"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

viernes, 29 de agosto de 2014

¿El fin justifica los medios?

Cuando en enero del año pasado visioné por primera vez la película de Steven Spielgberg dedicada a la monumental figura de Abraham Lincoln, quedé sorprendido por algunas artimañas poco éticas que en el filme se atribuían a Lincoln. Más tarde, en verano, atrapé una prolija novela histórica de Gore Vidal sobre el presidente estadounidense que me corroboraba finalmente las estrategias poco democráticas que Lincoln llegó a abrigar durante su presidencia. Aunque no debe olvidarse que estas triquiñuelas se desarrollaron durante un contexto bélico (la devastadora Guerra de Secesión que tuvo lugar entre 1861 y 1865), resulta complicado omitir la falta de contenido democrático en la conducta del “Viejo Abe”, cristalizada en medidas como la anulación del “habeas corpus”, la censura sufrida por los periódicos esclavistas o la prolongación voluntaria de la contienda.

El resultado de todas estas actuaciones embarradas de insensibilidad democrática fue incontestablemente positivo, pues Lincoln logró así que se aprobara la 13ª Enmienda que ponía fin a la esclavitud. Las preguntas, sin embargo, saltan a la vista: ¿pueden “perdonarse” actos antidemocráticos si a través de ellos se potencia la democracia (consideramos que la emancipación de los esclavos es una conquista democrática)?, ¿es repudiable una corrupción cuya voluntad no puede ser más positiva (la liberalización de los esclavos)?, ¿resulta contradictorio tener que atacar a la democracia para fortalecerla o, en otro caso, matar a seres humanos en aras de la Humanidad? La pregunta que se abre paso entre todas las anteriores es la siguiente: ¿el fin puede justificar realmente los medios?

Fue Nicolás Maquiavelo quien, en el Renacimiento, expuso con claridad el pragmatismo que la política requiere. La moral y la fe, por lo tanto, debían separarse de la toma de decisiones para dar paso a una política que se ocupara principalmente de ajustarse a las circunstancias vívidas. De nada importa que el camino seguido esté cargado de inmoralidad si el resultado obtenido es el deseado. La relevancia del objetivo invalida cualquier juicio de valor sobre los medios empleados para aproximarse a él. De esta práctica y realista descripción del escenario político se desprende la inmemorial idea de que el fin justifica los medios

Mourinho y su "fair play"
La visión maquiavélica no se limita a la política, sino que más bien se puede apreciar expandida a casi todas las actividades humanas donde se fijan objetivos. Recientemente, por ejemplo, la pudimos ver encarnada en el Real Madrid de José Mourinho. Un equipo que jugaba únicamente para ganar y que nos llegó a acostumbrar (sobre todo el primer año) a acciones totalmente carentes de “fair play” destinadas únicamente a desestabilizar al rival, para así debilitarlo y, por consiguiente, ganarlo. También George Orwell, en su imprescindible “Homenaje a Cataluña”, denuncia a los comunistas por únicamente batallar para ganar la guerra, y por olvidarse, a cambio, de la ética y de los verdaderos y loables ideales comunistas. Algunos seguramente replicarán a Orwell que la victoria era la única forma de salvarse del fascismo. Pero, ¿ganar garantiza de verdad la victoria?, ¿cuál es el papel que juegan los medios empleados?

El pragmatismo maquiavélico parece estar también presente en la mayoría de los acontecimientos históricos revolucionarios. No resulta extraño apreciar en las grandes revoluciones de los últimos siglos sucesos auspiciados por las mismas que parecen atentar directamente contra los ideales que abanderan. Salvo casos excepcionales, el derramamiento de sangre ha sido frecuente en la mayor parte de las sublevaciones populares, hasta en aquellas que, como en la Revolución Francesa, se defendían valores como la fraternidad. De hecho, el gran Sthendal se preguntaba: “El hombre que quiere desterrar la ignorancia y el crimen de la tierra, ¿debe pasar haciendo estragos, como las tempestades; causando desgracias, como la fatalidad?”.

Bertolt Brecht, un siglo más tarde, parecía dar la razón a Stendhal con los siguientes versos: “también la ira contra la injusticia pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia.”. ¿Y qué se supone que debemos hacer hasta que llegue ese momento de idílica convivencia humana? ¿Debemos seguir pensando que los fines han de sobreponerse a los medios? ¿Que matar puede llegar a ser beneficioso? ¿Que los medios son vías “invisibilizables” y carentes de valor? ¿Debemos, en definitiva, claudicar ante el poder de los fines y aceptar que éstos justifican los medios?

Bajo mi punto de vista, la celebérrima máxima que nos lleva ocupando en este modesto escrito es bastante susceptible de ser matizada. Debemos rehuir el simplismo para intentar abordar como es debido un desafío intelectual tan poderoso y complejo como el que nos concierne en estos momentos. A mi juicio, es menester fragmentar la máxima de “el fin justifica los medios” en dos clasificaciones distintas. Una donde el fin perseguido sea de esencia sencilla, y otra que recoja el conjunto de fines que entrañan una profundidad esencial mayor. Déjenme explicarme: 

Existe una notable diferencia entre aquellos objetivos que son valiosos de por sí y aquellos otros que son valiosos por las consecuencias que deben acarrear. Véase que no puede equiparse el deseo de ganar una guerra por ganarla, que el deseo de ganar una guerra por instaurar un nuevo sistema. Convendremos también en la inmensa relevancia de la que gozan los medios en aquellos fines llenos de matices que necesitan obtener la legitimidad en el proceso de su consecución. Entra en juego, pues, la perspectiva que quiera aplicarse, si una más estrecha o una más amplia. Determinar cuál es el futuro del fin. Qué porvenir desea cimentar. Lo difícil no es llegar, sino mantenerse. Al igual que vencer no implica convencer. Es el convencimiento el que abona un campo ideológico más duradero. Mientras que la mera victoria representa simplemente un éxito sin vocación de durar. Un éxito destinado a celebrar el propio éxito, con apenas perspectiva de futuro.

Podemos hablar, evocando a Bauman, de objetivos líquidos para referirnos a aquellos esencialmente sencillos que se contentan con ser cumplidos, sin prestar atención al camino transitado para su logro. Se tratan de objetivos de base frágil, en ocasiones carentes de fundamento ético y que no ven más allá del ansia por alcanzar el fin. Un millonario que se ha enriquecido a base de descaradas tretas, habrá logrado el fin perseguido: amasar una gran fortuna, pero no cuenta con que el mismo fin del que se vanagloria, puede rebelársele a causa de la ausencia de solidez en los medios empleados para alcanzarlo. Bien pueden llevarlo a la cárcel, denunciarle, condenarle al ostracismo, dañar su imagen pública… La liquidez de los medios implica una mayor capacidad de volatilización de los mismos. Asimismo, no es necesario que una persona ajena emerja para revelar que las herramientas empleadas para la consecución de un fin han sido ilegales o inmorales, sino que cabe reivindicar y recordar el papel desempeñado por la ética, el juez omnipresente que determina la validez moral de los actos en sociedad.

Ciudadano Kane
Fernando Savater, en la juvenil e inspiradora Ética para Amador, nos remite al personaje de Orson Welles en Ciudadano Kane para hacernos comprender el papel de la ética. Charles Foster Kane era un multimillonario que toda su vida la dedicó a enriquecerse incesantemente para luego acabar falleciendo suspirando por “Rosebud”, el nombre del trineo con el que jugaba cuando era niño. Más que un egoísta, Foster Kane era, según palabras de Savater, un estúpido. Ya que no advirtió que el fin que buscaba ávidamente iba a vaciar su vida por completo al sumirlo en una soledad e infelicidad eternas producidas por la ausencia de solidez en los medios de los que hacía uso para enriquecerse empedernidamente.

Los fines de esencia simple pueden subsistir con holgura a la falta de medios sólidos, en la medida en que la ambición esencial de los mismos no es realmente grande, sino que más bien se conforma con su propia consecución. Por el contrario, los fines con una hondura esencial mayor, no pueden desentenderse de la relevancia de la pulcritud de los medios. Un equipo de fútbol que se proponga marcar una época en la historia de este deporte, como se propuso el Barça de Guardiola, no puede omitir los medios. De hecho, debe levantar su obra histórica a partir de la forma en que se aproximan a la victoria. Pues lo que de verdad debe preocupar no es tanto la victoria cuanto la manera en que ésta se gesta.

Casos más complejos son aquellos no anejos al deporte o a actividades relativamente más frívolas, como los dilemas de Lincoln, Orwell o Brecht. Los fines abrigados por estos tres grandes personajes compartían una vocación de futuro, por lo que no quedaban satisfechos por el mero hecho de ganar una guerra, aunque es cierto que, sin ganar las diferentes guerras a las que se enfrentaban, difícilmente podían habilitar el espacio necesario para el desarrollo de sus objetivos. Unamuno, en su célebre incidente con Millán Astray, esgrimió a los franquistas: “Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”. Este maravilloso fragmento del incisivo discurso de don Miguel nos regala una premisa fundamental: vencer no significa convencer. Para que un proyecto salga realmente victorioso, debe convencer a través del uso de la razón.

Unamuno increpado por fascistas
El problema reside en la porción de utopía que contiene la premisa unamuniana. Es irrebatible la necesidad de convencer, pero no es menos cierta la insuficiencia de la razón a la hora de combatir por ideales u objetivos. Racionalmente y pensado de forma fría y abstracta, parece evidente que ninguna persona debería ser esclava de otra, en la medida en que, bien pensado, todos los seres humanos somos iguales y debiéramos, por tanto, gozar de la misma dignidad. Ahora bien, contextualizando la idea en los Estados Unidos de los inicios de la segunda mitad del siglo XIX, cabe resaltar el conjunto de motivos que obstaculizaban el racional objetivo de emancipar a los esclavos: una fuerte tradición que venía educando en la inferioridad de los negros y, especialmente, los intereses personales y crematísticos de los propietarios sureños, que necesitaban de los esclavos para mantener sus beneficios económicos. En este tipo de situaciones, la razón no sólo debe persuadir y convencer, sino que, desgraciadamente, debe imponerse para sobreponerse a la irracionalidad de la circunstancia. Por mucho que la razón sea potente, ésta, en la realidad, se proyecta sobre unas circunstancias. La razón en la realidad, recordando a Ortega, es “ella y su circunstancia”, de forma que ella por sí sola es insuficiente si la circunstancia que la circunda la rebasa.

Suena muy desalentador y contradictorio el hecho de que la razón deba en ocasiones imponerse en aras de la propia razón. Esta especie de paradoja daría a entender que, efectivamente, el fin justifica los medios. Pues para lograr un futuro más racional, se extirpa la irracionalidad del presente mediante herramientas poco racionales que fijan como fuente inspiradora y estimulante a la razón que debe consolidarse. Los fines que entrañan una profundidad esencial mayor, como es el caso, y que poseen un gran conjunto de matices, no pueden, sin embargo, omitir el riesgo que supone debilitar la consistencia racional y moral de los medios. Pues, aunque “el hombre que quiera desterrar la ignorancia y el crimen de la tierra (acercarse a su fin), debe pasar haciendo estragos, como las tempestades; causando desgracias, como la fatalidad”, pierde bastante legitimidad por el camino. Se aproxima al fin en el presente del mismo modo que se aleja de él en el futuro. La inexorable liquidez de los medios dificulta la consolidación del fin a largo plazo.

Resulta notablemente complejo asegurar una larga vida a un fin plenamente racional que ha sido alcanzado de manera irracional, así como resulta laborioso conservar un sistema donde reinen la libertad, la igualdad y la fraternidad, cuando la gestación del mismo ha atentado contra estos ideales. Por esta razón, podemos colegir que, aunque los medios líquidos hayan podido acercar al fin, cuando se trata de un fin de profundidad esencial, deviene inmensamente difícil que el verdadero fin pueda alcanzarse de verdad, debido a la debilitación de los medios que hace perder legitimidad y, por consiguiente, posibilidad de consolidarse del fin.  

Como conclusión, podemos afirmar que el fin justifica siempre los medios cuando se trata de un fin de esencia angosta, mientras que en los fines más profundos y ambiciosos, con vocación de perdurar, el fin puede justificar los medios, pero esta maniobra es la mayoría de veces insatisfactoria, ya que fines sólidos requieren medios sólidos. El problema reside en la imposibilidad de perpetrar medios sólidos en contextos donde son sistémicamente rechazados. Es aquí donde emerge la intricada realidad que nos toca vivir, llena de dilemas, contradicciones y confrontaciones. Deficitaria en plenitud y, como consecuencia, ávida siempre de sueños que batallen por lo que parece imposible. Ojalá algún día lleguen esos tiempos que imagina Brecht, en que el hombre sea amigo del hombre. En que el hombre que quiera desterrar la ignorancia y el crimen de la tierra, no deba pasar haciendo estragos y causando desgracias.









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