"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

sábado, 20 de agosto de 2022

Un trayecto vaporoso

 

Al acabar Raimunda su historia, se levanta uno de los otros dos clientes del bar, el que Raimunda ha visto hoy por primera vez, y empieza a hablar.

Bueno, ya que nos ponemos con historias, yo quiero contar una. Seguramente no sea tan divertida como la que acabas de contar tú -dice mirando a Raimunda-, pero creo que, como mínimo, os puede entretener. Antes que nada, camarero -se dirige a Casimiro ahora-, ¿nos pones una caña a cada uno de nosotros? Invito yo.

Casimiro, servicial, se levanta y va a la barra a cumplir con su deber. El cliente nuevo interrumpe su historia, a la espera de que Casimiro finalice la tarea encomendada. Casimiro, que no se caracteriza precisamente por ser muy habilidoso, se pone nervioso al sentir la presión que ejerce el silencio sobre él. Sostiene el primer vaso con la mano izquierda y coloca la derecha en el grifo. Sirve las cervezas, una a una. Le tiembla tanto el pulso que no consigue inclinar de manera estable los vasos, que se llenan más de espuma que de cerveza. Consciente de su estropicio, entrega las tres cervezas con la mirada gacha. El nuevo cliente retoma su perorata.

Esta es mi primera vez aquí. Mi nombre es Rodolfo y soy taxista. Como decía antes, mi historia no es tan divertida como la que ha contado Raimunda. Has dicho que te llamabas Raimunda, ¿verdad? -Raimunda asiente y él sigue. No es tan divertida, pero creo que merece la pena que la escuchéis.

Era un día de noviembre que estaba siendo muy poco productivo. Había trabajado muchas horas, pero había llevado a muy pocos clientes en el taxi. Es lo que tiene mi profesión, da igual las horas que le eches que si no hay clientes estás jodido. Y más ahora que los cabrones del Uber nos están quitando terreno, pero eso es otro asunto del que podemos hablar otro día. Frustrado por la poca caja que había hecho ese día, eran las ocho de la tarde y, después de estar en marcha desde las siete de la mañana, me disponía ya a volver a casa cuando un señor trajeado de buen porte levantó el brazo al avistarme por la Avenida de los Ángeles. Aunque estaba agotado después de tantas horas, no podía permitirme no parar. Iba acompañado de una mujer que llevaba unos vaqueros y una americana. Imagino que trabajarían en el mismo sitio. Los dos rondaban los cincuenta años. Se sentaron atrás y el señor, con mucha educación, me pidió que los llevara a la calle de la Soledad. Un trayecto en total de media hora. Yo estaba eufórico al ver todo lo que iba a cobrar de estos clientes que habían caído en mi taxi sobre la bocina.

Como los recogí en un semáforo, me giré para saludarlos. Sé que lo que voy a decir ahora puede sonar un poco extraño. Espero no asustaros. Pero tengo una fijación con las manos de la gente. Es lo primero en lo que me fijo de una persona. No sé por qué, pero las manos ejercen sobre mí una atracción casi magnética. Mis ojos no pueden no reparar en las manos de la gente a la que acabo de conocer. Enseguida me fijé en que, mientras que él llevaba un anillo en el dedo anular de la mano derecha, ella tenía las dos manos totalmente desnudas. Dada la química que se entreveía rápido que existía entre ellos dos, ese detalle me inquietó.

Movido por la curiosidad, no pude evitar prestar atención a los sonidos que procedían de los asientos de atrás. Lo bueno de llevar tantos años en esta profesión es que uno acaba desarrollando una capacidad asombrosa de conducir de manera segura sin necesidad de concentrarse exclusivamente en el acto de conducir. Me llegaban frases incompletas. Más que una conversación, lo que se estaba produciendo en los asientos traseros era un concierto de risas tontas. No sé si os pasará a vosotros, pero yo siempre he pensado que uno puede besar a otra persona de muchas maneras. En este caso, los dos usuarios de mi taxi se estaban besando acaloradamente a través de risas sin sentido que tenían como fin único reducir el espacio entre sus dos cuerpos.

De las risas pasaron rápido a los besos explícitos. Hubo un momento en que tuve que comprobar por el retrovisor que no se habían marchado. Se estaban besando sigilosamente, quizá para compensar el exceso de ruido de los besos sonoros que habían perpetrado con las risas previas. Después de varios minutos, se empezaron a encender. Los decibelios de los besos iban en aumento. Ahora se estaban besando apasionadamente, como en las películas. El sonido que hacían al besarse era similar al de quitar una baldosa de la pared. Gemían muchísimo y altísimo hasta el punto de que las ventanas del coche se empezaron a llenar de vapor. A mí me parecía una reacción exagerada para unos besos, por muy apasionados que fueran. Empecé a sospechar que algo más estaban haciendo ahí atrás. Miraba con más atención por el retrovisor, pero sólo lograba alcanzar sus caras, no podía divisar nada más abajo. Me estaba empezando a mosquear de verdad. Estos se creen que esto es una habitación de hotel, vaya tela. Tenía ganas de decirles que pararan, pero, como no tenía pruebas de que estuvieran haciendo nada más aparte de besarse, me mantuve en silencio.

Mi sospecha se confirmó cuando el señor respondió a una llamada de teléfono. “Hola, cariño. Sí, estoy volviendo a casa. Paso a recogerte con el taxi que he cogido en el trabajo y vamos juntos al restaurante”. La voz del señor aparecía intercalada por pequeños gemidos. Me cago en la leche, estos gemidos ya no vienen de los besos apasionados. Esta se la está cascando en mi puto taxi, dije para mis adentros totalmente enfurecido. A la mujer del señor le tuvo que extrañar también la voz entrecortada de su marido, ya que oí a éste decirle “nada, cariño, es que he corrido para coger el taxi y tengo muchísimo flato, perdona. Todo está bien, te lo aseguro. Te veo en unos minutos. Te quiero, vida mía”. Al segundo de cortar ya tenía la lengua de la otra señora metida en su boca.

Yo, a pesar de haber confirmado mis sospechas, seguía contando con unas pruebas igual de precarias. No había manera de demostrarles que les había pillado haciendo manualidades en mi taxi. Además, como ya he comentado antes, el dinero que iba a ganar con ese trayecto largo me merecía mucho la pena. Opté por callar.

Cuando llegamos a la calle de la Soledad, paré el taxi. Aunque el señor había mencionado algo de ir a por otra persona en taxi, pensé que no tendría la desfachatez de recogerla en mi taxi después de todo lo que había hecho en él y que los dos se bajarían aquí. Como ya os podéis imaginar, este hombre no tenía ningún escrúpulo. “Bueno, mi amor, tú te quedas aquí, yo me quedo”, le dijo a la señora de pantalones vaqueros y americana. Se dieron otro beso acalorado de despedida y ella, a pesar de la reticencia de él, dejó un billete de veinte euros y otro de diez para cubrir su parte del trayecto.

“Madre mía, cómo son estas feministas, ya no te dejan invitar a nada. Confunden el feminismo con el masoquismo. Pobrecitas”, me dijo a mí el señor una vez se fue su amante. “Disculpe, ¿puede coger el dinero que ha dejado la señorita y reiniciar el taxímetro? Ahora me gustaría ir a la calle Cuenca a recoger a una persona, y de ahí a Casa Lucas, en La Latina. Muchas gracias, caballero”. Envolvió sus palabras con una educación tan extraordinaria que no me dio tiempo a plantearme llevarle la contraria en nada de lo que me había pedido. Reinicié el taxímetro y puse el taxi en marcha de nuevo. Obviamente, yo sabía que íbamos a pasar a por su mujer, aunque él no me lo había dicho expresamente. Estoy convencido de que él sabía que yo lo sabía. Conforme pasan los años, tengo más y más claro que este hombre no sólo estaba jugando con su mujer, sino también conmigo. Estaba poniéndome a prueba. Sus maneras refinadas escondían en el fondo una seguridad ilimitada en sí mismo que hacían que fuera incapaz de temer ningún contratiempo. Imagino que eso es lo que debe de significar tener poder.

El trayecto hasta la calle Cuenca fue muy incómodo. Tamborileaba los dedos en el volante para dejar escapar mis nervios. Quería decirle que era un caradura, pero, al fin y al cabo, ¿quién era yo para decirle nada? Además, él siempre podía alegar que no había pasado nada. “¿Me quiere decir que se ha pasado todo el trayecto mirando a través del retrovisor? ¿Le parece a usted profesional su actitud? Pienso llamar inmediatamente a su compañía para denunciar su comportamiento. No sólo me acusa usted de unos hechos gravísimos, sino que, además, admite que ha estado invadiendo la intimidad de sus clientes y que no ha realizado su trabajo con la diligencia debida”. Pensar en una reacción de este estilo aplacó cualquier impulso mío de honestidad. Me tragué todas las palabras que le quería echar en la cara y me concentré como bien pude en conducir.

Paramos en la calle Cuenca y se subió al taxi la otra señora. Aunque yo presumía que era su mujer, quise confirmarlo fijándome en sus manos. A diferencia de la otra señora, ésta sí llevaba un anillo en el dedo anular de la mano izquierda. El señor se corrió un asiento y dejó que ella se sentara detrás del asiento del copiloto, exactamente en el mismo lugar que la señora de los pantalones vaqueros y americana. El trayecto hasta Casa Lucas duró unos diez minutos que se me hicieron eternos. Él se comportó de manera muy distinta. A esta señora, que yo asumía era su mujer, la trataba con delicadeza y cariño, pero no con pasión. O quizá esa delicadeza y ese cariño es la forma que toma la pasión cuando viene moderada por el paso de los años. No lo sé. La cosa es que ni hubo besos sonoros ni hubo gemidos ni las ventanas se volvieron a llenar de vapor. Por lo que pude apreciar en un semáforo en el que aproveché para girarme, sus manos estaban entrelazadas. En este caso, sin risas tontas, era muy fácil seguir su conversación. Hablaban de su día de trabajo, de sus hijos, de nombres que eran familiares para los dos y que, por lo tanto, no merecían ninguna contextualización.

Cuando llegamos a Casa Lucas, ella bajó primero. El taxímetro marcaba treinta y cuatro euros. Lo que había costada el trayecto desde la calle de la Soledad, la calle en la que habíamos dejado a la otra señora. El señor, con la educación que ya le caracterizaba, me dio las gracias por todo y puso sobre mi mano un billete de cincuenta euros. “Se lo ha ganado usted”, me dijo y se marchó del taxi guiñándome un ojo.