"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 31 de diciembre de 2023

Mis 12 pelis de 2023

 -Babylon, Damien Chazelle.

-The Fabelmans, Spielberg.

-Silencio, Scorsese.

-El sur, Victor Erice.

-As bestas, Sorogoyen.

-El río, Renoir.

-Close, Lukas Dhont.

-Anatomía de una caída, Justine Triet.

-Creatura, Elena Martín.

-May December, Todd Haynes.

-Tótem, Lila Avilés.

-Fallen Leaves, Aki Kaurismäki.

Mis 12 libros de 2023

 -Temporada de huracanes, Fernanda Melchor

-Retahílas, Martín Gaite.

-Todos nuestros ayeres, Natalia Ginzburg.

-Poeta chileno, Alejandro Zambra.

-Lucy y el mar, Elizabeth Strout.

-Young Mungo, Douglas Stuart.

-Diarios. Volumen 2, Chirbes.

-Diarios. Volumen 3, Chirbes.

-El cuaderno prohibido, Alba de Céspedes.

-Cumbres borrascosas, Emily Brönte.

-Too much happiness, Alice Munro.

-Tiempo de silencio, Luis M. Santos.

domingo, 12 de noviembre de 2023

Aviso a un despechao

El dolor del despechao, como cualquier dolor, tiende al ensimismamiento y, por lo tanto, al egocentrismo. Y, por lo tanto, al narcisismo. Pero ándate con cuidado, despechao, que no posees ni poseerás nunca el monopolio del dolor. 

 Dolor→ Ensimismamiento→ Egocentrismo→ Narcisismo ❌

Dolor→ Ensimismamiento→ Egocentrismo→ Narcisismo

martes, 7 de noviembre de 2023

martes, 31 de octubre de 2023

Palabras de un despechao

 Y te preguntas cómo pudo ser lo que dejó de ser.

Cómo pudo quemar lo que ya no es ni capaz de enfriar.

Dónde se quedaron los anhelos de espera,

las llamadas repentinas, la duermevela.

 

Quién podrá cantar nunca nuestros desencuentros.

Quién podrá cantar nunca nuestros besos.

Quién podrá cantar nunca nuestros pesares.

Quién podrá cantar nunca nuestras canciones.


 Nadie lo vio, 

pero es evidente que existió.

 

Hay un subsuelo formado con los túneles

por los que viajábamos y nos amábamos

y en los que resuenan hoy, distorsionadas,

las risas de antaño.


Sé que es malo guardar resentimiento a alguien,

pero ¿acaso es peor que haberlo amado?

¿Acaso es peor que haberlo abrazado,

que haberlo obsequiado con cada porción de

mi alma y de mi cuerpo?

 

Desgarra más el amor que el odio

porque el amor que desgarra se torna

rápidamente en odio.


Y ahora, ¿a quién le paso las facturas

de todas las ilusiones perdidas,

las dietas de cada viaje que emprendí

a un lugar que ha dejado de existir?




miércoles, 18 de octubre de 2023

Copla de un despechao

 Y la ilusión te agarra el cuello,

te olisquea el alma,

te perfora el cerebro,

llenando de cicatrices aquellos tiempos.

 

Y te preguntas cómo has acabado

enamorado de un ser tan abyecto y desnortado.

En qué rincón de su rostro anticipaste el amor

y en cuál desoíste el dolor. 

 

A dónde voy yo, con este frío gélido

posado sin permiso ni remisión

en el fondo de mi pecho.

 

La escarcha abrocha las copiosas lágrimas

que supura mi corazón.

Se queda el tiempo, pero se va el cuerpo.

De qué demonios sirve un tiempo sin cuerpo.


Y vete, no vuelvas, no hay nada que quiera

de ti, ilusión, pesadilla, otrora alegría.

Ahora recuerdo de una noche maldita.

  Antesala de la muerte de mi alma perdida

lunes, 16 de octubre de 2023

En su orilla

Chirbes sólo disfruta leyendo. Lee con voracidad. No se deja nada. Lee, relee y vuelve a leer. Analiza los libros con una agudeza asombrosa. La mayor parte de sus diarios está dedicada a desentrañar libros. Sabe incluso leer en inglés. El francés lo domina con maestría. Nada se le pasa. A diferencia de muchos escritores de renombre de su edad, intenta estar al día de lo que escriben sus coetáneos al mismo tiempo que no deja nunca de volver a los clásicos. Se queja, se lamenta, chapotea en un charco mugriento y espeso de tristeza, pero nunca deja la literatura. Los libros no alumbran nada dentro de esa tristeza inefable a la que parece condenado, pero sí consiguen darle un soporte necesario para mantenerse a flote. En sus comentarios se trasluce un rencor de clase furibundo. Sabe perfectamente de dónde viene y cuánto siguen sufriendo los que sufren. Ni los castillos artificiales ni las grúas más grandes podrán nunca tapar la miseria a la que se ven empujados los desechos del progreso. Una humildad sincera impregna sus reflexiones. No se da importancia. El éxito de sus libros pasa por su lado como una bala esquivada. Se machaca constantemente. Se ve incapaz de merecer ningún reconocimiento. Duda sobre cada libro que escribe. Duda siempre si volverá a escribir cuando no tiene una novela entre manos. Se avergüenza de sus libros una vez los envía a la editorial. Les encuentra más defectos y erratas que cualquier otro lector. Y, sin embargo, no sabe hacer otra cosa que no sea escribir. Con una diligencia espartana, anota en sus diarios sus impresiones. Al mismo tiempo, avanza en la escritura de una novela que pocas veces es corta. Se toma en serio cualquier encargo, sea de una institución de poco nombre o de una de gran prestigio. No sabe hacer las cosas a medias. No le mueven ni el dinero ni la necesidad de destacar. Es, como cualquier personaje de Howard Hawks, un profesional de los pies a la cabeza en cualquier proyecto en que se embarca. Cuida a los suyos, aunque piense que no. Cuida a Paco, ese familiar suyo desvalido y con una disfuncionalidad mental acentuada que vive con él. Está pendiente de sus necesidades. Le quiere, aunque le cuesta expresárselo. A Chirbes le cuesta sobremanera expresar sentimientos bonitos. Es como si el poco contacto con ellos le hubieran convertido en un incapacitado. Deshace un enjambre de abejas que se le ha colado en casa. Se encierra en el cuarto de Paco cuando éste ya se ha ido a Extremadura y avista ratas en la casa. Recuerda cómo le impactó la alargada agonía de un conejo que un tío suyo mató para echar a la paella. El temblor del animal que sostenía en sus manos. El calor que se tornaba en frío. Las resplandecientes láminas del Mediterráneo se vislumbran desde su casa, pero apenas cuenta con energía suficiente para pegarse un buen baño. Son contadas las veces que se anima a ello. Habla de los gays con poco afecto. Habla de sí mismo, que es gay, con poco afecto. Un día se va de prostitutas con un amigo. No le pega irse de prostitutas. Tiene sobrinas y hermana. Las menciona, pero no profundiza en ellas. La familia es un paisaje inexplorado en su cuadro. La sombra de François, aquel amor suyo lejano, no se va nunca. François era celoso. Era tan celoso que podía llegar a arder en celos contra la toalla o las gotas de agua que tocaban la desnudez de Chirbes mientras él se encontraba a kilómetros de distancia. François murió. Mucha gente importante para Chirbes murió prematuramente. Galdós le alegra en cualquier momento de adversidad. La veneración que siente por este escritor es una de las pocas coordenadas fijas en su vida. Uno de los perros se escapa de casa para fornicar con otros perros de la zona. A Paco le metieron en la cárcel de manera injusta. En la barra del bar cae siempre una copa de más. La Gaite tenía arte. Los vértigos amenazan con truncarle cualquier viaje. Los traductores que se toman licencias con sus libros son unos payasos. La moderación de los socialdemócratas es la última victoria de Franco. Le toca escribir a vuelapluma el último comentario culinario para Sobremesa. Valencia viste siempre bonita, teñida de nostalgia. Tiene que preparar una charla sobre un tema que ha explicado de sobra en sus libros. Sus libros hablan de su visión del mundo mejor que él mismo. Balzac mola. Tolstoi lo peta. Él es, a ojos de muchos, un escritor caduco adscrito al realismo. Escucha, embelesado, música clásica. Se pone una película. No va al cine. Espera ansioso el correo de un amigo a quien le ha dado en primicia una copia del libro que está confeccionando. Pasa al ordenador los diarios que ha ido escribiendo. Se acerca su final. Anticipa su final. La frecuencia con la que escribe en sus diarios se espacia considerablemente. Se queja por apenas escribir. Se va quedando sin fuerzas para quejarse. Se muere sin despedirse.

sábado, 7 de octubre de 2023

A ratos perdidos

 

El otro día leí en Tuiter a un asiduo de El País decir que Chirbes adopta en sus diarios una actitud autocomplaciente. No elaboraba más en su opinión, pero imagino que lo que quería decir es que Chirbes se regodea en su pena y se da demasiada lástima a sí mismo. Me dolió en el alma leer eso. Voy por el tercer y último volumen de los diarios, más de 1500 páginas en total acompañando a uno de mis escritores favoritos por sus meandros emocionales, y si algo puedo afirmar es que tengo la impresión de que el pobre Chirbes padecía una depresión de caballo, con visos de ser totalmente crónica. En sus diarios nos abre la puerta a las catatumbas del pozo de oscuridad en el que vivía enfangado y del que nunca supo salir, ni siquiera cuando su trabajo recibió un reconocimiento unánime. Todo le generaba inseguridad. Desde la espera de un email sobre el último libro que había escrito hasta la preparación de una charla sobre el tema más banal ante una audiencia pequeña.

Chirbes no puede ser autocomplaciente en su pena porque él era totalmente consciente de su disfuncionalidad emocional y manifestaba constantemente la frustración que le generaba no contar con los instrumentos necesarios para poder salir hacia delante. Su cabeza lo tenía maniatado, torturado y cubría de una negritud densa la textura de cada una de sus experiencias, imposibilitando así la felicidad y empujándole a unos lugares cercanos a la misantropía. Chirbes quería amar, sentir y emocionarse, pero le costaba sobremanera. Su alma estaba quebrada desde que él tenía memoria. Huérfano de un padre suicida, criado en un internado, gay en un tiempo donde la homosexualidad estaba estigmatizada, su vida estuvo desde el principio salpicada de adversidades. No se sentía cómodo en las relaciones sociales, pero, al mismo tiempo, las anhelaba con fruición. Su soledad era mucho menos elegida de lo que parecía desde fuera.

Leyendo los diarios, el último pensamiento que me asalta es el de la autocomplacencia. Lo que me despiertan sus textos es, por el contrario, una compasión inmensa. Sólo quiero colarme en las páginas de sus diarios y aparecerme en su pasado, en el momento en que estaba delante de sus cuadernos escribiendo esas precisas líneas que estoy leyendo y abalanzarme sobre él. Abrazarle con fuerza y decirle que le quiero mucho y que es un ser maravilloso. Recoger sobre mis hombros sus lágrimas antes de que las pinte con su pluma estilográfica y las disfrace de palabras.

martes, 19 de septiembre de 2023

Conversaciones en las alturas

Cada vez que me meto en un avión siento un miedo atroz a morirme. Los aviones desatan en mi conciencia un torrente imparable de pensamientos que giran exclusivamente en torno a la muerte, ese espectro al que normalmente tengo castigado en un rincón y cara a la pared, sin permitirle hacerse notar. No le dejo chillar. Pero, ay, llegan los vuelos y enseguida me imagino muriéndome, comienzo a elucubrar sobre mi último fogonazo de lucidez. A quién ira dedicado, qué ideas concitará el último brillo de mi cabeza. Pienso tan poco en la muerte, la tengo tan arrinconada que, cuando se me presenta tan violentamente en medio de un viaje en avión, sólo puedo reconocer que me acojono, se me estrujan los nervios y se desbocan mis miedos más primarios. No es que no quiera morir algún día -nunca me ha atraído demasiado la idea de la eternidad-, es que no quiero morir precozmente, con tantas cosas pendientes por delante. En realidad, son sé si se trata de un pensamiento demasiado inocente, pues ¿acaso puede uno nunca afirmar que su muerte no ha sido precoz, que no le quedaban copas copiosas de tiempo por beber? Tiempo amargo y esplendoroso, tiempo doloroso y alegre, tiempo luminoso y mugriente, tiempo transido de tragedia y tiempo transido de destellos de felicidad. Tiempo, al fin y al cabo. Tiempo, en definitiva. Estoy escribiendo estas líneas mientras el avión acelera y está a punto de emprender el ascenso al ignoto cielo. Sólo pido que no me prive de tiempo. Subo la música de U2 con la ilusa intención de domeñar mis miedos y bajar de una vez el volumen de ese espectro rebelde e indómito que se ha arrancado las cadenas, ha salido de su ostracismo y se ha puesto a desfilar con chulería con la guadaña en mano en frente de mí. Ya me has acojonado. Es suficiente. Lo sé, nunca seré capaz de hacerte desaparecer del todo. Pero, ahora que estoy solo, privado de la compañía de mis seres queridos, dame un respiro, déjame en paz y vete un ratillo a tomar por el culo. 


domingo, 4 de junio de 2023

Belén: una retahíla


Como he dejado constancia en este paciente blog, viajar me pone de los nervios. Me cuesta muchísimo salir de la ciudad en la que vivo. En los últimos tres años, Londres ha intentado ejercer su magnetismo sobre mí y arrancarme de Oxford, esforzándose sobremanera por seducirme con sus cantos de sirena, que a mis oídos llegan siempre distorsionados y triturados por la ansiedad que me produce pensar en toda la logística que requiere transportarme a otro sitio. Siempre hay algo que hacer en Londres. Siempre hay alguien a quien quiero que quiere verme en Londres. Pero, por desgracia, la tensión que desatan en mí los viajes me lleva a quedar mal con esta gente a la que quiero y muchas veces acabo rechazando los planes propuestos, dando un portazo a la ilusión y cariño que envuelven estas invitaciones. 

Luis, que se porta muy bien conmigo, me invitó a la fiesta que iba a organizar el sábado por la noche en su casa de Londres por ocasión de su treinta cumpleaños. Me daba mucha pereza ir, sobre todo cuando me enteré de que había huelga de trenes y que, en caso de ir, me iba a tocar embutirme en uno de los exiguos asientos de ese gran agujero negro del estrés que es el bus de Oxford a Londres, el Oxford tube como se le conoce. Para vencer mi reticencia a viajar necesito de alicientes que derriben los pesados obstáculos instalados en mi cabeza. Un aliciente era que Padi, un amigo de Luis con el que había coincidido dos veces y que me cae rematadamente bien, iba a estar en la fiesta. El segundo aliciente llegó de la boca de Padi, bueno, mejor dicho, de la pantalla de mi móvil que reflejaba la conversación con él por Whatsapp. Me dijo que Belén iba a estar en la fiesta. Belén es la novia de Padi y yo no la conocía, pero me moría de ganas de conocerla. La razón por la que quería conocerla era tan estrecha como fundamental: le gustaba Carmen Martín Gaite. Yo, que soy un fan total de Carmiña, siento una simpatía automática por cualquier persona que la lea. Tanto es así que, en los últimos meses, cada vez que he leído un libro de ella, le he enviado un whats a Padi pidiéndole que le diga a Belén que el libro en cuestión me había encantado, aunque no me lo hubiera recomendado ella ni tampoco tuviera certeza de que se lo hubiera leído. Con esto quiero decir que Belén era ya una realidad que planeaba sobre mi vida y que, aunque no le pudiera poner cara ni personalidad, yo la había rellenado con las múltiples virtudes que detecto en Padi, además de con todas las cosas positivas que asocio a los libros de Carmiña. Al final, vencí mi pereza y decidí emprender el viaje a Londres.

Ya en casa de Luis, después de tres horas de trayecto y de un calor sofocante sufrido en la planta de arriba del Oxford tube, vi a Padi. Le saludé con un abrazo cariñoso, pero mis ojos estaban ya avizores intentado identificar a Belén entre la maraña de chicas que había en la fiesta. “Bueno, esta es Belén”, me dijo al fin Padi, resolviendo el enigma. Y posé enseguida la mirada en una chica que estaba parada justo delante de mí, con las manos en los bolsillos y con una sonrisa enorme colgando de su boca que iluminaba su rostro entero. Me quedé atrapado en la dulzura y la paz que me transmitía esa presencia que era nueva para mí, pero que, sin embargo, resultaba increíblemente familiar. Nos presentamos y ya nos quedamos enganchados hablando durante no sé cuantísimo tiempo. Dimos varias vueltas al salón de casa de Luis persiguiendo la comida que iban sacando. A Belén no le importó ser la primera en empezar a comer, lo que yo agradecí, muerto de hambre como estaba.

Hablamos de muchas cosas. Me preguntó que si tenía un grupo de amigos en Oxford, que cómo era, que cómo les había conocido. Yo le pregunté lo mismo sobre Nueva York, que es donde ha vivido con Padi en los últimos dos años. Me habló de su familia, en concreto de sus tres sobrinos pequeños. Le pedí que me enseñara fotos de ellos. Me enseñó su móvil. Los tenía de fondo de pantalla. La verdad es que eran monísimos. Me encantó ver cómo su sonrisa se ensanchaba cuando hablaba de ellos. Le sabía mal haber estado tanto tiempo lejos de ellos. Yo le dije que a mí me emociona mucho la relación tía-sobrino, ya que el amor incondicional que mis hermanos y yo recibimos de nuestras tías cuando éramos pequeños se ha quedado adherido en la parte más profunda de nuestros corazones. Nos ha ayudado a sentirnos más anclados y amparados, lo que quiere decir que nos ha ayudado a sentirnos más queridos. También le dije que yo aún no he tenido sobrinos, pero que tengo unos primos pequeños maravillosos que siento como hermanos pequeños. 

Me sentía tan a gusto hablando con Belén que no pude evitar pensar en el hilo que me había vinculado a ella antes de conocerla: Carmiña Martín Gaite. La estampa de los dos hablando con voracidad me estaba pareciendo propia de un libro de Carmiña, sobre todo de Nubosidad variable y Retahílas, mis favoritos. Dos libros que tratan sobre la conversación y, por tanto, sobre la escucha. Hablando con Belén, sentía que me escuchaba no sólo con los oídos, sino también con los ojos, sobre todo con los ojos. Son los ojos de tu conversador lo que determinan si se trata de un interlocutor de verdad o de una persona que simplemente traga tus palabras como una Big Mac, sin voluntad de dejarlas reposar en su interior. Como sugiere Carmiña en un pasaje de Retahílas, la mirada de quien escucha acaba moldeando siempre la historia que cuenta quien habla, tanto en la forma como en el contenido. Qué se cuenta, qué detalles se recortan, se añaden o se adornan depende completamente del tipo de escucha que practica la otra persona y que cristaliza en su mirada. “Cada mirada incuba una historia”.

El desarrollo de nuestra conversación me estaba remitiendo tanto al universo de Carmiña que no pude evitar izar la bandera de la patria que nos había unido antes de conocernos. Empezamos a hablar de los libros de Carmiña. Belén me dijo que le encantaba Usos amorosos de la posguerra española y que le parecía interesante que Entre visillos, escrita décadas antes, fuera una especie de versión novelada de Usos. Me pareció una reflexión súper lúcida. Aprovechó para enseñarme que había bordado un forro para el libro, una portada alternativa fruto de su imaginación que era, si no me falla la memoria, un regalo para su tía. Me encantó la portada alternativa, el detalle y que bordara. Le dije que mi hermana también bordaba. Le enseñé el Instagram de la tere.bordatriz para que viera las cosas que bordaba mi hermana, sobre todo la tote bag de Sherlock que me hizo a mí con tanto cariño y esmero. A Belén le entusiasmó. Le comenté que me emocionaba mucho la dedicatoria que Carmiña había escrito a Sánchez-Ferlosio en Usos, justo poco después de que se hubieran separado. “Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora”. Belén no la recordaba. Me alegró poder proporcionarle algo nuevo sobre Carmiña, pero no porque eso sobara mi ego o me hiciera sentir que sabía algo que ella no, sino porque simplemente me hacía ilusión compartir otra cosa más que me gustaba con ella. Lo bueno de cuando encuentras a una interlocutora de verdad es que las conversaciones avanzan con fluidez, sin tropezar con terrenos abruptos o egos recelosos que se ponen en guardia cuando escuchan a otra persona contar algo que uno desconoce.

Por educación y consideración, nos separamos e interactuamos con el resto de gente de la fiesta. El encandilamiento, sin embargo, permaneció intacto. Nos mirábamos de una punta a otra del salón y yo tenía que hacer un esfuerzo enorme por refrenar las palabras que se fraguaban a borbotones en mi cabeza y que tenían como destinataria a ella, mi interlocutora sobrevenida. Nos seguimos buscando durante la fiesta y nos volvimos a encontrar varias veces. Comentamos series que también teníamos en común, como Succession, Fleabag o Endeavour. Yo le dije que es que éramos un match de amistad. Para no perder el contacto, le pedí su Insta. Al ver su perfil, me di cuenta de que le seguía mi amigo Lucas. Le pregunté de qué le conocía. Era amigo de un amigo suyo del insti y había ido a los conciertos de su grupo de música. Me preguntó cómo había conocido yo a Lucas. Le conté la historia. Le dije que fue en el Erasmus y que mi amistad con Lucas fue una amistad a primera vista. Desde el primer contacto con él supe que iba a ser mi mejor amigo en el Erasmus. También le conté un detalle de Lucas que me marcó y que nunca he olvidado. Mi año de Erasmus, 2016, fue mi primer año fuera del armario. No me había involucrado hasta entonces en la comunidad LGBTI+ ni había ido a ninguna discoteca gay. Lucas me dijo que él me acompañaría a una. Al final, el primer día que yo fui a una discoteca gay, no pudo entrar conmigo. A la salida, me topé con él. “Te había dicho que te acompañaría, pero, como he llegado tarde y no me han dejado entrar, me he quedado esperando fuera para volver contigo a casa”, le conté a Belén que había respondido Lucas a mi cara de sorpresa. A Belén le emocionó la historia. “Lucas me parece una persona súper tierna”, me dijo. “Tierno” era precisamente el adjetivo que iba a utilizar yo también. Hasta en eso estábamos de acuerdo.  

Le dije que me recordaba a Ali, mi persona favorita de este mundo. Que ojalá la conociera. Que se encantarían. Le dije que Ali es la persona más inteligente que he conocido nunca. Que Ali es muy buena escuchadora. Y que es mi gran interlocutora. Le dije que Ali se sabe perfectamente todos los accidentes geográficos de mi vida, aquellos que ha presenciado y los que no. Porque la escucha atenta, sincera y generosa a raudales de Ali ha conseguido no sólo aportarme compañía en el presente y en cualquier futuro que yo proyecte, sino también en mi pasado, en el tiempo que ella no vivió, pero que, de tanto haber interiorizado mis narraciones sobre él, se lo sabe casi de memoria. “Te caería tan bien Ali. Te caería tan bien”. Le dije también que Ali fue una amistad a primera vista y que las sensaciones que ella me había transmitido hoy eran muy similares a las que me transmitió Ali el primer día que la conocí.

Cuando ya estaba a punto de acabar la fiesta, le dije a Padi que Belén me había parecido maravillosa. “¿Verdad? ¿Y te ha dicho lo de que le han cogido en Harvard para el doctorado?”. Pues no, entre las numerosas palabras que habíamos cruzado, Belén no había sacado a relucir lo de Harvard. Me había hablado de lo que de verdad le parecía importante. Y que la admisión en Harvard no se encontrara entre esas cosas dice todo de la persona a la que conocí ayer.


lunes, 24 de abril de 2023

La chispa de la amistad

Hay múltiples libros y películas que rastrean la chispa del amor, ubicándola normalmente en un intercambio inocente de palabras o de miradas que subyuga a dos seres aparentemente despistados, abocándolos al delirio al principio y a la sosegada -e igualmente plácida- bajada de la marea después. Al amor, incluso al incubado con parsimonia, se le exige un origen. “Cuéntame cómo os conocisteis, cómo os enamorasteis”, son interpelaciones que nos resultan familiares a todos. Existe una curiosidad irrefrenable por conocer la genealogía de una relación amorosa a pesar de lo imposible que resulta siempre rememorar el pasado sin imprecisiones. Lo extraño es que este afán por representar y narrar el estallido amoroso apenas se extienda a las relaciones de amor de otra índole, es decir, a las que no son románticas, como las entabladas con familiares y amigos.   

Empujado por esta incoherencia que también afecta a mi curiosidad y que sólo se me ha hecho evidente recientemente, he dedicado últimamente tiempo a reflexionar sobre el surgimiento de mis amistades. Me ha bastado muy poco para percatarme de que se trata de una tarea complicada y de que los amigos, como los amores, pueden ser de muy distinto tipo. Hay amigos que siempre han estado ahí y a uno le cuesta recordar una etapa de su vida en que no hayan estado presentes. Hay otros amigos que aparecieron más tarde, pero que, sin embargo, están adheridos a las vicisitudes de uno con la misma fuerza que los primeros. Aparecieron no se sabe bien por qué ni cómo. Algunos existieron para nosotros antes de convertirse en amigos. Sabíamos quiénes eran, incluso pudimos convivir con ellos, pasando mucho tiempo juntos, sin que se tejiera una relación especial de complicidad. Estaban en el paisaje de nuestra vida y un día de repente nos los encontramos en bañador tomando el sol en la primera línea de nuestro día a día. Son amistades graduales en las que cuesta localizar una chispa como la que habitualmente se asocia a las relaciones amorosas en los libros o las películas. Amistades que no se forjaron a partir de ninguna pasión, sino que brotaron de algo mucho más sosegado y silencioso -y, por qué no, también más sólido- como es la sensación de sentirse uno cómodo, seguro y cuidado al lado de otra persona. Luego existen también amistades a primera vista donde sí es posible identificar la luz de la primera llama. Amigos que entraron a nuestras vidas por nuestros ojos antes de que se produjera una interacción alargada o significativa con ellos, hacia los que parecíamos ya de antemano inclinados, como si una fuerza invisible hubiera ya decantado a favor de las dos partes lo que iba a resultar de nuestro primer encuentro.

miércoles, 5 de abril de 2023

Mis molinos de viento

Después de un largo viaje de tres horas en autobús, llego a Gatwick. Durante un momento del trayecto he llegado a ponerme nervioso al ver que nos encontrábamos en medio de un atasco importante. Supongo que es lo que tiene tontear geográficamente con ese gran imán del estrés que es Londres. Aguijoneado por los nervios, he levantado varias veces la mirada para, desde la privilegiada posición que uno disfruta en el segundo piso de un autobús inglés, otear el más allá. Que, en estos casos, no es más que una fila inamovible de coches en los que se puede intuir la desesperación, los quejidos, si no los ronquidos, de sus ocupantes. Me fijo en los otros pasajeros del autobús. Más de uno se suscribe a mi inquietud (queda raro utilizar este verbo aquí, pero hacía mucho que no recurría a él y tampoco me parece que resulte tan inapropiado. No rehuyamos la originalidad, hombre, menos aún en momentos de pánico). Me digo que calma, que voy con tiempo de sobra. Vuelvo a mi libro. Pasan dos minutos. Mis ojos se emancipan de mi cabeza y se lanzan, de nuevo, al más allá. Una. Y dos. Y tres. Y cuatro veces. Pasan varios minutos y el bus consigue avanzar otra vez con fluidez. Primer asalto superado. Puedo descansar.

He llegado, como ya he anunciado, a Gatwick. Quedan tres horas y media para que despegue mi avión (luego me enteraré de que el vuelo, como cabe esperar en estos sitios de mala muerte, será retrasado. Pero a eso ya volveremos más tarde si encuentro las fuerzas). Paso con bastante calma el control de seguridad. De normal, el control de seguridad es, irónicamente, un lugar colmado de peligros. Me estresa sobremanera la posibilidad de que las bandejas con mis pertenencias más preciadas, que cubren todo el rango de objetos, desde aquellos que entretienen mi ocio hasta aquellos con los que produzco mi trabajo, puedan ser abordadas por algún espabilado que haya pasado el control de seguridad unos segundos antes que yo y que, aprovechándose del retraso que puede generar el cacheo de mi cuerpo si pito al pasar por el arco de seguridad, se haga dolosamente con cualquier de mis bienes preciados. Ojo avizor elevado a mil y corazón estrujado por la tensión. Para evitar que se pueda dar esta desdichada situación, me cercioro siempre de preparar el control de seguridad como si de un examen se tratara. No puedo arriesgarme a pitar. Pañuelos, fuera. Cinturón, fuera. Llaves, fuera. Tampoco puedo arriesgarme a que desvíen ninguna de mis bandejas a la cinta de elementos sospechosos que revisan con suma diligencia, pues eso alargaría aún más el período de espera para reencontrarme con mis bandejas. Aparatos electrónicos, separados en una bandeja. El ordenador, sacado de su funda. Ningún líquido. El pasaporte, la cartera y las llaves, dentro de la mochila para evitar una exposición excesiva.

No es el caso en Gatwick, pero en otros aeropuertos donde la cinta de las bandejas es más corta y donde hay menos arcos (los famosos arcos) de seguridad, superar el control sin pitar no es suficiente para cantar victoria. Uno se puede encontrar fácilmente con cuatro bandejas repletas de bienes preciados, que, por falta de espacio, debe levantar con inminencia de la cinta y transportar a otro lugar, no necesariamente cercano, para no interrumpir el flujo de personas que viene detrás. Ya me diréis vosotros cómo narices pueden dos humildes manos gestionar eficientemente operación de tamaña dificultad.

Tras franquear con éxito el arco piropeador de seguridad, me veo empujado a esa cueva capitalista a la que suelen referirse como duty free, pero que a mí me ha parecido siempre más un tutti free. Cajas inmensas de lacasitos, colonias caras, toblerones, licores y un largo etcétera de objetos que sólo pueden resultar útiles en el trance de un viaje a aquellos maridos que han estado trabajando tan duro en la ciudad que han visitado que apenas han tenido tiempo para recordar que tienen mujer e hijos, con la consecuencia lógica de incurrir en la ciudad ajena en escarceos sexuales que sólo se cubren de cierta capa de vergüenza cuando se atraviesa la cueva capitalista que invita a uno a compensar las fechorías perpetradas con colonias caras y unos bombones Lindt para la Penélope de turno que espera anhelante en casa la vuelta del marido nómada. Para potenciar aún más la sensación de encontrarse en un limbo (fiscal, moral, familiar y de cualquier otro tipo), los aeropuertos se aseguran de colocar en el suelo de los tutti free baldosas rellenas de purpurina que pestañean con lascivia al paso de los indefensos viajeros.

Salgo de la caverna capitalista y me quedo deslumbrado por la cantidad de luz artificial que ilumina el ambiente. Existe consenso entre los torturadores que diseñan los aeropuertos para pintar de blanco chillón las paredes y los techos en los que se nos almacena temporalmente antes de ser lanzados al cielo. Se encargan de que el blanco esté lo suficientemente afilado, hasta el punto de que basta un mínimo contacto visual con las paredes o el techo para que empiecen a sangrarte los ojos. Sangre blanca, por supuesto, del más allá, pues no viene nunca mal recordar que sólo los ángeles tienen alas.

Ya “sólo” me queda decidir dónde voy a pasar las más de tres horas de espera. La espera que me espera sin que yo quiera esperarla. Pocas cosas me producen más desazón que la masa de viajeros embutida de mala manera en esos asientos metálicos con respaldo de cuero que abundan en los aeropuertos. Con lo fácil que sería reemplazarlos por unos asientos individuales de madera que transmitan algo más de calor humano. No sé, Rick, ¿tanto más caro es? ¿Por qué en los parques sí, pero no en los aeropuertos? Al final, acabo yendo a cualquier cafetería cuqui y, por ende, sacacorchos, en la que me toca resistir la mirada inquisitoria de los dependientes por elegir algo demasiado barato (lo más barato, normalmente) para el largo tiempo que me estaciono en su local. 

Ahora que llevo tanto rato masticando la palabra “aeropuerto”, caigo en la audacia y prepotencia de aquel que la acuñó. O sea, tenemos estación de autobuses, estación de trenes, puertos de barcos, pero no podemos tener estación o puerto de aviones. No, el “puerto” debe venir después. Lo primero tiene que ser el “aero”, el aire por el que vuelan los venerados Pegasos metálicos. Por agravios comparativos de menor magnitud se han alzado pueblos en armas. Yo, desde el gran altavoz mediático que me proporciona este blog, sólo puedo decir “Barcos, trenes y autobuses del mundo, ¡uníos!”.

 

 

 

lunes, 6 de febrero de 2023

La novela en el diván

Hoy vengo a poner sobre la mesa mis dudas sobre Raimunda. Me lo paso genial escribiendo sobre ella, pero creo que no hay material suficiente para hacer una buena novela. Es muy difícil combinar el lado gamberro y cómico con el dramático y no sé si estoy capacitado para ello. A la historia de Raimunda le veo dos salidas, una con una carga dramática bastante fuerte y otra totalmente hilarante. A la primera le veo el problema de que haga descarrilar la novela al otorgarle demasiado peso a un episodio dramático que puede parecer algo forzado. A la segunda le veo el problema de reducir todo Raimunda a una serie de gags cómicos que no permiten profundizar suficiente en la psicología de los personajes. Ya sé que la comedia y el drama no están reñidos. De hecho, mi visión de la vida se basa en el entrelazado de esos dos mundos. Pero se necesita una destreza y un virtuosismo para llevar a cabo esa fusión de los que, por desgracia, carezco. Para colmo, la historia de Raimunda la escribo sin un plan previo, improviso sobre la marcha, lo que dificulta aún más la complicada tarea de aunar drama y comedia. 

Creo que tengo tantas novelas en mi cabeza que en realidad no tengo ni una. Me encantaría escribir muchas historias distintas que me parecen interesantes, pero mi entusiasmo enseguida desfallece cuando pienso en la ejecución. Me rindo por anticipado, lo que no tiene mucho sentido, ya que en ningún momento he bosquejado un plan de acción. Soy un iluso pensando que me basta el entusiasmo para escribir una novela. Una novela requiere dedicación y mucha preparación del material. Seas escritor de brújula o de mapa, el acto de escribir exige pensar antes con calma sobre qué se quiere escribir y a mí lo que me está faltando es eso, la calma. No busco ningún hueco para sopesar bien mis ideas, enseguida quiero ponerme a escribir. Y no. Una novela no se escribe a base de posts en un blog. Pero volvemos a lo de siempre, desde bien pequeñito me he caracterizado por ser una persona impaciente. Y, ay, qué perniciosa es la impaciencia. Mal animal de compañía del que ojalá pueda desprenderme un día.

Cuando pienso en qué novela me gustaría escribir, en realidad pienso más en el tono, en la textura, que en su contenido concreto. Me gustaría escribir algo gracioso y castizo que beba de los guiones de Azcona y de los libros de Mihura. Otros días me levanto con ganas de escribir una novela que destape las costuras de la meritocracia. Centrarme en cómo las clases altas consiguen convencerse y convencer al resto de que poseen aptitudes superiores. Retratar a personajes de otras clases sociales que compran el discurso del statu quo y que se la pegan por el camino. Buscar el humor negro dentro de esa denuncia. Luego hay días que me entran las ganas de narrar una historia de afecto poco usual, como la relación entre una mujer viuda y el hermano de su marido muerto o la relación de unos hijos con los amigos de sus padres. Alumbrar rincones donde puede desplegarse un amor no romántico ni necesariamente familiar. Y, por supuesto, hay días en los que me planteo escribir una novela sobre la masculinidad, sobre el daño que produce sobre las mujeres y, por supuesto, sobre los propios hombres. Aprovechando el haberme desenvuelto durante tantos años en un entorno predominantemente masculino, sacar a relucir las dinámicas que rigen las relaciones entre hombres desde pequeños. No sé, es fascinante lo que les cuesta regalar un piropo a otro hombre, lo que les cuesta manifestarse el amor, la presión que se meten para “triunfar” con las tías. El miedo a ser “un maricón”. Y la de veces que en realidad tuvieron que ocultar que fueron “maricones”.  Me gusta mucho la manera en que Vargas Llosa trata la virilidad en “La ciudad y los perros” y en “Los cachorros”. Yo no sé si a las chicas les pasa lo mismo, pero el miedo tan agudo que tiene uno de pequeño a hacer el ridículo o a mostrarse débil delante de otros hombres es tan asfixiante. Reproducir en una novela los códigos de comunicación masculinos y, por supuesto, la tendencia a rehuir responsabilidades emocionales. Hombres que desde pequeños están muy poco preocupados en escuchar y que, peor aún, apenas preguntan nada. Una de las piedras de toque de su comunicación: no hacer preguntas. ¿Para qué? A veces preguntar supone recordar el dolor y eso nunca es bueno. Las amistades entre hombres adolescentes no acaban nunca mal, a no ser que haya unos cuernos o deslealtades de por medio. Se dejan morir. No hay conflicto. No hay espacio para comentar lo que a uno le molesta. No hay conversación. Los hombres están muy solos. Y son las mujeres las que luego pagan la rabia y la tristeza que produce esa soledad alargada en el tiempo. Islas no comunicantes. Amigos que se juntan, pero que no se acompañan y menos aún se apoyan. Y ya ni hablamos de la presión por perder la virginidad, que es agresiva. Y qué importante, desde la mirada del niño y adolescente, buscar el calor en la mirada de las mujeres adultas de su entorno. Las únicas capaces de ampararlo. Sabes que pueden quererte y darte cariño a cambio de nada. No necesitan ponerte a prueba porque no están todo el rato compitiendo por hacerse camino y destacar. Saben cuidar. Y no hay nada que perciba antes un chaval que dos ojos que cuidan con la mirada. Mujeres adultas que escuchan a los niños que apenas saben escuchar porque no se les enseña y sus modelos masculinos hablan antes de escuchar. Hombres adultos que dan la mano a un chaval de diez años con tal de no darle dos besos. Padres que en el entrenamiento de fútbol hablan sin tapujos sobre mujeres, de manera nada decorosa. Padres que en el entrenamiento hablan hasta de cuánto les mide la polla. Padres que insultan al árbitro y que insultan a su hijo si comete un fallo. Padres que, en fin, no pueden supurar más machismo. Menos mal que el mío nunca ha sido así.

domingo, 22 de enero de 2023

Rumiadora

 

Retumba en el descansillo el portazo que ha dado. Vibran las paredes. Llega el ascensor. Raimunda entra y se mira en el espejo, que está salpicado por manchas cuyo origen es difícil discernir. Hay restos viscosos esparcidos en el cristal. Hay puntos blancos cubiertos por una costra que huele a pasta de dientes. Hay circulitos vacíos que parecen gotas de agua reventadas. Se coloca bien el pañuelo, que se le había desplazado un poco con todo el meneo previo. Saca del bolso las gafas de sol y se las pone. 

Sale del edificio con la cabeza erguida y el bolso bien sujeto bajo la palma de su mano derecha, que sitúa por encima del hombro. Raimunda podría coger el autobús o el metro para acortar la distancia al cementerio, pero no quiere. Los cuarenta minutos de camino le hacen notar el tiempo y si algo quiere cuando va a visitar a su padre es apreciar los contornos de cada segundo y de cada minuto. Le parece de justicia para con su padre, quien se ha quedado precisamente privado de eso, del estiramiento involuntario de los segundos y de los minutos, de lo que algunos definen con desprecio como monotonía, pero que no es otra cosa que el discurrir silencioso de la vida, el fluir subterráneo, calmado y sin aspavientos de las aguas del tiempo.

Emprende el camino de todos los domingos, que, por muy uniforme que sea, no deja de presentar rasgos particulares cada nuevo día que es tomado. Camina a un ritmo acompasado, casi ingrávido, como si el bullicio de la calle no fuera con ella. Desde bien pequeña Raimunda ha contado con una capacidad asombrosa para abismarse en sus pensamientos y olvidar el ruido del entorno. “Rumiadora, que eres una rumiadora”, le decía su padre de pequeña. La primera vez que se lo dijo ella respondió atónita, “¿pero eso no es lo que son las ratas?”.  “jaja, cariño, no, las ratas son roedoras, rumiadoras son las vacas, que arrancan la yerba y le dan vueltas y vueltas en la boca, como haces tú siempre con los pensamientos que te vienen a la cabeza. Nuestra pequeña filósofa. ¿A qué le das tantas vueltas?”. Raimunda de pequeña nunca reveló qué guardaba en el desván de su interior. Le ponía múltiples cerrojos a sus preocupaciones y nadie sino ella podía tener acceso a las llaves que traspasaban ese fortín. Ahora le resulta irónico, como un guiño bromista del destino, el que su ensimismamiento tenga el origen en su padre, la persona que le hizo darse cuenta por primera vez de sus inclinaciones introspectivas y a quien ya siempre asoció con ellas, dándole el crédito que merecía por haber llevado a cabo un descubrimiento tan revelador sobre su personalidad. Asociaba a su padre con sus propias inclinaciones introspectivas de una manera formal; el nombre de su padre aparecía en la portada de sus cuadernos reflexivos, ahora, sin embargo, la ausencia de su padre es la que carga la tinta que llena de palabras el interior de esos cuadernos y no hay apenas acto de rumiar que no esté relacionado con él, con su no existir.

Con la frente perlada de gotas de sudor y jadeando, Raimunda llega, al fin, a la entrada del cementerio. Por inercia, se santigua al entrar. Frecuentar el cementerio le ha servido para recuperar sus habilidades matemáticas. Ejercita la cabeza haciendo cálculos mentales, como si fuera una concursante de Saber y ganar. Coge el año de fallecimiento de cada lápida y le resta inmediatamente el año de nacimiento. El producto es la vida. La vida vivida por aquellos que ahora acompañan a su padre. Cuando el número resultante es inferior a treinta, no puede evitar estremecerse. Qué injusticia, se dice a sí misma. Quizá todas las vidas sean iguales, pero no así las muertes. Hay muertes que uno concluye enseguida, sin ni siquiera necesitar conocer sus detalles, que son más injustas que otras. De esta manera, Raimunda es consciente de que en su cabeza hay una clara jerarquía en cuanto a lo que se refiere a la compasión que le despiertan los compañeros póstumos de su padre. Aunque no sepa cómo fue ninguno en vida, a los que más quiere son a Marina, a Juan y a Rocío, que murieron con menos de diez años. Qué dolor. Pobres padres, se dice Raimunda cada vez que pasa por las lápidas de los niños y las acaricia con mucho tacto y un amor sincero con la intención de que reciban retrospectivamente su cariño, un cariño que ahora también es extensible a los padres, que ya los acompañan en el más allá, o en el más donde sea. En el no aquí. A saber cuántos de sus años -hace la operación para calcular en las lápidas de alrededor la edad de los progenitores- se pasaron llorando a estas pobres criaturas. Seguramente no dejaron de llorarlos nunca.

Llega a la altura de la tumba de doña Josefina (86 años, se sabe la resta de memoria), que murió hace apenas dos años. En la foto de la lápida tiene un aspecto estupendo. Aparece lozana y sonriente. Su sonrisa destila bondad, generosidad y una autenticidad que convoca inmediatamente la complicidad con ella. A Raimunda le gusta que sea vecina de su padre, la tranquiliza. Seguro que se preocupa por que su padre se sienta a gusto. En días como en los de hoy en los que Raimunda visita el cementerio sin su madre, aprovecha para cantarle a doña Josefina algunas de las canciones que más le gustaban a su padre, para que se las cante de su parte y que, si se anima, la bailen juntos. Evidentemente, este tipo de comunicación se produce de manera clandestina porque a Raimunda le asusta que su madre se pueda poner triste si se entera de que su Isidoro tiene una compañera de baile distinta a ella.