectar en él cada momento importante de nuestra vida. Como un mapa que nos señala dónde nos encontramos cuando estamos perdidos.

Del mismo modo, cuando pienso en Messi enfundado en la camiseta blaugrana con el 10 en la espalda, pienso en qué fase de mi vida se corresponde con cada momento decisivo de su carrera. Recuerdo, cuando todavía jugaba a fútbol, estar entrenando y enterarme por mis compañeros de equipo del penalti que falló en semifinales de Champions contra el Chelsea en 2012. Recuerdo también ver en Francia, en mi estancia de tres semanas para aprender francés en Vichy, la final del Mundial de 2014 que perdió contra Alemania. Recuerdo estar rodeado de buenos amigos viendo el gol con el corazón que marcó in extremis en la final del Mundial de Clubs en 2009. Y, por supuesto, recuerdo los exámenes que me estaba preparando esos días de mayo de 2009 y 2011 en los que Messi se exhibió y en los que el Barça ganó la Champions.

Aunque se haya deteriorado la relación con muchas de las personas con las que he visto los partidos de fútbol que más he disfrutado; aunque desaparecieran súbitamente algunos de los cuadros que más marcaron el paisaje de mi infancia y adolescencia, como Tuenti, Camera Café, Aída o Canal Nou; aunque haya perdido la pista de muchos de los compañeros de mis equipos de fútbol y de clase, así como de algunos de los entrenadores y profesores que más presentes estuvieron en mi vida; ver a Messi embutido en la camiseta del Barça y con el 10 en la espalda me ha hecho sentir siempre que mi existencia tiene cierta continuidad. Que yo no soy un ser completamente fragmentado. Si definitivamente se va, tendré que comprobar que los pelos de mi axila no se han ido con él.

 

 

 

martes, 18 de agosto de 2020

Al galope

I

Me dicen en casa que últimamente estoy muy repetitivo. Que, aunque les ponga cada vez el mismo entusiasmo y las mismas ganas, las historias empiezan a perder atractivo cuando las cuento por tercera vez. Yo no soy consciente de ser tan plomizo. Si lo fuera, intentaría no repetirme tanto o, al menos, intentaría adornar la misma historia con nuevos elementos para así conferirle algo de frescura. Pero nada. Parece ser que estoy seco de historias. Mi vida no es lo suficientemente emocionante como para satisfacer las demandas de originalidad de mi familia. Les aburro soberanamente. Y no hay nada que odie más.

 

II

Me decido a salir a la calle en busca de historias. Me visto con ropa ligera para soportar el calor sofocante del agosto madrileño. Cojo también los auriculares. La gente es mucho más descuidada cuando piensa que no hay nadie escuchándole. A mí, además, me cuesta ser discreto. Los auriculares me ayudan a disimular las pulsiones cotillas que se fraguan en mi interior y que normalmente se traducen en un arqueo de cejas o en muecas muy poco sutiles. Me coloco los auriculares y empiezo a deambular por las calles de Madrid.

 

III

Escruto los rostros de las personas con las que coincido en la calle. Intento descifrar en qué estarán pensando y cómo serán: si serán o no buenas personas, si serán o no egoístas, si serán o no celosas. Desde que somos pequeños, se nos enseña que debemos evitar los prejuicios, que no es bueno juzgar a una persona a la que no se conoce bien, que hay que esperar para poder tener una opinión formada sobre la gente. Sin embargo, siempre me ha sorprendido el poder premonitorio de los prejuicios. Sí, es cierto que en ocasiones yerran y que por su culpa tomamos por buena a gente mezquina y por mala a gente a la que luego descubrimos multitud de virtudes. Pero, para mí, lo verdaderamente asombroso es la cantidad de veces que aciertan y que sus intuiciones se confirman a posteriori. ¿Cómo puede ser que un gesto, un tono de voz o una mirada condensen tan eficazmente la compleja arquitectura que da forma a los rasgos del carácter? Le lleva a uno toda la vida configurar las aristas de su personalidad para que luego los pliegos de su alma puedan ser revelados a cualquier desconocido en menos de diez segundos.

 

IV

Efectivamente, nuestros cuerpos nos delatan. Son la superficie sobre la que se proyectan nuestros miedos, nuestros complejos, nuestras frustraciones, nuestras ilusiones, nuestras seguridades y nuestras inseguridades. Veo a un señor pasear de la mano con su nieto. Su mirada está oxidada. No sé si por el paso del tiempo o por una pena aguda. Las comisuras de su boca me recuerdan al juego de la cuerda al que jugábamos en el colegio; nos dividíamos en dos equipos y cada uno tenía que tirar hacia su lado. Acababa ganando aquel que consiguiera desplazar al equipo rival al campo contrario. Sus comisuras están sometidas al mismo vaivén, sólo que, en lugar de moverse horizontalmente, se mueven hacia arriba y hacia abajo. Noto que la tendencia natural es la segunda. Se deslizan hacia abajo como si cargaran con un peso enorme ante el que cualquier resistencia parece vana. El pobre abuelo pugna por imponer la alegría en su semblante. Intenta tirar hacia arriba las puntas de su boca cuando su nieto le mira o le pregunta cualquier cosa. Resulta tan forzado el movimiento que a veces se le pone cara de payaso.

-Dani, ten cuidado -le dice el abuelo-. Dame la mano para cruzar.

Hay un deje de tristeza en sus palabras. Habla rápido y con la boca pequeña.  Como si colocara un tapón en ella para no dejar escapar sus verdaderos sentimientos, para que el chorro de pena que anega su espíritu no se adhiera también a sus cuerdas vocales y le deje vulnerable e indefenso frente a su nieto.

Intento pensar cuál puede ser la causa detrás de su abatimiento. ¿Cómo puede ser que un hombre que ha debido de vivir mínimo ochenta años se sienta desorientado, extraviado, como si acabara de ser lanzado a la vida? ¿O es que precisamente se siente así por todo lo que ha vivido, porque el transcurso de los años, en lugar de instilar en él confianza y determinación, le ha hecho más consciente de su inanidad e insignificancia, le ha mostrado que hasta la persona que lo es todo para nosotros puede pulverizarse en cuestión de segundos sin previo aviso y sin consuelo que valga? Concluyo que debe de haber una ausencia detrás de su tristeza. Pienso en su mujer. Y entonces dejo de verle desubicado. Le veo mutilado.

 

V

Voy dando vueltas por Argüelles cuando me topo con un joven de unos veintidós años que va hablando por teléfono. Tiene el pelo ensortijado, de un color castaño muy lustroso que hace juego con el beige de sus pantalones (sí, a pesar de los cuarenta grados, viste pantalones largos y mocasines). Va embutido en un polo azul marino de Ralph Lauren en el que la estampa del caballo ocupa toda la parte superior izquierda. Es tan grande que da la sensación de que en cualquier momento el caballo va a salir del polo y va a ponerse a trotar por las calles de Madrid. Me imagino al chico envanecido desfilando encima del caballo. En realidad, ya camina como si estuviera suspendido en el aire. Va muy recto, con la cabeza bien erguida y dando pasos firmes que transmiten una confianza desaforada en sí mismo. Se sabe guapo y, a pesar de que está al teléfono, mueve el cuello todo el rato para observar cómo la gente posa la mirada en él. Hay que reconocer que es bastante difícil no reparar en las facciones de su cara. La nariz, la boca, los ojos, los lunares. Todo está simétrica y elegantemente distribuido; hasta el hoyuelo en el mentón, que le da un toque de actor de cine clásico.

-Tú, Alberto, esta noche va a ser muy pepino -comenta el joven por teléfono-. Me acaba de decir Juan que también vienen las pivitas estas que conocimos en Graf hace tres semanas.

-Justo, sí, las copas en mi casa -sigue el joven-. Mis padres se han ido a la casa de El Escorial, así que perfecto. Sin prisas, tío. Venid cuando queráis.

-La noche va a estar muy guapa, tío -continúa-. Díselo a estos también, sin ningún problema. Mi casa es mazo grande, tío. Cabemos todos.

A tenor de sus palabras, cabría esperar cierto entusiasmo en sus ojos. Pero éstos no traslucen ninguna alegría. Sus gestos y su mirada permanecen inalterados, como si se tratara de un robot que expulsa palabras sin expresar ningún tipo de emoción. Me imagino al chaval teniendo esta misma conversación cada semana, y más de una vez si me apuras. Como si estuviera sumido en una vorágine de la que ni se plantea salir y que necesita tanto como el respirar. No sé quién será el Alberto este. Algo debe de conocerle si le invita a su casa. Pero la conversación suena hueca, bastante impersonal. El énfasis en el vocativo “tío” me ha chirriado siempre. Quienes abusan de él suelen hacerlo para enmascarar la falta de complicidad de la que adolecen las amistades superficiales.

Cuelga el teléfono, pero sigue pegado a él. Envía audios a cinco personas distintas. Supongo que los destinatarios serán los “estos” a los que ha hecho referencia en la conversación con Alberto. A todos les envía un audio similar. De nuevo, lo único que desprende energía es su voz. Su rostro permanece hierático, petrificado. Ni un atisbo de alegría. Ni media sonrisa dibujada en el lienzo de su cara. Supongo que el envío de estos audios constituirá una de las fases de la cadena de montaje que engrasa su vida. Un procedimiento más dentro de la rutina soporífera y angustiosa a la que equivaldrán esas noches de fiesta loca anunciadas cada semana a bombo y platillo, como si no fueran una repetición de lo de siempre.

Deja de enviar audios, pero sigue con los dedos anclados a la pantalla del móvil. Estará escribiendo Whatsapps o viendo stories en Instagram. Se mete en la boca del metro en Moncloa y le pierdo de vista. Intento imaginarme cómo será cuando se encuentre solo y sin el estímulo del móvil. Me lo imagino sentado en su cama en pijama, antes de irse a dormir, con la mirada perdida y las manos apoyadas en el colchón. Agarrando las sábanas con fuerza. Aferrándose a ellas. Colmado de miedo.

 

VI

Mi paseo sin rumbo me acaba abocando a Lavapiés. Empieza a ponerse el sol. El cielo adopta un color azul anaranjado. Entro desde Tirso de Molina y siento durante unos segundos que estoy en un Madrid muy distinto al de la Puerta del Sol. Por Lavapiés todavía quedan reductos del Madrid más castizo. Voy bajando por una calle en la que se alinean casas de pocos pisos, con balcones pequeños y postigos de madera que confieren un aire genuino al entorno. Oigo ruidos que proceden de uno de los balcones. Es una pareja de unos treinta años que discute acaloradamente en un segundo piso. Me llegan retazos de su conversación, frases trituradas por el bullicio de la calle a las que intento dotar de unidad.

-Sabía que iba pasar -le dice ella, con tono enfadado.

-Déjame que te lo explique. Por favor-suplica él.

Me pierdo buena parte de lo que dicen, pero consigo pescar alguna que otra palabra inconexa. Me apoyo en la fachada del edificio, al lado del portal, con la pierna derecha recostada sobre la pared y los cascos bien encajados en los oídos, para que parezca que estoy esperando a alguien. Temo por que el balcón ceda por culpa de la avalancha de palabras hirientes y coléricas que se están descargando sobre su superficie.

- ¡Eres un mentiroso! ¡Lo sabía, lo sabía! Te lo dije y me lo negaste -chilla ella.

- ¿Con Mónica? ¿No había otra? ¡Eres un sinvergüenza! -sigue bramando. Su voz es la que suena con más fuerza. Me imagino las venas de su cuello mientras grita, marcadas como si fueran serpientes con vida propia que ansían lanzarse contra el infiel y traidor.

Continúan discutiendo, recriminándose cosas, pero me resulta ya imposible discernir lo que dicen. Al cabo de dos minutos, cesan las voces. Espero unos segundos. Veo a una chica salir del portal. Supongo que se trata de ella. Digo 'ella' porque no sé ni su nombre. Echa a andar. Da sus pasos con firmeza. Descubro que, a diferencia de los del chico de Argüelles, los suyos no denotan seguridad. Más bien lo contrario, pisa con fuerza el suelo porque está enfadada, porque quiere huir. Se siente rota y lo único que tiene claro es que tiene que seguir andando.

Persigo su rastro hasta la Plaza de Lavapiés. Se dirige hacia la boca del metro. Esta vez decido meterme yo también. Esperamos en el andén. Lleva los auriculares puestos. No sé si está escuchando música o si es que quiere pasar desapercibida y se los pone para fingir que es una más. Llega el tren y me siento delante de ella. No deja de mirar el móvil. A pesar de todos los exabruptos y de todos los chillidos, sigue deseando saber de él. Está mendigando otra falsa disculpa.

Estoy a punto de decirle que le envíe ya a la mierda, pero me contengo. La observo fijamente. Me doy cuenta de que es la primera vez que veo su rostro. Tiene los ojos recargados. El dique va a ceder. Las lágrimas van a empezar a derramarse en cualquier momento. Aunque no los lleva pintados, me imagino que se ha puesto rímel y que segrega lágrimas teñidas de una oscuridad acorde con sus sentimientos. Llora dolor, tristeza y decepción.

VII

Después de toda la tarde fuera, llego a casa con la ilusión de compartir las nuevas historias. Voy corriendo al salón. No hay nadie. No me han esperado para cenar. Están a otras cosas en sus habitaciones. Es demasiado tarde. ¡Qué rabia! Me tocará esperar a mañana.