"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

miércoles, 18 de marzo de 2015

¿Por qué avergonzarnos de nuestra insignificancia?


No sé si vosotros pensáis lo mismo, pero creo que vivimos en una sociedad muy propensa al “autobombo”. Cada día me reafirmo más en esta idea. Las redes sociales han incrementado colosalmente nuestra capacidad de exposición al público, y parece ser que nos encanta. Pero ojalá se tratara de una mera cuestión de exhibicionismo. El problema, sin embargo, es más gordo, pues esta exposición al público con frecuencia destila un engreimiento y un narcisismo que las redes sociales albergan y potencian con destreza.

Cada vez que abro Twitter me pongo nervioso al leer los tuits que algunos famosos retuitean. Lo hemos naturalizado, pero no es normal que una persona remita al resto los halagos que vierten sobre él. A todos nos gusta que nos dirijan mensajes lisonjeros y cariñosos, pero de ahí a hacérselo saber a todo el mundo hay un paso grande. No puedo entender qué finalidad se esconde tras semejante forma de actuar si no se trata de una necesidad por mostrar al resto de personas la valía de uno. Y la pregunta viene ahora: ¿por qué comunicar al mundo lo que valemos, o lo buenos que somos en una materia en concreto, o lo que nos quieren nuestros amigos y amigas? De verdad, ¿qué se consigue informando al resto de personas, muchas incluso desconocidas, de nuestras destrezas? Atendiendo a la naturalización social de este fenómeno, supongo que no debe de ser una pregunta que se plantee a menudo. Pero ello no es óbice para que yo insista en lo alarmante de esta actitud propagada y abrazada por la mayoría de nosotros (empleo el plural porque, aunque yo luche vigorosamente contra esta preocupante tendencia, seguramente haya sido atrapado en algún momento de mi vida por sus tentáculos).

Utilizamos con frecuencia las redes sociales para demostrar que somos felices, que tenemos una vida entretenida y dinámica, que gozamos de férreas y leales amistades, que somos buenos hijos que felicitamos a nuestros padres con párrafos conmovedores en Facebook… Plasmamos nuestras vicisitudes diarias en las redes extrayendo nuestras experiencias cotidianas de los confines de la intimidad y la privacidad. Damos prioridad a comunicar y mostrar a los otros los acontecimientos que jalonan nuestras vidas antes que a disfrutar interiormente y con nuestro círculo más próximo de lo que nos emociona y nos hace felices. Es como si la felicidad derivara más del hecho de compartirla y presumirla que de disfrutarla y saborearla.

Lo que me preocupa, como he comentado al principio, es la sobrevaloración de nuestras vidas que subyace a este tipo de actitud que hemos adoptado en las redes sociales. Tengo la sensación de que pensamos que nuestras vidas son importantísimas, que son dignas de ser mostradas continuamente y sin censura alguna al resto de humanos. Nos creemos demasiado interesantes, nos damos coba a nosotros mismos pensando que nuestras vidas deben ser minuciosamente representadas ante el mundo entero. Y lo peor es que sobrevalorándonos, dejamos de valorarnos, porque olvidamos que solo somos importantes en la medida en que somos insignificantes. Y que si la vida es maravillosa se debe precisamente a que aun siendo minúsculos y habitando ese diminuto punto azul pálido que es la Tierra, sentimos la vida como la experiencia más grande que puede existir.