"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 5 de enero de 2020

La fatal arrogancia



Hayek justifica la ausencia de intervención del Estado en el mercado de una manera que me ha resultado realmente sorprendente. Generalmente, la crítica que se vierte sobre los economistas liberales radica en señalar la concepción excesivamente individualista y simple que adoptan sobre el ser humano. Distintos autores, sobre todo aquellos procedentes de la corriente comunitaria, han criticado continuamente que los defensores del libre mercado conciban al ser humano como un ser plenamente independiente, que se vale por sí mismo y que está desgajado de cualquier tipo de cuerpo social. Hayek, sin embargo, se distancia de esta visión extremadamente individualista y sitúa al individuo dentro de un marco de relaciones sociales que conforman la identidad y personalidad del mismo. En este sentido, se alinea más con pensadores conservadores como Burke. A juicio del economista austriaco, existe un conjunto de hábitos, costumbres y tradiciones que moldea a los seres humanos y del cual éstos no pueden escapar. Hayek habla de evolucionismo cultural para describir este fenómeno. La historia de la humanidad se caracteriza por seguir el curso marcado por hábitos que han ido consolidándose a lo largo de los años y que son interiorizados por los individuos.

Las costumbres y tradiciones no son sino el producto de  la espontaneidad de la que está impregnada toda sociedad. Ocupan un espacio intermedio entre los instintos y la razón. Hayek se opone tanto a la exaltación de los instintos como a la de la razón. Por un lado, los instintos más primitivos, como el de solidaridad, son insuficientes para garantizar la supervivencia de la especie, pues no consiguen que el individuo extraiga todo el partido posible de los recursos disponibles en la naturaleza. La economía no puede florecer en un contexto donde exclusivamente se establecen relaciones con personas cercanas y conocidas. La ausencia de prácticas comerciales entre personas desconocidas hace imposible iniciar un proceso de especialización en virtud del cual cada grupo o persona limite su trabajo a las actividades en las que sea más productivo. Asimismo, los instintos primitivos sólo permiten que el ser humano se desenvuelva en un escenario donde únicamente existen objetivos vinculados a la comunidad o a la tribu. El individuo no tiene la capacidad de perseguir sus intereses propios, pues éstos están confinados a los del grupo.

Por otro lado, Hayek pone en cuestionamiento la dimensión transformadora y emancipadora de la razón resaltada por los defensores de la Ilustración. A su juicio, incurre en un ejercicio de fatal arrogancia todo aquel que se proponga alterar la realidad mediante el uso de la razón. La realidad es intrincada y sólo puede seguir el compás marcado por aquellas tradiciones en las que anida el sentido común compartido por múltiples generaciones a lo largo del tiempo. Nadie dispone de los conocimientos suficientes para perpetrar cambios sociales duraderos, eficaces y provechosos. La espontaneidad que rige en la vida social no puede ser reemplazada por ningún acto humano deliberado. Todo aquel que apele a la razón para transformar la sociedad abocará a ésta a su ocaso. Cualquier acometido de este tipo acaba, además, tomando formas represivas, ya que no existe ningún tipo de razón unánimemente compartido. Cambiar la realidad mediante la razón significa, para Hayek, imponer la razón de unos sobre la de otros.

Hayek engarza el desarrollo del mercado con su teoría del evolucionismo cultural. El mercado es la tradición que se halla entre el instinto y la razón. La solidaridad y el altruismo, aunque a simple vista generen simpatía a todo el mundo, son infructuosos en términos económicos, ya que, como se ha comentado, no permiten que el individuo establezca relaciones con personas ajenas a la comunidad. Instintos aparentemente tan atractivos como éstos resultan ser devastadores: conducen a la humanidad a la miseria y a la podredumbre. El mercado se sobrepone a estos instintos primitivos y se basa, en contraste, en la búsqueda individual del mayor beneficio. Cada persona, al intentar sacar el máximo provecho para sí misma, no logra sino beneficiar al conjunto de la humanidad. El mercado incentiva que cada individuo se especialice en aquello que produce de la manera más eficaz para que lo consuman personas a las que ni siquiera conoce. No está predeterminado por ningún tipo de razón y no admite ninguna intervención. Opera libremente y únicamente se guía por la ley de la oferta y la demanda. La metáfora de la mano invisible de Adam Smith ilustra con claridad la espontaneidad que, según Hayek, caracteriza al funcionamiento del mercado.

La propagación y consolidación a lo largo de la historia de la tradición del mercado se ha traducido en el incremento de la riqueza en todas las partes del mundo en que se ha implantado, así como en el desarrollo de nuevas tecnologías y máquinas que han facilitado sobremanera la existencia humana. Hayek llega a escribir que el proletariado industrial no debería sino estar agradecido al capitalismo por haber propiciado un crecimiento económico sin el cual los propios obreros no podrían alimentarse. De hecho, si el crecimiento demográfico no constituye una amenaza para la humanidad es gracias también al mercado, que consigue, a través del aumento de la riqueza, hacerlo sostenible. A la luz de todo lo explicado, Hayek concluye que el mercado es la práctica social que más ha contribuido al avance de la humanidad.

Una vez introducidas las líneas generales presentadas por Hayek en La Fatal Arrogancia, procedo a presentar mis críticas:

Me ha resultado muy interesante, como ya he mencionado, la relevancia que Hayek atribuye a la tradición y a la costumbre. A diferencia de otros defensores del capitalismo, Hayek reconoce desde el principio que el ser humano se halla enmarañado en una serie de relaciones sociales que configura su existencia. No puede concebirse al ser humano sin atender a su contexto social. Todo individuo es portador de un acervo cultural forjado a lo largo de los siglos y que está imbricado en su propia personalidad. Uno difícilmente puede ser uno mismo sin el lenguaje heredado de sociedades inmemoriales o sin las tradiciones y narraciones históricas que han determinado el imaginario del grupo social del que forma parte. Esta concepción del individuo colisiona con algunos aspectos fundamentales de la Ilustración, pues niega, de primeras, que pueda darse la plena autonomía individual. El ser humano es un ser social por naturaleza. No es autosuficiente, sólo puede entenderse a sí mismo en relación con el resto. Ni siquiera el empleo de la razón puede desarraigar totalmente al ser humano de sus ligámenes sociales. Queda siempre un reducto social mínimo que no es susceptible de ser erradicado y que convierte al ser humano en un ser inevitablemente dependiente. 

Admitir los límites de la razón no conduce necesariamente a aceptar todo tipo de tradición o costumbre. Hayek enfatiza la necesidad de adoptar una actitud crítica frente a ellos. Sin embargo, esta cautela no está suficientemente reforzada en su pensamiento. Para el pensador austriaco, todas las tradiciones deben ser seguidas por los individuos, independientemente de las conclusiones resultantes del juicio crítico elaborado sobre las mismas. Supone, en su opinión, una manifestación de fatal arrogancia oponerse al saber colectivo contenido en las tradiciones. Éstas son un signo de evolución cultural y son fruto del armonioso equilibrio de las distintas voluntades de los individuos.

A lo largo de la lectura de esta obra de Hayek, deviene complicado discernir cuáles son los motivos que instan al seguimiento de las tradiciones, ya que, como se ha subrayado, Hayek enlaza su teoría de la evolución cultural con el desarrollo del mercado. Es el capitalismo el que da lugar a la sociedad abierta en la que la subsistencia está garantizada en mayor grado que en cualquier otro período histórico. Sin embargo, no queda claro hasta al final del ensayo si las tradiciones deben seguirse por ser tradiciones o, al identificarse con el mercado, por ser conducentes a la prosperidad. Si se siguieran por la segunda razón, por contribuir al bienestar material de la sociedad, entonces la teoría de la evolución cultural se vería socavada: los individuos estarían decidiendo deliberadamente por qué tipo de instituciones guiarse, i.e., por aquellas instituciones del mercado que considerasen a priori que pueden asegurar un mayor crecimiento económico. No estarían, por tanto, dejándose llevar por el curso espontáneo de las normas sociales de conducta.

Es al final del ensayo cuando Hayek resuelve esta cuestión: los individuos no podían conocer al principio del desarrollo del capitalismo sus innumerables efectos positivos. Apoyaron las prácticas propias del mercado porque constituían una tradición en ciernes. Hayek destaca el papel notable que desempeña la religión en la consolidación de tradiciones como la del mercado: “cuando el orden de la interacción humana se hizo más extenso, cercenando de este modo las exigencias de los instintos, dicho orden pudo mantenerse durante algún tiempo debido a su completa y continua dependencia de ciertas creencias religiosas, falsas razones que influyeron sobre los hombres para que éstos realizaran lo que exigía el mantenimiento de una estructura capaz de alimentar a una población más numerosa” (p.222). Las religiones son, pues, verdades simbólicas que proporcionan fe y confianza en las nuevas prácticas sociales, generando en los individuos la seguridad de que todo irá bien.

Una vez asentada la tradición, ya no precisa de la religión para su desarrollo: es respetada por haber sobrevivido al paso del tiempo y haber probado ser más ventajosa en términos de garantizar los recursos necesarios para vivir. Las tradiciones consolidadas no se aceptan solo por existir, sino que existen en tanto que han coadyuvado a que la sociedad viva de manera más próspera. Son los hechos y no la fe en lo existente lo que justifica el seguimiento de las tradiciones consolidadas como el mercado. Para Hayek, como ya se ha explicado, las tradiciones son depositarias del conocimiento compartido entre múltiples individuos a lo largo de innumerables generaciones. Son fruto de las interacciones libres y espontáneas entre las personas. En tanto que portadoras de una sabiduría colectiva, no pueden ser contrarrestadas por ninguna razón individual. Es verdad que Hayek también sostiene, como ya se ha comentado supra, que no todas las tradiciones son beneficiosas. En este sentido, el pensador austriaco parece rehuir de las actitudes acríticas hacia las conductas sociales. Sin embargo, al no vislumbrar ninguna manera de oponerse a las tradiciones juzgadas como perniciosas, acaba instando, a efectos prácticos, al seguimiento incondicional de toda tradición.

La valoración positiva que hace Hayek del papel inicial de la religión en la estabilización de las instituciones sociales confirma lo que se intuía: en un principio, las conductas sociales se siguen por el mero hecho de haberse iniciado. La adhesión a las mismas se produce por una cuestión de fe. Frente a la certeza con la que los racionalistas radicales pretenden revestir la realidad, Hayek aboga por la pasividad frente al desarrollo de las instituciones sociales. Desde su punto de vista, la inexistencia de una razón certera y absoluta incapacita a los individuos para intervenir directamente en la realidad. Al no existir un criterio definitivo para delimitar lo que es bueno o malo, Hayek se opone a cualquier intento de imprimir un sentido de justicia a la sociedad. Paradójicamente, la postura de Hayek en este punto destila una dosis de esencialismo similar a la de los racionalistas radicales a los que critica. Ratificar toda práctica social en ciernes, aceptar la realidad tal cual es solo por ser como es, supone dotar a ésta de un carácter cuasi sagrado. Implica atribuir a la realidad un carácter tan absoluto como el que los racionalistas asignan a la razón. Esta deficiencia de fondo se revela cuando Hayek necesita recurrir a la religión para justificar el seguimiento de una realidad que por su propia existencia no aporta ningún motivo para su perpetuación.

¿Por qué desechar la razón como instrumento configurador de la sociedad y, sin embargo, aceptar la fe? ¿Acaso no constituye también una actitud arrogante determinar de manera tajante que no existe ninguna manera de incidir positivamente en la realidad social y que antes puede mejorar la sociedad siendo conducida por la fe que por la razón? En mi opinión, es igualmente criticable pretender predeterminar por completo la realidad a través de la razón, como el dejarla a merced del curso espontáneo de los acontecimientos. El exceso de actividad (pensar que uno dispone de la razón absoluta) es equiparable en arrogancia al exceso de pasividad (asumir de manera concluyente que la realidad no puede ser mejorada deliberadamente y que hay que dejarla tal como se nos presenta).

Aunque es cierto que la razón es incapaz de dar respuestas plenamente satisfactorias a todas las cuestiones referentes a la vida social, no menos cierto es que a través del cultivo de ésta podemos desarrollar juicios que nos permiten delimitar entre lo que es moralmente bueno o no. Estos juicios, como bien señala Hayek, no son ni absolutos ni definitivos, pues ni todas las personas coinciden en ellos, ni hay ninguna prueba que muestre su validez incontestable. Sin embargo, la respuesta a la inevitable insuficiencia de la razón no debería ser la abdicación de todo intento de crear una sociedad justa. La insuficiencia de la razón no debería abocarnos a la resignación moral. Frente a ella, se pueden plantear teorías de justicia, como la de Habermas o la de Rawls, que, conscientes de que no existe una verdad absoluta, sitúan al individuo en el centro de sus modelos de justicia, de tal forma que queden siempre salvaguardados los derechos más elementales del individuo, independientemente de cuáles sean las ideas hegemónicas de cada época.

Por último, frente a la famosa frase de Keynes de que “en el largo plazo todos estamos muertos”, Hayek aboga por proteger el mercado para garantizar la prosperidad en el futuro. En este sentido, Hayek argumenta que, en el largo plazo, para que se desarrolle debidamente el mercado, hay que aceptar que se desatienda a individuos concretos del presente (hay que dejarlos incluso morir). Esta creencia desorbitada en las bondades del mercado me recuerda a la de a aquellos marxistas ortodoxos, tan criticados por Tony Judt, que esgrimían el idílico futuro comunista para justificar las pérdidas humanas que acarreaba la revolución. Me parece de una arrogancia supina el dar por hecho que nada puede hacerse frente a los fallos del mercado (las pérdidas que acarrea), el resignarse a aceptar una institución consolidada por la costumbre que no asegura el bienestar de todos los individuos.

Asimismo, resulta harto ilusorio plantear que a las prácticas sociales les subyace una noción indispensable de espontaneidad. Que son el producto de la participación de numerosos individuos a lo largo de la historia y que, por lo tanto, no se les pueden oponer las razones alternativas de un único individuo o de un grupo de individuos que, comparados con las legiones de individuos que han poblado la historia, resultan minúsculos. De esta manera, Hayek presume la capacidad de todos los individuos de participar en el surgimiento y la perpetuación de toda práctica social perdurable, obviando el conjunto de opresiones que concurren en la sociedad y que son ajenas a la intervención del Estado. Hayek olvida que hay un número sustancial de individuos que, como consecuencia del inicuo reparto del poder social, político y económico, ha sido incapaz de influir en el transcurso de la historia. Individuos que han sido silenciados y discriminados como las mujeres, las minorías étnicas, los homosexuales o los más pobres y cuyas voluntades cuesta adherir a la supuesta espontaneidad que ha informado el avance de las instituciones del mercado. Me parece alarmante tildar de arrogante a todo intento de proponer una alternativa o una modificación de unas tradiciones, como la del mercado, que no han sido sino el resultado de una estructura del poder económico, social y político que ha dejado a numerosos individuos fuera, ignorando sistemáticamente sus derechos y sus voces.