"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

lunes, 24 de abril de 2023

La chispa de la amistad

Hay múltiples libros y películas que rastrean la chispa del amor, ubicándola normalmente en un intercambio inocente de palabras o de miradas que subyuga a dos seres aparentemente despistados, abocándolos al delirio al principio y a la sosegada -e igualmente plácida- bajada de la marea después. Al amor, incluso al incubado con parsimonia, se le exige un origen. “Cuéntame cómo os conocisteis, cómo os enamorasteis”, son interpelaciones que nos resultan familiares a todos. Existe una curiosidad irrefrenable por conocer la genealogía de una relación amorosa a pesar de lo imposible que resulta siempre rememorar el pasado sin imprecisiones. Lo extraño es que este afán por representar y narrar el estallido amoroso apenas se extienda a las relaciones de amor de otra índole, es decir, a las que no son románticas, como las entabladas con familiares y amigos.   

Empujado por esta incoherencia que también afecta a mi curiosidad y que sólo se me ha hecho evidente recientemente, he dedicado últimamente tiempo a reflexionar sobre el surgimiento de mis amistades. Me ha bastado muy poco para percatarme de que se trata de una tarea complicada y de que los amigos, como los amores, pueden ser de muy distinto tipo. Hay amigos que siempre han estado ahí y a uno le cuesta recordar una etapa de su vida en que no hayan estado presentes. Hay otros amigos que aparecieron más tarde, pero que, sin embargo, están adheridos a las vicisitudes de uno con la misma fuerza que los primeros. Aparecieron no se sabe bien por qué ni cómo. Algunos existieron para nosotros antes de convertirse en amigos. Sabíamos quiénes eran, incluso pudimos convivir con ellos, pasando mucho tiempo juntos, sin que se tejiera una relación especial de complicidad. Estaban en el paisaje de nuestra vida y un día de repente nos los encontramos en bañador tomando el sol en la primera línea de nuestro día a día. Son amistades graduales en las que cuesta localizar una chispa como la que habitualmente se asocia a las relaciones amorosas en los libros o las películas. Amistades que no se forjaron a partir de ninguna pasión, sino que brotaron de algo mucho más sosegado y silencioso -y, por qué no, también más sólido- como es la sensación de sentirse uno cómodo, seguro y cuidado al lado de otra persona. Luego existen también amistades a primera vista donde sí es posible identificar la luz de la primera llama. Amigos que entraron a nuestras vidas por nuestros ojos antes de que se produjera una interacción alargada o significativa con ellos, hacia los que parecíamos ya de antemano inclinados, como si una fuerza invisible hubiera ya decantado a favor de las dos partes lo que iba a resultar de nuestro primer encuentro.

miércoles, 5 de abril de 2023

Mis molinos de viento

Después de un largo viaje de tres horas en autobús, llego a Gatwick. Durante un momento del trayecto he llegado a ponerme nervioso al ver que nos encontrábamos en medio de un atasco importante. Supongo que es lo que tiene tontear geográficamente con ese gran imán del estrés que es Londres. Aguijoneado por los nervios, he levantado varias veces la mirada para, desde la privilegiada posición que uno disfruta en el segundo piso de un autobús inglés, otear el más allá. Que, en estos casos, no es más que una fila inamovible de coches en los que se puede intuir la desesperación, los quejidos, si no los ronquidos, de sus ocupantes. Me fijo en los otros pasajeros del autobús. Más de uno se suscribe a mi inquietud (queda raro utilizar este verbo aquí, pero hacía mucho que no recurría a él y tampoco me parece que resulte tan inapropiado. No rehuyamos la originalidad, hombre, menos aún en momentos de pánico). Me digo que calma, que voy con tiempo de sobra. Vuelvo a mi libro. Pasan dos minutos. Mis ojos se emancipan de mi cabeza y se lanzan, de nuevo, al más allá. Una. Y dos. Y tres. Y cuatro veces. Pasan varios minutos y el bus consigue avanzar otra vez con fluidez. Primer asalto superado. Puedo descansar.

He llegado, como ya he anunciado, a Gatwick. Quedan tres horas y media para que despegue mi avión (luego me enteraré de que el vuelo, como cabe esperar en estos sitios de mala muerte, será retrasado. Pero a eso ya volveremos más tarde si encuentro las fuerzas). Paso con bastante calma el control de seguridad. De normal, el control de seguridad es, irónicamente, un lugar colmado de peligros. Me estresa sobremanera la posibilidad de que las bandejas con mis pertenencias más preciadas, que cubren todo el rango de objetos, desde aquellos que entretienen mi ocio hasta aquellos con los que produzco mi trabajo, puedan ser abordadas por algún espabilado que haya pasado el control de seguridad unos segundos antes que yo y que, aprovechándose del retraso que puede generar el cacheo de mi cuerpo si pito al pasar por el arco de seguridad, se haga dolosamente con cualquier de mis bienes preciados. Ojo avizor elevado a mil y corazón estrujado por la tensión. Para evitar que se pueda dar esta desdichada situación, me cercioro siempre de preparar el control de seguridad como si de un examen se tratara. No puedo arriesgarme a pitar. Pañuelos, fuera. Cinturón, fuera. Llaves, fuera. Tampoco puedo arriesgarme a que desvíen ninguna de mis bandejas a la cinta de elementos sospechosos que revisan con suma diligencia, pues eso alargaría aún más el período de espera para reencontrarme con mis bandejas. Aparatos electrónicos, separados en una bandeja. El ordenador, sacado de su funda. Ningún líquido. El pasaporte, la cartera y las llaves, dentro de la mochila para evitar una exposición excesiva.

No es el caso en Gatwick, pero en otros aeropuertos donde la cinta de las bandejas es más corta y donde hay menos arcos (los famosos arcos) de seguridad, superar el control sin pitar no es suficiente para cantar victoria. Uno se puede encontrar fácilmente con cuatro bandejas repletas de bienes preciados, que, por falta de espacio, debe levantar con inminencia de la cinta y transportar a otro lugar, no necesariamente cercano, para no interrumpir el flujo de personas que viene detrás. Ya me diréis vosotros cómo narices pueden dos humildes manos gestionar eficientemente operación de tamaña dificultad.

Tras franquear con éxito el arco piropeador de seguridad, me veo empujado a esa cueva capitalista a la que suelen referirse como duty free, pero que a mí me ha parecido siempre más un tutti free. Cajas inmensas de lacasitos, colonias caras, toblerones, licores y un largo etcétera de objetos que sólo pueden resultar útiles en el trance de un viaje a aquellos maridos que han estado trabajando tan duro en la ciudad que han visitado que apenas han tenido tiempo para recordar que tienen mujer e hijos, con la consecuencia lógica de incurrir en la ciudad ajena en escarceos sexuales que sólo se cubren de cierta capa de vergüenza cuando se atraviesa la cueva capitalista que invita a uno a compensar las fechorías perpetradas con colonias caras y unos bombones Lindt para la Penélope de turno que espera anhelante en casa la vuelta del marido nómada. Para potenciar aún más la sensación de encontrarse en un limbo (fiscal, moral, familiar y de cualquier otro tipo), los aeropuertos se aseguran de colocar en el suelo de los tutti free baldosas rellenas de purpurina que pestañean con lascivia al paso de los indefensos viajeros.

Salgo de la caverna capitalista y me quedo deslumbrado por la cantidad de luz artificial que ilumina el ambiente. Existe consenso entre los torturadores que diseñan los aeropuertos para pintar de blanco chillón las paredes y los techos en los que se nos almacena temporalmente antes de ser lanzados al cielo. Se encargan de que el blanco esté lo suficientemente afilado, hasta el punto de que basta un mínimo contacto visual con las paredes o el techo para que empiecen a sangrarte los ojos. Sangre blanca, por supuesto, del más allá, pues no viene nunca mal recordar que sólo los ángeles tienen alas.

Ya “sólo” me queda decidir dónde voy a pasar las más de tres horas de espera. La espera que me espera sin que yo quiera esperarla. Pocas cosas me producen más desazón que la masa de viajeros embutida de mala manera en esos asientos metálicos con respaldo de cuero que abundan en los aeropuertos. Con lo fácil que sería reemplazarlos por unos asientos individuales de madera que transmitan algo más de calor humano. No sé, Rick, ¿tanto más caro es? ¿Por qué en los parques sí, pero no en los aeropuertos? Al final, acabo yendo a cualquier cafetería cuqui y, por ende, sacacorchos, en la que me toca resistir la mirada inquisitoria de los dependientes por elegir algo demasiado barato (lo más barato, normalmente) para el largo tiempo que me estaciono en su local. 

Ahora que llevo tanto rato masticando la palabra “aeropuerto”, caigo en la audacia y prepotencia de aquel que la acuñó. O sea, tenemos estación de autobuses, estación de trenes, puertos de barcos, pero no podemos tener estación o puerto de aviones. No, el “puerto” debe venir después. Lo primero tiene que ser el “aero”, el aire por el que vuelan los venerados Pegasos metálicos. Por agravios comparativos de menor magnitud se han alzado pueblos en armas. Yo, desde el gran altavoz mediático que me proporciona este blog, sólo puedo decir “Barcos, trenes y autobuses del mundo, ¡uníos!”.