"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

sábado, 2 de abril de 2016

JUSTICIA, Michael J. Sandel


Justicia me ha parecido una obra realmente sugerente. Admiro la extraordinaria capacidad de Michael J. Sandel para conjugar un estilo didáctico, ameno y accesible con un tratamiento bastante completo de cuestiones tan complejas como la justicia, la libertad, el bienestar, la vida buena o los límites del mercado. Sandel es un autor que me interesa mucho por la tenacidad con la que lucha por poner en entredicho varios de los postulados del liberalismo que en las últimas décadas han adquirido la categoría de sacrosantos. Vivimos en un período en el que el pensamiento liberal se ha hegemonizado hasta tal punto que se ha instalado en la mente de la mayor parte de la ciudadanía occidental, de forma que parece como si cualquier crítica que se hiciera sobre la capacidad del individuo para determinar su propio destino constituyera el mayor atentado contra la dignidad de las personas. Nadie puede cuestionar la libertad que hoy día se presume extendida a todos los individuos sin miedo a que le tilden de totalitario. Por eso es de agradecer la valentía con que Sandel combate los principios de la corriente liberal que prevalece en la filosofía política desde hace bastantes décadas.

En Justicia, Sandel hace un recorrido por las teorías sobre la justicia formuladas por distintas vertientes filosóficas, se centra especialmente en tres: el utilitarismo, el liberalismo y el mal llamado comunitarismo. El primero pone el foco en el bienestar, el segundo en la libertad y el tercero en la virtud. En opinión de Sandel, el pensamiento utilitario puede decirse que ha sido superado, a lo que contribuyó notablemente la crítica que Rawls arrojó sobre el mismo en su célebre Teoría de la Justicia. El pensamiento utilitario adolece de tres vicios. El primero, y quizá el más grave, es que no respeta los derechos individuales. Al centrarse principalmente en el bienestar general, entendiendo éste como la maximización general de la utilidad, permite el menoscabo de los derechos de las minorías si se traduce en un beneficio superior para la mayoría. Como resultado de ello, no concibe al individuo como un fin en sí mismo, digno de ser respetado, sino que lo concibe más bien como un instrumento al servicio de la maximización del bienestar general. El segundo vicio consiste en definir aquello que es bueno sin determinar previamente aquello que es justo. El objetivo, lo bueno, es maximizar el bienestar general, pero no se entra a considerar previamente si lo establecido como bueno es justo. De hecho, el utilitarismo realiza el recorrido contrario: es justo aquello que maximiza lo que es bueno. El tercer y último vicio consiste en perder las diferencias cualitativas que existen entre los distintos bienes humanos en el proceso de traducción de los mismos a una medida de cálculo simple y uniforme.

Dentro del pensamiento liberal, el enfoque de Kant, a diferencia del utilitario, parte de la premisa de que el ser humano es un fin en sí mismo que merece ser tratado con dignidad por su especial capacidad racional, la cual le faculta para ser plenamente libre y autónomo. La moral, por tanto, no consiste en maximizar la utilidad, sino en respetar a las personas como fines en sí mismos. Kant liga la justicia a la libertad. Actuar libremente significa actuar conforme a una ley que nos damos a nosotros mismos, una ley que no nos viene dada fuera de nosotros y que procede de la razón. La razón manda a la voluntad a través del imperativo categórico. El imperativo categórico es un imperativo incondicional compuesto por los deberes que se aplican con independencia de cuáles sean las circunstancias. Sandel lo resume espléndidamente: “Actuar moralmente significa actuar conforme a un deber, por la ley moral. La ley moral consiste en un imperativo categórico, un principio que requiere que tratemos a las personas con respeto, como fines en sí mismos. Solo cuando actúo en concordancia con el imperativo categórico actúo libremente (p. 143)”. Cabe advertir que, en contraste con muchos liberales que le sucederán, Kant entiende la autonomía como el libre albedrío de un ser racional y no como consentimiento individual, de modo que rechaza aquellos actos consentidos que colisionen con la dignidad humana y con el respeto a uno mismo. Su concepción de la autonomía impone así ciertos límites a la capacidad de elección de los individuos.

Por otro lado, Rawls, que también integra la corriente liberal, bosqueja una teoría de la justicia que se sustenta sobre un hipotético pacto social en el que participan los individuos bajo el velo de la ignorancia, es decir, sin conocer ni su clase social, ni su sexo, ni su raza, ni su nacionalidad, ni sus aptitudes, ni su concepción del bien… El fin de este acuerdo es determinar qué principios sobre la justicia se escogerían en una situación originaria de igualdad. Rawls concluye que del pacto se inferirían dos principios: un primer principio, prevalente sobre el segundo, que garantizara las mismas libertades básicas a toda la ciudadanía; y un segundo principio, relacionado con la distribución social y económica, que estableciera que sólo son aceptables las desigualdades que mejoren la situación de los más desfavorecidos.

Es muy interesante reparar en las implicaciones del segundo principio de Rawls, denominado el principio de la diferencia. De acuerdo con este principio, no puede justificarse el engrosamiento del caudal económico de una persona si de ello no se extrae una consecuencia beneficiosa para las clases más desaventajadas. Además, la base de la distribución social y económica no puede descansar sobre contingencias naturales, pues si no se estaría incurriendo en una injusticia al valorar rasgos o aptitudes sobre los cuales no tiene ningún mérito quien los posee. La distribución de la renta, el patrimonio, las oportunidades y el poder no puede, pues, hacerse con base en un accidente de nacimiento. De ahí que un mercado libre no pueda garantizar la eficacia de la teoría de la justicia de Rawls. Tampoco la garantiza un sistema meritocrático en el que se partiera de una situación con igualdad de oportunidades.

La profundización de Rawls en la crítica a la meritocracia es muy valiosa. No basta con premiar el desarrollo producido a partir de un mismo punto de salida, ya que, aunque así se neutralizarían algunas de las desventajas del libre mercado original, la distribución seguiría fundamentándose con base en unos elementos, como son las aptitudes y capacidades naturales de cada persona, que exceden el marco de decisión de los individuos y que no tienen nada que ver con el mérito: la contingencia social y el azar natural son igualmente arbitrarios. También lo es el esfuerzo, en el cual influyen contingencias que no se nos pueden atribuir. En la meritocracia, en realidad, ni siquiera se valora únicamente el esfuerzo, sino que siempre se presta atención al resultado que acompaña a ese esfuerzo. Además, las aptitudes que la sociedad valora cambian a lo largo del tiempo en función de una contingencia como puede ser la de la ley de la oferta y la demanda. Quien hoy es muy valorado por la sociedad puede caer mañana en el olvido, sin que en ello haya tenido que intervenir el mérito. Que la sociedad valore más unas cosas que otras no es obra de quien sale beneficiado de esa valoración. Por lo tanto, ni el esfuerzo ni nuestras aptitudes naturales ni nuestra situación social pueden constituir el fundamento del merecimiento moral.

Por todo ello, Rawls acaba concluyendo que la justicia distributiva no tiene nada que ver con recompensar el merecimiento moral. La distribución no puede establecerse conforme a lo que moralmente se merezca. La justicia distributiva consiste, por el contrario, en que se cumplan las expectativas legítimas que se producen una vez ya se han establecido las reglas del juego. Consiste, por tanto, en cumplir con las reglas que establecemos respetando los dos principios de la justicia, de modo que el resultado del proceso de distribución nada tenga que ver con el mérito.

Sandel, adscrito a la corriente del mal llamado comunitarismo, se opone a la conclusión de Rawls de desligar la justicia del merecimiento moral. Para el autor de la obra que estamos analizando, Rawls incurre en un error al revestir de neutralidad en relación con la justicia a toda distribución que se desarrolle en función de unas reglas de juego fijadas respetando únicamente el marco de justicia forjado en torno a los dos principios derivados del hipotético pacto. Para Rawls, lo bueno, al contrario de lo que hace el utilitarismo, viene predeterminado por lo que es justo. Por tanto, todo lo que es bueno previamente debe estar supeditado al respeto de los dos principios rawlsianos de la justicia. Una vez constatado el cumplimiento de los dos principios de la justicia, no deben examinarse en términos de justicia ni las decisiones ni los fines que los individuos atribuyen a sus vidas, pues deben evitarse los inextricables debates sobre los honores, las virtudes y el significado de los bienes. Debe respetarse la concepción distinta que cada uno tiene del honor, de la virtud y de la misión de las instituciones sociales, pues para las teorías basadas en la libertad, “la dignidad moral de los fines que perseguimos, el significado y la importancia de nuestras vidas, y la calidad y carácter de la vida en común que todos compartimos caen más allá de lo que a la justicia le corresponde (p. 295)”. “Los principios de la justicia que definen nuestros derechos no deberían fundamentarse en ninguna concepción particular de la virtud o de cuál es la forma de vivir más deseable. Muy al contrario, una sociedad justa respeta la libertad de cada uno de escoger su propia concepción de la vida buena (p.18)”.

Sandel propone volver a Aristóteles para resolver este embrollo. El filósofo estagirita liga la justicia al cultivo de la virtud y de la reflexión sobre la cosa común. Para él, la ley no puede ser neutral en cuanto a las características de la vida buena. Es fundamental que aflore el debate sobre qué se considera que es bueno y qué no. Ahondar en el propósito de las prácticas sociales para poder razonar sobre qué virtudes deben honrarse y recompensarse. Por ejemplo, para saber quién tiene derecho a ser admitido en una universidad, debe reflexionarse sobre el propósito de la misma con el fin de delimitar qué virtudes debe honrar la universidad y así saber qué alumnos pueden tener acceso a ella. Lo mismo sucede con la política: como para Aristóteles el fin de la política es la vida buena, los cargos más elevados deben corresponder a quienes más destaquen por su virtud cívica.

La distribución de la renta, el patrimonio, las oportunidades y el poder no puede emanciparse de los juicios morales sobre la justicia. Aunque el mérito no constituya un factor justo para fijar los criterios distributivos, no cabe abandonar el debate sobre cómo de justos o injustos pueden resultar los distintos criterios que se fijen. La doctrina liberal, ansiosa por cerrar los conflictos relacionados sobre las controversias morales y religiosas, recurre a un marco supuestamente neutral para poner coto a las discusiones fervorosas sobre la justicia, lo que no solo no resuelve el problema de fondo, sino que además contribuye a invisibilizar cuestiones delicadas que permanecen vivas de facto y que en cualquier momento pueden estallar con una potencia acentuada. Por ejemplo, para debatir sobre el aborto no basta con invocar y reconocer la neutralidad y la libre elección, sino que debe argumentarse si el feto en desarrollo es equivalente a una persona. No puede defenderse el aborto sin tomar partido en la controversia moral y religiosa de cuándo empieza la persona.

En toda esta problemática debe subrayarse el papel desempeñado por un concepto tan ambiguo como el de la tolerancia, el cual se ha erigido, en opinión de muchos, en el eje angular de la democracia. Sin embargo, como han sostenido autores como Christopher Lasch, no es así, la tolerancia es solo el origen de la democracia. Una tolerancia profusamente permeable es nociva para la democracia ya que coloca en suspensión cualquier juicio moral. Lasch propone hablar más de respeto mutuo que de tolerancia. Slavoj Zizek ha indicado también cómo la idea de tolerancia ha sido utilizada como caballo de Troya por los adalides del libre mercado para instalar firmemente el pensamiento capitalista. El capitalismo juega con la idea de trascender las raíces socioculturales y comunitarias a partir de la creación de un nuevo hombre súper poderoso que encuentra la universalidad en la superación de su arraigo social y cultural. Esta idea expansiva de la tolerancia liberal es, empero, bastante tramposa. Pues implica olvidar el telón omnipresente del capitalismo que se despliega universalmente, de forma transversal. Se tiñe perversamente con neutralidad la fuerte ideología capitalista impuesta por doquier, pues ser neutral implica someterse al capitalismo. Asimismo, debe advertirse el orden implícito ligado a este sistema, el cual regula su funcionamiento a través de actividades tácitamente acordadas que impiden la inestabilidad del orden imperante. El resultado de este fenómeno es el imperio de un multiculturalismo promovido por el capitalismo para igualar las culturas con el fin de universalizarse y situarse por encima de ellas. Una universalidad para sí capitalista, absorbente, omnipresente y devastadora.

Sandel critica asimismo el individualismo moral propagado por la doctrina liberal y que consiste en derivar las obligaciones de únicamente dos fuentes: de las obligaciones contraídas voluntariamente por consentimiento; y de los deberes naturales, que son universales y que debemos respetar en tanto que seres humanos. El comunitarismo añade a este bloque de obligaciones las obligaciones de la solidaridad, las cuales no están relacionadas con una elección, sino que “dimanan de razones ligadas a las narraciones con las que interpretamos nuestras vidas y las comunidades en que vivimos (p.273)”. Comprenden responsabilidades morales que tenemos ante aquellos con los que compartimos cierta historia. Incluirían las peticiones de perdón y las reparaciones públicas; la responsabilidad colectiva por las injusticias históricas; las responsabilidades especiales de los miembros de la familia y de los conciudadanos entre sí; la vinculación con la localidad, la comunidad o el país de uno; las lealtades fraternas y filiales… Con la introducción de esta clase de obligaciones Sandel pretende desmontar la premisa liberal de que el individuo sólo es responsable de aquello que elige.

En definitiva, frente a la corriente liberal, Sandel aboga por el desarrollo de una política del bien común en la que se eduque en el pluralismo y en el respeto mutuo para poder debatir civilizadamente sobre las distintas concepciones de vida buena que alberguen los individuos. Es necesario, en su opinión, recuperar el foro público, recuperar las plazas y lugares comunes donde reflexionar sobre la vida en común, sobre aquellas cuestiones candentes que no pueden desligarse de nuestras convicciones morales y religiosas. Aunque el liberalismo ha corregido buena parte de los vicios del utilitarismo, las teorías sobre la justicia que plantea son insuficientes al disociar los principios sobre la justicia de las distintas concepciones de vida buena. Poner en cuestionamiento el pensamiento liberal e invitar a juzgar moralmente los fines que las personas atribuyen a las cosas y a la vida no supone limitar la libertad, ni imponer de manera unilateral una concepción determinada de las cosas, supone únicamente abrir un debate necesario que se ha mantenido soterrado.