"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 29 de junio de 2014

Volver a Sócrates


“Sólo sé que no sé nada” profería Sócrates en el siglo V antes de Cristo. Es evidente que la Humanidad ha evolucionado lo indecible en los más de dos mil años que nos separan del instante en que la cita célebre fue declamada: nos transportamos a países lejanos en cuestión de horas, construimos edificios mastodónticos, nos curamos de enfermedades anteriormente letales, vivimos una media de ochenta años (en Europa), nos comunicamos instantáneamente con personas que habitan en la otra punta del planeta, rompemos la mortalidad de los acontecimientos con aparatos innovadores que reproducen imágenes pasadas o ficticias… En resumidas cuentas, disfrutamos de inmensas comodidades con las que ni siquiera podía fabular Sócrates.

Sin embargo, el ser humano, con detestable frecuencia, continúa dirimiendo los conflictos de forma violenta a través de infames guerras que inundan el escenario mundial y nos fuerzan a cuestionar la magnitud y las limitaciones del beatificado progreso. Asimismo, la desigualdad y las discriminaciones de todo tipo subsisten empujando a incontables seres humanos a existencias desdichadas e indeseables. La evolución en la ciencia y en el mundo del pensamiento en general ha sido incapaz (hasta el momento) de dibujar un planeta suficientemente justo y habitable por todos. Parece ser que, aunque creamos que sabemos infinitamente más que en los tiempos de Sócrates, no sabemos tanto. O quizá no sepamos nada. Urge, por lo tanto, reivindicar el principio destacado por el filósofo ateniense para intentar salir de las desventuradas circunstancias que nos ahogan en el presente.

Es necesario comenzar haciendo hincapié en la paradoja que entraña el principio socrático: aunque se diga que no se sabe nada, se sabe, sin embargo, lo más importante: que no se sabe nada. La esencia de esta idea estriba en la diferencia que existe entre no saber nada y ser consciente de no saber nada. Entre ser ignorante y saberse ignorante. Se presupone en quien es consciente de no saber nada una mínima avidez de conocimiento que le lleva a descubrir su propia ignorancia. Al proponerse uno colocarse en el camino del conocimiento, se topa con continuas lagunas que las asimila con el fin de, una vez tomada conciencia de ellas, intentar colmarlas. Pues cuando uno se esfuerza por saber, dilucida en el trayecto aquello que no sabe y que se apresurará en intentar conocer en el futuro. Además, reconocer que no se sabe nada denota poseer un sabio conocimiento sobre el mundo, ya que implica aceptar las infinitas limitaciones que el mismo impone a nuestras capacidades cognoscitivas: conocer en su totalidad el mundo y las ingentes dimensiones creadas dentro de él por el ser humano es una tarea inabarcable e irrealizable. Por esta razón, debemos partir siempre de la premisa de que, por mucho que sepamos, nunca sabremos lo suficiente.

Evoco la humildad socrática porque considero que para salir de las fangosas circunstancias del presente es inevitable retornar a nuestro desconocimiento. Debemos regresar a la premisa socrática de que no sabemos nada para empezar a saber. Abstractamente, es necesario “desmontar” todos los conocimientos y avances que hemos cosechado en los últimos siglos con el fin de entonar una perspectiva que nos permita observar nuestra relación con el mundo de una forma más natural y humana, desprovista de las nuevas realidades activadas por los conocimientos y elementos artificiales forjados en las recientes épocas por nuestra razón y nuestro ingenio. No significa esto menospreciar y abandonar todos los avances, sino impregnar a éstos de una nueva ética que dimane de una perspectiva de la vida más humana y sencilla.

Cuando aplicamos el principio socrático descubrimos que, por muchas construcciones artificiales levantadas para proteger al ser humano de la intemperie física a la que se le aboca en sus orígenes, es rotundamente inevitable salvar al mismo de la intemperie vital. No es preciso conocer los avances producidos en los dos últimos milenios para inferir que la mortalidad es común a todos los seres humanos. Que el presuntuoso millonario que vive en una mansión vigilada, aislada del resto de personas y provista de todos los lujos imaginables, va a morir en algún momento igual que aquel pobre andrajoso que menesterosamente sobrevive durmiendo debajo de un puente. La muerte es el eje equilibrador de la vida del ser humano, es el punto en el que converge toda la Humanidad.

Sabiendo nada, sin dominar los conocimientos propalados en los últimos dos milenios, sabemos lo más importante: la clave para poder forjar un mundo que se desmarque definitivamente de la falta de ética imperante hoy en día, consiste en educar en ese conocimiento de conciencia de la ignorancia, en la humildad socrática que permite entender que irremisiblemente nos hallamos instalados todos los seres humanos en la misma intemperie vital, independientemente del sexo, la raza, la nacionalidad, la ideología, la orientación sexual, el nivel adquisitivo… Nuestra sociedad necesita urgentemente repensar la muerte en conjunto para poder establecer una convivencia más armoniosa y justa entre los seres humanos. Para poder comprender cabalmente que todos los seres humanos somos iguales en la medida en que todos morimos por igual.

Existe, no obstante, en nuestra sociedad del conocimiento masivo, cierta reticencia a situar la muerte en nuestras vidas. Como si produjera un pánico atroz pensar demasiado sobre nuestro insoslayable sino. Tengo la impresión de que cuesta pensar la muerte por cuán complejo resulta, especialmente en una sociedad tan pretenciosa como la nuestra, asimilar que somos seres finitos. Se la rehúye pensando que de este modo va a anularse y a posponerse eternamente, pero el principio socrático nos enseña que no sólo existen límites sobre el conocimiento, sino que también los existen sobre la propia vida. Empezamos a morir nada más nacer. No puede esquivarse el pensamiento sobre la muerte porque se trata del eje equilibrador de la vida del ser humano.

La aceptación y comprensión de la muerte como suceso común a todos los seres humanos crea necesariamente una empatía entre éstos al hacerlos entender que se encuentran abandonados en la misma intemperie vital. Equipara la vida y la dignidad de todos ellos, que pasan así a recelar de las situaciones de desigualdad y sufrimiento humano. Por lo tanto, no queda otra que volver a la sencillez y humildad socráticas para proyectar un mundo más justo, más solidario, más ético y más atractivo. Ya que nada sabremos hasta que no humanicemos el progreso humano.





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