"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

lunes, 30 de agosto de 2021

La novela decimonónica

 

Las novelas del siglo diecinueve son una especie que se puede identificar a la legua. Basta con ver un libro con un lomo bien ancho y que esté cerca o supere las mil páginas para empezar a sospechar que uno se encuentra frente a un miembro de esta fructífera especie. Una especie que lleva años y años expandiéndose por las casas de casi todas las familias, ocupando estanterías hasta en aquellos lugares donde no había quien supiera leer, y que ha mutado tantas veces que ya no le molesta si se la utiliza de pisapapeles, de mesa para la televisión o de “sujetapuertas” cuando hace mucha ventolera. Lo único que le importa es que sigan pasándose de generación en generación los libros que engendró en su día, como un ritual al que se entregan las familias para garantizar su continuidad en el tiempo. Que los abuelos y las abuelas, en su último suspiro, ya con voz de ultratumba, dejen a sus nietos en el testamento los libros de Dickens y de Galdós, aunque ellos mismos no los hayan podido leer.

Por suerte, los libros del siglo diecinueve, además de la importancia simbólica que han adquirido, siguen satisfaciendo su principal función: entretener. Estas novelas son tan adictivas como cualquier serie buena de Netflix. Cabe en ellas la vida en toda su extensión, con sus alegrías, sus dramas, sus tragedias y, por supuesto, su salseo. Siguen esa máxima famosa de Galdós de que “do quiera que el hombre vaya lleva consigo su novela”. Al igual que las series de ahora, estas novelas se publicaban muchas veces en fascículos que los consumidores esperaban con la misma ansia que nosotros hemos esperado los últimos capítulos de Juego de Tronos. Es bien sabido que algunos estadounidenses esperaban en el mismo puerto a que llegaran los barcos con las nuevas entregas de los libros de Dickens.

También, como algunas de las mejores series, las novelas decimonónicas se alargan mucho y se enredan en historias que se desvían claramente de la principal, con el consiguiente riesgo de despertar algún que otro bostezo. Pero esto es precisamente lo bonito de ellas. Se parecen tanto a la vida misma, que a veces te aburren y no pasa nada. Crean un universo propio del que quieres saber todo, hasta lo más aparentemente insignificante. Cuando las acabas, es imposible no echar de menos el bullicio y el olor que despedían las calles por las que has estado vagando durante tantos días en soledad, sin que nadie te moleste.