"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

sábado, 22 de enero de 2022

La Gozadera

 
Jacinta, para rebajar un poco los nervios que la atenazan entre partido y partido de su hija Raimunda, se va de farra. Llama a su hermana Dolores antes de salir de casa:

- “Nena, ponte guapa, que hoy vamos a conquistar la noche madrileña”.

-“Pero, Jacinta, si son las diez, estoy tejiendo la bufanda que me pediste y en nada me iré a la cama. Olvídate”.

-“Mira que eres ceniza, hermana. A padres les daría vergüenza ver lo moñas que eres. Hija, es que nunca te apetece nada. Estás aplatanada. Eres una sosa. No haces nada por disfrutar el presente. Va, ¡vente!

-“Ni se te ocurra mencionar a padres para convencerme. Manipuladora. Que eres una manipuladora. Qué harpía has sido siempre, jodía. Y deja de meterte conmigo. Yo no soy sosa. Me divierto mucho yo sola. Otra cosa es que no lo externalice”.

-“Perdón, no quería meterme contigo. Ya sabes como soy. Tengo la lengua demasiado afilada. No, pero, en serio, me encantaría que vinieras. Lo vamos a pasar fenomenal. Además, lo necesito, que estoy ansiosa a más no poder. O salgo de fiesta o me fumo una cajetilla entera”.

-“Qué bruta eres, Jacinta. Si es que no cambias. Da igual que tengas 70 años, sigues igual de bruta que siempre. E igual de fresca. Mira que salir de fiesta a tu edad”.

-“Jajaja, ¿quién es la harpía ahora, hermana?”.

-“Bueno, vale, boba. Me acicalo y en una hora estoy en tu casa”.

-“Ya sabía yo que podía contar con mi hermana. Guapa, más que guapa. Si es que eres la mejor hermana del mundo”.

-“Anda, tira, tira. Ahora no te me pongas zalamera. Te veo en nada. Un beso”.

 

Se encuentran en el portal de casa de Jacinta. Como les ha pasado desde que eran pequeñas, van vestidas prácticamente igual sin haber discutido antes qué iban a ponerse. Tacones. Vestido color púrpura largo y ceñido. Un chal de seda rojo. Y baratijas del mercadillo que dan un poco el pego y les confieren cierto glamour. Una pulsera dorada en la mano derecha. Un collar. Y unos pendientes de perlas. Cuando se ven, no pueden evitar reírse. “Si es que no aprendemos”.

A Jacinta le pirra el reggaetón, así que van a La Gozadera, su local favorito. Dolores se escandalizó cuando su hermana le habló por primera vez de este tipo de música hace unos años. Le cantaba las letras de las canciones y las bailaba agarrándose a la fregona. Dolores, mientras, se santiguaba y pedía perdón al señor por tanta blasfemia. “Lo tuyo no tiene nombre, Jacinta. Si padres te vieran…”. Con el paso de los años y tantos días escuchando a su hermana, Dolores al final se ha acabado haciendo al reggaetón. De hecho, a veces se lo pone en la radio mientras cocina, aunque aún no se ha atrevido a confesárselo a Jacinta.

Llegan a la entrada de la La Gozadera. Hay una cola larga de jóvenes que aprovechan la espera para prolongar el botellón. Dolores se siente una estafadora, no puede estar ahí, no es apropiado a su edad. A Jacinta, sin embargo, se la trae al pairo. Ha estado tantas veces en el local que conoce a todo el mundo y nunca se siente juzgada. Todo lo contrario. Ahí la idolatran. El segurata de la puerta es con la única con la que muestra algo de simpatía. Nada más verla, se le quita la cara de mala hostia que tienen los de su especie, descruza los brazos, destensa la mandíbula y se le iluminan los ojos.

-“Doña Jacinta, usted por aquí, ¡qué alegría! Ya la echábamos de menos”.

-“Ay, Aitor, mira que te me pones tontote rápido. ¿Cuántas veces te he dicho que me tutees?

-“Disculpe, Doña Jacinta, pero es que no me sale. Bueno, ya sabe que aquí los jubilados no pagan entrada. Así que adelante. La noche es suya”.

Se pide un gin tonic cada una. Se los sirven en un vaso de tubo. Se hacen un hueco entre la muchedumbre. Jacinta tira de su hermana. Va apartando a la gente con empujones. Algunos se giran de mala leche, con ganas de gresca, pero cuando ven que es una señora mayor y, sobre todo, cuando se dan cuenta de que es Doña Jacinta, inmediatamente relajan las facciones de la cara y sonríen. Dolores no ve ni un pimiento. Ha dado un sorbo al gin tonic y ya va piripi. Sólo escucha cómo la gente susurra el nombre de su hermana con un aire de admiración y misterio, como si su mera presencia en el local justificara ya lo que han pagado para entrar. Se sitúan en el centro de la pista de baile. La música atrona sus tímpanos. “Tú me dejaste caer, pero ella me levantó. Llámale poca mujer, pero ella me levantó. Tú me dejaste caer, pero ella me levantó. Llámale poca mujer, pero ella me levantó. Oh-oh-oh. Pero ella me levantó. Eh-eh-eh. Pero ella me levantó. Me fallaste, abusaste, vacilaste. Ella me revivió. Me dejaste, te burlaste, ahora es tarde. Ella me rescató. Hey. Limpió mis heridas a tiempo. Hey. Sanó todo mi sufrimiento. Hey”. Jacinta está desatada. Se agarra la punta del vestido y lo levanta arriba y abajo. Mueve sus caderas. Da vueltas sobre sí misma. Se muerde el labio inferior. Alza al aire el dedo índice de la mano derecha y cierra los ojos, embriagada completamente por la música. Los jóvenes hacen un círculo su alrededor. Ella les coge de la mano y les hace girar sobre sí mismos. Se agacha poco a poco hasta que su trasero toca el suelo pegajoso, lo restriega en la superficie durante cinco segundos y vuelve a subir, también poco a poco. La gente grita eufórica. “Dale duro, Doña Jacinta. Di que sí”.

Dolores sigue bebiendo. Está completamente borracha. Sin saber cómo, de repente se ve bailando. Se coloca detrás de su hermana y empieza a cantar a grito pelado. “Y me dice ‘papi’. 'Tá bien dura como Natti. Borracha y loca, a ella no le importa. Vamo' a perrear, la vida es corta, e. Y me dice ‘papi’. 'Tá bien dura como Natti. Despué' de las doce no se comporta. Vamo' a perrear, la vida e' corta. Ante' tú me pichaba'. Ahora yo picheo. Ante' tú no quería'. Ahora yo no quiero”. Jacinta no da crédito. Nunca ha visto a su hermana así. “¿Desde cuándo te sabes la letra de esta canción?”. Dolores sigue a lo suyo, concentrada. Se remueve el pelo mientras baila. Un chaval de unos veinte años se ríe de ella. “Ven aquí, chato, te voy a enseñar lo que es un buen perreo”. El chaval accede por las risas frente a la mirada expectante de sus colegas. Dolores se aprieta a él por detrás y va descendiendo muy poco a poco, siguiendo el ritmo de la música. Baja, como su hermana, hasta el fondo. El chaval no tiene la elasticidad ni el aguante suficiente para darle la réplica. Sus amigos se empiezan a reír de él por flojo y bocachanclas. “Pedro ladrador, poco mordedor. Te falta resistencia, cari”, le espeta Dolores. El chaval se marcha corriendo, avergonzado.

domingo, 16 de enero de 2022

La piel que habita

Después de un día de mucho trabajo y mucho alcohol, Raimunda llega por fin a casa. Tira el abrigo en el sofá de la entrada con desgana y va al baño a vaciar parte de lo que ha bebido. Se baja los pantalones y las bragas mientras se agacha para sentarse en el váter en un movimiento automático. El chorro tarda un poco en salir. Apoya los codos en los muslos y sujeta la cabeza con la mano derecha. Masca los dos chicles de Hacendado que se ha metido en la boca antes de coger el metro y que dan vueltas en su boca como la ropa en el tambor de la lavadora. No saben a nada. Ni siquiera a plástico. Mira el techo con impaciencia, exigiendo a su pis que salga ya, que no tiene todo el día. Se destaponan las tuberías y empieza a salir un chorro potente. Se entretiene con el sonido. Se siente poderosa al expulsar líquido de su cuerpo con tanta fuerza, como cuando de pequeña disparaba a sus amigos con su pistola de agua. El pis golpea el agua de abajo y la torna amarilla y espesa, al tiempo que llena el baño de un hedor desagradable. Sin parar el chorro, tira de la cadena para deshacerse de ese olor, que sí le molesta. Cuando se queda sin más reservas, arranca un trocito de papel higiénico del rollo, se limpia y lo deposita en el agua. Se coloca las bragas y el pantalón mientras se levanta, en un movimiento igual de mecánico que el primero, baja la tapa y tira de la cadena.

Va a la pila, enciende el grifo y coge el jabón. Se frota meticulosamente las manos. Levanta la mirada y se encuentra con una imagen que le resulta al mismo tiempo familiar y extraña. Sabe que es ella, pero le cuesta reconocerse en la persona que ve reflejada en el espejo. Se toca la cara, la palpa delicadamente. Deja que sus dedos bailen por las bolsas de debajo de sus ojos. Acaricia las arrugas que cubren las mejillas que en su cabeza son todavía lisas y rosadas. Inspecciona la profundidad de los pliegues de su piel. No son muy profundos y, sin embargo, lo son. Se hacen notar. No puede obviarlos. O, al menos, no ha aprendido a hacerlo. Se pregunta cómo ha podido perder tanto relieve su cara. Cómo se ha podido atrofiar tanto su piel. Quién la ha machacado. Quién le ha dado ese puñetazo alargado en el tiempo que ha erosionado todas sus facciones.

Su madre le dice siempre que abrace sus arrugas y que las cuide, que cada hendidura de su piel contiene algo de sabiduría y que la alternativa es de lejos peor: o convertirse en una barbie de silicona o palmarla. A Raimunda no le consuelan las palabras de su madre. Ella está convencida de que su piel es arcilla en manos de un dios que la moldea y que marca con fuego sus faltas para que no las repita. Cada arruga es una señal, un castigo, el recordatorio de que no debería haber llevado la vida que ha llevado.

jueves, 6 de enero de 2022

Dolores

 

Dolores siempre se ha reprochado vivir demasiado pegada a la realidad, carecer de creatividad para imaginar un mundo distinto al que habita. A sus amigas y amigos les encantaba jugar a indios y vaqueros o a superhéroes. A ella ni siquiera le gustaba jugar con muñecas, menudo peñazo. Intentaba pensar en historias como las de su hermana Jacinta, que eran siempre muy fantásticas, pero no tenía el ingenio necesario para ello. Por las noches la creatividad tampoco respondía a sus llamadas. No recuerda haber soñado nunca nada. La gente se escandaliza cuando le oye decir eso. “Seguro que sueñas algo, pero no te acordarás, como nos pasa a casi todos”. Ojalá, piensa ella. No sólo no sueña, sino que le cuesta una barbaridad pensar sobre qué soñaría en caso de que pudiera soñar. La realidad cubre con un manto opaco su vida entera, no hay nada más allá de sus confines. Su vida está trenzada únicamente de hechos, hechos y hechos, es decir, de presente y de mucho pasado.

Se acuerda de todo. Tiene una memoria portentosa que lleva ejercitando desde que era una niña. No sabe por qué empezó, pero desde que tiene cinco años se ha esforzado por esculpir en su memoria cada fecha importante para su familia. Cada mañana, lo primero que hace al despertarse es erguirse y recitar sobre su cama las efemérides del día en cuestión. 10 de marzo. Nacimiento del tatatatarabuelo Marcelino, el Leches. Vuelta a casa de Ramiro, el tío abuelo, después de que le hubieran dado por muerto durante cinco años. Muerte de Sancho, el burro predilecto de papá. Caída del primer diente de leche de su sobrina Raimunda. Aniversario de boda del hijo de Margarita.

El ritual se va alargando conforme pasan los años, ya que aumenta el número de personas a las que tiene que hacer hueco en el desván de su memoria. Según su sobrina, puede llegar a pasarse hasta hora y media encima del colchón escupiendo hechos como una escopeta de ferias. Hasta los 29 de febrero, fecha desangelada donde las haya, puede dedicar más de media hora a recordar hitos familiares. Dolores, a pesar de entregarse con tesón a su ejercicio memorístico, se odia precisamente por ser incapaz de fabular historias que le permitan transportarse a un mundo algo más luminoso y menos monótono del que es o ya fue. Tiene empacho de presente y, sobre todo, de pasado.

Lleva toda su vida pensando en su funeral. Cuando era pequeña y estaba triste y deprimida, sin ganas de hacer nada, se consolaba pensando en él. La Iglesia estaba abarrotada. Sus familiares acudían de todas partes del país. No faltaba ni uno. Hasta la abuela Bernarda, que fue siempre arisca, tirante y muy, muy bruta, gemía de dolor y se desinflaba de tanta lágrima que vertía sobre su pañuelo de tela. El pañuelo con el que luego fue enterrada. Sus amigas también lloraban desconsoladamente. Incluso las que a veces le hacían rabiar y le pinchaban en el patio del colegio. No faltaba el chico de turno de quien estuviera enamorada. El Soplidos. Juan. El Lechuga. Todos habían ocupado un banco en la Iglesia el día de su funeral. Eran siempre los más devastados. Aparecían, además, arrepentidos. Con las manos juntas colocadas entre las piernas y la cabeza gacha. Eran conscientes de que ya no podrían sincerarse nunca con Dolores y confesarle cuánto la amaban.

Con el paso de los años, Dolores va actualizando los asistentes de su funeral, que todavía no ha sucedido y que, por lo tanto, es figurado. Pertenece al universo de lo no real. Bien pensado, se dice, es la primera obra, y seguramente la única, fruto de su imaginación. 

sábado, 1 de enero de 2022

Mis 12 libros de 2021

 -Hamnet, Maggie O'Farrell.

-Fortunata y Jacinta, Galdós.

-No digas nada, Radden Keefe. 

-Tomás Nevinson, Javier Marías.

-Diarios, Chirbes.

-El gato encerrado, Trapiello.

-La balada del Bar Torino, Rafa Lahuerta. 

-El embrujo de Shangái, Marsé.

-El balcón en invierno, Landero.

-Discursos sobre la década de Tito Livio, Maquiavelo.

-La barraca, Blasco Ibáñez.

-Sigo aquí, Maggie O'Farrell.


Es lamentable las pocas mujeres que he leído. Menos del 10 por ciento de mis lecturas. Ya sé cuál es el primer cambio para este 2022 que viene.