"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

jueves, 19 de marzo de 2020

Negra espalda del tiempo, Javier Marías


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Negra espalda del tiempo me ha parecido una novela fantástica, bastante sui generis dentro de la obra de Marías, ya que se trata de una novela totalmente autobiográfica. A pesar de que es imposible no reparar en las similitudes que se da en todas los libros de Marías entre su personalidad y la de sus personajes, en este libro el autor señala explícitamente que va a hablar de él, de sus experiencias (otra cosa es que los lectores nos podamos fiar de los escritores cuando nos prometen que han pedido una excedencia en su mundo ficticio).

A través de sus experiencias, Marías consigue hablarnos del tiempo y de la muerte, del carácter escurridizo, esquivo e inasible del primero y de la inevitabilidad de la segunda. Con la “negra espalda del tiempo” hace referencia al tiempo que no acontece, al tiempo que no tiene lugar. Pero también al tiempo que sucede y es expulsado a los márgenes del olvido (¿y qué tiempo no lo acaba siendo en última instancia?). Nos habla de cómo todo objeto está condenado a sobrevivirnos. De cómo estamos condenados a disolvernos, a tornarnos en polvo en el vacío, a ser, en definitiva, olvidados. Por eso Marías menciona a su hermano mayor, a quien no llegó a conocer, muerto precozmente, y a su madre, que falleció siendo relativamente joven. Muertes que llevan a magnificar los sucesos y hechos que caracterizaron los días previos de la desaparición de nuestros seres queridos, como si dotándolos de mayor importancia se pudiera explicar el destino que les aguardaba a ellos en particular y que, sin embargo, nos aguarda a todos por igual, sin ningún miramiento ni viso de individualización. Indaga también en la vida de escritores bohemios que han sido relegados al saco de lo irrelevante e inane. Escritores como John Gawsworth, segundo monarca del ficticio Reino de Redonda, que tenía ante sí un futuro prometedor, pero acabó consumido por su adicción al alcohol, sumido en la más sangrante miseria y a quien nadie recuerda.

Marías evoca una imagen que a todos nos ha generado cierta extrañeza cuando hemos madrugado: la imagen de la ciudad desperezándose, coronada por filas de farolas que permanecen tenuemente encendidas pese a que la noche ha llegado a su fin y el sol empieza a bañar las calles de luz. Una imagen que funciona como metáfora de la ambigüedad del tiempo, de lo imposible que resulta esclarecer la diferencia entre lo que es y deja de ser, entre lo que ha sido y ya no es. La frontera entre el luminoso día y la tenebrosa y oscura noche. Parece que la única manera de superar y regatear a este galimatías vital es la ficción. La ficción como tiempo sobre el que uno aspira a ostentar la potestad absoluta, como tiempo en el que uno puede jugar y danzar sobre la superficie de su irremediable insignificancia. Y qué difícil deviene también trazar los contornos de la realidad y la ficción, entre lo que existe y lo que es creado deliberadamente, artificialmente. Que se lo pregunten al pobre Javier Marías, que nos cuenta que ha tenido que soportar al petulante profesor Francisco Rico y a sus colegas oxonienses, incapaces, a pesar de su oceánica cultura y erudición, de comprender que los personajes que pueblan Todas las almas, una novela de Marías, son, evidentemente, ficticios, imaginarios, pese a lo reflejados que puedan verse en ellos. Qué rápido nos abalanzamos sobre la ficción para dotarnos de importancia. Qué rápido nos lanzamos sobre lo no real para divertirnos, entretenernos y salir de nuestras constreñidas y tediosas existencias. Que se lo pregunten a Marías, flamante Rey Xavier I del Reino de Redonda.

viernes, 13 de marzo de 2020

Sherlock


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La vida está plagada de incertidumbres de muy distinto tipo: la incertidumbre metafísica que ha aguijoneado y rasgado el alma de algunos de los personajes que aparecen en las obras de escritores como Dostoievski o Camus o en las películas de Woody Allen. Personajes que se hacen las preguntas que todos nos hemos formulado alguna vez: ¿Qué somos? ¿Por qué vivimos? ¿Por qué morimos? La incertidumbre que rodea la propia naturaleza de nuestro cuerpo y del mundo en el que nos hallamos anclados y que nos empuja a cuestionarnos fenómenos como el origen del Universo o a plantearnos cómo se puede poner fin a enfermedades letales como el cáncer o a virus como la COVID-19. O la incertidumbre que despliega su velo sobre el marco de las relaciones humanas. Una incertidumbre que nos impide muchas veces conocer quién es el autor de los hechos que nos laceran y que nos hace ignorar cuáles son las verdaderas motivaciones que se esconden bajo el semblante de aquellos individuos a quienes creemos conocer: ¿Quién ha hecho o haría qué? ¿Quién ha cometido el crimen? ¿Quién sería capaz de matar? ¿Quién sería capaz de traicionarnos?

De entre estos tres tipos de incertidumbre, a Sherlock Holmes únicamente le inquieta la tercera. Se la repampinfla el sentido de su existencia y las leyes de la naturaleza sólo le importan en la medida en que pueden serle útiles para resolver sus casos. Ya en el primer volumen del canon holmesiano, Estudio en escarlata, se pone de manifiesto la indiferencia que Holmes siente hacia todo aquello que carezca de una clara aplicación práctica. Se la trae al pairo si la Tierra gira alrededor del Sol o si es lo contrario: “¿Y qué diablos supone para mí? —le espeta a un desconcertado Watson—. Me asegura usted que giramos alrededor del Sol. Aunque girásemos alrededor de la Luna, ello no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia”.

Según Holmes, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que uno tiene que racionar los conocimientos que introduce en él, ya que el espacio disponible es exiguo y un exceso de muebles obstaculiza el discurrir del pensamiento. De ahí que sus conocimientos en literatura, en filosofía y en astronomía sean nulos, como deja constancia Watson en el hilarante esquema que traza para dilucidar las características del hombre con el que va a empezar a vivir. Si Holmes destaca en algo es por poseer unos conocimientos enciclopédicos en todo lo relativo a la literatura sensacionalista. Al detective más popular de la historia le interesan principalmente los asuntos relacionados con la vida en sociedad. Le interesan las goteras que aparecen en ésta en forma de crímenes. Sucesos que quiebran la ley y perturban los principios básicos de convivencia de toda comunidad. Allá donde hay noticias escabrosas y retorcidas se encuentra él, dispuesto a penetrar en los más oscuros repliegues del corazón humano, siempre bien pertrechado: con su lupa en ristre, empuñada como si de una espada afilada se tratara, su pipa con forma de trompa de elefante pegada a sus labios, su gorro de cazador bien ajustado y el Doctor Watson como compañero incondicional de correrías y testigo privilegiado de sus sofisticados métodos de deducción.

Holmes se dedica con abnegación a su oficio de detective. En su caso, no hay reconciliación entre la vida laboral y la personal. Su trabajo invade por completo todo su tiempo. Tanto es así que ni siquiera se permite amar, pues el amor es “una cosa emotiva, y todo lo emotivo es contrario a la razón pura y serena, que yo valoro por encima de todo lo demás. Yo nunca me casaría, porque eso podría condicionar mi buen juicio”.  Una vez inmerso en un caso, Holmes rastrea todas las pruebas, interroga a todos los sospechosos y testigos, pone a trabajar a su tropa informal de desharrapados, se disfraza si hace falta y aplica sus reglas de deducción sobre los hechos que van revelándose. No ceja en su empeño hasta que el caso aparece resuelto. Como apunta Watson: “tan rápidos, silenciosos y furtivos son sus movimientos, como los de un sabueso bien adiestrado siguiendo un rastro, que no puedo evitar pensar en el terrible criminal que habría podido ser si hubiera aplicado su energía y sagacidad en contra de la ley, en lugar de aplicarlas en su defensa”. La exhaustividad y meticulosidad de Holmes le ha permitido escribir obras tan específicas como la que trata sobre las diferencias entre las cenizas de los diversos tabacos o la que versa sobre las distintas formas de las manos según cada profesión.

Holmes desempeña, indudablemente, un servicio público, pues ayuda a que se siga la ley y a que la justicia prevalezca. Sin embargo, resulta complicado pensar que se dedica a su oficio por razones puramente altruistas, ya que es un individuo más bien arisco y poco dado a las relaciones sociales. Holmes necesita de su trabajo para rellenar el vacío de su existencia. Su trabajo es un reto permanente que estimula sus capacidades cognitivas y analíticas. Es su pasatiempo favorito: “Mi mente se rebela contra el estancamiento. Deme problemas, deme trabajo, deme el criptograma más abstruso o el análisis más intrincado, y me sentiré en mi ambiente. Entonces podré prescindir de estímulos artificiales. Pero me horroriza la aburrida rutina de la existencia. Tengo ansias de exaltación mental. Por eso elegí mi profesión, o, mejor dicho, la inventé, puesto que soy el único del mundo”. 

Aunque es bastante soberbio, Holmes no es un personaje narcisista. Más que el reconocimiento ajeno, lo que busca a través de su trabajo es la emoción que le produce mantener activas y despiertas sus capacidades intelectivas. No se da mucha importancia a sí mismo. Su mordaz ironía británica es una buena muestra de ello. No se toma nada demasiado en serio. Ni a él ni al resto. Una de sus mayores diversiones es, de hecho, observar la prepotencia y el orgullo con los que los policías oficiales presumen de haber resuelto crímenes que en realidad han sido desenmarañados por él. No pierde la ocasión de mofarse de estos seres superficiales: “¡Pensar que ha tenido la insolencia de tomarme por un detective de la policía!”, llega a decir en uno de los relatos cuando se le confunde con un policía. Además, le fascina enfrentarse a contrincantes que son tan hábiles o más que él, como Moriarty o Irene Adler, y que le exigen una concentración y un ingenio mayores. No escatima en elogios a ellos, como tampoco a su hermano, a quien reconoce, sin rubor alguno, una inteligencia superior.

Sin embargo, a pesar de su corazón gélido que no ama, de la desazón existencial que le asola y de las pocas relaciones sociales que se permite trabar, bajo su figura espigada y extremadamente escuálida asoman sentimientos profundamente humanos. Holmes es bueno con Watson, a quien siempre trata con un cariño inmenso y en quien deposita una confianza ilimitada. Así como es severo e implacable con los errores que cometen los otros, con Watson siempre se muestra paciente e indulgente. Además, aunque no haga gala de él, en Holmes anida un sentimiento hondo de justicia que va más allá de asegurar el cumplimiento de la ley. Después de concluir sus pesquisas, dictamina sentencia, determinando qué infractor de la ley o de las normas sociales merece ser castigado y quién no. En algunos relatos, como en “El misterio de Boscombe Valley” o “El carbunclo azul”, permite que el autor del delito salga indemne. En otros casos, como en los de las dos primeras novelas del canon, “Estudio en escarlata” y “El signo de los cuatro”, a pesar de que no consigue liberar a los criminales del peso de la ley, acaba sintiendo compasión por ellos al escuchar de sus bocas las razones que les han conducido a perpetrar sus respectivos crímenes.

Holmes encuentra la muerte, “el oscuro valle donde confluyen todos los caminos”, luchando precisamente por la justicia, combatiendo al mayor peligro que se cierne sobre Londres: el Profesor Moriarty, el “Napoléon del crimen”. En un final heroico, Conan Doyle mata a su personaje (aunque no se pudiera resistir luego a revivirlo por la insistencia de los lectores) en las Cataratas de Reichenbach, tras un forcejeo encarnizado con el propio Moriarty que empuja a los dos al abismo. Holmes muere con la conciencia tranquila, como le deja escrito a Watson, sabiendo que su carrera había alcanzado su cenit y “que no podía imaginar para ella mejor final que éste”. Muere con la satisfacción de haber salvado a su ciudad de una amenaza brutal. Es difícil no conmoverse con las palabras de despedida que Watson dedica a su amigo y compañero de correrías: “Y allí, en lo más hondo de aquella espantosa caldera de aguas revueltas y espuma efervescente, quedarán para siempre sepultados el más peligroso de los criminales y el más distinguido paladín de la justicia que haya tenido nuestra generación”. Yo también quiero mostrarle mi gratitud a Holmes, pero por aliviar con sus exhaustivas pesquisas, sus excentricidades y su punzante sentido del humor el estrés propio de estos tiempos inciertos e histéricos de solicitudes de doctorado y de esperas interminables. Porque se me ha olvidado mencionar al inicio una de las incertidumbres más desasosegantes: la incertidumbre sobre el futuro.




domingo, 1 de marzo de 2020

1917, Descenso a los infiernos de la Gran Guerra

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En 2019 se tradujo al castellano La batalla de Occidente, un pequeño libro de Éric Vuillard en el que el autor francés novela algunos de los sucesos que jalonaron la Primera Guerra Mundial, también conocida como la Gran Guerra. Aunque en el imaginario colectivo prevalezca la memoria de la Segunda Guerra Mundial, con el insoslayable recuerdo del horror del Holocausto, cabe decir que, para buena parte de los historiadores, es la primera contienda mundial la que reviste mayor relevancia como fenómeno bélico. En esta línea, Vuillard nos cuenta cómo cristalizaron en la Primera Guerra Mundial los avances tecnológicos impulsados por la Revolución Industrial. La caballería, la infantería y los cañones de bronce fueron reemplazados por instrumentos y armas demoledores, como los tanques y los zepelines, incubados desde la más fría lógica científica.

Fueron estas dimensiones mastodónticas de la Gran Guerra las que dieron lugar al concepto del soldado anónimo. En un contexto donde la batalla se decidía principalmente por aspectos técnicos, el papel del soldado se vio notablemente reducido. Poco se podía hacer frente a un enemigo que, como en los fusilamientos de Goya, carecía de rostro. Un enemigo al que la tecnología había cubierto de una capa gélida y terrorífica de acero. La guerra pasó a alcanzar una dimensión destructiva tal que la línea que había dividido tradicionalmente a los militares de los civiles se vio resquebrajada por completo. Las ciudades eran brutalmente bombardeadas, de modo que ni siquiera los que no luchaban podían permanecer ya a salvo de la masacre. El conjunto de estos factores ha llevado a numerosos historiadores a describir la Primera Guerra Mundial como una guerra extraordinariamente cruenta y deshumanizadora.

Es precisamente en este período histórico en el que Sam Mendes sitúa su nueva película, 1917. El director inglés nos cuenta la historia de dos jóvenes soldados, Schofield (George MacKay) y Blake (Dean-Charles Chapman), a los que se les asigna una misión crucial: cruzar el territorio enemigo para entregar un mensaje que evitará que el ejército inglés caiga en una trampa urdida por los alemanes. La misión contiene un componente dramático adicional: entre los cientos de soldados ingleses en peligro se encuentra el hermano de Blake.

Aunque la historia sea aparentemente sencilla y suene poco original, está muy bien narrada. Mendes consigue profundizar tanto en las personalidades de Schofield y Blake, como en la relación de amistad que acaban trabando los dos protagonistas. Mientras que Schofield es más reservado y se muestra indiferente frente a los honores que pueden conseguirse mediante la guerra, Blake es bromista, optimista y se siente atraído por la idea de lograr un día una medalla como recompensa por el servicio prestado a su país. Se trata de dos soldados anónimos que deberán salir de las trincheras inglesas y atravesar la conocida como tierra de nadie para llegar a territorio enemigo. Esa tierra de nadie que señala el inicio del descenso a los infiernos: “Y entre los dos ejércitos, allí donde los caracoles topaban con sus blandos cuernos, se extendía una estrecha tierra de nadie de barro y de cadáveres. Espacio destruido, sagrado, que separaba a los hombres casi tan meridianamente como el vacío separa a los planetas” (Vuillard, p.150).

Tras atravesar la tierra de nadie, los dos protagonistas deberán superar diversos obstáculos más, incluida una línea de trincheras alemanas minada con explosivos. A Blake le llegará su final en una granja abandonada, en la que, tras presenciar un combate aéreo, ofrece su ayuda a un desvalido aviador alemán que acaba apuñalándole de manera letal. Así es como parece pagarse la humanidad en la guerra. La muerte de Blake añade todavía más heroicidad y dramatismo a la odisea de Schofield, que se ve espoleado ahora por el deseo de honrar la memoria de su amigo. A pesar del ritmo trepidante y frenético que la misión a contrarreloj imprime a la historia, con apenas espacio para los diálogos, la película reposa en distintos momentos, permitiendo así el desarrollo de escenas más íntimas que acaban conmoviendo, como la de la muerte de Blake y, sobre todo, la de Schofield guareciéndose en el sótano de una casa con la compañía de una mujer francesa y un bebé a los que cede el poco de leche que le queda.

1917 está grabada en un súper plano secuencia con solo tres cortes claros. Evidentemente, hay distintos cortes sutiles y difíciles de observar dentro de ese súper plano secuencia, pero lo relevante es que Mendes quiere que durante toda la película el espectador se sienta inmerso en la propia historia, que sienta el ritmo sin descanso de la guerra, así como la tensión que invade a los protagonistas por el escaso tiempo del que disponen para cumplir su misión. A través de ese súper plano secuencia, Mendes consigue instilar en el espectador la sensación de que la guerra se acaba tornando en un fin en sí mismo. De que los pensamientos de los soldados apenas pueden proyectarse más allá del instante inmediato, de la lucha incesante por sobrevivir y sortear los obstáculos que surgen de la nada. Cuestiones tan abstractas como el nacionalismo, blandido en casi todas las guerras como el origen principal del conflicto, como fuente de agravios y odios desbocados, aparecen completamente arrinconadas en la mente de los soldados.

En 1917 prevalecen los colores ocres, propios de lo crepuscular, que introducen al espectador en el abismo infernal de la guerra. Mendes consigue recrear parte de las sensaciones que Vuillard relaciona con la Primera Guerra Mundial. No solo, como ya se ha comentado, la tierra de nadie, que se dibuja como un terreno vasto y putrefacto, lleno de ratas y de cadáveres, en el que una sensación de amenaza se cierne todo el rato sobre aquellos que osan traspasarlo, sino también el bombardeo indiscriminado de las ciudades, las interminables líneas de trincheras, así como la deshumanización e ‘impersonalización’ del enemigo. Apenas se ven soldados alemanes en la película. El enemigo es casi inidentificable: “Pero ese enemigo ¿cuál es, en realidad? ¿Quién es? Entidad abstracta y feroz, ¿qué es esa boca que devora? ¿Qué son esos dientes que trituran? Nadie lo sabe. No han visto de verdad al enemigo” (Vuillard, p. 157).

En definitiva, 1917 nos habla de los lazos férreos de amistad y solidaridad que se pueden forjar durante la guerra. Nos habla también de lo contrario, de la desconfianza reinante en contextos donde rige el ‘sálvese quien pueda’. Nos habla, por supuesto, de la guerra. Pero, sobre todo, del insondable sentido de ésta. De la inutilidad del patriotismo bélico. De que los verdaderos motivos que empujan a los soldados a seguir luchando son los más simples y humanos: la supervivencia y el anhelo de volver a sentir la calidez del hogar. Volviendo por última vez a Vuillard: “Los soldados comprenderán muy pronto que los han mandado hasta allí para algo que nada tiene que ver con lo que les han dicho, muy pronto sabrán que el deber, la patria, Alemania y Francia, ¡en fin!, son un decir, historias que les cuentan para arrastrarlos lejos de sus casas. Lo entenderán todo muy pronto, pero demasiado tarde. Verán que su vida, ahora, no importa nada, que han prevalecido otros intereses muy distintos, que su vida entera ha sido requisada, vendida, arrojada a un gran sacrificio que no tiene la menor utilidad para ellos” (p.31).