"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 31 de mayo de 2020

Pero algunos más que otros



Impávido, hierático, gélido. Así aparece Thomas Cromwell, interpretado magistralmente por Mark Rylance, en casi todas las escenas de esa maravillosa miniserie que es Wolf Hall. La gravedad y dimensión de los hechos que acontecen en su entorno no consiguen arrancarle ni media mueca expresiva. Su rostro se mantiene siempre opaco, impertérrito. El espectador sabe, sin embargo, que este advenedizo, mano derecha del Rey Enrique VIII, alberga intensos sentimientos en su interior. Guarda hacia sus adentros sus pasiones y temores, sus dudas y sus frustraciones. Ha tenido una infancia de privaciones y humillaciones y, a pesar del flamante cargo que ostenta, es totalmente consciente de que no puede relajarse. De que su vida pende de un hilo en la medida en que está atada a la colérica, fluctuante y volátil personalidad de Enrique VIII.

Cromwell es al mismo tiempo testigo y protagonista de los históricos acontecimientos que tuvieron lugar en Inglaterra en el siglo XVI. Principalmente, de lo que algunos amigos nuestros han rebautizado con sorna como el primer Brexit: el divorcio de Inglaterra de Roma y, por ende, del catolicismo. Cromwell se mancha las manos de sangre. El Rey le encomienda ocuparse de la persecución y enjuiciamiento de Tomás Moro por hereje, por alinearse con los postulados de Roma. La ejecución de Moro desata dudas y remordimientos bajo la coraza de Cromwell, quien había sido desde pequeño un sincero admirador suyo. Sabe que Enrique VIII le ha dado un barniz religioso y escolástico a un conflicto que tiene una motivación descaradamente personal: casarse con Ana Bolena. Bajo la imperturbable mirada de Cromwell se puede apreciar el abatimiento que siente al observar cómo los caprichos de un Rey pueden dictar la muerte de personas inocentes que son disfrazadas a los ojos del público como despreciables herejes.

No sé si será casualidad o no, pero, además de Wolf Hall, estas semanas de largo confinamiento he ido sumando por inercia la lectura de libros que de una forma u otra hablan de tolerancia y de herejes. He viajado de la mano de D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis a la Francia del siglo XVIII, gobernada de facto por el Cardenal Richelieu y sumida en una contienda con Inglaterra teñida también de motivos religiosos. Una guerra que enfrentaba a los franceses católicos, para los que trabajaban nuestros mosqueteros, con los hugonotes. El narrador al que cede la voz Dumas nos acaba revelando que esa sangrienta guerra entre dos países no era más que la consecuencia de una disputa amorosa entre el Cardenal Richelieu y el duque de Buckingham, servidor del monarca inglés Carlos I. Tanta sangre vertida para que al final resulte que “lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados era una simple mirada de Ana de Austria”.

Gracias a Stefan Zweig y a su genial Castellio contra Calvino, he viajado también por la intransigente y puritana Ginebra de Calvino y he visto casi en primera persona cómo se atacaba a individuos de espíritu crítico y libre, como a Miguel Servet y a Castellio. Individuos a los que se les había colocado la maldita y onerosa etiqueta de herejes. Zweig recupera algunas frases memorables que dejó Castellio en su batalla dialéctica con Calvino. Tras la muerte en la hoguera de Servet, escribió, con una sobriedad estremecedora, que “matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”. Y, antes de ser él mismo víctima de la represión implacable de Calvino, desenmascaró con gran lucidez la arbitrariedad que se esconde bajo cualquier acusación de herejía: “al reflexionar acerca de lo que en definitiva es un hereje, no puedo sino concluir que llamamos herejes a aquellos que no están de acuerdo con nuestra opinión”.

También he pasado una estancia de siete días muy intensos y salpicados de desgracias en una desangelada abadía del norte de Italia en compañía de Guillermo de Baskerville y su aprendiz Adso. A través de El nombre de la Rosa, me he sumergido en los interminables debates escolásticos que se produjeron en el siglo XIV debidos principalmente a la fuerza con la que las ideas franciscanas habían penetrado en algunos sectores de la Iglesia. En el corazón de todas las desgracias que asolaron a la abadía se encuentra la obstinación de Jorge de Burgos, un monje anciano y ciego, por preservar impoluta la verdad de Dios. En la misma línea que el Papa Juan XXII, sanciona fervorosamente cualquier intento de cuestionar o banalizar las palabras del Señor. La intolerancia ante cualquier idea discordante se impone en la abadía, pegando de nuevo la letal tacha de hereje a todo aquel que ose disentir. Guillermo de Baskerville se empeña, sin embargo, en enseñar lo contrario a su aprendiz: “quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad”.

Pensándolo bien, quizá esta sucesión de lecturas sobre la verdad, la tolerancia y la herejía no sea tan casual si tengo en cuenta que empecé el año leyendo Una lección olvidada, un ensayo muy entretenido en el que Guillermo Altares hace un recorrido por distintos episodios de la historia de Europa. Entre estos episodios, se encuentra el que dedica a la catedral de Albi, en Francia. Se trata de una catedral que se levantó a finales del siglo XIII “como un imponente mensaje después de que el Papa aplastase la herejía cátara, la única cruzada que tuvo lugar en suelo europeo y de la que surgió un tribunal que marcaría la historia de este continente: la Inquisición”. La mastodóntica catedral, situada en el centro de la ciudad, cumplía perfectamente la misión de vigía moral, funcionaba como una especie de ojo de Sauron que recordaba a las almas díscolas la implacable y poderosa fuerza frente a la que se enfrentaban si decidían dar rienda suelta a su imaginación.

Qué miedo despiertan aquellos que dicen conocer la verdad y que actúan conforme a esa convicción, pasando por encima de quien haga falta, incluso por encima de aquellos para cuyo beneficio dicen que empuñan la verdad. Pienso (y que me perdone mi amigo Fran) en Orwell, a quien he vuelto también estos días de interminable reclusión, y recuerdo el ingenio con el que caricaturizó en Rebelión en la granja a Stalin y a las querencias totalitarias de la Unión Soviética. Entre los mandamientos que los cerdos intentan implantar en la granja destaca el siguiente: “Todos los animales son iguales”. Este mandamiento acaba siendo subvertido por los propios cerdos, que han diseñado un sistema de normas maquilladas de universalidad que al final no sirven sino a sus propios intereses. Todos los animales son iguales, “pero algunos más que otros”, acaban añadiendo, poniendo así de manifiesto la arbitrariedad que late siempre bajo las verdades absolutas que se intentan imponer y que he sufrido estos meses por igual en Ginebra, en Francia, en Inglaterra y en el norte de Italia.

Por suerte, cuando salgo del letargo en el que me sumen estos viajes literarios, vuelvo a un mundo donde apenas se habla de herejía y donde la libertad religiosa es generalmente reconocida como un derecho fundamental. Por desgracia, cuando vuelvo a la España del siglo XXI, me topo con etiquetas, como “golpista”, “anticonstitucionalista”, “populista” o “terrorista”, que se utilizan con la misma ligereza y finalidad que la de “hereje” antaño. Armas arrojadizas que se lanzan contra todo aquel que piensa distinto. Mecanismos automáticos de deslegitimación de la opinión ajena. Para conseguir un poco de aire, me escabullo de nuevo y vuelvo a introducirme en las páginas de El nombre de la rosa, de las que rescato estas sabias palabras de Guillermo de Baskerville: “El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adónde va, y siempre va hacia el sitio del que procede”.


sábado, 30 de mayo de 2020

Nostalgia feliz



Este confinamiento me está haciendo plantearme más que nunca si de verdad soy una persona nostálgica. A ojos de la mayoría de gente, lo soy. Supongo que lo piensan por las alusiones que suelo hacer a hechos del pasado, así como por la frecuencia con la que desempolvo recuerdos o materiales de otras épocas de mi vida. Supongo que también lo asociarán al cuidado y a la diligencia con los que llevo más de siete años seleccionando y guardando en distintas carpetas del ordenador las fotos de mi móvil. En unos tiempos donde prevalece lo efímero, sobre todo entre mis compañeros de generación, llama la atención que alguien intente aferrarse al presente. Que alguien ponga una correa sobre los hechos que acontecen para impedir que caigan en saco roto en el futuro. Puede que algo de nostalgia haya en ello. En realidad, más que nostalgia, es una preparación de la misma, una anticipación. Guardo a buen recaudo el presente para poder pensarlo como pasado en el futuro. Me empeño en preservar la linealidad de mi vida, las marcas que le han imprimido valor.

Sin embargo, me cuesta sobremanera aceptar el calificativo de nostálgico. Siempre he pensado que el optimismo, uno de los rasgos definitorios de mi personalidad, está reñido con la nostalgia, pues la nostalgia implica cierto apocamiento. Quien sufre sus acometidas se vuelve taciturno al concebir que el presente es insuficiente. Que hay una parte de sí que se halla inextricablemente ligada al pasado, sin posibilidad de ser liberada más que en los recuerdos. La sensación de impotencia supina por no poder volver a vivir lo que viviste antaño. Por no poder volver a estar rodeado por aquellos a los que querías y que un día se desvanecieron sin previo aviso, diseminándose en la vastedad del universo. La nostalgia te hace sentirte amputado, incompleto. Ante ti sólo comparece el presente. Pero el presente es insuficiente para explicarte y entenderte.

Muchas veces me siento así, impotente, incapaz de reconstruir el propio curso de mi vida, de explicarme a mí mismo. Me obsesiona el pasado. Sobre todo, me obsesiona pensar en cuánta gente ha poblado nuestras existencias para luego abandonarlas para siempre. Me obsesiona pensar en la asimilación general de este fenómeno, en cómo constituye una suerte de convención social. Nos acostumbramos a aceptar que gente que cubrió nuestra vida de alegría y felicidad, gente con la que vivimos intensamente, con la que compartimos abundantes horas de nuestra corta existencia, se haya disuelto y ya no nos prodigue con su compañía. En muchas ocasiones, por mediación de la muerte. En muchas otras, porque la magia que nos une estrechamente a determinadas personas de repente se volatiliza, sin que podamos explicar muy bien por qué.

Cuántos buenos amigos han dejado de formar parte de nuestro grupo de allegados. Cuántos de los que eran nuestros amigos más íntimos se tornan de repente invisibles, irreconocibles a nuestros ojos, incapaces de despertarnos nunca más un mínimo sentimiento de complicidad. Aunque suene un tanto grave, me hace preguntarme si ese tiempo compartido con la gente a la que hoy ignoramos no fue tiempo perdido. ¿Por qué, si no, dejamos de arrejuntarnos con aquellos que han sido en un momento artífices de nuestras sonrisas y de nuestras alegrías, nuestros más fieles confidentes y nuestros más sólidos apoyos? ¿Cuál es el sentido de ese abandono radical, de ese enfriamiento irrevocable de la afinidad?

También me apena pensar en los lugares que nos pertenecían y de los que se nos ha desposeído. Pienso, por ejemplo, en “El Rincón”, donde pasamos con los primos, los tíos y los yayos más de diez años llenos de felicidad y de calor familiar. Hace casi dos años que ya no tenemos “El Rincón” y es como si la mayor parte del tiempo viviera acostumbrado a ello. Como si me hubiera ajustado rápidamente a las nuevas circunstancias. ¿Cómo puedo permanecer tan apático y pasivo frente a una pérdida tan colosal, frente a la pérdida de uno de mis hogares familiares? No logro comprenderlo. Supongo que es por necesidad, por resiliencia, por supervivencia. No podemos conservar nuestra felicidad si vivimos permanentemente anclados a aquello que fue nuestro pero que ya no nos pertenece más.

Y creo que he llegado al punto donde puedo desentrañar el aparente conflicto entre el optimismo y la nostalgia. Quizá es que no existe ese conflicto como tal. Puedo entenderlos como complementarios. La nostalgia es consustancial al ser humano. Es imposible que uno pueda vivir sin sentir algo de tristeza por aquello que en un momento fue fuente de felicidad y que ha dejado de existir. Y de ahí que la felicidad plena sea inalcanzable. Es imposible no sentirte de alguna manera desgarrado al observar que te encuentras desgajado de lo que un día dio valor y brillo a tu vida. Si partimos de esta premisa, entonces tendría sentido concebir el optimismo como un complemento de la nostalgia. Como un paliativo de la misma o, mejor dicho, como un atenuante.

El optimismo como predisposición a continuar atado a las cosas que te llenan a pesar de que no puedan proporcionar una imagen completa de ti mismo. A pesar de que sean insuficientes para explicar cabalmente tu trayectoria vital. El optimismo como horizonte, como predisposición a seguir acumulando nuevas experiencias y vivencias enriquecedoras, por mucho que sepas que están condenadas a extinguirse. Por mucho que sepas que están condenadas a convertirse en meros e impotentes recuerdos. El optimismo como salvamento, como un suave viento que te arrastra a degustar los placeres y alegrías que la vida ofrece. A estar abierto a querer y a ser querido. A cuidar y a ser cuidado. A recordar y a ser recordado.

No creo que tenga sentido seguir mostrándome esquivo o incómodo cuando se me defina como nostálgico. Ser nostálgico es connatural al ser humano. Y aunque la nostalgia, llevada al extremo, pueda impedir la felicidad, no está necesariamente reñida con ella. El optimismo puede ayudar a conciliarlas.



jueves, 14 de mayo de 2020

El susodicho


No puede imaginarse que cuando le miras a la cara no lo haces como cualquier otra persona, sino que ahondas en sus rasgos. Que te sabes de memoria sus lunares, el tamaño concreto de cada uno de sus dientes, sus pelos fuera de sitio, sus cicatrices, sus marcas de la varicela, el color de su piel. Le haces radiografías. Múltiples. Las vas actualizando. Cada día anotas en tu libreta mental un rasgo nuevo.

Luego esa radiografía te la llevas a casa y vuelves sobre ella continuamente. La repasas sin cesar hasta que descubres que conoces su cuerpo mejor que el tuyo propio. Que esa libreta reproduce sus rasgos físicos más fielmente que el espejo más diáfano y grande que pueda existir.

Recoges en una botella su olor. Y lo llevas contigo. Cuando estás en la intimidad, siguiendo un ritual de lo más estricto, ruedas el tapón y abres la botella. Dejas que se escape durante unos segundos el olor, te impregnas de él y lo vuelves a guardar con la mayor de las diligencias, como el tesoro que es, porque no quieres compartirlo con nadie más.

No puede imaginarse que no hay contacto fortuito, que todo es premeditado y maquinado con antelación. Que los abrazos se alargan deliberadamente. Que no quieres despegarte de su cuerpo, aunque ya estés despegado por el incompasivo e infranqueable algodón de la ropa. Te toca conformarte con efímeros e insatisfactorios simulacros de acoplamiento. Insípidos abrazos de camaradería.

Deseas abrirle la boca e introducirte en su cuerpo. Anclar una liana en una de sus muelas y descender poco a poco, memorizando cada espacio. Hacer una visita guiada por él. Montarte una pequeña y modesta cabaña, con los materiales que sea. Acomodarte y comprobar que la fusión que sientes en tu pensamiento ha adquirido forma física. Que por fin sois dos en uno. O uno por dos, lo contrario de lo que oferta el Carrefour.

Todo plan contra el amor es un plan abocado al fracaso desde su incubación. Intentas convencerte de que hay una luz en el horizonte, un halo de esperanza, una posibilidad de escaparte. Pero el mar es violento y agresivo. Sus embestidas te noquean. Intentas coger el primer bote y marcharte, pero las olas te devuelven siempre a la arena. Te reducen. Te repelen. A ti y a tu cruzada contra el amor.

Es magnético y adictivo. Tus movimientos te acaban conduciendo siempre al mismo puerto. Tus venas se han prolongado, has echado raíces fuera de tu cuerpo y sembrado semillas en terreno ajeno. Estás todavía más lejos de lo normal de bastarte por ti mismo. Tu insuficiencia se hace flagrante. Se radicaliza, se agranda, se agudiza.

Aunque eres consciente de que el ser humano es un ser social que necesita de los otros, te das cuenta de que esta dependencia exacerbada puede ser realmente tóxica. Te aplana. Te preguntas si quedan vestigios de tu autonomía.

Llevas de viaje contigo a la otra persona. Permanentemente. Es parte de ti. La cobijas en tu fortaleza. No puedes dejarle salir. Aunque quieras. Serpentea por tus venas.

A veces resulta agotador. Sudas de tanto amar. Acabas extenuado. Te preguntas si no habrá descanso. Te preguntas si merece la pena. Pero te das cuenta de que no entra dentro del ámbito de la voluntad. Que la decisión está lejos de tu alcance.

Y aun así, te hace sentirte pleno. Hasta el no correspondido. Una plenitud que te hace olvidar, o al menos aliviar, la zozobra que atraviesa tu existencia.

El miedo al vacío que se apodera del pasado. El miedo a la nebulosa en la que se envuelve el presente. El miedo al abismo que se cierne amenazante sobre el futuro. Todos estos miedos aplacados por su intensidad. Por la vibrante y eléctrica fuerza del acto de amar.

El amor como negación. No sabes muy bien qué afirma. Pero te hace notar que no estás muerto.



miércoles, 6 de mayo de 2020

Con desfachatez

Era una noche desapacible y lluviosa de noviembre. Mi amigo Holmes y yo nos encontrábamos en nuestro piso de Meléndez Valdés 64, resguardados del frío y del agua. Se podía oír el repiqueteo de las gruesas gotas al golpear las ventanas desvencijadas. Eran gotas voluminosas, como perdigones que la naturaleza nos estuviera lanzando desde unas catapultas invisibles colocadas en la bóveda oscura de un cielo sin estrellas. El ruido de la lluvia retumbaba por todo el piso sin tregua. El viento silbaba y se colaba por los múltiples resquicios de la casa. No había un alma en la calle. Holmes, sin embargo, parecía inmune a la desazón que acompañaba a una noche tan inhóspita como la descrita. Había agarrado su guitarra y la tocaba tranquilamente, improvisando melodías que le permitían ahondar en sus pensamientos.

Como he mencionado ya en alguna otra de las narraciones sobre las aventuras de mi amigo, nunca ha dejado de fascinarme la capacidad de Holmes para evadirse. Cuando tiene algo entre manos, como era el caso, consigue encogerse y arrebujarse dentro de ese gran caparazón que es su cerebro. Desaparece durante el tiempo que haga falta hasta que, eureka, vislumbra algo de luz y retorna al mundo de los humanos. Huelga decir que no se me ocurriría bajo ningún concepto interrumpirle cuando se halla en medio de sus cavilaciones. Su cerebro recorre unos senderos tan complicados y sinuosos que cualquier movimiento cerca de él puede descentrarle y hacerle perder el hilo de sus enrevesadas elucubraciones. Mi amigo Holmes, además, tiene un carácter de aúpa, como he podido dejar constancia en mis escritos. Las represalias por interrumpirle mientras ejecuta su trabajo son incalculables.

En fin, como iba contando, mientras Holmes se abstraía con su guitarra, me quedé varios minutos erguido al lado de la ventana. Aunque el abrupto desliz de las gotas me producía una sensación punzante de melancolía, no podía apartar mi mirada de ellas. La lluvia ha causado siempre un efecto magnético y envolvente sobre mí. Podría pasarme horas y horas observándola. Intentaba descifrar a través de las gotas qué hacían en sus casas los vecinos del edificio de enfrente cuando, de repente, observé que un taxi se paraba a la altura de nuestro portal. Se apeó de él un señor con movimientos pesados, cuya figura se disipó bajo la tela de un paraguas negro. Al segundo sonó el timbre de nuestro piso. Holmes detuvo su música.

 - ¿Esperas a alguien? -le pregunté.

 -No -me respondió ariscamente, enfadado porque le hubieran interrumpido.

 -Qué curioso. ¿Quién andará por ahí a estas horas? Debe de tratarse de un asunto de alta relevancia. Voy a abrir.

Pulsé el botón del telefonillo para abrir a nuestro inesperado visitante. Me acerqué a la puerta de la entrada y esperé bajo el umbral. Holmes decidió quedarse en el salón. Como saben nuestros lectores, vivimos en un segundo piso sin ascensor. Aunque no requiere un esfuerzo muy grande subir estos dos pisos, parecía que a nuestro visitante, a juzgar por los jadeos que se oían desde el rellano, le estaba costando sobremanera. Después de dos largos minutos, atisbé por fin una sombra que se empezaba a proyectar sobre la pared de las escaleras. Reflejaba la forma de un señor de estatura media. La sombra iba adquiriendo progresivamente contornos más nítidos hasta que, de repente, se disolvió y el hombre en cuestión apareció imponentemente delante de la puerta, a un palmo de mí.