"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

jueves, 24 de septiembre de 2020

Iaias

Cuando entro a ver a mis iaios a su casa, siempre me encuentro a mi iaia en el fondo del salón, sentada en el sillón verde que da a la ventana. No tengo ningún recuerdo de ella en el que no lleve las gafas que calzan hoy sus orejas. Son gafas de montura metálica dorada y de lentes grandes, más grandes que las que se estilan ahora. El tipo de gafas que en el imaginario colectivo se asocia con las abuelas. Supongo que se las habrá cambiado alguna vez en estos últimos veinticinco años, pero a mí siempre me han parecido las mismas. Le gusta ir cómoda por casa, con vestidos de algodón. Hoy lleva uno marrón, con un estampado de flores. Se ha pintado los ojos y los labios. Nos lo dice orgullosa, contenta de poder demostrarnos que no se deja. Que todavía se cuida. Pero no ha atinado del todo. Observo un pigmento negro descansando sobre su párpado. Como si fuera costra. No le digo nada. Yo la veo igualmente guapa.

Se coloca en la ventana y mira entre los visillos. La casa se encuentra en el inicio del pueblo, lo que permite a mi iaia llevar la cuenta de quién entra y quién sale. Se pasa horas contemplando lo que sucede más allá de la ventana. Pero no por una pulsión cotilla. A ella le importan un pimiento los chismes. No le gusta criticar. Lo que le gusta es sentir que bulle la vida en el pueblo. “No sabeu la de gent que es demana pollastre allí baix”. Nos relata las vicisitudes de cada uno de los comercios de la zona. También, con una sonrisa llena de picardía y ternura, nos cuenta cómo vigila los pasos de mi iaio por el pueblo. “No para quiet! És un sanguango”. Siempre que habla del iaio, se le iluminan los ojos.

Pasa la mayor parte del día sentada en el sillón verde. También, por supuesto, cuando nosotros no estamos con ella. Sólo que, cuando no estamos y el iaio se ha ido a pasear, su mirada se extravía y se pone a enhebrar recuerdos fragmentados. A mi iaia le duelen las ausencias. Las ausencias de sus dos hermanos y de sus tres hermanas. La ausencia de sus padres. Sueña con mucha frecuencia con su madre. Como si persiguiera una ayuda o un consejo que nadie más le puede dar. Cuando habla de sus padres, habla de ellos como si todavía precisara de su amparo. Como si nunca se hubiera acabado de deshacer del rol de hija pequeña y encaprichada por todos. De ahí que les eche tanto de menos. A pesar de su marido, de sus hijos y de sus nietos. Nada puede llenar ese vacío.

Se despierta tarde. Duerme demasiado. No le gusta dormir tanto. Le da rabia. Pero no puede controlarlo. Dice que tampoco sabría qué hacer si el día se alargara mucho más. Que se le echaría encima como una apisonadora. Que no tiene tantos quehaceres. Hace tiempo que no lee. Lo que más le mantiene ocupada son las sopas de letras y hacer ganchillo. Mira por la ventana mientras hace ganchillo. Muchas veces, simplemente hace ganchillo para deshacer lo que hace. Como Sísifo. Lo que le importa es el proceso. El estar entretenida. Para ella no existe el horizonte. Mira por la ventana como si estuviera de espaldas al mar. Siempre hay una pared que cerca sus pensamientos y sus figuraciones. Tiene algo en el horno. Lo saca un poco quemado. Le pregunto que si no ha oído el reloj de la cocina. Me contesta que no utiliza ningún reloj. Deja las cosas en el horno y ya vuelve luego a por ellas.  No se preocupa por hacer las cosas con meticulosidad. Pone el automático y se queda hundida en el sillón, arañada por la nostalgia.

Cuando estamos alrededor, nos sonríe. Es una sonrisa genuina, pero también taciturna. Sabemos que viene con fecha de caducidad. Es girar el rostro de nosotros, es vernos marchar, y se vuelven a arracimar sobre su cabeza los pensamientos negativos. Al iaio a veces le saca cuentas de lo que hizo o dejó de hacer hace más de cuarenta años. A veces las víctimas de sus denuncias retrospectivas son sus suegros, que en paz descansen. Que deberían haber hecho esto, pero no lo hicieron. Que por qué no les ayudaron en tal o cual momento de su vida, con los cuatro hijos que habían tenido en tan poco tiempo. La iaia a veces parece un acordeón oxidado que cuando se despliega emite sonidos de tristeza solapada.

Aun así, siempre nos mira a los nietos con amor. Nos rastrea. Identifica nuestras preocupaciones e inquietudes como nadie. Basta que un día tengamos la voz algo agrietada para que enseguida se ponga alerta: “què et passa, carinyo? Estàs bé?”. Otras muchas veces se guarda sus intuiciones agoreras y nos llama al día siguiente, con afán todavía más protector, por si acaso perdura la tristeza. Nos llama y nos dice: “ahir no te vaig vore bé. Passa algo?”. Es infalible. Menudo radar tiene. No me puedo permitir estar un poco de bajón ni ensimismado cuando estoy con ella. Y qué le voy a decir. Como no quiero preocuparla, acabo o bien echando balones fuera o bien negándole que me pase o me pasara algo. Para qué infligir más tristeza y dolor, más pesadumbre, a ese espíritu ya de por sí frágil y quebradizo. Pero la mera llamada acaba teniendo efectos sanadores. Aunque no pueda compartirle mis dolores, saber que la tengo ahí, como un bote salvavidas, me tranquiliza, me da paz. Y me hace sentirme querido. Pienso que hay pocos males que no puedan ser eliminados o, al menos, mitigados por ese sentimiento de amor profundo e infinito que me invade cada vez que la iaia me llama preguntándome si me pasa algo.