"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

jueves, 29 de diciembre de 2022

Mis 10 libros de 2022

 -Los días perfectos, Jacobo Bergareche.

-Los cachorros, Vargas Llosa.

-Oh, William, Elizabet Strout.

-La promesa, Damon Galgut.

-A marriage portrait, Maggie O'Farrell.

-Facendera, Óscar García Sierra.

-Nubosidad variable, Carmen Martín Gaite. 

-Nada, Carmen Laforet.

-Mala índole, Javier Marías. 

-Mi vida querida, Alice Munro. 

Mis 10 películas favoritas de 2022

 (Pelis vistas por primera vez este año)

-West Side Story, Spielberg.

-Licorice Pizza, P.T. Anderson.

-Los abrazos rotos, Almodóvar.

-Tener y no tener, Hawks.

-La doncella, Park Chan-wook.

-Alcarràs, Clara Simón.

-Aftersun, Charlotte Wells. 

-Deseando amar, Wong Kar-Wai.

-Atraco a las 3, José María Forqué.

-The Rider, Chloé Zhao.


martes, 20 de diciembre de 2022

Mayonesa

Jacinta rebufa arrellenada en el sillón del salón. Sale bilis de su boca al comprobar que Raimunda ha cogido sus llaves y ha cerrado la puerta de casa con ellas. Después de desgranar lentamente todas las maldiciones habidas y por haber, decide resignarse y envía su cabeza a ponderar otros asuntos. 

El vídeo de despedida. Es un momento propicio para volver a él y añadir las modificaciones debidas. Jacinta tiene claro desde hace años que ella no quiere un funeral al uso. No quiere misa -sólo pensar en la voz del cura en cuestión penetrando su indefenso féretro le pone de mala leche- y tampoco quiere un funeral civil ordinario. Como buena cinéfila, quiere asegurarse de que su despedida sea contada desde un ángulo idóneo y con un encuadre que le saque partida a su figura. No importa lo cadavérica que pueda llegar a estar, es su cuerpo y con él quiere incrustarse en la memoria de los seres que le importan. Además, quiere ser protagonista que para algo será su funeral. Jacinta es muy posesiva en todo lo concerniente a los trámites post mortem. Está harta de asistir a funerales donde cada asistente se estruja los sesos para pensar, y después comunicar a la familia, memorias en las que el muerto compartió su tiempo con ellos, como si ese tiempo en el que los asistentes (a cuál más irrelevante) consiguieron inmiscuirse en la vida del muerto bastara para explicar la importancia y trascendencia de quien ya no está entre nosotros. “¡Iros a pastar!”, grita Jacinta a los hipotéticos asistentes de ese funeral no planificado por ella. “A hablar de vuestro libro a vuestra puta casa, que ahora es mi momento. Mi momento. Si la muerte ni siquiera garantiza el protagonismo exclusivo de uno durante los minutos de su funeral, ¿qué podemos esperar ya? Anda, iros a freír espárragos, pedazos de moñas”. Jacinta se indigna pensando en ese hipotético funeral al uso, aunque sabe que el suyo nunca ocurrirá en esos términos porque para eso lleva años entregada al cometido de diseñar todos sus pormenores.

Ella quiere estar presente el día de su funeral a través de un vídeo.  El inicio de la despedida lo tiene claro, no lo ha cambiado desde el primer ensayo, que se remonta a más de veinte años atrás. “Miradme, queridos, sí, aquí estoy, levitando entre vosotros. Rompiendo las barreras del espacio y del tiempo. Por un lado, procedo del pasado, ya que no estoy ya entre vosotros y, sin embargo, aquí estoy. Por otro lado, provengo del futuro, pues este vídeo está siendo reproducido en un espacio temporal posterior al momento en que fue grabado. Os hablo así, compuesta de pasado y de futuro, omnipresente, sin necesidad de recurrir a un Dios que exhiba las características sobrenaturales que yo encarno en este instante. Observadme -y levanta los brazos y los coloca en forma de cruz-, ¿qué tengo que envidiar yo al hijo de Dios?”.

Después de darle muchas vueltas a cómo seguir, al final se ha decidido a dejar la broma que se le vino a la cabeza hace veinte años al pensar por primera vez en este vídeo. Aún sigue sin tener claro si el efecto de ésta será o no anticlimático, pero ¿qué le importa el clima a un muerto? “Ahora que hablo del hijo de Dios, quiero confesar, Padre, que la primera vez que me masturbé fue en los baños del Prado pensando en el Jesucristo crucificado de Velázquez. Los abdominales marcados, la sangre deslizándose suavemente por su bello torso y, especialmente, esos paños menores, menorísimos, que, en lugar de tapar sus partes, invitan a uno a imaginarlas, todos esos factores en conjunto catapultan -y siguen catapultando- la libido de cualquier joven. Eso es indiscutible. Y eso es lo que me sucedió a mí”.

En el vídeo aparece ataviada con un vestido rojo con escote pronunciado que le regaló Isidoro en el viaje de novios. Le queda largo y demasiado ceñido, pero no le importa. Respeto sepulcral a su Isidoro. Enumera las personas que han poblado su vida, bien sea para bien o para mal, y dedica cosa de un minuto a dirigirse a cada una de ellas. Al Seta, uno de sus primeros líos, le agradece los truquitos que le enseñó y le recrimina que tuviera tan corta la paciencia y tan larga la indecencia. Ni siquiera un adiós de despedida, hay que ser jo puta. Al Xexu, otro de sus líos, le pide que le devuelva a Raimunda las pesetas que le debía a ella. Engañarme y sajarme al mismo tiempo, menudo sinvergüenza estabas hecho, Xexito. Se dirige a Ramona, su peluquera durante más de treinta años, y le agradece toda la cháchara que le ha dado y el arsenal de chismes con los que la ha provisto. Sin ti, me habría quedado fuera de lugar en el barrio. A Silvia, la amiga de Raimunda, le dice que ha disfrutado mucho dándole cariño y cuidándola cuando era pequeña. Cuando te quedabas a dormir, era como una fiesta para mí, me encantaba montaros la tienda de campaña a Raimunda y a ti en el salón. También me emocionaba mucho ver la cara de ilusión que se te ponía cuando veías que había comprado tus galletas favoritas para desayunar. Hija, no dejes de cuidar nunca a Raimun, por favor te lo pido. Al carnicero del barrio le suelta que a ver si deja de tener la mano tan suelta, que si no acabará cortándose un día con el cuchillo. O le cortarán otras esas manazas.

Jacinta va eliminando y añadiendo a gente en cada ensayo del vídeo, así como va modificando lo que dice de aquellos que aparecen de continuo. Dolores es la única que ha tenido acceso a cada uno de los vídeos que ha grabado, eso sí, sin llegar nunca a ver qué dice su hermana sobre ella. “No quiero que te relajes demasiado conmigo si escuchas las cosas bonitas que te digo”. Además, Jacinta esgrime su vídeo final como un arma amenazadora contra Dolores. “O te portas bien o te borro del vídeo”, le ha dicho en más de una ocasión. No tiene piedad.

Entre los asuntos que ha dejado zanjados Jacinta, se encuentra el alquiler del cine Doré tres días después de su fallecimiento. Quiere que sea ahí, en la filmoteca nacional, donde se proyecte el culmen de su obra cinematográfica. Lo de los tres días lo ha decidido para que así dé tiempo a que se trasladen a Madrid aquellos que no viven en la capital.

Otro aspecto de la última versión del vídeo a destacar es su final, en el que ruega a Dolores y a Jacinta que, por favor, la trituren. “Sólo faltaba, abandonar mi cuerpo en la intemperie sin poder habitarlo yo. Nanay. A mí trituradita de pe a pa. Seguro que sepo, sabo o sé (como se diga) mejor. Os pido, además, que peséis mis cenizas. Que yo sé lo que peso viva (68 kilos), pero no sé lo que pesaré muerta. Para pesarme muerta, no pongáis en la báscula las cenizas dentro de la urna. Quiero que me peséis sin la urna. Al natural. Mi último topless. Lo de pesarme muerta no es un asunto baladí. Quiero que lo hagáis porque mi deseo es asignar distintos porcentajes a mis cenizas y otorgarle un fin a cada porcentaje. Os cuento. Quiero que el 10% de mis cenizas sean esparcidas sobre la tumba de Luis Aragonés, mi gran referente colchonero. Luego, 20% de ellas deseo que sean depositadas sobre la tumba de Alain Delon, gata y parda a la vez me ha puesto siempre ese hombre. Otro 20% quiero que lo derraméis sobre la tumba de Paul Newman, a ver si así puedo darle yo el golpe final, jeje. Y ya, por último, el 50% restante sobre la tumba de Cary Grant. Que sí, que no soy ajena a los rumores sobre su homosexualidad, pero es que me dan absolutamente igual. Bebo los vientos por Cary desde pequeñita y con Cary quiero descansar hasta la eternidad. Me gustaría aclarar que el uso destinado a mis cenizas no colisiona para nada con mi amor hacia Isidoro, ni supone un feo para él. No sé, ya que no pudimos probar con nadie más durante nuestro matrimonio, me parece bien aprovechar ahora mi tiempo como muerta y acercarme a otros hombres que he encontrado siempre altamente atractivos. Otra cosa es si resulta moralmente correcto que invada el espacio de Luis, Alain, Paul y Cary sin su consentimiento expreso. Pero de verdad que no quiero acostarme con ellos, únicamente busco yacer junto a ellos. A Cary lo único que anhelo es cantarle hasta el fin de los días ‘todo te lo puedo dar, menos el amor, baby’.

Y por los gastos de ir a Estados Unidos, no os preocupéis, que los cubro de sobra con lo que os dejo en la herencia, mis chicas. De verdad, no preocuparos. Os quiero, leñe. Dolores, no te olvides de batirme bien, que ya sabes la canción esa que tanto nos gusta bailar en la Gozadera”. Jacinta se arranca y empieza a cantar a grito pelado:

“Ma-yo-ne-sa ella me bate como haciendo mayonesa

Todo lo que había tomado se me subió pronto a la cabeza

Ma-yo-ne-sa ella me bate como haciendo mayonesa

No sé ni cómo me llamo ni dónde vivo (ni dónde vivo) ni me interesa.

Y haciendo palmas y arriba y arriba

Es el coro que arranca que dice que dice

Bate que bate eeee el chocolate eeee

Bate que bate

Bate que bate que bate el chocolate.”

 

Deja de cantar y cierra el vídeo con un último grito: “¡Os quiero, mis niñas!”.

viernes, 16 de diciembre de 2022

Sabandija

Jacinta se encuentra mal y Raimunda le obliga a quedarse en casa, a pesar de que es domingo y de que ello supone perderse la visita rutinaria a la tumba de Isidoro.

-Mamá, no seas cabezota, por dios. Hoy te quedas en casa. Pero si es que, mírate, si apenas puedes levantarte del sillón.

-Joder con las hijas que inhabilitan a sus madres. ¿No tendré yo edad para decidir libremente sobre mi salud? Quiero ir a ver a tu padre. No he faltado ningún domingo y este no va a ser una excepción. Me encuentro fresca como una rosa.

-Si es como la rosa más marchita del campo, sí, ahí te doy la razón. Tu apariencia no puede ser más preocupante. Se te ve pachucha. No seas tozuda y siéntate. Mamá, ¡siéntate! -enfatiza Raimunda cuando ve que Jacinta, para desafiarla, levanta ligeramente su trasero del sillón.

-¿Y yo qué voy a hacer con todas las canciones que le tenía que cantar hoy a papá si me mantienes confinada en casa? ¿Adónde van a ir a parar todas las palabras que llevo escribiendo en mi cabeza durante la semana? ¿Y las melodías que he creado para acompañarlas? No irás a privar a tu pobre padre, pachucho él de verdad ahí rodeado de muertos tediosos, de mi ingenio y mi dulzura, ¿no? No osarás…

-Qué razón tiene tía Dolores cuando te llama chantajista emocional. Hoy te estás luciendo de verdad. O sea, es que de verdad que no sé qué decir ante tanto despropósito -hace una pausa-. Bueno, sí, creo que lo sé. O me obedeces a mí o llamo a tía Dolores para que sea ella la que te dé la murga. Sabes perfectamente que, si la llamo, la tienes aquí en menos de un minuto con su maletín de aspirante a enfermera y sus altas dosis de hipocondría.

-¡Ni se te ocurra! -ahora Jacinta levanta el culo del sillón no como desafío a su hija, sino de manera natural, con un respingo que condensa a la perfección el miedo que le produce la imagen que le está pintando Raimunda-. Como llames a tu tía, te desheredo, traidora. Que eres una traidora. Cuántos años cuesta de criar una hija para que luego le falte tiempo para pegarte la puñalada trasera. Brutus. Que eres una Brutus. Brutus Raimunda. Arráncame los laureles -se señala la sien-, ven, arráncamelos y culmina así la conquista de mi territorio, despójame de lo poco que resta de mi libertad.

-Qué pena que el mundo del teatro se haya perdido tu sutileza shakesperiana.   

Jacinta observa la luz que procede de un móvil que Raimunda ha colocado sobre la cómoda del salón. El móvil empieza a emitir pitidos. Pi-pi-pi-pi-pi. De repente, los pitidos se ven interrumpidos por una voz familiar que inunda el salón.

-Ay, Raimunda, cariño, ¡buenos días! ¿Qué necesitas, cielo?

Jacinta, al comprender lo que está sucediendo, se levanta rápidamente del sofá dirección a la cómoda. Se planta delante de la pantalla y con el dedo índice de su mano derecha empieza a lanzarle golpes. Sus manos le tiemblan por los nervios y no logran atinar al botón rojo. Se sigue oyendo de fondo la voz de su hermana. “¿Qué pasa, Raimun? ¿Puedes responderme, por favor? Me estoy empezando a preocupar”. La preocupación que trasluce la voz de su hermana intensifica los nervios que siente Jacinta, que se manifiestan a través de gruñidos descompasados. Después de varios intentos, por fin consigue darle al botón de colgar. Se gira a Raimunda con una mueca de enfado que cubre todo su rostro y que anticipa la tempestad.

 -¡Desagradecida! ¡Mala víbora! ¡Mal bicho! ¡Mala pécora! ¡Rata traidora! ¡Sabandija! Esta no te la voy a perdonar como que me llamo Jacinta Trujillo Arboleda. Por encima de mi cadáver vuelves a intentar chantajearme de esta manera. Nunca más, Raimunda. Nunca más.

Haber esperado la reacción de su madre no reduce en absoluto el miedo que todavía le produce a Raimunda ser receptora de estos arrebatos de ira. Se rehace rápidamente para que su madre no aprecie el poder que sigue ejerciendo sobre ella. Se ajusta el pañuelo negro en la cabeza y le dice:

-Bueno, llámame lo que quieras, ¿qué no me habrás llamado ya a estas alturas de la vida? Pero entiendo que, vista la preocupación injustificada de tu hermana por una llamada en la que no la he informado de nada, te puedes imaginar perfectamente cómo reaccionará cuando le pase el parte de cómo de mal estás esta semana. Así que, ya sabes, insúltame todo lo que quieras, pero yo me marcho al cementerio y tú te quedas aquí. Le daré besos a papá de tu parte, eso tenlo por seguro.

Y sin dar opción a que su madre le dé la réplica, Raimunda abre la puerta de casa y se va. Jacinta, resignada, vuelve a acomodarse en el sillón y musita para sí misma: “Si es que lo peor es que es igual a mí”. 

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Instaraimun

Raimunda me ha llamado por teléfono para quejarse de que últimamente la tengo abandonada en Instragram. Me estoy centrando demasiado en otros personajes y tiene miedo de convertirse en un personaje secundario. Yo, sorprendido con su comentario, le he dicho que compruebe mi blog, que ahí sale siempre. Pero no, ella quiere Instagram. “Si tu blog ese no lo lee ni el tato”, me ha dicho con la delicadeza que le caracteriza. Para tranquilizarla, le he comentado que algunos de mis amigos y familiares que me siguen en Insta me preguntan por ella. “¿Qué se cuenta la Raimun?”, me han llegado a preguntar nada más verme. Parece ser que le hace ilusión escuchar eso de mi boca. Le cambia enseguida el tono de voz y noto, a pesar de que no puedo verla, que se ha ruborizado. Si es que es vanidosa, bien que lo sé yo.

Ha aprovechado la llamada para recriminarme otras cosas. Me ha dicho que no remarco lo suficiente que a ella también le gustan las tías. Yo le he contestado que tenga paciencia y que, además, no quiero convertirla en una mera cuota. “¿Cuota?, pero serás cenizo, César. Se llama representación de la diversidad y sirve para reparar muchos siglos de silencio”. Después de esa primera tirada de orejas, me ha dicho que no era necesario que fuera tan explícito narrando cómo perdió la virginidad en el Calderón. “Podrías respetar un poco más mi intimidad, ¿no? Una cosa es que vayan a saber sobre mi vida, otra cosa es que no dejes nada para mí”. Me ha sugerido, además, que cuente su episodio con el Cholo, que ese sí hará gracia a mis followers.

Yo le he dicho que tampoco se venga arriba con tanta exigencia. Que, al fin y al cabo, es un personaje de ficción y no tiene reconocido ningún derecho. Como era de esperar, se ha mosqueado conmigo y me ha colgado. A ver ahora cómo hago para reconciliarme con ella.

martes, 22 de noviembre de 2022

Un brasero

 

-Pero, Dolores, ¿a santo de qué tienes el brasero encendido? Yo, de verdad, que cada día te entiendo menos. Vas un paso para adelante y tres para atrás. Un día te da por bailar reggaetón y otro por apoltronarte en la mesa camilla de mamá, tapándote, para colmo, con el mantelito como si fuera una manta, igual que hacían mamá y la abuela Furgencia. No tienes solución.

-Pero ¿y a ti qué más te da lo que yo haga? Ma’ que te gusta meter la nariz donde no te llaman, Jacinta. Es que eres chafardera como tú sola, hija. Enciendo el brasero y me tapo con el mantel porque tengo frío. En Madrid hace frío en invierno, creo que lo sabes más que de sobra.

-Sí, mujer, si eso lo sé, pero de ahí a que montes la parafernalia esta... Te falta el ganchillo para rematar tu empaque de vieja, bueno y el batín aterciopelado ese que tienes ahí detrás de la puerta. Te lo tengo dicho: no te empeñes tanto en añadirte años que bastante encabronada está la vida como para que te alíes con ella en su tarea de desvencijarnos.

-Jacinta, caray, qué cansina eres. Que yo no pretendo nada de eso. No sé ya qué me resulta más ofensivo, si el que me veas tan vieja o el que asumas que los únicos aires que me doy en la vida son de abuela. Que aún me queda algo de orgullo para cultivar ambiciones más nobles, hermana. ¿Por quién me tomas?

-Ay, yo qué sé, es que me preocupo, Dolores, me preocupo. Me da miedo que acabes como mamá, pensando que la única manera de vencer al paso del tiempo es anticipándote a él, echándote años encima sin que nadie te lo pida. Aún no supero lo desvalida que quedó mamá sus últimos años de vida, vencida completamente, sin ningún afán de batallar contras las canas, las arrugas y los achaques de su cuerpo. Fue un muerto en vida durante demasiado tiempo.

-Ale, te has quedado a gusto, ¿eh? Mamá fue siempre una mujer con tendencia a la depresión, pero tú no te diste cuenta -o no te quisiste dar cuenta- hasta el final de su vida, cuando el arrastre de sus pies al andar te llamó la atención sobre el arrastre de su alma. Pero, ya te digo, su alma fue siempre un alma triste y quebrada. Papá lo decía a menudo, pero tampoco lo escuchabas, mamá sonaba la mayoría de los días como un acordeón oxidado que era incapaz de moverse hacia delante. A veces creo que parte de esa jovialidad tuya que tanto me restriegas, si no es que me intentas imponer, deriva precisamente de tu inconciencia de la tristeza que reinó siempre en nuestra casa o, en caso de que fueras consciente, de tu inmensa habilidad para evadirte de ella con tus bromas, tus teatros y tus historias de siempre. Tus mamarrachadas, como las llamaba papá.

-Y a ti, ¿de qué te sirvió empaparte del ambiente tétrico de la casa? Dime, ¿qué ganaste? ¿Qué has sacado en limpio de todo aquello? ¿En qué ayudaba a mamá apilar más dosis de tristeza en torno a ella?

-Joe, Jacinta, es que al final volvemos a lo de siempre. No hay manera de hablar de mamá sin que nos salgan las recriminaciones. Perdona si yo he sido agresiva con mi comentario, pero lo único que quería decir es que me da pena que guardes un recuerdo tan negro de los últimos años de vida de mamá. Aunque quizá tengas razón y más vale que ese recuerdo negativo se ciña sólo a ese período y que no se extienda, como en mi caso, a su vida entera. Pero es que, no sé, me parece algo injusto pensar que mamá se rindió o que se echó a perder en sus últimos años. Mamá, por desgracia, vivió siempre subyugada a las zozobras de su alma. Negar eso yo creo que supone no empatizar con la persona que fue y pedirle a los recuerdos que tapen las grietas de nuestro pasado.

-Jajaja, qué poética te pones, Dolores, si es que tu mismo nombre invita a la inspiración poética, pero tienes razón, debemos evitar discutir por esto, aunque no estemos de acuerdo, debemos aprender a hablar del pasado sin querer imponer nuestro pasado a la otra. No sé, yo sigo recordando muchos momentos de felicidad de mamá en los que el brillo de sus ojos verdes lograba producir una paz en mi interior que no sé describir. Mamá era de espíritu alegre y aventurero, sólo así se explican las historias que creaba y que nos contaba con tanto entusiasmo, dando por hecho que nos las creíamos. Algo se le torció al final de su vida. Yo creo que lo que le dolía no eran tanto sus dolores, como el saber que ya no iba a estar ahí para ofrecernos refugio y ayuda. A mí es lo único que logra ponerme triste, pensar que un día Raimunda va a enfrentarse a los azotes de la vida y yo no voy a estar ahí para suavizarlos y resguardarla bajo mis brazos. Creo que más duro que perder a una madre es dejar de serlo una. Convertir a tu hija en huérfana, si es que hasta la palabra suena ya triste con esa hache sorda inicial que convoca el luto cuando la sorteas. Lo que nunca comprenderé es que se prive de esa palabra a aquellos que pierden a sus padres cuando ya son adultos, dando a entender que la orfandad sólo puede darse cuando uno es un niño, un adolescente o un joven muy joven, como si el dolor de perder a un padre o a una madre prescribiera con el paso de los años. ¡Pero si la lógica debería ser, en todo caso, la contraria! Se hace mucho más difícil recomponerse de la desaparición de alguien con quien has estado viviendo muchísimos años, alguien a quien has tenido tiempo de sobra para conocer todos los aspectos de su persona. Dolores, nosotras perdimos a mamá y a papá cuando teníamos sesenta años. ¡Nosotras también somos huérfanas! Somos huérfanas, Dolores, aunque nadie nos lo considere. Y Raimunda, por desgracia, y muy a mi pesar, también lo será un día.

martes, 8 de noviembre de 2022

El arrullo de las campanas

Su brazo levantado para parar el taxi significó el punto final de una noche que todavía reverbera en mi memoria. He regresado a cada palabra de las que compartimos en esa velada de minutos cortos y sueños largos con la esperanza de dar con la pista que pueda llevarme de nuevo a ella. Treinta y cinco años vagando en vano por unos recuerdos que se tornan más resbaladizos y nebulosos con cada día que se nos arranca de este maldito mundo.

Ustedes, que bien deben de ser conocedores de mi reputación como hombre de letras, seguro que ignoran el hecho más importante de mi carrera literaria: el único libro que he escrito, que cosechó éxito en crítica y público, y que ha pegado en mi solapa la indeleble etiqueta de escritor de un solo libro que pierde de súbito la inspiración, no es, en realidad, un libro, sino una llamada de auxilio. Fue una señal de humo encendida con todos los sueños quemados aquella noche en el Ritz.

Imagino que deben de pensar que desvarío y que esta digresión no va a llegar a ningún puerto, pero no pierdan la paciencia. Fíense de mis dotes como narrador.

De entre los recuerdos de aquella noche que tanto ha manoseado mi memoria, hay uno al que me he aferrado especialmente. La mujer de cara redonda y ojos centelleantes me contó, entre muchas otras cosas, que llevaba meses devastada por la muerte de su padre, “la persona más importante de mi vida”, recuerdo nítidamente que me dijo enjugándose las lágrimas con una de las servilletas del Ritz surcada de migas de pan. Su padre había sido campanero, lo que significaba que se había pasado la vida afinando el sonido que despiden las campanas de las iglesias de Madrid, asegurándose de que llegara a los oídos de los vecinos en forma de música celestial y no como un ruido desagradable que perfora los tímpanos e interrumpe el sosiego. Desde el fallecimiento de su padre, la mujer de cara redonda y ojos centelleantes había dedicado su vida a perseguir el sonido de las campanas de las iglesias para las que había trabajado su padre. Los tañidos de las campanas reparadas por su padre eran lo único que lograba acunar su tristeza por el día y mecer sus sueños por la noche.

Aquella noche que cada día dudo más de que se produjera de verdad, mi amada fue capaz de enumerar de carrerilla las más de cien iglesias cuyas campanas habían sido limadas por las suaves manos de su padre. Como podrán figurarse, mi cabeza fue incapaz de retener con precisión la copiosa cantidad de nombres que salieron disparados de su boca a una velocidad vertiginosa. El mapa que despliego en mi mesa de aquí, del Bar-Mesón, es un mapa que contiene todas las iglesias de Madrid. He dedicado los últimos treinta y cinco años de mi vida a rasgar cada rincón de los aledaños de las iglesias de esta ciudad tras los pasos de la que fue mi amada una noche. En este mapa voy anotando las veces que he hecho guardia en cada una de ellas. Por ahora, como habrán anticipado, no ha habido suerte. Pero no pienso desistir, se lo aseguro.

Mi único libro, el que despierta al mismo tiempo admiración y hostilidad, el reflejo a la vez de mi lucidez y de mi escasa inspiración, mi bendición y también mi condena, trata precisamente de una joven mujer que merodea por las calles de Madrid en busca de aquellos tañidos de campana perfilados con mucho mimo por su padre y que han devenido en la única ruta de regreso a él. Escribí este libro, mi primer y último libro, con la esperanza de que un día la mujer de cara redonda y ojos centelleantes se cruzara con él y borrara del mapa todas las iglesias de su padre para situarme a mí en el centro de su  mapa, como una catedral imponente a la que no se le puede hacer sombra. “El arrullo de las campanas”, titulé el libro, mi libro, mi bendición y también mi condena por partida doble.


Petrificus totalus

 [Continuación de "pipas electrónicas"]

Durante la cena, tuve la sensación de estar volando. Conversamos, reímos, lloramos, nos acariciamos y, por su puesto, nos besamos. A pesar de besarnos con una efusividad ígnea, sentíamos que había tantas cosas pendientes de las que hablar -toda una vida de la que ponernos al día, de hecho-, que las palabras conseguían brotar de nuestros besos, colándose entre esa cremallera de carne que formaban nuestros labios unidos. Soy incapaz de ponderar el tiempo consumido allí arriba en el cielo del Ritz, pero nos bastó una cena para pasear por cada vericueto de nuestros respectivos pasados. Jamás he sentido un ensanchamiento tan grande del tiempo como el de esa noche. Adquirí conocimiento de sus seres queridos -de los fallecidos y de los todavía vivos-, de sus tristezas, de sus aficiones y, por supuesto, de sus frustraciones. Atesoro esos minutos en el lugar más sagrado de mi memoria y de mi corazón.

Nos despertó de ese estado de ensoñación romántica el señor plúmbeo sentado a mi lado. Míster plumbito, le llamaba mi nueva amiga, con una sonrisa pilla y sendos hoyuelitos hundiendo sus mejillas de muñeca de porcelana. “Pero habrase visto mayor falta de pudor y de escrúpulos que la suya”, espetó en un tono agrio, “una cosa es que me niegue la palabra en este encuentro y otra muy distinta que se pase todo el rato martilleándome con palabras cursis y besos estruendosos. Y ya lo último, está usted tan enfrascado en todo lo que concierne a esta fresca que ni se ha percatado de que lleva veinte minutos dándome empujoncitos al son de sus caricias”.

Evidentemente, perdí las formas. ¿Fresca, dice? Le propiné tal puñetazo que sus gafas saltaron por los aires y cayeron en el suelo. Agarré de la mano a mi querida y, al levantarme, pisé con rabia las gafas del mequetrefe aquel, que empezó a dar voces y a increparme. Los seguratas se acercaron a nuestra zona, pero nos dio tiempo a escaparnos corriendo, expulsando alaridos en los que se entremezclaban la risa y el flato.

Seguimos corriendo dirección Neptuno. Cuando pasamos al lado del Prado, me asaltó una imagen que el señor plumbito seguro habría juzgado como cursi: la estatua de Velázquez que custodia el museo inmortalizaba en un cuadro la instantánea de esos dos jóvenes que éramos nosotros corriendo asidos de la mano y derramando en nuestros rostros lágrimas de alegría y de emoción. Dos jóvenes con la melena al viento y todo un horizonte de felicidad desplegado ante ellos. Cuando estábamos ya a la altura de Neptuno, me di cuenta de que el cordón de mi zapato derecho se había alzado en rebeldía e iba bailando al ritmo de nuestras zancadas. Solté la mano de mi amiga un segundo, me paré, me agaché y me concentré en atarme ese cordón díscolo. Era presa en ese instante de tantas emociones que la mano me temblaba y no lograba atinar con el nudo. Me demoré más de lo esperado en ese acto rutinario que tantas veces había ejecutado de manera mecánica. Cuando levanté la cabeza, vi a mi amiga, a mi nueva querida, varios metros alejada de mí. Estaba con el brazo en alto, en uno de los pasos de cebra del Paseo del Prado, esperando un taxi. Me miró con una tristeza en los ojos que no podía contrastar más con la jovialidad en las que nos habíamos envuelto los dos durante nuestra cita sobrevenida. Su mirada triste heló mi corazón. A pesar de la distancia, pude apreciar cómo esos labios finos, de los que tantas palabras cálidas habían emanado en las horas anteriores, lograban musitar unas últimas palabras, esta vez más frías, aunque todavía impregnadas de cierto afecto: “Lo siento mucho, pero me tengo que ir”. Se subió en el taxi y desapareció de mi campo de visión. Me quedé petrificado en la postura ridícula en que me hallaba en ese momento: con la rodilla izquierda apoyada en el suelo, la cabeza ligeramente levantada y con las dos manos sujetando ya sin ninguna fuerza el cordón díscolo de mi zapato derecho.

viernes, 28 de octubre de 2022

Iker, me has hecho daño

 

Cuando salí del armario hace seis años y medio, una reacción recurrente de mis amigos fue preguntarme, como si estuvieran a punto de presenciar una revelación histórica, si había estado enamorado de Iker Casillas todo ese tiempo. Lo preguntaban como si sólo ese posible enamoramiento pudiera explicar en su totalidad mi desmedida admiración hacia Iker. Aunque parezca difícil, creo que mi locura por Iker se manifiesta más en la respuesta que di que en la pregunta misma:  les respondí, con cara de extrañado y de susto, que ugg, que cómo iba a enamorarme yo de Iker, que eso sería casi incestuoso, porque yo a Iker lo sentía tan cerca como a un familiar. Por muy descabellado que suene, es cierto. Nunca estuve enamorado de Iker. Nunca pude estarlo. Iker era como un familiar y de ahí que el día que sufrió el infarto recibiera treinta Whatsapps de amigos y familiares, entre ellos mi abuela y mi iaia, preguntándome cómo me encontraba. Cuando fui a Inglaterra por primera vez, en verano de 2010, regalé un póster de Iker a mi profesora de inglés. Mi foto de perfil de Hotmail (sí, sigo usando Hotmail) es Iker con los brazos en alto al acabar la final del mundial de 2010. La tengo desde entonces y, a pesar de que ahora me dé algo de vergüenza, debo reconocer que he enviado correos profesionales y académicos desde esta cuenta y que quienes se han puesto en contacto conmigo para entrevistas para becas la única cara que podían ponerme antes de entrevistarme era la de Iker. Siempre he tenido claro que mi hijo se iba a llamar Iker. Algunas personas me llaman Iker. Yo mismo a veces me llamo Iker cuando estoy de bajón y necesito animarme. Me costó años superar el linchamiento que sufrió Iker por parte del Bernabéu en sus últimos años en el Madrid. Me ha dolido ver a mi equipo, el Valencia, marcar un gol al Madrid (¡al Madrid!) cuando ese gol ha sido facilitado por un fallo de Iker.

Con todo esto quiero decir lo que ya sabéis quienes me conocéis: mi idolatría (algunos dirán locura) por Iker es tan excesiva que me cuesta concebirme a mí mismo sin ella. Me cuesta imaginarme no sin Iker, sino sin mi idolatría, sin ese reducto irracional al que llevo años encomendado y que me produce paz en tanto que consigue dotar a mi vida de continuidad, y también de un punto de humor. Todos mis rituales respecto a mi idolatría a Iker, todas las bromas, la asociación directa que mi gente hace entre él y yo, es parte de quién soy. Por supuesto que, a pesar de esta idolatría desbocada, he llegado a sentirme decepcionado por la actitud de Iker en alguna ocasión, pero no me he podido permitir nunca enfadarme demasiado con él; enfadarme con él supondría autolesionarme, despojarme de una parte muy importante de mí.

Pensaba que a Iker le perdonaría siempre todo, pero si escribo este texto es porque llevo unas semanas inquieto. Desde el famoso día del tuit, noto un vacío en mí, una ausencia. Como si un ser querido se hubiera marchado dando un portazo y sin despedirse. Me ha costado identificar que ese vacío es el que ha dejado Iker al irse. Llevo varios días poniendo boca abajo el cromo de Iker que presidía uno de los muebles de mi cuarto. Me cuesta verle. Me cuesta mencionarle. Imagino que la conclusión más lógica es que estoy enfadado con él y que no sé si tengo fuerza para seguir queriéndole. Yo idolatraba a Iker por ser portero. Yo fui portero. Fui portero y fui alguien que no era durante mucho tiempo. Alguien que no se permitía ser gay. El otro día, Iker, que fue portero, y a quien he admirado hasta lo indecible por serlo, ha hecho bromas sobre ser gay, lanzando implícitamente la idea de que ser gay, en lugar de ser algo natural, es algo gracioso. “¿Eres maricón o qué?”, era una de las frases más repetidas en los vestuarios de fútbol en los que he estado. La palabra “gay” o “maricón” sólo se utilizaba con una connotación negativa, como aquello que  uno no debía ser. El otro día, Iker la utilizó como algo similar, como algo digno de risa. A sus ojos, ser gay es algo tan irreal, tan improbable, que pensar en esa posibilidad sólo puede desencadenar carcajadas. Antes cualquier cosa que gay. Los vestuarios de fútbol en los que yo pasé trece años de mi vida desprendían el mismo olor a testosterona chamuscada. Mi armario fue tan angustioso y claustrofóbico precisamente por la de tiempo que pasé expuesto a la idea de que ser gay era aquello que uno debía evitar ser. Uno tenía que comportarse como un no-maricón, lo que para ellos significaba comportarse como alguien fuerte y rudo que se sobrepone a cualquier obstáculo. Los lengüetazos que se daban de fiesta borrachos no contaban. Paradójicamente, eran tan machitos que un beso con lengua en una discoteca con otro jugador representaba lo contrario a ser gay. Ser gay, ser maricón, era algo tan remoto que ni siquiera besar a otro chico de fiesta podía significar que lo fueran.  

Algunos han dicho estas semanas que menuda piel fina tenemos los que nos hemos molestado por el tuit de Iker. Me hace gracia que quienes suelen hablar de piel fina sean normalmente aquellos que con sus comentarios y actitud coaccionan la libertad de personas como yo, personas que si algo tenemos es precisamente una piel muy dura, capaz de sobreponerse a todas las palabras sucias, desagradables y cargadas de homofobia que hemos escuchado desde nuestra infancia y que nos sumieron durante mucho tiempo en un pozo oscuro de tristeza donde lo peor era que estábamos solos y que no podíamos asirnos a ninguna mano. Aunque mi personalidad no viene definida exclusivamente por mi condición de ser víctima de una sociedad homófoba, está claramente moldeada por esas palabras desagradables que tuve que escuchar durante muchos años y que destrozaron mi autoestima, por los silencios que me autoimpuse y por las agresiones a mi dignidad que tuve que aguantar con tal de no revelar mi propia naturaleza.

Iker, yo pensaba que podría perdonarte todo. Pero ver proyectado en tu tuit los comentarios homófobos que tanto daño me hicieron antes de salir del armario es algo que me cuesta mucho perdonar. Y mucho más cuando te has escudado en un hackeo improbable y ni siquiera has dado la cara y pedido perdón.

viernes, 23 de septiembre de 2022

Noche de espectros

 

Me ha visitado esta noche pasada un fantasma que se ha quedado reposando en el interior de mi cabeza durante una cantidad de tiempo que no puedo calcular con precisión, ya que estaba dormido y, por tanto, también lo estaban mis facultades mentales, pero que intuyo fue larga. Ha sido en uno de estos sueños cuyo caudal lleva tanta agua que ni siquiera puede ser interrumpido por los distintos desvelos que uno experimenta a lo largo de la noche -una puerta que se abre, una llamada a deshora de tu vejiga, la alarma del despertador del vecino-.

En el sueño, el fantasma tenía la cara, que no el cuerpo ni la edad, de mi tía bisabuela, Talula se llamaba. Cuando remarco la edad me refiero a la edad que tenía al fallecer (frisaba los noventa años). Talula aparecía en el sueño lozana, con una ligereza en los movimientos y una energía envidiables. Aunque había algo raro relacionado con su presencia, pues no actuaba como si fuera familiar mío ni me trataba como a alguien a quien conociera (sí, tuve la suerte de conocer a una tía bisabuela). Era otra persona, pero con su rostro.

Esta persona que era pero no era mi tía bisabuela se había erigido en una especie de custodio de la casa de Javier Marías después de que éste falleciera. El sueño discurría en su totalidad en la casa del escritor. Me hace gracia que fuera así, ya que llevaba años comiéndome el coco intentando adivinar en qué parte del Madrid de los Austrias vivía JM, para luego descubrir, leyendo los obituarios que le han dedicado estos días, que era de dominio público y que todo el mundo lo sabía: en la Plaza de la Villa, una de mis plazas favoritas de Madrid. Al menos cuatro personas han escrito en prensa que les gustaba pasear por la noche por esa zona y vislumbrar la luz encendida en la biblioteca de JM (¡qué envidia!, ¡qué años desperdiciados los míos en la capital!).

Había dos cosas que me obsesionaban en el sueño. La primera era encontrar la máquina de escribir de JM. La máquina que se menciona en cada artículo que se escribe sobre él para ilustrar la diligencia y trabajo de orfebrería detrás de cada uno de sus libros, y con que aparece acompañado en tantas de sus fotografías. Quería comprobar que existía esa máquina que la muerte de su amo había convertido automáticamente en una reliquia. En la primera visita no logré avistarla. La casa era tan enorme que no era fácil encontrar nada allí. Tampoco me atreví a pedirle que me condujera a ella a la persona que era pero no era mi tía bisabuela. No me sentía licenciado para abusar de su generosidad. Seguramente porque era pero no era mi tía bisabuela. En el sueño, hice acopio de valor y me colé en la casa al poco tiempo de la primera visita. Mi curiosidad fue satisfecha al observar a lo lejos de una habitación larguísima la cotizada máquina de escribir, envuelta en un haz de luz, encima de una mesa de escritorio. La persona que era pero no era mi tía bisabuela me sorprendió en la habitación en ese momento de deslumbramiento, pero no me recriminó nada, todo lo contrario: me regaló una sonrisa cálida. Seguramente porque no era pero era mi tía bisabuela.

La otra cosa que me obsesionaba en el sueño era hallar el último manuscrito de JM, porque tenía que existir un documento que capturara el último fogonazo de lucidez del genio. Rebuscaba por lo cajones de la casa en busca de ese gran tesoro escondido. Después de desordenar muchos cajones, di al final con el ansiado papel en el cajón de su mesita de noche. Estaba escrito de puño y letra. Una letra temblorosa que, obviamente, revelaba la fragilidad de quien estaba a punto de partir. La sujetaba con nervios entre mis manos, bajo la fija mirada de la persona que era pero no era mi tía bisabuela. Ahora, despierto, no recuerdo qué decía, pero sí que en el sueño me quedaba absolutamente fascinado al leer ese texto inédito de Marías que iba a ser, sin que él fuera consciente, la clausura, el punto final de su obra literaria.

Evidentemente, fue mi yo durmiente el que escribió esas últimas frases de Marías que asombraron a mi yo despierto de dentro del sueño. Me encantaría poder saber qué hice escribir a Marías a mano, ni siquiera a máquina, mientras agonizaba, en ese papel manoseado escondido en el cajón de su mesita de noche, para que me impresionara tanto, ya que mi yo despierto de fuera del sueño es totalmente incapaz de escribir nada que pueda acercarse lo más mínimo al estilo irrepetible de Marías.

Me hace gracia que, en el sueño, el baño de la casa de Marías fuera igual de colorido que el de casa de mi abuela de Santander, con el predominio del naranja y del verde. Me hace gracia porque tampoco es que haya pisado muchas veces la casa de mi abuela de Santander. Quizá la asociación viene de que mi tía bisabuela fue (y todavía es, pues la afiliación sanguínea sobrevive a cualquier desaparición física) su tía y de que, además, fue mi abuela la que cuidó de ella con mucho amor, tacto y paciencia en sus últimas semanas de vida.

Ahora que lo pienso bien, tiene sentido que el rostro de mi tía bisabuela apareciera tanto en el sueño que tuve anoche, ya que ella se fotografió con JM a finales de 2017, en la presentación de Berta Isla. Los sueños funcionan así, muchas veces apegados extrañamente a la realidad, o a ráfagas de realidad, formando un collage con los hechos del pasado que permanecen adormecidos en nuestra memoria y que, de repente, un día, sin saberse muy bien por qué, se desperezan en la oscuridad de la noche.

 

 


Trémula luz del tiempo

Sé que nada de lo que escriba va a estar a la altura de lo que él merece. Ni tampoco de lo que ha significado para mí. Javier Marías murió ayer y a muchos nos ha dejado muy solos. Su muerte la sufro como se sufren la mayoría de las muertes, egoístamente, pensando en todo de lo que me priva su ausencia, en los libros que esperaba que siguiera escribiendo y que sabía a ciencia cierta que disfrutaría leyendo, pero que ya no existirán, si acaso sólo en la imaginación de los lectores que nos hemos quedado huérfanos de sus historias y que nos tendremos que conformar ahora con fabularlas.

Siempre me ha gustado referirme a Marías con un apelativo cariñoso para fingir que había entre los dos una familiaridad que me habría gustado que existiese de verdad. JM le llamaba últimamente. En otra época me dio por llamarle Tito Marías. Estos apelativos me ayudaban a suplir la frustración de haber sido incapaz de conocerle, así como a bajar un poco a la tierra a alguien a quien reverenciaba desde muchos metros de distancia.

A JM le estoy agradecido por haberme proporcionado incontables horas de placer con sus libros, pero, sobre todo, le estoy agradecido por haber iluminado rincones de mi corazón que yo sólo había logrado intuir, no siendo capaz de explorarlos en profundidad hasta que me crucé con esas digresiones alargadas de sus libros que se enredan como serpientes y que cuando abordan un tema lo hacen presa y lo someten sin piedad a todo tipo de reflexiones, desde las más banales y anecdóticas a las más complejas. Entrar en un libro suyo es siempre una experiencia extraña, ya que uno tiene la sensación de que no pasa nada y de que, al mismo tiempo, pasa mucho. O de que pasa mucho para lo poco que pasa. Lo mismo sucede con su prosa que, pese a ser evidentemente manierista, acaba resultando natural por fuerza de su coherencia interna y de su musicalidad.

Lo que más me gusta de JM son las pequeñas historias que incluye en sus novelas. Historias que, inicialmente, parecen periféricas a la historia central, pero que luego acaban nutriéndola. A veces son historias ya escritas y que él toma prestadas, como la de El Coronel Chabert en Los Enamoramientos o la de Enrique V en Berta Isla. Otras son historias creadas por él mismo, cargadas de sentido del humor y que muchas veces rozan el absurdo. Me viene a la cabeza la del cantante de ópera en El hombre sentimental que se niega a aceptar su ocaso. Cuando ve que cada vez asiste menos gente a sus conciertos, maquina un sistema para asegurarse de que todas las butacas aparezcan ocupadas. Prácticamente obliga a los trabajadores del teatro -desde los acomodadores a los limpiadores- a que dejen su tarea y acudan a su actuación. Al final, su pérdida de habilidades es tan manifiesta que ni siquiera los trabajadores del teatro bastan para llenar tantas butacas vacías. Sobrevive durante un tiempo sacando gente de la chistera para hacerle de público hasta que ya, después de exprimir todas las posibilidades, llega un día al escenario y ve que todavía hay una butaca vacía. Su orgullo le impide empezar el concierto si la sala no está totalmente llena. Decide bajar del escenario y ocupar él mismo esa butaca vacía. Así, de esa manera tan inesperada, es como se acaba despidiendo de su profesión.

Los libros de Marías son como las películas de Woody Allen: siempre parecen el mismo. Así como es imposible no mezclar en la cabeza Annie Hall con Manhattan, igual de complicado resulta diferenciar Berta Isla de Tu Rostro Mañana. Al igual que en las películas de Allen, los libros de Marías están protagonizados por personajes inteligentes y circunspectos que se parecen muy sospechosamente al autor. No ayuda a esta disociación el que los protagonistas sean casi siempre traductores o personas de letras con vínculos con el Reino Unido. Marías, sin embargo, no utiliza esta similitud con sus personajes para engrandecer sus virtudes, sino, más bien, lo contrario: se aprovecha de ella para reírse de sí mismo y poner al descubierto sus manías, sus defectos y sus vicios incorregibles. 

Los libros de Marías también se asemejan en la temática. En ellos subyace siempre el mismo problema: la imposibilidad de saber. A Marías le obsesiona la incapacidad de desentrañar la verdad de entre la maraña de hechos que componen la vida de los seres humanos. Es imposible discernir qué nos deparará el futuro, de qué son capaces las personas de nuestro alrededor, de qué somos capaces nosotros, cuál será nuestro rostro mañana, qué dolores o alegrías llevamos en potencia y desplegaremos en el tiempo que viene. Igual de complicado resulta adivinar qué somos en el presente, qué intereses nos mueven, qué nos empuja a observar al resto de personas, a capturar secretos ajenos que nos impondrán responsabilidades inesperadas. Por qué sentimos la necesidad de contar, sabiendo que esa misma necesidad supone siempre una condena, nos ata, nos hace vulnerables, nos somete a malinterpretaciones y posibles extorsiones. El sentimiento más frustrante y doloroso está relacionado con la imposibilidad de saber lo que ya aconteció. La imposibilidad de recorrer con certeza los hechos que sucedieron y de los que no ha quedado registro y que, por tanto, están sometidos a la arbitrariedad, al temblor del dedo con el que cada sujeto señala el pasado, el suyo y el de los otros. Sin embargo, la imposibilidad de saber no paraliza a los personajes de Marías, sino que los invita a amasar verdades que, por leves que sean, permiten, al menos, observar mejor la oscuridad que los rodea.

Te voy a echar mucho de menos, JM. 

martes, 6 de septiembre de 2022

Pipas electrónicas

Después de que el taxista acabe de hablar, se producen varios minutos de silencio en el Bar-Mesón. Cada uno de los clientes se encuentra ensimismado en su bebida. Casimiro, con el propósito de enmendar el estropicio previo, les ha servido otra cerveza sin cobrarles, esta vez bien echada, con poca espuma. Raimunda siente que quiere hablar, pero piensa que ya ha hablado demasiado, no quiere monopolizar la noche. La historia del taxista le ha tocado hondo, ya que lleva bastante mal lo naturalizados que están los cuernos en la sociedad. Ella es una férrea opositora de los cuernos. Nunca los ha entendido y nunca los entenderá. Si estás con alguien y te deja de gustar, déjalo. Si estás con alguien y te gusta más otra persona, pues déjalo también. Pero no lo humilles con mentiras y falsas caricias. Sigue dándole vueltas en su cabeza a por qué detesta tanto las infidelidades cuando, de repente, una voz interrumpe el flujo de sus pensamientos. Proviene del otro cliente del bar, el que no ha hablado aún y con el que ella ha coincidido tantas veces, sin conseguir nunca oírle ni una palabra.

Este hombre le infunde mucho respeto a Raimunda. Su persona está rodeada de un aura especial que puede explicarse tanto por la extrema deferencia con la que le tratan en el Bar-Mesón (le pagan por consumir en lugar de cobrarle), como por los aires de grandeza que reviste su propia figura. Lleva una gabardina beige que no se quita nunca, ni siquiera en verano. Tampoco dentro del local. A pesar de no delatar ningún signo de cojera, va acompañado de un bastón de madera reluciente que lleva inscritas unas palabras en latín que Raimunda es incapaz de traducir. Sus gafas son de lentes grandes y le cubren hasta la última arruga de la frente. En la mano derecha sujeta una pipa que expulsa vapor en lugar de humo -Raimunda entiende que es una pipa electrónica. La única que ha visto en su vida-. Comprueba la hora en un reloj de bolsillo dorado y lleva sobre su cabeza un sombrero negro que se quita religiosamente en el momento en que se sienta en la mesa reservada para él en el Bar-Mesón. Sobre esta mesa despliega siempre un mapa gigantesco de la ciudad de Madrid que saca de su bolsillo izquierdo y que, al ser más largo que la mesa, se queda colgando en las extremidades. No hace falta ser muy perspicaz para percatarse de que se trata de un mapa antiguo, ya que huele a humedad, el papel tiene un color mortecino, las letras están difuminadas y, sobre todo, la mitad de las calles que contiene ha desaparecido.

Estimados cohabitantes del Bar-Mesón, como ya habrán comprobado algunos de ustedes, no soy muy dado a la cháchara. Más bien, todo lo contrario. Si algo he descubierto en mis largos sesenta años de vida es que no hay nada más valioso que el silencio. No me gusta hablar y menos aún escuchar. La vida es demasiado corta e insignificante como para añadirle más dosis de superficialidad. Yo me encomiendo a mi cerebro para aliviar la pesadumbre del vivir. Dialogo continuamente conmigo mismo para mantenerme despierto y no languidecer intelectualmente. Imagino que estarán pensando que soy algo altivo. No me importa que me tilden de ello, no se preocupen. De hecho, es más motivo de orgullo que de ofensa que se me pueda ver como una persona arrogante, pues llevo toda mi vida esforzándome denodadamente por ofrecer esa imagen de mí mismo. No quiero engañar a la gente dándole a entender que me importan sus inquietudes banales. Me basta con mi banalidad y me gusta ser claro sobre ello.

Se deberán de estar preguntando ustedes qué razón de peso me ha conducido a interrumpir mi retiro social. Por qué de repente me presto a bajarme al fango para establecer esta conversación con ustedes, seres terrenales. Hacen bien preguntándoselo, pero siento decepcionarles al informarles de que no tengo una repuesta clara. Supongo que aún quedan algunos vestigios de humanidad en mi interior que no puedo controlar y que me empujan a interactuar con la gente a pesar de mi recalcitrante misantropía. Ahora que ya estoy de pie y que he empezado a hablar, me siento obligado a contarles alguna historia que les pueda entretener de la manera en que sus historias (he de reconocer) me han entretenido a mí.

Hace de esto ya muchos años. Treinta y cinco, concretamente. Se celebraba una cena de gala de jóvenes escritores en el Hotel Ritz de Madrid. Yo no había escrito nada aún, pero se me había colgado la etiqueta de escritor por colaborar con algún que otro periódico de provincia que leían los intelectuales de Madrid cuando hacían alguna escapada fuera de la capital. Evidentemente, no conocía a ninguno de los asistentes. Y menos aún me conocían ellos a mí. Iba ataviado con un traje que me había cedido amablemente mi cuñado. Recuerdo que me quedaba un poco ancho, pero no me podía permitir hacerme con otro más ceñido para la ocasión. Fui a la cena con la ilusión de un niño el día antes de Reyes. No sabía qué me depararía la jornada, pero sabía que iba a ser digna de ser recordada. Y tanto que lo fue. No hay día en estos treinta y cinco años que han pasado en el que no haya pensado en esa cena.

El acto de recepción tuvo lugar en el vestíbulo del hotel. Se sirvieron todo tipo de exquisiteces que yo había desconocido que existieran hasta ese día. Si algo me fascinó fue la capacidad de estos incipientes escritores de hablar mientras comían sin resultar maleducados. Maldije a mis padres por no haberme enseñado a hablar con la boca cerrada. Por no revelar demasiado pronto mi ausencia de maneras, decidí pasarme la recepción saltando de conversación en conversación, escuchando atentamente a mi interlocutor hasta que me daba pie a hablar y, después de unos segundos interminables de tensión, aterrizaba otro invitado y suplía con éxito mi silencio. Nunca he jugado mejor a la oca que ese día. Fui saltando de una casilla a otra hasta que llegué a la meta final, que no era otra que el gran comedor del hotel, atravesado por una mesa inmensa de caoba en el centro y decorado en las paredes con cuadros de todos los ilustrísimos invitados que se habían hospedado en el hotel a lo largo de su historia.

Mi único conocimiento sobre protocolo se basaba en saber que en la cena era de mala educación conversar únicamente con una persona. Existía una norma social que estipulaba que uno debía ir alternando entre los comensales de su lado y el de enfrente. Después de lo maravillosamente bien que se me había dado pasar de una conversación a otra en la recepción, no me cabía ninguna duda de que lo iba a bordar en la cena. Para una norma que me sabía… y no la respeté. Pero no me culpen. Ahora entenderán perfectamente mi debilidad.

Me sentaron al lado de un escritor que vestía como visto yo ahora, pero siendo joven, lo que tenía pecado. Un bohemio fetal. Intercambié un par de palabras con él y, efectivamente, me pareció plúmbeo de narices. Sí, plúmbeo. No se me ocurre calificativo más certero. Siempre me ha gustado pronunciar esta palabra. P-l-ú-m-b-e-o. Pesan tanto sus letras que acaban cayendo por su propio peso. Siempre que la utilizo se me forma una bola en la boca que es como si me estuviera comiendo un mazapán. Menudo plasta el chisgarabís aquel. Aunque ahora, bien pensado, debería agradecerle que fuera tan insoportable. Gracias a la animadversión que me despertó, pude centrarme exclusivamente en el comensal sentado a mi otro lado, que era una mujer de cara redonda cuyas facciones gravitaban sobre una sonrisa bailarina que invitaba a viajar muy lejos del Ritz con ella. Me quedé postrado en mi asiento, con una mueca tonta colgada en la cara, cuando me giré y me topé de bruces con esa presencia arrebatadora. La tenue luz de la inmensa lámpara de araña del comedor confería a sus cabellos castaños una pulcritud similar a la de la madera recién barnizada. Sus ojos centelleaban cuando reparé en ellos por primera vez. Permanecí callado varios segundos, intentando devolverle con un espejo imaginario una mirada igual de luminosa que la suya. No sé si lo logré. Me basta con saber que enseguida nos pusimos a hablar y que no fuimos capaces de despegarnos en toda la noche.

 

 

  

sábado, 20 de agosto de 2022

Un trayecto vaporoso

 

Al acabar Raimunda su historia, se levanta uno de los otros dos clientes del bar, el que Raimunda ha visto hoy por primera vez, y empieza a hablar.

Bueno, ya que nos ponemos con historias, yo quiero contar una. Seguramente no sea tan divertida como la que acabas de contar tú -dice mirando a Raimunda-, pero creo que, como mínimo, os puede entretener. Antes que nada, camarero -se dirige a Casimiro ahora-, ¿nos pones una caña a cada uno de nosotros? Invito yo.

Casimiro, servicial, se levanta y va a la barra a cumplir con su deber. El cliente nuevo interrumpe su historia, a la espera de que Casimiro finalice la tarea encomendada. Casimiro, que no se caracteriza precisamente por ser muy habilidoso, se pone nervioso al sentir la presión que ejerce el silencio sobre él. Sostiene el primer vaso con la mano izquierda y coloca la derecha en el grifo. Sirve las cervezas, una a una. Le tiembla tanto el pulso que no consigue inclinar de manera estable los vasos, que se llenan más de espuma que de cerveza. Consciente de su estropicio, entrega las tres cervezas con la mirada gacha. El nuevo cliente retoma su perorata.

Esta es mi primera vez aquí. Mi nombre es Rodolfo y soy taxista. Como decía antes, mi historia no es tan divertida como la que ha contado Raimunda. Has dicho que te llamabas Raimunda, ¿verdad? -Raimunda asiente y él sigue. No es tan divertida, pero creo que merece la pena que la escuchéis.

Era un día de noviembre que estaba siendo muy poco productivo. Había trabajado muchas horas, pero había llevado a muy pocos clientes en el taxi. Es lo que tiene mi profesión, da igual las horas que le eches que si no hay clientes estás jodido. Y más ahora que los cabrones del Uber nos están quitando terreno, pero eso es otro asunto del que podemos hablar otro día. Frustrado por la poca caja que había hecho ese día, eran las ocho de la tarde y, después de estar en marcha desde las siete de la mañana, me disponía ya a volver a casa cuando un señor trajeado de buen porte levantó el brazo al avistarme por la Avenida de los Ángeles. Aunque estaba agotado después de tantas horas, no podía permitirme no parar. Iba acompañado de una mujer que llevaba unos vaqueros y una americana. Imagino que trabajarían en el mismo sitio. Los dos rondaban los cincuenta años. Se sentaron atrás y el señor, con mucha educación, me pidió que los llevara a la calle de la Soledad. Un trayecto en total de media hora. Yo estaba eufórico al ver todo lo que iba a cobrar de estos clientes que habían caído en mi taxi sobre la bocina.

Como los recogí en un semáforo, me giré para saludarlos. Sé que lo que voy a decir ahora puede sonar un poco extraño. Espero no asustaros. Pero tengo una fijación con las manos de la gente. Es lo primero en lo que me fijo de una persona. No sé por qué, pero las manos ejercen sobre mí una atracción casi magnética. Mis ojos no pueden no reparar en las manos de la gente a la que acabo de conocer. Enseguida me fijé en que, mientras que él llevaba un anillo en el dedo anular de la mano derecha, ella tenía las dos manos totalmente desnudas. Dada la química que se entreveía rápido que existía entre ellos dos, ese detalle me inquietó.

Movido por la curiosidad, no pude evitar prestar atención a los sonidos que procedían de los asientos de atrás. Lo bueno de llevar tantos años en esta profesión es que uno acaba desarrollando una capacidad asombrosa de conducir de manera segura sin necesidad de concentrarse exclusivamente en el acto de conducir. Me llegaban frases incompletas. Más que una conversación, lo que se estaba produciendo en los asientos traseros era un concierto de risas tontas. No sé si os pasará a vosotros, pero yo siempre he pensado que uno puede besar a otra persona de muchas maneras. En este caso, los dos usuarios de mi taxi se estaban besando acaloradamente a través de risas sin sentido que tenían como fin único reducir el espacio entre sus dos cuerpos.

De las risas pasaron rápido a los besos explícitos. Hubo un momento en que tuve que comprobar por el retrovisor que no se habían marchado. Se estaban besando sigilosamente, quizá para compensar el exceso de ruido de los besos sonoros que habían perpetrado con las risas previas. Después de varios minutos, se empezaron a encender. Los decibelios de los besos iban en aumento. Ahora se estaban besando apasionadamente, como en las películas. El sonido que hacían al besarse era similar al de quitar una baldosa de la pared. Gemían muchísimo y altísimo hasta el punto de que las ventanas del coche se empezaron a llenar de vapor. A mí me parecía una reacción exagerada para unos besos, por muy apasionados que fueran. Empecé a sospechar que algo más estaban haciendo ahí atrás. Miraba con más atención por el retrovisor, pero sólo lograba alcanzar sus caras, no podía divisar nada más abajo. Me estaba empezando a mosquear de verdad. Estos se creen que esto es una habitación de hotel, vaya tela. Tenía ganas de decirles que pararan, pero, como no tenía pruebas de que estuvieran haciendo nada más aparte de besarse, me mantuve en silencio.

Mi sospecha se confirmó cuando el señor respondió a una llamada de teléfono. “Hola, cariño. Sí, estoy volviendo a casa. Paso a recogerte con el taxi que he cogido en el trabajo y vamos juntos al restaurante”. La voz del señor aparecía intercalada por pequeños gemidos. Me cago en la leche, estos gemidos ya no vienen de los besos apasionados. Esta se la está cascando en mi puto taxi, dije para mis adentros totalmente enfurecido. A la mujer del señor le tuvo que extrañar también la voz entrecortada de su marido, ya que oí a éste decirle “nada, cariño, es que he corrido para coger el taxi y tengo muchísimo flato, perdona. Todo está bien, te lo aseguro. Te veo en unos minutos. Te quiero, vida mía”. Al segundo de cortar ya tenía la lengua de la otra señora metida en su boca.

Yo, a pesar de haber confirmado mis sospechas, seguía contando con unas pruebas igual de precarias. No había manera de demostrarles que les había pillado haciendo manualidades en mi taxi. Además, como ya he comentado antes, el dinero que iba a ganar con ese trayecto largo me merecía mucho la pena. Opté por callar.

Cuando llegamos a la calle de la Soledad, paré el taxi. Aunque el señor había mencionado algo de ir a por otra persona en taxi, pensé que no tendría la desfachatez de recogerla en mi taxi después de todo lo que había hecho en él y que los dos se bajarían aquí. Como ya os podéis imaginar, este hombre no tenía ningún escrúpulo. “Bueno, mi amor, tú te quedas aquí, yo me quedo”, le dijo a la señora de pantalones vaqueros y americana. Se dieron otro beso acalorado de despedida y ella, a pesar de la reticencia de él, dejó un billete de veinte euros y otro de diez para cubrir su parte del trayecto.

“Madre mía, cómo son estas feministas, ya no te dejan invitar a nada. Confunden el feminismo con el masoquismo. Pobrecitas”, me dijo a mí el señor una vez se fue su amante. “Disculpe, ¿puede coger el dinero que ha dejado la señorita y reiniciar el taxímetro? Ahora me gustaría ir a la calle Cuenca a recoger a una persona, y de ahí a Casa Lucas, en La Latina. Muchas gracias, caballero”. Envolvió sus palabras con una educación tan extraordinaria que no me dio tiempo a plantearme llevarle la contraria en nada de lo que me había pedido. Reinicié el taxímetro y puse el taxi en marcha de nuevo. Obviamente, yo sabía que íbamos a pasar a por su mujer, aunque él no me lo había dicho expresamente. Estoy convencido de que él sabía que yo lo sabía. Conforme pasan los años, tengo más y más claro que este hombre no sólo estaba jugando con su mujer, sino también conmigo. Estaba poniéndome a prueba. Sus maneras refinadas escondían en el fondo una seguridad ilimitada en sí mismo que hacían que fuera incapaz de temer ningún contratiempo. Imagino que eso es lo que debe de significar tener poder.

El trayecto hasta la calle Cuenca fue muy incómodo. Tamborileaba los dedos en el volante para dejar escapar mis nervios. Quería decirle que era un caradura, pero, al fin y al cabo, ¿quién era yo para decirle nada? Además, él siempre podía alegar que no había pasado nada. “¿Me quiere decir que se ha pasado todo el trayecto mirando a través del retrovisor? ¿Le parece a usted profesional su actitud? Pienso llamar inmediatamente a su compañía para denunciar su comportamiento. No sólo me acusa usted de unos hechos gravísimos, sino que, además, admite que ha estado invadiendo la intimidad de sus clientes y que no ha realizado su trabajo con la diligencia debida”. Pensar en una reacción de este estilo aplacó cualquier impulso mío de honestidad. Me tragué todas las palabras que le quería echar en la cara y me concentré como bien pude en conducir.

Paramos en la calle Cuenca y se subió al taxi la otra señora. Aunque yo presumía que era su mujer, quise confirmarlo fijándome en sus manos. A diferencia de la otra señora, ésta sí llevaba un anillo en el dedo anular de la mano izquierda. El señor se corrió un asiento y dejó que ella se sentara detrás del asiento del copiloto, exactamente en el mismo lugar que la señora de los pantalones vaqueros y americana. El trayecto hasta Casa Lucas duró unos diez minutos que se me hicieron eternos. Él se comportó de manera muy distinta. A esta señora, que yo asumía era su mujer, la trataba con delicadeza y cariño, pero no con pasión. O quizá esa delicadeza y ese cariño es la forma que toma la pasión cuando viene moderada por el paso de los años. No lo sé. La cosa es que ni hubo besos sonoros ni hubo gemidos ni las ventanas se volvieron a llenar de vapor. Por lo que pude apreciar en un semáforo en el que aproveché para girarme, sus manos estaban entrelazadas. En este caso, sin risas tontas, era muy fácil seguir su conversación. Hablaban de su día de trabajo, de sus hijos, de nombres que eran familiares para los dos y que, por lo tanto, no merecían ninguna contextualización.

Cuando llegamos a Casa Lucas, ella bajó primero. El taxímetro marcaba treinta y cuatro euros. Lo que había costada el trayecto desde la calle de la Soledad, la calle en la que habíamos dejado a la otra señora. El señor, con la educación que ya le caracterizaba, me dio las gracias por todo y puso sobre mi mano un billete de cincuenta euros. “Se lo ha ganado usted”, me dijo y se marchó del taxi guiñándome un ojo.

 

sábado, 16 de julio de 2022

En la cima del Calderón

 

Tuvimos que esperar hasta que mis padres se fueron de vacaciones un fin de semana y quedó libre el pase de mi padre. “Haz con él lo que quieras”, me dijo papá. Y tanto que iba a hacer lo que quisiera, jajaja. No se imaginaba el juguete sexual que me acababa de dar en mano. “¿Pero cómo cojones vamos a follar en un campo de fútbol abarrotado?”, me preguntaba Ramiro. Pues, fácil, ni antes de empezar ni nada más empezar. Ni en los minutos antes del descanso ni en el descanso ni en los minutos después del descanso. Ni en los minutos antes del final ni después del final. Es decir, cuando haya menos gente en los baños. Esa es la clave, Rami. La logística no me preocupaba lo más mínimo. Como ya he dicho, el Calderón era mi segunda casa y me conocía todos sus rincones de pe a pa.

Era una tarde de mayo sofocante con un cielo azul nítido en el que no había ninguna nube que pudiera amortiguar la fuerza con la que golpeaban los rayos de sol en la cara. Sudamos como cerdos esa tarde. Recuerdo la sensación desagradable de estar pegajosa y sentir el contacto con el sudor de Ramiro y de Pepe, el ancianito que tenía el asiento al lado del de mi padre y el mío. “Joder, qué joven está tu padre hoy, Raimun, jaja”, me soltó Pepe cuando me vio llegar con Ramiro. “No te preocupes que no le diré nada”, me dijo guiñándome un ojo cómplice. Me abanicaba como podía con el programa del partido. Atleti-Valencia. Era un partido de los grandes. El inicio del partido fue frenético. Nos marcaron dos goles en los primeros diez minutos y en el minuto veinte ya les habíamos empatado. Ramiro me estiraba de la falda corta que me había puesto esa tarde, instándome a que fuéramos ya a los baños. “Hay que ir antes de que se acerque el descanso, Raimun”. ¿Pero cómo cojones quieres que vayamos si está siendo un partido de infarto? Espérate, hombre. Calla y mira, que estamos a punto de marcar. Estuvimos tantas veces a punto de marcar que llegó la hora del descanso y no había dejado a Ramiro sacarme de ahí. El sudor de la tensión se sumaba al sudor del calor.

La cara de consternación/desesperación de Ramiro me ponía nerviosa a la vez que me excitaba. Espérate, niño, no seas impaciente. Más ganas de follar que yo ya te digo que no tienes. Se reanudó el partido tras el descanso y conseguimos marcar tres goles fáciles antes del minuto sesenta y cinco. Se me fue una capa de sudor y se me encendió un brillo aquí abajo. Fui a coger el brazo de Ramiro, pero se me escurrió por la cantidad de sudor que había pegado en él. Segundo intento. Le agarro el brazo y le digo va, niño, que ya es hora de que me hagas mujer. Pedimos a los que se sentaban a nuestro lado que se levantaran para que nos dejaran salir al baño, que había sido un partido de mucha tensión y no aguantábamos más.

Entramos al baño de hombres, que era el más cercano. Estaba tan sucio como cabía esperar de un baño de hombres en un campo de fútbol. El hedor era terrible y el suelo estaba resbaladizo de tanto meado mal dirigido a los urinarios. Nos metimos en uno de los pequeños cubículos que había. Para que os hagáis una idea, era tan diminuto que, en caso de haberme tenido que sentar para mear, mis rodillas habrían chocado con la puerta. Al ser el espacio tan reducido, no había manera de que cupiéramos bien los dos dentro. Empezamos a besarnos, pero era imposible seguir. Acabábamos golpeándonos o con la pared o con la puerta. Además, el suelo estaba tan resbaladizo que nos deslizábamos sobre él como si lleváramos patines, haciendo más difícil el acople entre los dos cuerpos. Bajé la tapa del váter y le dije que íbamos a follar ahí arriba, en la cima de la montaña más bonita del Calderón. A Ramiro le excitó mi atrevimiento. Se puso en modo payaso y, agachando la cabeza, fingió hacerme una reverencia, me cogió del brazo y me ayudó a subir al altar. Una vez arriba los dos, me bajé las bragas y él se bajó los calzoncillos y los pantalones. El magma de olores sucios que nos rodeaba había añadido una costra de suciedad a nuestros cuerpos sudorosos que estábamos convencidos de que sólo se iría follando. Ramiro, sabiendo que yo era nueva en esto, fue con mucha cautela para no hacerme daño. La iba metiendo poco a poco. Y, si le decía que dolía, la sacaba y la volvía a intentar meter desde un ángulo que fuera menos doloroso. Empezaba a sentir el placer. Gemía. Gemía. Gemía. Me agarré a la cuerda de la cisterna que colgaba de la parte de arriba del baño para no perder el equilibro. Subía y bajaba. Tiraba de la cadena sin querer. Notábamos debajo de nuestros pies cómo rompían las olas sobre la tapa del váter. Gemía. Gemía. Gemía. Hasta que, de repente, pum. La tapa del váter cedió y perdimos el equilibrio. Yo caí hacia la pared, con los pies metidos enteros dentro del agua, mientras que Ramiro, que estaba de espaldas a la puerta, cayó sobre ella con tanta fuerza que la rompió. La puerta se desenganchó del marco y Ramiro aterrizó al suelo sobre ella, como si fuera una colchoneta de playa en medio de un mar de pis.

El golpe de la puerta sobre el suelo fue tan fuerte que enseguida empezaron a llegar curiosos al baño a ver qué narices había pasado. La sorpresa que se llevaron al ver a Ramiro totalmente desnudo de cintura para abajo fue mayúscula. Se juntaron chillidos con insultos y carcajadas. Yo salí a ayudarle. Me dio tiempo a subirme las bragas antes. Tenía las piernas y los zapatos llenos de agua. Los curiosos, algunos con hijos, empezaron a llamarnos guarros, pervertidos, cerdos, iros a vuestra puta casa a hacer esto, salidos de mierda. Oímos el sonido de unos silbatos. Yo los reconocí al segundo: eran los silbatos de los seguratas del estadio. Cogí del brazo a Ramiro, agarré su ropa y salimos embalados del baño, haciéndonos violentamente hueco entre la multitud curiosa e indignada. Ramiro se colocó como pudo, mientras corría, el calzoncillo y el pantalón. Yo no podía parar de reír mientras avanzábamos. Perdí un zapato por el camino y me dio igual. El semblante de Ramiro era, sin embargo, muy serio, de enfado. Pero ríete, tontorrón, jajaja. Para despistar a los seguratas le dije que era mejor dispersarnos. Que él se metiera a ver el partido en la grada 23 que yo me metería en la 25. Le dije de reencontrarnos al acabar el partido fuera del vomitorio 4. Con la mezcla de pis, sudor, olor de recién follada, agua de retrete y sin un zapato me senté en el único asiento libre que encontré en la grada 25. La gente me miraba extrañada, con cara de asco. Miré el marcador y comprobé que nos habían empatado. Sólo quedaban tres minutos de partido, pero no cambió el resultado. Me dio tanta rabia que se nos hubiera ido de las manos una victoria tan clara que, por unos minutos, me olvidé totalmente de Ramiro y de la manera incompleta en la que acababa de perder la virginidad.

Al terminar el partido, me fui directa al vomitorio 4. Estuve esperando a Ramiro un buen rato. Media hora. Una hora. Seguía sin aparecer. A lo mejor, como buen príncipe azul, había ido a buscar mi zapato perdido. Hora y media. Dos horas. Nada de nada. Entendí que todo se había acabado.

Como ya os he dicho, el Calderón es el lugar donde más feliz he sido y donde, por extensión lógica, más triste he sido, ya que la pena y la euforia son hermanas siamesas.

Los silencios del Bar-Mesón

 

Raimunda se está aficionando de verdad al Bar-Mesón. Después de los partidos en el Wanda, le gusta ir ahí porque no hay mucho barullo. Le sabe un poco mal por el dueño, porque el hecho de que haya tanto silencio en el bar sólo revela que no es un bar de verdad, entendiendo por bar de verdad aquel lleno de vida en el que los clientes entran y salen, reemplazándose unos a otros de manera natural, sin necesidad de un Cholo que organice por anticipado la distribución de mesas y sillas. El Bar-Mesón es un bar de espacios vacíos y de silencios alargados. Aunque, conforme se va familiarizando con el lugar, Raimunda se va dando cuenta de que esos silencios tienen forma propia, son rugosos como una piña y espesos como el cocido de su madre. Son silencios que quieren dejar de serlo, que se sienten incómodos existiendo y que, paradójicamente, resultan comunicativos en tanto que expresan la incapacidad de comunicar de las pocas personas que se dejan caer por el bar. Incapacidad, que no falta de deseo. Ahí reside la clave, piensa Raimunda después de varias semanas. Aquí todos queremos hablar, pero nadie se atreve a levantar la mano e iniciar la conversación. Es gracioso observar cómo ciertas dinámicas de la vida se revierten con el paso del tiempo. Si bien en la escuela levantar la mano y romper el hielo ante una pregunta de la profesora era un signo positivo, que denotaba concentración y buena preparación de la materia, cuando uno atraviesa el umbral de los cuarenta, ser el primero en hablar entraña siempre el riesgo de exponer demasiado rápido la necesidad que tiene uno de hablar y de ser escuchado.

Pero Raimunda, después de tantos días chapoteando en el silencio espeso del Bar-Mesón, al final se ha hartado. Hay sólo dos clientes y Casimiro, el camarero. Uno de los dos clientes es ese tipo enigmático al que le pagan por consumir en el local. El potencial ser trascendente del que Raimunda aún no sabe nada.

Ey, vosotros, que parecéis todos unos panolis. Acercad vuestras sillas aquí que os voy a contar una historia que os va a quitar de un sopetón esos gepetos de amargaos que lleváis.

Bueno, antes de nada, yo me llamo Raimunda y soy segurata en el Wanda. Sé que me habéis visto varias veces por aquí, pero no recuerdo haber entablado ninguna conversación con ninguno de vosotros. No me preguntéis por qué, pero hoy me apetece romper el hielo y contaros una historia que espero que anime un poco el local y, sobre todo, que os anime un poco a vosotros.

Sucedió todo hace ya más de dos décadas, en ese momento en el que uno pasa de la adolescencia a la juventud sin darse casi cuenta. Yo llevaba varios meses saliendo con Ramiro, un chico de mi clase que estaba buenísimo. Alto, listo y guapo. Lo tenía todo. Además, era muy chulito, estaba encantado de haberse conocido y eso hacía que yo también estuviera encantada de haberle conocido. Tenía sonrisa colgate y cuerpo de primo de zumosol. Era el primer chico con el que salía. Recuerdo, de hecho, los nervios que sentí los días previos a darnos el primer beso. Porque no había Google en aquel entonces, si no, estoy convencida de que habría tecleado en el ordenador “consejos para el primer beso”. Me tuve que conformar con pedirle ayuda a Javier, mi mejor amigo del instituto. Él tampoco había tenido ninguna experiencia sexual, así que seguía igual de jodida. Lo único que se le ocurrió decirme fue que practicara con él. A mí Javier no me gustaba nada, por lo que no sentía ninguna responsabilidad si mi manera de besar no le satisfacía. Le dije, por lo tanto, que sí. Y así nos pasamos varias tardes, liándonos. En medio del beso, él me paraba y me decía “mejor mueve la lengua hacia ese lado cuando yo la muevo en esta dirección”. Como él tampoco tenía ni idea, yo también le daba mi opinión sobre sus habilidades como besador. Le dije que me daba mucha dentera que acercara demasiado sus dientes a los míos. El choque de dientes me parecía anticlimático, era un choque seco, sin babas, muy poco sensual. Besarme con Javier era una actividad instrumental, de aprendizaje, que era incapaz de excitarme. Por el contrario, yo notaba cómo una protuberancia aparecía entre sus piernas cada vez que me besaba. Claro que me daba grimilla, pero era el peaje que me tocaba pagar.

Tras varios días de prácticas, al final llegó el ansiado momento. Lo que pasa es que iba tan borracha que no me acuerdo de cómo fue mi primer contacto con la lengua de Ramiro. En todos los recuerdos que guardo me veo paseando por su boca como Pedro por su casa. No recuerdo el primer momento, si mi lengua estuvo a la altura, si flaqueó en el momento de penetrar su boca, si se desorientó en algún momento dentro y dio algún lengüetazo de ciego, si hubo colisión de dientes. Quiero pensar que, después de tanta práctica con Javier, había desarrollado ya todos los automatismos necesarios para el acto. Me había convertido en una besadora avezada.  

A Ramiro, que estaba mucho más familiarizado que yo tanto con el sexo como con las relaciones, liarse le parecía una actividad de tercera división, es decir, carente de sustancia y de atracción. No sabía besarme sin intentar meterme mano, palpándome desde el culo hasta los pechos, pasando por el coño. Yo le frenaba y le decía que no. Él se quitaba la ropa y se quedaba desnudo. Joder, qué bueno estaba el primo de zumosol. Así era difícil resistirse. Accedí pronto a pasar a la siguiente fase, la de las manualidades. Después de algunos días, esa fase dejó de ser suficiente para él, que era impaciente y guarro por naturaleza. Pinchar, eso era lo que quería. Pinchar, pinchar y pinchar. Me lo suplicaba con la inocencia y el deseo genuino con el que un niño pequeño escribe su carta a los reyes magos. “Querida reina maga, fóllame”, leía yo en su mirada salaz.

Yo, sin embargo, tenía claro que no quería perder la virginidad de cualquier manera. Esto quizá os parezca extraño, porque apenas tenía dieciséis años y una con dieciséis años no suele tener una opinión muy clara de cuál es su visión del mundo. Yo, obviamente, estaba muy lejos de tener una forma de ver el mundo coherente. Mi preocupación principal era divertirme, así que casi no le había dedicado tiempo a pensar si habría vida después de la muerte o si era responsabilidad del Estado asegurar que todos los ciudadanos disfrutaran de un mínimo estándar de vida. Yo era una adolescente y punto. Iba a mi bola. Una adolescente muy basicota, además, que se conformaba con poco: con divertirme y con ser feliz. No me planteaba cuestiones trascendentales, la verdad. Tampoco es que me las haya planteado demasiado después. Sí que había, sin embargo, una cuestión a la que le había dado muchas vueltas: a cómo perder la virginidad.

Si algo había inferido de los libros que leí y las muchas pelis que vi en mi adolescencia era que perder la virginidad constituía uno de esos acontecimientos que marcan la vida de una. Ahora, ya crecidita, sé que es una auténtica parida, pero, por aquel entonces, yo estaba convencida de la magnitud de tal evento. Había que perder la virginidad de manera digna y, además, la persona con la que la perdieras debía ser especial. ¿Cómo podía comprobarse esto último? Lo tenía clarísimo: yo quería que la primera vez follando tuviera lugar en mi templo, es decir, en el Estadio Vicente Calderón, el lugar donde se amasaron todos los sueños de mi infancia, mi verdadera casa, el espacio donde más feliz había sido y donde, por extensión lógica, más triste había sido, ya que la pena y la euforia son hermanas siamesas. 

A Ramiro se lo dejé claro desde el principio: o en el Calderón o nanai. Su cabezonería sexual no conseguiría vencer a mi cabezonería de principios. Su cara de desesperación cada vez que le recordaba la regla número uno de estar conmigo era un poema. Sufría tanto la abstinencia de penetración que se le ponía cara de perrito triste.