"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

sábado, 21 de mayo de 2022

Diamante en Punta, written and directed by Jacinta and Isidoro

A los padres de Raimunda les gustaba tomar el pelo a sus clientes, sobre todos a aquellos que se las daban de cultos y que iban al videoclub para hacer alarde de sus conocimientos. Entre éstos destacaba De la Garza, un hombre de cuarenta años repeinado y con una fina línea de pelos por encima de los labios que daba la sensación de haber sido pintada con un rotulador negro. Llevaba un bastón con una empuñadora dorada con forma de lámpara. Cuando pensaba, en lugar de frotarse el pelo engominado, acariciaba la empuñadura del bastón.  A través de ese extraño proceso ponía en marcha los engranajes de su superdotada inteligencia. El sobeteo del bastón acababa desembocando en un chorro desmedido de palabras. Engolaba la voz antes de preguntar con cierta aspereza a Jacinta e Isidoro por qué no habían traído la última película del director sueco X, de un nombre apenas comprensible. Era el director más aclamado en Francia y menuda vergüenza que sus pelis no hubieran llegado aún a España, con lo que era. Blandía el bastón como si de una espada se tratara y señalaba con él a los padres de Raimunda con una mirada desafiante. Menudo país de pandereta el nuestro, siempre a la zaga de la modernidad y del progreso. Cómo se nota que en este país no hubo una revolución como la francesa. Aquí se espanta a los reyes, como a Amadeo, pero no se los decapita. La de neuronas que habríamos ganado con un poco de sangre monárquica derramada. Neuronas y dignidad como país. Si es que cómo no se iba a quedar ciego Goya si tuvo que ser testigo del harakiri que nos estábamos haciendo al darle la patada a Pepe y abrazar las caenas de Fernando, el pollagrande. Los ciegos han sido siempre el último reducto de lucidez en este país condenado al oscurantismo intelectual. 

Evidentemente, a Isidoro y a Jacinta no les salía rentable hacerse con las películas culturetas del gusto de De la Garza. No atraían a suficientes clientes. Pero también era cierto que De la Garza era un cliente asiduo que invertía copiosamente en el videoclub, por lo que a Isidoro y a Jacinta les interesaba tenerle mínimamente contento. Jacinta tuvo una idea muy ocurrente. La gente como de De la Garza sólo quería ver películas que le reafirmaran en su esnobismo. Lo importante no era tanto la película en concreto, como la parafernalia alrededor de la misma. Había que imaginar nombres complejos, indescifrables, y carátulas originales para dar forma a películas que pudieran colmar el ego de clientes como De la Garza. Aunque llevara más tiempo, era considerablemente más barato inventarse películas culturetas que incorporar al catálogo del videoclub películas culturetas de verdad.

Jacinta se lo pasaba genial fantaseando sobre cuál iba a ser la siguiente película de culto que iba a endosarle a De la Garza. No se imagina usted, señor De la Garza. Lo que tiene ahora mismo en sus manos es una obra culmen. No se ha hecho nada igual. Es transgresoramente rompedora. Una experiencia inmersiva única. El director es del norte, de allí lejos donde hace tanto frío. La película no está ni doblada al español, deberá conformarse usted con los subtítulos, que nos los ha conseguido una estudiante de noruego de aquí de la Complutense. Recién sacaditos del horno, los subtítulos. Los puedo oler desde aquí. Mire, mire -y pegaba el plástico de la película a la nariz de De la Garza.

De la peli de la que Jacinta e Isidoro se sentían más orgullosos era de la que fabricaron basándose en las películas porno que guardaban fuera del alcance de Raimunda, en la sala franqueada por la tela roja. Pocas veces se lo habían pasado tan bien como en el proceso de montar El diamante en punta. Hicieron una película objetivamente infumable, larga como para morirse sin haberla acabado. Un total de 400 minutos de escenas inconexas de sexo salvaje con más de cuarenta actores y actrices distintos. No intentaron ni dotar a la película de un mínimo de coherencia. Todo lo contrario, se regodearon en su carácter caótico. Sexo, sexo y más sexo en ocho idiomas diferentes que se suponía que eran dialectos todos del finés. Ellos mismos habían escrito los subtítulos que, evidentemente, nada tenían que ver con las palabras gemidas en las películas porno que les sirvieron de material bruto. Trufaron los subtítulos de extractos de La Crítica de la Razón Pura de Kant.  Algunos sugerentes (“El origen de aquella supuesta reina fue hallado en la plebe de la experiencia ordinaria; su arrogancia hubiera debido por lo tanto, ser sospechosa, con razón”); otros que hablaban de la marcha atrás (“Que la lógica ha llevado ya esa marcha segura desde los tiempos más remotos, puede colegirse, por el hecho de que, desde Aristóteles, no ha tenido que dar un paso atrás, a no ser que se cuenten como correcciones la supresión de algunas sutilezas inútiles o la determinación más clara de lo expuesto, cosa empero que pertenece más a la elegancia que a la certeza de la ciencia”); y otros simplemente que volaban la cabeza de cualquiera (“Si, como fundamento de nuestro puro conocimiento racional del ser pensante en general, hubiera algo más que el cogito; si nos ayudáramos también con observaciones sobre el juego de nuestros pensamientos y las leyes de la naturaleza que de aquí se derivan, originaríase una psicología empírica, que sería una especie de fisiología del sentido interno y podría quizá servir a explicar los fenómenos de este sentido, pero nunca a descubrir propiedades que no pertenecen a la experiencia posible ni a enseñar apodícticamente acerca del ser pensante en general algo que se refiera a su naturaleza; no sería pues una psicología racional”).

Los subtítulos para estos pasajes eran tan largos que ocupaban hasta dos y tres escenas con actores distintos. Ahí residía en parte la naturaleza rompedora de la película, pensaba De la Garza viendo la película mientras acariciaba la lámpara de su bastón. El director había concebido unas líneas de diálogo que eran intercambiables entre personajes, dándonos así a entender que lo importante era siempre el mensaje. Nada es tan sagrado como el valor de la palabra, que no puede someterse a la discrecionalidad de aquel que la emite. La palabra está siempre por encima de su emisor, pues se contiene en ella la sabiduría incontestable que es fruto del arduo esfuerzo de poda y conservación que han hecho los hombres más virtuosos desde tiempos inmemoriales para garantizar la pureza de la razón.

Raimunda recuerda ver llegar a De la Garza al videoclub después de su sesión maratoniana de Diamante en punta. Estaba exhausto, pero debajo de esa capa de agotamiento asomaba un sentimiento muy fuerte de euforia y orgullo, como un gladiador que, después de pelearse varias veces con la muerte, ha sido finalmente proclamado vencedor. Las ojeras le colgaban en la cara como los relojes flácidos de Dalí y le llegaban hasta las suelas de los zapatos. Se aproximó al mostrador y miró ufanamente a Jacinta y a Isidoro.

Qué razón tenía usted, Jacinta -dijo jadeante-. Esta película es una obra maestra. Deliciosa -y se pasaba la lengua por los labios, saboreando los restos de esa gran obra que ahora guardaría por siempre en su memoria-. Es rompedora y de un calado filosófico extraordinario. Ojalá pueda llegar a la juventud de este país. Es precisamente el tipo de conocimiento que se necesita para erradicar nuestro paletismo crónico -y, mientras seguía con sus loas, alargaba la película a Raimunda-. Pequeña Raimun, haz el favor de ver esta película e ilústrate un poquito, que ya va siendo hora.

Raimunda recuerda cómo se abalanzaron corriendo sus padres sobre ella y le arrancaron la película de las manos. No podía entender por qué no le dejaban ver esa película que tan feliz parecía haber hecho al crítico más exigente del videoclub.  

 

 

sábado, 14 de mayo de 2022

La tela roja

No deja de resultar irónico que Raimunda tenga como referentes a un actor y dos actrices que se caracterizaron casi siempre por ocupar un segundo plano en las pelis en las que tomaron parte. Es irónico si uno tiene en cuenta la pequeña Napoleona que se enconde bajo la piel tersa de Raimunda y que tantas risas y reprimendas le ha merecido procedentes de su madre. En el mundo de verdad, en el real y material que todo ser humano puede tocar con los dedos del pie, Raimunda quiere ser el número uno, la protagonista del acontecimiento que cambiará el sino de la humanidad. Sin embargo, en lo tocante al mundo imaginario, aquel que es depositario de las ensoñaciones que cada uno cultiva en el mundo real, Raimunda se conforma con adoptar un rol periférico. “Protagonismo para los hechos, segundo plano para tus sueños”, es el lema de su vida. Sus sueños le sirven para relajar sus aires de grandeza y así limar el alma perturbada propia de la persona sobre la que recae la inconmensurable carga de enderezar el camino de la humanidad.

La pasión por el cine le viene de sus padres, que llevaron durante muchos años el videoclub del barrio. No es que ellos tuvieran ni una pasión desmedida por el cine ni tampoco ningún conocimiento técnico sobre cómo se hacían las películas. Si se iniciaron en este negocio fue porque se jubiló don Hortensio, el anterior propietario del videoclub, que era amigo y les planteó si querían reemplazarle, que era una buena oportunidad para garantizarse ellos cierta estabilizad económica. Jacinta e Isidoro, que llevaban años encadenando empleos mal pagados, accedieron sin pensarlo dos segundos. Hicieron unas pocas reformas y reanudaron la actividad del videoclub. Cuando Raimunda evoca su infancia, no se proyecta dando saltos y hundiendo los pies desnudos en la hierba fría y húmeda de un campo lleno de margaritas donde sólo puede respirarse aire puro. Para Raimunda, los años felices de su infancia sólo pueden resumirse en volutas de humo, procedentes de los cigarros de sus padres, diseminando las siluetas de las estrellas de Hollywood que vivían encapsuladas en las carátulas de las películas que se exhibían en las estanterías torcidas del videoclub. Lo que más recuerda es su indecisión a la hora de elegir qué peli ver. Había tantas que podía tardar horas en elegir una. Tanto tardaba que un día, en el instituto, para una asignatura en la que le mandaron como tarea hablar de una película, ella se inventó una propia que trataba precisamente sobre el interminable proceso de escoger una película en el videoclub de sus padres. Aderezó el relato con dosis de drama y de humor. La niña protagonista se veía estimulada por cada título de película que leía. “Sólo los ángeles tienen alas”. “Qué verde era mi valle”. “El hombre que sabía demasiado”. “El crepúsculo de los dioses”. “La quimera del oro”. “Senderos de gloria”. Leía el título de cada película y daba rienda suelta a su imaginación, se ponía a elucubrar sobre qué trataría cada película para después, inevitablemente, llevarse un chasco al dar la vuelta a la carátula, leer la sinopsis y pensar, convencida, que la película fraguada en su cabeza era infinitamente más emocionante. Cuando sus padres leyeron el relato, que le había valido el premio a mejor relato del instituto, le echaron una bronca del copón, pues ese texto constituía un arma disuasoria para el resto de sus compañeros de clase, quienes, abrumados ya sólo de pensar en lo estresante que era el proceso de seleccionar una película, apenas iban a encontrar ningún motivo para acercarse al videoclub. “Estos no han entendido nada”, pensaba Raimunda para sus adentros.

Le hacía gracia que a sus padres les escandalizara esa menudencia, pues podría haber contado tantas otras cosas más jugosas relacionadas con el videoclub y que eran susceptibles de espantar de verdad a los clientes: a los potenciales y a los asiduos. Le había costado mucho no incluir un relato más pormenorizado de lo que era el día a día en el videoclub, exponer en público sus entrañas. Aunque primero merece la pena detallar brevemente cómo era la fisonomía del videoclub. Consistía en un bajo largo y algo estrecho que estaba partido por una línea recta sobre la que se colocaban a los dos lados estanterías repletas de películas. Al entrar, a la derecha, se encontraba el mostrador tras el que pasaban horas y horas sus padres: cobrando, haciendo labores administrativas, añadiendo nuevos productos de venta… En ese mostrador se vendía todo tipo de cosas: desde chuches a palillos para quitarse el trozo de maíz que se queda enraizado en la muela después de un buen atracón de palomitas. Se vendían también lejía y abanicos, y alguna que otra revista, como la Interviú. 

Al final del videoclub, a la derecha, había una habitación muy pequeña que tenía como puerta una tela roja. Sus padres habían prohibido a Raimunda entrar en esa habitación y por eso mismo había entrado en ella tantas veces. Se la sabía de memoria. Aunque, en realidad, lo que le empujaba a quebrar la prohibición de sus padres no era tanto la prohibición en sí misma como la actitud siniestra y esquiva de todos los clientes que se dirigían hacia esa zona. Primero, le extrañaba que sólo los hombres se acercaran a ella. Segundo, observaba un patrón de comportamiento en todos ellos que le intrigaba sobremanera. Entraban al videoclub sigilosamente, sin cruzar una mirada ni con sus padres ni con el resto de los clientes, con la cabeza gacha. Se paraban primero en las estanterías a las que ella sí tenía permitido el acceso, hurgaban en ellas con cierta apatía, como si carecieran de cualquier entusiasmo para ver las películas que sujetaban en sus manos. A pesar de la desgana evidente que manifestaban, cogían más películas que el cliente habitual, como cuatro o cinco, lo que resultaba extraño, ya que apenas disponían de dos días para verlas y devolverlas, so riesgo de ser penalizados en caso de demorarse en la devolución. Una vez tenían en sus manos las cuatro o cinco películas seleccionadas, se acercaban poco a poco a la habitación franqueada por la tela roja. Avanzaban zigzagueando, dando pasos temblorosos y escrutando, con una ansiedad palpable en sus ojos, quién había a su alrededor. Esperaban de normal a que Pipo, el chucho de los padres de Raimunda, se alejara de la zona caliente. Echaban una última mirada al mostrador, para asegurarse también de que estaban fuera del campo de visión de los propietarios, y entonces se decidían a descorrer la tela roja y a entrar así a la habitación prohibida para Raimunda.