"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 20 de junio de 2021

Mere Road


En alguna ocasión ya he dicho que Port Meadow es mi lugar favorito de Oxford. Es un prado enorme, situado justo detrás de la residencia en la que he vivido este año, en el que puedes bordear el río Támesis con la agradable compañía de vacas, caballos, cisnes y muchos otros animales. No sé cuántas libras le debo ya a este prado en razón de derechos de imagen, pues, como bien se puede corroborar en mi Instagram, he explotado sus paisajes sin ningún tipo rubor.

Al otro lado de Port Meadow se encuentra una pequeña localidad, Wolvercote, que es una pedanía de Oxford. En Wolvercote hay unas casas preciosas y puedes tomarte una buena cerveza en el Trout Inn, un pub en el que le gustaba inspirarse a Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas. Fue precisamente con mi amiga Ali con quien pisé por primera vez esta zona tan bucólica. Vinimos aquí en noviembre y nos quedamos con ganas de regresar. Durante los meses que pasé en Valencia después de Navidad, encontré otro aliciente para volver, pues Francisco Brines, el único valenciano que ha recibido el premio Cervantes, tiene un poema (que descubrí hace poco) que lleva por título "Mere Road", una calle que se encuentra en esta pequeña localidad. Brines fue profesor aquí en los sesenta. Como en casi todos sus poemas, en "Mere Road" habla del ineludible paso del tiempo, de la lucha del individuo por conciliarse con su propia finitud.

"Cuando la vida, un día, derribe en el olvido sus jóvenes edades,
podrá alguno volver a recordar, con emoción, este suceso mínimo
de pasar por la calle montado en bicicleta, con esfuerzo ligero,
y fresca voz".

Como en nada vuelvo a Valencia a pasar el verano, decido que tengo que salir en busca del que fue el hogar de Brines. Después de andar un buen rato, llego al fin a Mere Road. La calle, como todas las calles en Inglaterra, aparece indicada de la manera más sobria posible (es increíble lo cómodos que se sienten los ingleses navegando entre los dos extremos: el de la pompa y el de la sobriedad): en una señal a la altura de las rodillas donde el nombre aparece en letras blancas recortadas sobre un fondo negro. Es quizá una de las calles más normales y sencillas de la zona, sin grandes ostentaciones en las fachadas ni cochazos aparcados en las entradas. Intento fijarme en cada una de las casas, consciente de que una de ellas tuvo que ser habitada por Brines. Son casas unifamiliares, bastante grandes, que supongo que el poeta debió de compartir con alguien más. La calle es bastante corta, me bastan dos minutos para recorrerla entera.

En la calle perpendicular sobresale una Iglesia a la que decido asomarme por curiosidad. También he comentado ya por aquí mi fascinación por los cementerios ingleses. En las ciudades inglesas es más fácil toparte con una tumba que con un tobogán o un columpio. La Iglesia está cercada por unas trescientas lápidas que son ya parte integral del ambiente. Los lugareños ni reparan en ellas. Yo, sin embargo, como forastero, me quedo flipando por el caos: cada lápida tiene una inclinación diferente. Algunas se inclinan hacia delante, como si opusieran resistencia a la muerte y, por tanto, al olvido. Otras se inclinan hacia atrás, resignadas ante el paso del tiempo, sin ningún afán de permanencia. Siento que estoy presenciando una danza de muertos. Algunos quieren hacer una bomba de humo, desaparecer del todo y borrar hasta el último rastro de su existencia, mientras que otros se entregan felices al último baile de la noche. No quieren que se acabe su fiesta póstuma. 

Puedo oír el rumor de sus conversaciones, el aullido de sus quejidos, el tintineo de los huesos chocando unos contra otros. Unos llevan la cuenta de los días que se quedaron con ganas de vivir, otros arrancan del calendario, como la mala hierba, los días que no debieron haber vivido y que los condenaron a un silencio prematuro. Sobre todos ellos llueven recuerdos marchitos y difusos. Seguro que Brines pasó por aquí más de una vez. Yo me lo imagino consolando a los muertos, consolándose a sí mismo, con estos versos suyos que son seguramente mis favoritos:

"¿Cuál será la esperanza? Vivir aún;
y amar, mientras se agota el corazón,
un mundo fiel, aunque perecedero.
Amar el sueño roto de la vida
y, aunque no pudo ser, no maldecir
aquel antiguo engaño de lo eterno.
Y el pecho se consuela, porque sabe
que el mundo pudo ser una bella verdad".