"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

miércoles, 29 de diciembre de 2021

La madre de Raimunda

Jacinta, la madre de Raimunda, no se pierde ni uno de los partidos que juega el Atleti en el Wanda. El día de partido, se pone sus mejores galas y va al Mercado del barrio con una foto de su hija. En la foto aparece Raimunda con el uniforme de segurata y varios jugadores disputando un balón detrás de ella. Algunos de los vendedores, sobre todo Raquel, la de la frutería, y Paco, el carnicero, comparten con fervor su entusiasmo. Siempre preguntan a Jacinta por su hija. “¿Cómo va la Raimunda? ¿Qué se nos cuenta?”. A ellos también les gusta presumir. Cada vez que sale a la luz una noticia sobre un jugador del Atleti, les gusta decir a sus clientes que ellos poseen información privilegiada, ya que “una cliente tiene una hija muy cercana a los jugadores”. No importa si la cercanía es física o personal. “A la hija la conocemos desde que era bien pequeña. Desde que era así -señalan el suelo para indicar la estatura-, te lo juro. La hemos visto crecer. Ay, la Raimunda. Qué apañá ha sido siempre la jodía”. 

Raimunda juega un partido cada dos semanas, la frecuencia con la que el Atleti juega en el Wanda. Menos mal, piensa siempre Jacinta. Así le da tiempo a reponer energías entre partido y partido. Ella lo tiene claro: el Atleti pierde más a menudo cuando juega fuera de casa porque su Raimunda no está ahí. Muchas veces le ha preguntado por qué no le dejan trabajar también en los estadios de los equipos rivales. Los días antes del partido, Jacinta es un manojo de nervios: se muerde las uñas, va al baño cada quince minutos, pone en su radiocasete rock and roll, bebe muchas cervezas, se golpea con los muebles de la casa, transformando su cuerpo en un mosaico de moretones… Lo peor sucede en la víspera. No hay manera de que concilie el sueño. Ni contando ovejitas ni contando con cuántos hombres se acostó/hizo guarradas antes de casarse y dar a luz a Raimunda. Ramiro. José. Ramón. Miguel Ángel. El Chechu. Vicente. El Seta. Manolo. Y un largo etcétera incapaz de producirle ni un amago de bostezo.

Las horas antes del partido se calza las botas que usaba su hermano Juan, en paz descanse, cuando jugaba al fútbol con catorce años en aquellos tiempos lejanos. Camina por la casa con ellas puestas. No se las quita ni para cocinar. Además, como es supersticiosa hasta la médula, anda dando saltitos para evitar pisar las rayas de los azulejos del suelo. Coloca una vela a Santa Rita al lado de la tele. Reza por la salud de su hija. Le pide al Señor que se apiade de su Raimunda, que es una buena muchacha, aunque a veces tenga mucho genio y no la aguante ni la madre que la parió.

Se acomoda en el sofá media hora antes del partido para seguir la previa. Después de encadenar varios días de mucho agotamiento físico y pocas horas de sueño, se queda frita a los pocos minutos. Cuando se levanta y ve que el partido ya ha acabado y que en la pantalla sólo aparecen unos monigotes en un concurso que le importa un comino, aprieta los dientes de la rabia y deja salir de su boca una cadena interminable de maldiciones. Una vez se tranquiliza, se propone enterarse de cómo ha quedado el partido. Como es mujer de costumbres arraigadas, se niega a comprobar el resultado en el móvil. Prefiere el teletexto. Si ve que el Atleti ha perdido, los nervios vuelven a aflorarle. “Tener madres para esto. Raimunda no me lo va a perdonar nunca. ¡Si es que no debo relajarme ni un momento!”. Se va a la ducha para quitarse el sudor acumulado y empieza los preparativos para el siguiente partido.

jueves, 23 de diciembre de 2021

Visita al Bar-Mesón

En el autobús, de camino al Wanda, le llama la atención un nuevo local que han abierto en la calle Palmatrón, perpendicular a Facendera. Bar-Mesón reza un letrero de luces fluorescentes. Le hace gracia el ascetismo del nombre. Menudos huevos hay que tener para poner ese nombre y quedarse tan pancho. Como si el Wanda, en lugar de Wanda, se llamara Campo-Estadio. Aunque, bien pensado, quizá es preferible un nombre sencillo que no uno que revele tan claramente las costuras del capitalismo. Después del partido se dejará caer por ahí, ya lo ha decidido.

Raimunda es fan del Atleti desde pequeñita, pero no va al Wanda a ver a su equipo (ya le gustaría). Va al Wanda a trabajar. A levantar el país, que se dice. Forma parte del equipo de seguridad. Llega al estadio embutida en un anorak de segurata que le confiere una imagen de persona gruesa a pesar de que ella es extremadamente escuálida. Tiene la cara surcada de arrugas y el pelo, moreno intenso, recogido en una coleta pequeña. Lleva gafas de sol, aunque no hace sol. Se fuma el último piti antes de entrar. Lo tira al suelo y lo pisa varias veces. Se regodea en el acto de apagar el fuego. Un señor mayor le silba cuando se agacha a por el cigarro para tirarlo a la basura. Se levanta echa una fiera y le lanza una cascada de exabruptos: cerdo, pervertido de mierda, saco de huesos a punto de disecarte, malparido, viejo verde, cucaracha andante…

Habla con sus compañeros y sale al estadio. La rutina de siempre. Se sitúa a cinco metros de Javier y a otros cinco de Concha, formando así el cordón de seguridad. Se pone de espaldas al campo y, por lo tanto, de cara a los aficionados. Tiene totalmente prohibido darse la vuelta. Estar tan cerca del espectáculo y perdérselo siempre. Qué rabia le da. Se tiene que conformar con el otro espectáculo, el que dan los aficionados. Le fascina la violencia que se concentra en las gradas. Hay una tensión latente que parece que va a estallar en cualquier momento, pero que, por arte de magia, casi nunca va a más. Gracias a su trabajo ha descubierto tres cosas sobre la naturaleza del hombre: 1) que el hombre es un ser social, 2) que el hombre es un ser animal y 3) que el hombre es un ser resabido. Todos los aficionados see creen que saben más que nadie y se les hinchan las venas cada vez que el entrenador toma decisiones que ellos consideran completamente estúpidas.

Va a su trabajo como si fuera al cine a ver una película muda. Los aficionados, con sus muecas, sus peinetas y sus movimientos, son los protagonistas de la película. Los insultos constituyen el acompañamiento musical en directo. Con estos ingredientes le toca a ella interpretar qué está sucediendo en el campo. Cada vez se le da mejor. Es capaz de discernir, antes de que los altavoces anuncien nada, cuándo marca el Atleti, cuándo encaja un gol, cuándo le pitan un penalti a favor, cuándo en contra, cuándo lo para Oblak… Lo único que no es capaz de intuir es, cuando un jugador local es expulsado, si es por roja directa o por doble amarilla. Pero bueno, tampoco hace faltar hilar tan fino.

Acaba el partido, deja el anorak en el vestuario de los seguratas y se pone a caminar hasta que se topa con las luces con un aire de puticlub del Bar-Mesón. Entra y se dirige directamente a la barra. Pide dos chupitos de cazalla. Le atiende el único camarero que hay en el local. Es un señor de piel pálida y rasgos bondadosos. Muy amablemente, se presenta a la nueva cliente. “Buenas tardes, mi nombre es Casimiro”. Raimunda, en un acto reflejo, le interrumpe y le espeta “hijo de puta”. Se da cuenta enseguida del error. “Perdona, es la costumbre. Tu nombre se parece mucho al de un jugador del Madrid”. Casimiro ni se inmuta. Es demasiado bueno como para ofenderse por eso. Le sirve los dos chupitos.

Raimunda ahueca su culo en el taburete de la barra. Decide girarse y otear la otra parte del bar. La postura del borracho clásico que bebe cabizbajo en el poyo del bar nunca le ha gustado. Ella es una bebedora alegre. Además, ya está harta de perderse siempre el espectáculo. Quiere observar la realidad y participar en ella. En los bares han tenido lugar acontecimientos demasiado importantes: la fundación de equipos de fútbol, como el Valencia; la fundación de partidos políticos, como el PSOE; la escritura de novelas que han marcado a muchos, como El señor de los anillos; o el descubrimiento de grandes hallazgos científicos, como el ADN.

A Raimunda también le gusta la distinción entre trabajo y ocupación. Ella trabaja como segurata, pero su ocupación de verdad es ser participante de la Historia, en mayúsculas. Le fascina el hecho de que acciones que a simple vista parecían inocuas, de cuya trascendencia nunca se tuvo plena consciencia, hayan acabado determinando el sino de la humanidad. Le obsesionan los acontecimientos históricos que se han convertido en fechas que marcan el inicio o el final de una época. La Toma de la Bastilla. El motín de Aranjuez. La batalla de Trafalgar. La caída del muro. El desembarco en Normandía. El asalto al Palacio de Invierno. Su principal sueño es poder colarse en uno de esos días que aparecerán señalados en los calendarios del futuro. Para ella, una vida carente de acontecimientos históricos es una vida aburrida, un paréntesis sin sentido.

Esa ansia por lo trascendente inocula en ella la necesidad de tener los ojos permanentemente abiertos, no vaya a ser que se pierda El Gran Momento. En el Bar-Mesón no parece que haya mucho que observar. Aparte de ella, sólo hay un cliente más. Se pide varios chupitos más de cazalla. Como no hay mucho entretenimiento, se pone a jugar con las servilletas. Siempre le ha gustado la papiroflexia. Hace distintas figuras para matar el tiempo: una mariposa, un dragón, un dinosaurio, un unicornio… Durante las dos horas que se pasa así no pierde de vista al otro cliente. Le parece algo raro que este señor, en lugar de pagar por sus consumiciones, reciba dinero por cada una de ellas. Casimiro le toma nota y otro hombre, que tiene una salita para él al lado del baño, se acerca y le deposita una cantidad que Raimunda no consigue apreciar. Le da unas palmaditas de agradecimiento en la espalda y se vuelve a meter en su salita. Debe de tratarse de una persona muy importante para que su presencia sea considerada en tan alta estima por la gente del bar. Los famosos y los ricos son los únicos a los que invitan en todos lados. A éste no sólo le invitan, sino que le pagan por consumir. ¿Quién será? ¿A qué se dedicará o se habrá dedicado? A Raimunda se le remueve de emoción el estómago sólo de pensar que puede estar delante de un ser relevante y trascendente.

 

 

 

  

viernes, 3 de diciembre de 2021

Juan Luis

 

En estos tiempos en los que el pesimismo se vuelve a cernir sobre nosotros, me fuerzo a pensar en cosas luminosas. Estos últimos días he pensado mucho en un hombre espigado, de andares ligeros, gafas pequeñas y voz muy suave. Se llamaba -y supongo que todavía se sigue llamando, aunque hace bastante que no sé de él- Juan Luis Ramos y fue mi profesor de castellano en segundo de bachillerato. Vestía muy sencillamente, normalmente unos pantalones de pana y un jersey de tono oscuro. Sus movimientos eran siempre comedidos, exentos de cualquier tipo de atolondramiento. Era una persona circunspecta y tranquila. En concordancia con la personalidad que estoy describiendo, se reía de manera muy discreta. También sonreía mucho, de modo que, siendo serio, nunca resultaba imponente. Todo lo contrario, desprendía candidez. Su presencia era muy agradable y ejercía un efecto balsámico -y también hipnótico- sobre su entorno. 

Era elegante a la hora de hablar de sus compañeros y de sus alumnos. Lo era hasta en la manera en que sujetaba la tiza y escribía en la pizarra versos de Miguel Hernández. Tenía mucha mano izquierda. Sólo así se puede explicar que desempeñara el cargo de jefe de estudios con tanta solvencia y sin granjearse ninguna enemistad entre el alumnado, y mira que fueron tiempos convulsos en el IES Barri del Carme, con mucho parte y muchas raciones de “te espero a la salida del instituto”. Me acuerdo de cruzarme alguna mañana con él de camino a clase. Caminaba ensimismado escuchando música. Esa estampa me transmitía -y me sigue transmitiendo hoy, tantos años después- una sensación muy profunda de paz. Una paz que no parecía caída del cielo, sino que resultaba más bien fruto de una deliberación alargada, de mucha experiencia y de alguna que otra resignación. 

Juan Luis era, para colmo, extremadamente divertido. Tenía una ironía muy fina. Mi hermana y yo, que fuimos sus alumnos en años diferentes, seguimos comentando los correos que enviaba. No tienen desperdicio. Unos días antes de la selectividad, nos envió uno con sugerencias para que nos ajustáramos a los noventa minutos del examen de castellano. Empezaba así: “Queridas y queridísimos: Sin ánimo de romper vuestra decidida concentración, sin ánimo de turbar vuestro retiro espiritual, pero con la voluntad manifiesta de servicio al alumno/a que caracteriza a este departamento de Castellano (y por el mismo precio), os envío un archivo con unas sugerencias para la preparación de vuestro examen”.  Entre los distintos ejercicios que proponía, el que más gracia me ha hecho siempre fue este: “Método del reloj de cuco: Instala en tu casa dos o tres relojes de cuco y prográmalos para que cada noventa minutos, el pájaro salga de la casita y avise. Es muy efectivo. El inconveniente de este último método es que muy posiblemente al segundo día tus padres te echen de casa. Si así fuera, no olvides llevarte contigo los relojes allá donde vayas y seguir practicando”.

En Navidad de 2012 también nos envió un correo muy gracioso para recordarnos las tareas que debíamos entregar a la vuelta: “Debéis enviarme el trabajado antes de que acabe el año. Es decir, cualquier trabajo que me llegue con posterioridad a la duodécima campanada del 31 de diciembre será redirigido inmediatamente a la papelera de reciclaje. Todo esto, claro, en el supuesto caso de que los mayas no tengan razón. Si la tuvieran y el mundo se fuera al garete el día 21, quedáis eximidos de hacer cualquier cosa. A no ser que las religiones tengan algo de razón y nos encontremos en el más allá. En este caso, cuando os dejen llegar al Paraíso me entregáis los trabajos. Yo os esperaré allí. Sed juiciosos estos días. Que no se acabe el mundo no quiere decir que os tengáis que ir por ahí a celebrarlo a todas horas”.

En el instituto a algunos profesores les gustaba competir por ver quién había escrito más manuales de segundo de bachillerato. Juan Luis, sin embargo, siempre fue muy modesto. Nunca le gustaba hablar de sí mismo. Tanto es así que nunca nos dijo que había publicado tres poemarios en los ochenta. Le incomodaba tanto la notoriedad que decidió dejar de publicar sus poemas en 1983, cuando apenas tenía veinticinco años. Nosotros nos enteramos de todo esto hace sólo cuatro años, cuando salió a la luz un volumen que recoge los distintos poemarios de Juan Luis y que le valió el Premio Ciutat de Barcelona de Literatura castellana de 2017. A mí se me cae la cara de vergüenza cuando recuerdo un día en clase en el que, en un acceso de vanidad, le enseñé unos versos que había escrito y que me planteaba presentar para el concurso de poesía del instituto. Con la elegancia que le caracterizaba, me dijo de la manera más eufemística posible que era una birria de poema (“la rima no está muy conseguida, ¿no?”). Y no le faltaba razón. Era un poema lamentable al que no me he atrevido a volver nunca.

El volumen publicado en 2017 se titula con “Con pájaros que ignoro”. Lo he estado leyendo estas últimas noches y la verdad es que es emocionante descubrir que hay razones para admirar todavía más a Juan Luis. Comparto aquí la primera parte de “Balada del indiferente”, el poema que más me ha gustado:

 

“A orillas de cualquier estado

bajo un cielo tachonado de bengalas

y pájaros errantes,

se tiene la sensación, se tiene

la poderosa sensación de que una manzana

cualquiera,

mojada de escarchas infantiles,

al caer sobre la hierba donde quizá un par de enamorados

vivieron con cánticos de júbilo

y aullidos deportivos

la certeza profunda de su amor,

una dulce y purpúrea manzana

al caer

arrastra en su caída el paisaje,

el cielo tachonado de bengalas

militares y globos multiformes,

el paraíso y sus colones.

 

Los dardos de la melancolía

buscan nuestra garganta y se tiene

una vez más la sensación

de estar de sobra en este cuarto destartalado

con polvo centenario y frío

lechoso que llamamos mundo.

Ni siquiera la ardiente mirada

sobre una vieja estampa familiar

desde cuya hondura un vago fantasma dice adiós

enternece

               un pecho endurecido por la fatiga”.        


Qué rabia me da no poder recordar con nitidez cada una de sus clases. Cuántas horas delante de él se han ido, en contra de mi voluntad, por las cañerías del olvido. El pasado es avaricioso y sólo nos permite quedarnos con jirones de lo que vivimos. En el caso de Juan Luis, por suerte, son jirones expansivos con capacidad de alumbrar toda una juventud, desde su etapa más embrionaria a la más madura. "Los días y las noches están entretejidos de memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido". Aunque haya olvidado mucho, recuerdo lo más importante: que Juan Luis era un profesor espléndido que nos trataba a todos con mucho respeto.


PD: En este link podéis ver y escuchar a Juan Luis recitando uno de sus poemas:  https://www.rtve.es/play/videos/pagina-dos/pagina-dos-poema-juan-luis-ramos/4520871/



viernes, 5 de noviembre de 2021

Historia de un nudo

 

Voy a una cena de gala a uno de los colleges más antiguos de la ciudad. Se fundó en 1263 y el edificio que lo alberga ahora, a pesar de haber sufrido multitud de reformas, conserva un aroma clásico inconfundible. Es una especie de castillo gótico, con una fachada majestuosa, que a todo el mundo le recuerda a Hogwarts. Hay que vestir traje y chaqueta, con corbata incluida. Yo me he puesto tan pocas corbatas en mi vida que todavía no sé hacerles el nudo. Intento recurrir a un vídeo muy didáctico de Youtube, pero tengo tanta prisa que mis manos torpes y poco habilidosas me fallan más de lo que acostumbran. Salgo de casa con la corbata guardada en el bolsillo, con la idea de pedir a alguien que me haga el nudo allí. Y así lo hago. Delante de la imponente puerta del edificio, empiezo a tantear a ver quién puede hacerme el apaño. Muy amablemente, un escocés se ofrece a ayudarme. Es unos años mayor que yo. Me dice que tiene mucho entrenamiento en hacer nudos, sobre todo para sus hijos. Después de un primer intento fallido, rodea mi cuello con la corbata para calcular bien la medida. Me siento algo ridículo y fuera de lugar rodeado de tanta gente que parece estar perfectamente familiarizada con la idea de vestir traje y chaqueta un martes cualquiera. Aunque debo reconocer que, debajo de esa leve sensación de vergüenza, asoma cierto sentimiento de orgullo y rebeldía. Me gusta sentir que no soy uno de ellos y que, por suerte, apenas he tenido que vestirme tan formalmente en mi vida.

No vuelvo a ver al escocés hasta después de la cena, en el bar al que vamos a tomar unas cervezas, pero me quedo dándole vueltas a la idea de que tenga hijos y de que se haya ausentado de su casa un martes por la noche para una cena que no tiene ninguna trascendencia especial. En realidad, una parte de mi subconsciente empieza a levantar red flags por todos lados. No conozco nada de su vida, pero me basta una frase para fabricar la sospecha de que es mal padre y de que no colabora en las tareas del hogar. Lo sé, estoy siendo muy prejuicioso, pero imagino que si me vienen todos estos prejuicios a la cabeza por algo será. Quizá no sea culpa suya, sino de todos los hombres de esa calaña con los que me he cruzado en mi vida. Hombres que tardan dos segundos en desatender sus obligaciones domésticas y que, las pocas veces que las atienden, les gusta que les saquen en volandas de la cocina. Por menos no se prestan a ello.

Cuando me reencuentro con él en el bar, no puedo evitar preguntarle por su hijo o hijos (no me había quedado claro si tenía más de uno). Me responde que tiene tres y que el más pequeño acaba de cumplir seis semanas. Me quedo asombrado y mis prejuicios se elevan al cubo. Saca el móvil y me muestra la foto del más pequeño. La verdad es que es una monada y enseguida me dan ganas de que me caiga bien. Me ablando. Pienso que quizá no está tan mal que haya venido a la cena, que a lo mejor tiene un acuerdo con su mujer que permite que los dos disfruten de algo de vida social. Quizá mis padres hicieron lo mismo cuando mis hermanos y yo éramos pequeños. Me doy cuenta de que nunca se me ha ocurrido preguntarles a mis padres cómo organizaban su tiempo cuando nacimos.  

El escocés se siente cómodo hablando. Tiene una dicción muy clara y una seguridad en sí mismo bastante grande. Le sorprende que le pregunte por su vida personal. No le molesta -enfatiza-, sólo que no está acostumbrado. Me dice que si tengo más preguntas. Le pregunto si vive en Oxford. Me responde que sí. No sé por qué, también le pregunto si vive en alquiler o si es propietario. Tener una casa en propiedad aquí es inasumible, pero no sé por qué intuyo que puede ser asumible para él. Supongo que porque habla de una manera que da a entender que bajo sus pies hay mucha estabilidad. En efecto, la casa es suya y de su mujer (ahora ya sé que su pareja es su mujer), pero todo tiene una explicación. En menos de un año han fallecido su madre y el padre de su esposa, así que han comprado la casa con el dinero que han heredado. Obviamente -remarca-, no se lo habrían podido permitir sin esa herencia. Cuenta con tanta naturalidad la lógica de esa operación que me dan ganas de preguntarle si de verdad cree que todo el mundo que hereda puede comprarse una casa que costará, como mínimo, unas 500.000 libras, pero sería muy insensible por mi parte después de la información tan personal que acaba de compartir. Cuando menciona lo de la muerte de su madre añade que me está contando cosas que no suele contar. Más bien, que yo le estoy sacando información muy personal con mis preguntas. Me dice que no le molesta, que se me da bien y que siga preguntándole.

Me hace gracia la gente que parece que quiera que te sientas afortunado cuando se te abren en canal, cuando la mayoría de las veces lo hacen por necesidad o placer propio. Yo sólo le había preguntado si la casa era suya o no. Él podría haberse inventado que la había comprado gracias a una herencia de un tío lejano, pero si ha decidido especificar que es el dinero que ha recibido de su madre recientemente fallecida, yo qué le voy a hacer. Entonces le pregunto cómo conoció a su mujer y por qué decidieron casarse. Ahora que él presume de abrirse, me puedo permitir indagar de verdad en su vida.

A ella la conoció en la universidad, en St. Andrews, Escocia. Al principio se cayeron fatal, pero luego él acabó encandilándola con sus preguntas en clase. Decidieron casarse después de que tuviera una experiencia cercana a la muerte que le hizo replantearse su vida. Hace una pausa cuando me lo cuenta. Mira alrededor, ya que hay tres personas más en la conversación, y paladea la curiosidad que se manifiesta en nuestras caras. Ocurrió en 2012. Él vivía en Libia, trabajando para una ONG, cuando tuvo lugar el ataque en Benghazi que acabó con la vida del embajador estadounidense. Estaba en un edificio al lado de la embajada. Oyó ruidos fuertes y pensó que eran… Hace otra pausa, esperando nuestra reacción. Le digo que fuegos artificiales. Se queda sorprendido y me pregunta que cómo lo he podido adivinar. No tengo ganas de explicarle en inglés lo que es una mascletà. Sigue hablando. Recibió una llamada en la que le informaron de lo que había sucedido y en la que le apremiaron a que se marchara inmediatamente del edificio. Fueron a buscarle en un coche y lo llevaron a casa de un amigo suyo, donde se refugió durante varios días hasta que le avisaron de que podía coger un vuelo de vuelta a casa. Sintió tanto miedo que se planteó qué sería de sus bienes y dinero el día que muriera. Tenían que ser para su novia, así que decidió casarse.

Nos ilustra sobre lo que pasó en Libia durante esos años. Nos dice que la gente vivía tan tranquila antes de la primavera árabe que era imposible anticipar lo que ocurrió en 2011. Mi amiga Ash, que es de Egipto, está en desacuerdo y se lo hace saber. Le dice que para nada, que ella había vivido en Libia varios años y que se respiraba mucha tensión. Él arguye que lo que ha mencionado antes era sólo una percepción, que si quiere saber de verdad su opinión puede leer su tesis, que trata sobre este tema. Cuando habla con Ash, percibo que su ego encaja perfectamente en el traje impoluto que viste. Le falta cruzar las piernas, encenderse un cigarro y expulsarle el humo en la cara. La conversación descarrila cuando describe a los libios como un pueblo extraño. A Ash no le gusta nada que se refiera así a la gente de un país, le parece totalmente inadecuado y racista. Él en ningún momento se disculpa. De nuevo, hace referencia a su trabajo. Ahí explica muy bien todo, ya que él, a diferencia de nosotros, es historiador. Repite muchas veces lo de que es historiador. Me fascina ver a alguien utilizando falacias ad hominem en las que el hominem es uno mismo. Me parece bastante peor que la gente que se refiere a sí misma en tercera persona, como Julio César o Iván Redondo, y mira que esa gente me da grimilla.

Ash decide irse y la conversación languidece. Es un poco tarde y tengo que dar clase la mañana siguiente. Me despido de todos. El escocés y otra chica me dicen que se vuelven conmigo, que les pilla de camino. Él le dice a la chica, con la que no ha interactuado hasta ahora, que soy un interrogador nato, que se ande con cuidado conmigo. Me hace gracia que lo diga, ya que a mí me ha dado la sensación de que se estaba entrevistando a sí mismo la mayor parte del tiempo. En realidad, me cuesta imaginármelo interesado en lo que le pueda decir otra persona. En más de una hora que he pasado con él, no ha hecho ni el más mínimo amago de preguntarme nada. Ni siquiera por educación.

 

 

 

domingo, 17 de octubre de 2021

Amistades anticipadas

 

No sé si os pasará a vosotros, pero a veces veo a mis amigos detrás de la gente a la que acabo de conocer. Me pasa sobre todo cuando empiezo una etapa nueva fuera de casa, bien sea en Madrid, en Canterbury o en cualquier otra ciudad. Recuerdo, cuando empecé el máster en Madrid, que Ali me recordó enseguida a Oni, mi amiga del Erasmus. Al mismo tiempo, en el Erasmus, cuando conocí a Lucas, pensé rápidamente en Rubén, mi amigo de la uni. Tres años después, en el máster de Madrid, Fran me recordaría tanto a Lucas como a Rubén. Ahora, en Oxford, vuelvo a ver a mis amigos por todos lados. Edgar, por ejemplo, me recuerda a Guille y Ashley a Oni. He descubierto que mis amigos son un atajo para hacer nuevos amigos. Cuando veo cualquier atisbo de ellos en la gente a la que acabo de conocer, inmediatamente me entusiasmo y recorto varios de los escalones que hay que subir normalmente para llegar a una nueva amistad. Pero estas nuevas amistades, por mucho que sean anticipadas, no son premeditadas. El camino hacia la amistad es siempre un camino caótico, sin ninguna ruta fija. Es imposible saber qué va a salir del encuentro con una persona desconocida. 

Lo que está claro es que nunca nos saturamos de la buena amistad. Siempre queremos más nociones de nuestros amigos. La amistad resuena en todos los rincones del mundo. Es la ley de la gravedad del universo interior de cada uno. Nos sostiene en pie cuando estamos a punto de tirar la toalla y de pegárnosla. Nos eleva cuando hacemos cualquier cosa bien y nos da algo de vértigo el sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Y nos sacude y nos mantiene con vida cada día con bromas internas, vaciladas consentidas, conversaciones superficiales, conversaciones densas, borracheras tontas, miradas cómplices, anécdotas repetidas hasta la saciedad, abrazos cálidos y recuerdos compartidos cubiertos del cariño más puro.

A mí me encanta pasar rato con mis amigos, pero creo que me gusta lo mismo (incluso a veces más) ver a mis amigos pasar tiempo juntos. Pocas cosas me aportan más tranquilidad y alegría que el observar a dos personas a las que quiero contarse algo, escucharse con atención, hacerse bromas, reírse, fundirse en un abrazo, darse un beso fuerte en la mejilla. Observar a dos personas a las que quiero queriéndose. ¿Qué le voy a hacer? Me encanta ver a mis amigos, sea conmigo, con otros amigos o proyectados en un desconocido.  

 

 


 

 

sábado, 2 de octubre de 2021

Thomas

 

En el último año he pasado bastantes horas sentado en un banco situado a las orillas del río Cherwell. Es, por muchas razones, mi banco favorito de la ciudad. Para empezar, porque uno de los personajes literarios a quien tengo más cariño, Sir Peter Wheeler, tenía una casa con un jardín colindante a la ribera de este río. Fue, de hecho, gracias a él que supe por primera vez de este pequeño río que atraviesa la garganta de Oxford. Es un banco muy tranquilo, donde no llega el murmullo de la ciudad, pudiendo leer sin ningún otro ruido que no sea el graznido de los patos o el gorjeo de los pájaros que rondan la zona. Pero, sobre todo, si este banco se convirtió tan pronto en mi favorito fue por la placa que se halla incrustada en la parte superior de su respaldo, en la que está inscrita mi frase preferida de El Señor de los Anillos: “No nos toca a nosotros decidir qué tiempo vivir, sólo podemos elegir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado”. Es la frase que Galdalf le dice a Frodo cuando éste se empieza a sentir abrumado por la onerosa carga que le ha sido asignada. Acostumbrado a la vida plácida que llevaba en la Comarca, no comprende por qué le toca sacrificarse ahora, qué ha ocurrido para que sean él y sus tres amigos los únicos hobbits en muchas generaciones que van a tener que enfrentarse a un presente lleno de calamidades.     

La frase de Gandalf, que bien podría estar sacada de las Meditaciones de Marco Aurelio, me ha estado acompañando durante todos estos meses fatigosos de pandemia. Cuando me indignaba por cómo se había desmoronado la vida a la que estaba acostumbrado, la invocaba para no hacerme mala sangre y evitar caer en la desesperanza. Verla inscrita en este banco de mi universidad me ayudaba a reafirmarme en mi postura estoica. Cada vez que me sentaba en él, sentía como si Gandalf me estuviera envolviendo con sus brazos, resguardándome bajo sus sabias palabras. Notaba su túnica gris -o blanca- caer suavemente sobre mis hombros y se colmaba rápidamente mi espíritu de calidez, de ese optimismo de la voluntad que tantas veces se ha blandido en tiempos oscuros.

Pero la cuestión por la que hoy hablo de este banco no es la pandemia ni Gandalf, sino Thomas Carney Forkin. He estado tan ensimismado en mis propias batallas mentales estos últimos meses, que hasta el domingo pasado no había reparado en la otra persona a la que se conmemora en la placa del banco. Al no resultarme familiar el nombre, lo había ignorado por completo. Pero el otro día, no sé por qué, me fijé por primera vez en su fecha de nacimiento y fallecimiento y me entró un escalofrío horrible al ver que Thomas Carney Forkin había muerto con treinta años recién cumplidos. Esta muerte precoz despertó la curiosidad morbosa que todos llevamos dentro, pues existe la presunción en la sociedad de que si uno muere antes de los cuarenta es porque algo fuera de lo normal ha tenido que pasar y yo quería descubrir qué le había pasado al pobre Thomas. Me puse a buscar en Google y encontré rápidamente su cuenta de Twitter. Su último tuit fue publicado en la víspera de su muerte, el día 29 de enero. Había estado tuiteando con toda la normalidad del mundo durante ese mes, sin dar a entender que estuviera lidiando con ningún tipo de enfermedad. Se muestra eufórico con el discurso de inauguración del segundo mandato de Obama, discurso que recuerdo que a mí también me conmovió, y cuatro días antes de morir felicita con mucho entusiasmo a su madre por su cumple: “Mom's birthday today!!! Yahoo!! Roll on party and drinks!!! Love you Mom!”. El día de su propio cumpleaños también se había felicitado a sí mismo con mucha energía: “Happy 30th Birthday to ME!!!!!!!!!!!!”. Le gustaban las exclamaciones.

Pocos días después de su muerte, una amiga suya abrió una cuenta en Facebook en recuerdo de su difunto amigo. En esta cuenta aparecen fotos de Thomas en la misma zona en la que ahora se encuentra el banco que lo conmemora, lo que me hace entender que fue estudiante aquí. Me imagino la conmoción de la universidad al ver que perdía a un estudiante tan joven. La amiga de Thomas escribe periódicamente en la cuenta de Facebook desde 2013. Cada cosa que le recuerda a su amigo la publica: una broma que les hacía mucha gracia, una peli que vieron juntos, una visita a Londres… Es conmovedor ver cómo de anclado sigue su corazón a la memoria de su amigo. A los pocos días de que muriera, le dedicó un escrito precioso. Creo que merece la pena que lo comparta entero:

“¿Qué es un amigo? Un amigo es alguien que te quiere de manera incondicional. Cuando te sientes como una mierda, cuando odias tu físico, ellos te siguen queriendo y te dicen lo bonita que eres. Cuando te sientes algo deprimida y piensas que el mundo está contra ti y que no tienes ninguna razón por la que sonreír. Ellos todavía te hacen reír y es desesperante ver que tienen ese poder sobre ti. Cuando les necesitas, ahí están. Cuando te abrazan, sientes el abrazo en tu corazón. No importa lo que hagas, no te juzgarán, sino que te intentarán entender. Cuando alguien te destroza, ellos te levantan. Compartís vuestras memorias. Vuestra felicidad triste. Sientes el dolor del otro, sientes la alegría del otro. Podéis llevar mucho tiempo sin hablar que cuando os llamáis sentís que fue ayer el último día que os visteis y podéis hablar durante horas sobre cosas que parecen estúpidas al resto de gente pero que para vosotros son sagradas. Tom, tú eras uno de los amigos más especiales que tengo. Te quiero mucho”.

Lo que más pena me da del texto es esa penúltima frase en la que su amiga es incapaz de discernir el presente del pasado. No quiere dejar marchar a su amigo y de ahí que lleve más de ocho años entregada a proteger su memoria. Evidentemente, ahora ya no podré sentarme igual en este banco, mi banco favorito. Pensaré en Thomas. Le abrazaré con fuerza y cariño, como a mí me ha estado abrazando Gandalf todos estos meses. Aunque, a diferencia de Frodo, el pobre Thomas ni siquiera pudo elegir qué hacer con el tiempo que se le había dado. O a lo mejor sí lo hizo, ya que la amiga menciona en uno de sus posts algo de un suicidio. En la esquela del Chicago Tribune también se indica que fue una muerte repentina. Quizá la elección de Thomas fue no tener que tomar ninguna elección más. Nunca lo podré saber.

 

 

 

 

 


domingo, 19 de septiembre de 2021

El hombre que hablaba con un bote de champú

 

No sabe cómo, pero acabó sentado encima de la tapa del váter. Había sido una noche triste y ese fue el primer rincón que le vino a la cabeza cuando abrió la puerta de casa y pensó en un lugar donde refugiar su tristeza de la mirada de su familia. Cruzó las piernas y permaneció en una pose pensativa durante varios minutos. En realidad, no pensaba, tenía la cabeza en blanco. Se dedicaba a observar los objetos que lo rodeaban. Como cuando era pequeño, antes de tener móvil y de empezar a utilizarlo como pasatiempos mientras hace sus necesidades en el baño, agarró lo primero que tenía a su alcance, un bote naranja de champú olor albaricoque, y se puso a inspeccionarlo con inusitada curiosidad, leyendo con atención cada uno de sus ingredientes: aqua, sodium laureth sulfate, glycerin, citric acid… Como cuando era niño, seguía sin entender la composición de este champú que tan bien olía, lo que, en lugar de aumentar su tristeza, la alivió, al asumir esta ignorancia imperecedera como un mensaje de complicidad y de ánimo que le enviaba su yo pequeño, que le venía a decir que hay ignorancias y penas que no se desvanecen con el paso del tiempo. Forman parte de nosotros y sólo nos queda acomodarlas en nuestro día a día, ponerlas en un lugar de nuestra cabeza en el que no hagan demasiado ruido. 


domingo, 12 de septiembre de 2021

El hombre que hablaba con un rollo de papel

De repente, se introdujo en el baño un ruido que no podía distinguir. Era como el rumor de las gotas de agua golpeando el ascensor que llegaba en los días de lluvia. Alzó la vista por encima de la ventana y comprobó que no llovía. No entendía nada, hasta que desvió la mirada al rollo de papel higiénico y cuál fue su sorpresa cuando vio que éste despedía gotas de agua con la misma profusión con la que él había estado derramando lágrimas de tristeza en su camino de vuelta a casa. Por inercia, colocó su mano abierta debajo del rollo de papel para recoger las gotas que caían. Se dio cuenta de que la velocidad del goteo se ralentizaba. Este alargamiento del tiempo permitía a cada gota individualizarse y tomar una forma propia. Cuando la primera gota impactó sobre su palma, sucedió algo muy extraño. Se pinchó como un globo y el agua que quedó desparramada sobre su mano se transformó de repente en una imagen de su infancia, en la que aparecía él con siete años llorando desconsoladamente en un rincón del patio del colegio porque se habían burlado otra vez de sus orejas de soplillo. Recordaba perfectamente la sensación de indefensión que sintió ese día y la tristeza que le produjo que nadie le apoyara. 

La siguiente gota le mostró a él con 16 años, comprobando en Tuenti que el chico que le gustaba estaba conectado, pero, que, sin embargo, pasaba de él como de la mierda. En un arrebato de masoquismo, se ponía celosamente a mirar las interacciones de su amigo con sus otros amigos, para constatar que con el resto de gente era mucho más cariñoso de lo que era con él. Las lágrimas le salían a borbotones por los ojos mientras escribía una carta de agravios que nunca se atrevió a compartir con nadie. La tercera gota lo retrotrajo a segundo de la ESO, a aquel día en que su profesora favorita le había dicho que no había hecho nada bien el examen y que estaba algo decepcionada con él. Y así, sucesivamente, cada gota lo transportó a un momento en el que había sentido una tristeza profunda, a veces por cosas que ahora veía como chorradas, otras por razones que aún consideraba legítimas y que mantenían la fuerza para encender su espíritu de indignación. Eran momentos en los que había vivido la tristeza como se vive normalmente (y como más duele): en soledad, sin nadie en quien apoyarse ni en quien cobijarse.

El rollo de papel higiénico le ofrecía ahora el trozo de papel que se le había escamoteado a cada una de esas lágrimas que habían caído en su infancia y adolescencia sin encontrar a nadie que las acogiera. Paradójicamente, el recuerdo de ese conjunto de tristezas que había vivido en soledad no le hundió más, sino que, por el contrario, levantó su ánimo al hacerle sentir que no estaba solo. Siempre llevaba consigo a todos sus yo del pasado.


martes, 7 de septiembre de 2021

Fortunata y Jacinta

 

Fortunata y Jacinta es un libro que, a pesar de sus casi 900 páginas, puede resumirse en un pispás, porque importa mucho más el drama que encierra la historia que la propia trama. El drama es como para abrocharse bien el cinturón: Fortunata es una mujer del pueblo que está perdidamente enamorada de Juanito Santa Cruz, un señor de clase media alta, marido de Jacinta. Antes de contraer matrimonio con ésta, Juanito le había prometido matrimonio a Fortunata, dándole, además, un hijo que murió de manera prematura. A este triángulo amoroso se incorpora el bueno de Maxi, estudiante de farmacia que vive con su tía Lupe (Lupe la de los Pavos) y que bebe los vientos por Fortunata, con la que se acaba casando, a pesar del poco entusiasmo que ésta muestra por él. Como era de esperar, Fortunata le acaba poniendo los cuernos con Juanito, quien, por extensión, se los pone también a la pobre Jacinta. De nuevo, Fortunata se queda encinta. Este hijo bastardo es el único descendiente de la familia Santa Cruz, ya que Jacinta es estéril y, pese a su obsesivo anhelo de maternidad, es incapaz de engendrar un niño.  Juanito Santa Cruz juega a sus anchas con nuestras dos protagonistas, sin importarle un pimiento sus sentimientos. Al final, ignora de nuevo a Fortunata. Para más inri, la abandona para irse con Aurora, la mejor amiga de Fortunata, erigiéndose así en uno de los mayores villanos de la historia (a ver quién se atreve a llevarme la contraria en esto). Entre Fortunata y Jacinta acabará tejiéndose un lazo de fraternidad fundado en las desgracias comunes que han sufrido por culpa de Juanito.

Fortunata y Jacinta es un melodrama almodovariano en toda regla, al estilo de Volver y, sobre todo, de Todo sobre mi madre. La novela trata de hombres que salen siempre de rositas y de mujeres que tienen que gestionar y sufrir las consecuencias de sus actos impunes. Soy consciente de que Almodóvar vino después de Galdós, y de que quizá el adjetivo se lo tendría que dar el segundo al primero, pero como yo llegué antes al director manchego que al escritor canario, no puedo evitar invertir el orden natural de los adjetivos, lo que creo que es más un halago para Galdós que otra cosa, ya que habla de lo clarividente y lúcida que es su mirada, capaz de continuar explicando la sociedad un siglo después de su obra.

En Fortunata y Jacinta, “al que nace pobre no se le respeta, y así anda este mundo pastelero”. Y todavía se le respeta menos si es mujer. Todo el mundo siente la necesidad de amansar y domesticar a Fortunata, de explotar su belleza y despojarla de sus maneras rudas. La anulan permanentemente, cuando en realidad es una mujer con una personalidad y una altura moral por encima de la de la mayor parte de los personajes de la novela. Y con una frescura sin parangón, basta con recordar la cara de pasmao que se le queda a Juanito cuando la ve aparecer por primera vez en las escaleras de piedra de la Cava de San Miguel sorbiendo un huevo crudo. Habrase visto presentación más sensual de un personaje.

El libro está lleno de frases que componen verdades tan sencillas como incontestables, como que “más sabe el que vive sin querer saber que el que quiere saber sin vivir” o que “las despedidas cara a cara no son buenas para romper”. Se nota que, para Galdós, como para Plácido Estupiñá, mi personaje favorito de la novela, “su biblioteca es la sociedad y sus textos son las palabras calentitas de los vivos”. Tiene una facilidad fascinante para dotar de autenticidad a sus personajes y al entorno que habitan. Las casi 900 páginas del libro están ya justificadas sólo por leer estas líneas con las que describe el lugar en el que Fortunata queda con Juanito antes de que éste le vuelva a dar la patada: “La salita en que estaba tenía ese lujo allegadizo que sustituye al verdadero allí donde el concubinato elegante vive aún en condiciones de timidez y más bien como ensayo”.

Me ha resultado muy divertido ver cómo Galdós utiliza palabras que yo consideraba más modernas (bueno, parcialmente modernas), como “pillín”, “estar chocho”, “ser un panoli”, “perder la chaveta”, “cursi”, “edad del pavo”, “pachorra”, “hacer tilín”, “emperifollada”, “empollar”, “pánfila”, “cornuda”, “marranadas” o “gorrina”. Llega incluso a referirse al concepto de hacer la bomba de humo: “En fin, que el muy tunante se divirtió todo lo que quiso, y después la del humo”, dice en un momento. Pero, sobre todo, me he reído mucho con algunas palabras que, bien por desuso o por ignorancia propia, desconocía. Galdós no dice “déjese de tonterías”, sino “déjese usted de chinchirimáncharras”. Si a alguien le gusta algo, se “pirra” o “despepita” por ello. En lugar de “gresca”, prefiere decir “zaragata” o “zipizape”. Tampoco dice “follón”, la palabra más recurrida por nuestro querido Juan Cuesta, sino que prefiere “turris-burris”: “¿Me querrá usted explicar a mí este turris-burris?”, le pregunta el hermano de Maxi a Fortunata. Luego, si alguien es un muermo, es un “pavisoso”. Y, la mejor, el “filósofo cafetero” es el equivalente al “filósofo de mercadillo” de nuestros días, ese que llena el Instagram de posts densitos; un calificativo del que no estoy seguro de que pueda librarse un servidor.

Cuando uno acaba de leer Fortunata y Jacinta, aún tarda unos días en salir de ella, si es que puede en algún momento. Galdós proporciona tantos detalles, es tan exhaustivo en sus descripciones, en el retrato de la ciudad y de los personajes, que uno siente de verdad que es transportado a un universo diferente en el que se oye a los comerciantes en sus puestos de la Plaza Mayor gritando los precios de sus productos, a los tertulianos licenciando sus verdades en los cafés, poniéndose un poco plastas después de unas cuantas copas; y donde llega también el suave trote de los caballos mientras tiran de los carros, ejerciendo de precursores de nuestros taxis, el tic tac del reloj de la Puerta del Sol retumbando por toda la plaza y el repiqueteo de la lluvia al caer sobre la estatua ecuestre de Felipe III, muy cerca de la casa de esa joven mujer que es de todo menos afortunada. 




lunes, 30 de agosto de 2021

La novela decimonónica

 

Las novelas del siglo diecinueve son una especie que se puede identificar a la legua. Basta con ver un libro con un lomo bien ancho y que esté cerca o supere las mil páginas para empezar a sospechar que uno se encuentra frente a un miembro de esta fructífera especie. Una especie que lleva años y años expandiéndose por las casas de casi todas las familias, ocupando estanterías hasta en aquellos lugares donde no había quien supiera leer, y que ha mutado tantas veces que ya no le molesta si se la utiliza de pisapapeles, de mesa para la televisión o de “sujetapuertas” cuando hace mucha ventolera. Lo único que le importa es que sigan pasándose de generación en generación los libros que engendró en su día, como un ritual al que se entregan las familias para garantizar su continuidad en el tiempo. Que los abuelos y las abuelas, en su último suspiro, ya con voz de ultratumba, dejen a sus nietos en el testamento los libros de Dickens y de Galdós, aunque ellos mismos no los hayan podido leer.

Por suerte, los libros del siglo diecinueve, además de la importancia simbólica que han adquirido, siguen satisfaciendo su principal función: entretener. Estas novelas son tan adictivas como cualquier serie buena de Netflix. Cabe en ellas la vida en toda su extensión, con sus alegrías, sus dramas, sus tragedias y, por supuesto, su salseo. Siguen esa máxima famosa de Galdós de que “do quiera que el hombre vaya lleva consigo su novela”. Al igual que las series de ahora, estas novelas se publicaban muchas veces en fascículos que los consumidores esperaban con la misma ansia que nosotros hemos esperado los últimos capítulos de Juego de Tronos. Es bien sabido que algunos estadounidenses esperaban en el mismo puerto a que llegaran los barcos con las nuevas entregas de los libros de Dickens.

También, como algunas de las mejores series, las novelas decimonónicas se alargan mucho y se enredan en historias que se desvían claramente de la principal, con el consiguiente riesgo de despertar algún que otro bostezo. Pero esto es precisamente lo bonito de ellas. Se parecen tanto a la vida misma, que a veces te aburren y no pasa nada. Crean un universo propio del que quieres saber todo, hasta lo más aparentemente insignificante. Cuando las acabas, es imposible no echar de menos el bullicio y el olor que despedían las calles por las que has estado vagando durante tantos días en soledad, sin que nadie te moleste. 

domingo, 20 de junio de 2021

Mere Road


En alguna ocasión ya he dicho que Port Meadow es mi lugar favorito de Oxford. Es un prado enorme, situado justo detrás de la residencia en la que he vivido este año, en el que puedes bordear el río Támesis con la agradable compañía de vacas, caballos, cisnes y muchos otros animales. No sé cuántas libras le debo ya a este prado en razón de derechos de imagen, pues, como bien se puede corroborar en mi Instagram, he explotado sus paisajes sin ningún tipo rubor.

Al otro lado de Port Meadow se encuentra una pequeña localidad, Wolvercote, que es una pedanía de Oxford. En Wolvercote hay unas casas preciosas y puedes tomarte una buena cerveza en el Trout Inn, un pub en el que le gustaba inspirarse a Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas. Fue precisamente con mi amiga Ali con quien pisé por primera vez esta zona tan bucólica. Vinimos aquí en noviembre y nos quedamos con ganas de regresar. Durante los meses que pasé en Valencia después de Navidad, encontré otro aliciente para volver, pues Francisco Brines, el único valenciano que ha recibido el premio Cervantes, tiene un poema (que descubrí hace poco) que lleva por título "Mere Road", una calle que se encuentra en esta pequeña localidad. Brines fue profesor aquí en los sesenta. Como en casi todos sus poemas, en "Mere Road" habla del ineludible paso del tiempo, de la lucha del individuo por conciliarse con su propia finitud.

"Cuando la vida, un día, derribe en el olvido sus jóvenes edades,
podrá alguno volver a recordar, con emoción, este suceso mínimo
de pasar por la calle montado en bicicleta, con esfuerzo ligero,
y fresca voz".

Como en nada vuelvo a Valencia a pasar el verano, decido que tengo que salir en busca del que fue el hogar de Brines. Después de andar un buen rato, llego al fin a Mere Road. La calle, como todas las calles en Inglaterra, aparece indicada de la manera más sobria posible (es increíble lo cómodos que se sienten los ingleses navegando entre los dos extremos: el de la pompa y el de la sobriedad): en una señal a la altura de las rodillas donde el nombre aparece en letras blancas recortadas sobre un fondo negro. Es quizá una de las calles más normales y sencillas de la zona, sin grandes ostentaciones en las fachadas ni cochazos aparcados en las entradas. Intento fijarme en cada una de las casas, consciente de que una de ellas tuvo que ser habitada por Brines. Son casas unifamiliares, bastante grandes, que supongo que el poeta debió de compartir con alguien más. La calle es bastante corta, me bastan dos minutos para recorrerla entera.

En la calle perpendicular sobresale una Iglesia a la que decido asomarme por curiosidad. También he comentado ya por aquí mi fascinación por los cementerios ingleses. En las ciudades inglesas es más fácil toparte con una tumba que con un tobogán o un columpio. La Iglesia está cercada por unas trescientas lápidas que son ya parte integral del ambiente. Los lugareños ni reparan en ellas. Yo, sin embargo, como forastero, me quedo flipando por el caos: cada lápida tiene una inclinación diferente. Algunas se inclinan hacia delante, como si opusieran resistencia a la muerte y, por tanto, al olvido. Otras se inclinan hacia atrás, resignadas ante el paso del tiempo, sin ningún afán de permanencia. Siento que estoy presenciando una danza de muertos. Algunos quieren hacer una bomba de humo, desaparecer del todo y borrar hasta el último rastro de su existencia, mientras que otros se entregan felices al último baile de la noche. No quieren que se acabe su fiesta póstuma. 

Puedo oír el rumor de sus conversaciones, el aullido de sus quejidos, el tintineo de los huesos chocando unos contra otros. Unos llevan la cuenta de los días que se quedaron con ganas de vivir, otros arrancan del calendario, como la mala hierba, los días que no debieron haber vivido y que los condenaron a un silencio prematuro. Sobre todos ellos llueven recuerdos marchitos y difusos. Seguro que Brines pasó por aquí más de una vez. Yo me lo imagino consolando a los muertos, consolándose a sí mismo, con estos versos suyos que son seguramente mis favoritos:

"¿Cuál será la esperanza? Vivir aún;
y amar, mientras se agota el corazón,
un mundo fiel, aunque perecedero.
Amar el sueño roto de la vida
y, aunque no pudo ser, no maldecir
aquel antiguo engaño de lo eterno.
Y el pecho se consuela, porque sabe
que el mundo pudo ser una bella verdad". 




domingo, 16 de mayo de 2021

Llueven Ritas

Ayer era sábado y llovía, nada nuevo bajo el sol. Llovía por momentos, pues la lluvia en Inglaterra sabe dosificar muy bien sus esfuerzos. Diez minutos de lluvia feroz. Un descanso de veinte minutos. Media hora de lluvia suave. Otro parón. Cinco minutos de diluvio universal. Otra tregua. Y así sucesivamente. Decidí que me daba igual la lluvia, que o salía de casa o me iba a quedar todo el día confinado en mi cuarto, y no queremos más confinamientos que no sean estrictamente necesarios. Cogí el paraguas para protegerme de los arrebatos violentos del cielo y no empaparme a las primeras de cambio. Paraguas arriba, paraguas abajo. Esa es la coreografía favorita de los que no somos ingleses aquí. A ellos les da igual el agua. Parecen inmunes. Las gotas les resbalan (nunca mejor dicho). 

Aguanté bastante bien los vaivenes caprichosos del tiempo durante casi todo el paseo. No me había calado y había podido hasta ver un arco iris precioso. Un arco iris que atravesaba un cielo gris y encapotado y que me venía a decir que no cantara victoria antes de tiempo. Y qué sabio fue el señor arco iris, porque fueron pasar diez minutos y el cielo empezar a descerrajar gotas cada vez más gruesas contra mí. Me parapeté bajo mi paraguas que, al ser desplegable, no tiene mucha consistencia. Su tela cedía poco a poco frente a ese bombardeo de gotas, se hundía y me daba algún que otro lametazo salado en la mejilla.

Ese repiqueteo constante y estridente de las gotas sobre mi paraguas me hizo pensar en Valencia en fallas. Era como estar en una mascletà. El olor a pólvora se sobrepuso de repente al olor a piedra mojada. Me vino a la cabeza un vídeo que vi en Youtube hace poco. Ya sabemos que Youtube es el mejor aliado de la nostalgia. En las últimas semanas he estado buscando muchas cosas raras en ese desguace enorme, de la celebración del doblete del Valencia CF en 2004 al gol que marcó Tendillo para evitar el descenso en 1983. Youtube es un río interminable y caudaloso que avanza haciendo zigzags, uno nunca sabe dónde va a acabar cuando navega sus aguas. Mi nostalgia de los tiempos prepandemia me llevó a buscar vídeos de mascletàs. Mi nostalgia de siempre intentó que esos vídeos fueran de cuando las mascletàs se daban en Canal Nou.

Acabé en una mascletà de 1996. Una mascletà muy especial, pues acudieron a ella el rey Juan Carlos y la reina Sofía. El que la narra es, por supuesto, Paco Nadal. Y la alcaldesa que preside el balcón del Ayuntamiento es la alcaldesa perpetua (así es como se refieren a ella en la Fallera Calavera): Rita Barberà. Se me había olvidado el don de gentes de esta mujer. ¿Cómo no iba a ser reelegida año tras año? No me extraña que a los valencianos, incluso a los que no la aguantábamos, nos costara imaginarnos unas fallas sin ella de alcaldesa.

En el vídeo no puede ser más jovial ni más campechana ni más espontánea. Derrocha felicidad. Aplaude más fuerte y durante más tiempo que nadie. Sonríe todo el rato. Se ríe. Estalla en carcajadas escandalosas que todavía resuenan en la ciudad. Se inclina hacia los reyes para decirles cualquiera de sus ocurrencias. Los reyes parecen amigos de toda la vida. No guarda ninguna distancia física con ellos, hay un momento en el que incluso le toca la cadera a la reina, para que luego digamos de Ayuso. Se dirige a ellos como si fueran unos ciudadanos más, con la misma naturalidad con la que iba al Mercado Central y se ponía a hablar con los pescaderos, los carniceros, los verduleros, que se sacaban fotos con ella, felices por la atención recibida, y luego las colocaban bien orgullosos en sus puestos, presumiendo de cercanía con la alcaldesa. Rita era omnipresente. En casi todos los rincones de Valencia podía verse el rastro de su famosa chaqueta roja.

Su espontaneidad desaforada le jugó una mala pasada el día del caloret. El caloret del foc i la flama. El caloret de la primavera. El caloret de la llum. El caloret de la il·lusió. Buscó tanto caloret que se acabó quemando las alas, como Ícaro, y dejó de volar. Pero, en realidad, se fue con las botas puestas. Siendo fiel a lo que había hecho siempre. Ese día es recordado con mucha sorna. Es considerado el día más humillante de Rita como alcaldesa. Yo siento discrepar. Basta volver a ver el vídeo en uno de esos recovecos de Youtube para apreciar su desparpajo como maestra de ceremonias. Habla un valenciano pésimo, sí, pero se la entiende perfectamente. El público está totalmente rendido a ella. “Que tot el món vinga a València a disfrutar de les millors festes del món”. Decía a los valencianos lo que muchos de ellos querían escuchar. Que nuestra tierra era la mejor. Que nuestra fiesta era la mejor. Que ni a Papas ni a Fórmula 1 ni a Calatravas nos ganaba ni dios. Comunismo o Fallas, ese habría sido su lema hoy.

 

Aquí dejo los dos vídeos: el de la mascletà de 1996 y el del caloret.

https://www.youtube.com/watch?v=82StLLlI3W4

 


 

lunes, 26 de abril de 2021

Qui s'ha mort?

De entre todos los anunciantes que aparecen en los sucesivos libros de fiestas de Polop hay uno que siempre nos ha fascinado en casa, sobre todo a mi tía Soledad. Se trata de un tanatorio de Callosa, el pueblo de al lado. Lo que nos llama la atención no es lo anticlimático que queda su anuncio en medio de un libro plagado de imágenes festivas. Sólo faltaría. De ese contraste entre la festividad y la muerte se ha nutrido el arte desde tiempos inmemoriales. Lo que nos fascina es el servicio que empezaron a ofrecer en 2008 y que llamaron QUI S’HA MORT (¿quién se ha muerto?, en castellano). Hay gente que no se anda con chiquitas a la hora de poner nombres.

Como podéis imaginaros, dicho servicio se basaba en informar a los vecinos de quién había fallecido. Para ello se desarrolló la web www.quisamort.com, que, desgraciadamente, ya no está operativa. A través de ella era posible suscribirse para recibir por SMS la información sobre el fallecido y la fecha y hora del entierro, con foto del muerto incluida. Siempre me aterró a la par que me atrajo el imaginarme a alguien recibiendo uno de esos fatídicos SMS. Abrir la tapa de un Nokia azul de la época y encontrarte de sopetón a un conocido del pueblo. ¿Y qué foto del difunto habrían enviado? ¿La habría elegido él mismo antes de su muerte? “Dejo dispuesta esta foto para cuando me vaya al otro barrio”. ¿Se acicalaría a propósito para esa foto? Y en el caso de que fuera una persona de la que no se guardaran fotos en vida, ¿qué habría hecho el tanatorio? ¿Enviar una foto del muerto amortajado, de esas en las que la piel pálida desprende una fetidez que traspasa todas las pantallas?

Los grandes emperadores mandaban construir pirámides para pasar a la posteridad. A algunos escritores se les ocurren frases muy ingeniosas para luego colocarlas como epitafios en sus tumbas y que nunca se olvide su agudeza. “Me llaman”, dejó escrito Emily Dickinson. El recuerdo que se tenga de uno es fundamental y por ello no puede dejarse a la improvisación esa última foto que va a circular por el pueblo y que se va a quedar anclada en la memoria de aquellos que te conocieron -e incluso de los que no te conocieron pero que la recibieron igualmente.

Me hace gracia (siento ponerme tan morboso) imaginarme a la funeraria coordinándose con el cura del pueblo, pues imaginaos la confusión que se generaría si la foto del muerto llegara por SMS antes de que sonaran las campanas de la Iglesia. ¿Toquen a mort por el mismo muerto o por otro diferente? Está feo producir equívocos de este tipo. Me imagino a los del tanatorio, diligentes, enviando el SMS justo después de que las campanas expulsen su tañido y de que a las iaias les dé tiempo a preguntar ‘qui s’ha mort?’. E inmediatamente después sus hijos acudiendo a su auxilio, con el móvil en mano, desplegando la foto del difunto para sacarles de duda. “Però si el vaig vore fa res i estava bé. Quina llàstima. Nosaltres som les següents”.

Sin ninguna duda, esas mismas señoras estarán pensando ya en el funeral. El pueblo se deshilacha poco a poco conforme van desapareciendo sus lugareños. Cada muerto importa. Y por eso las Iglesias se abarrotan los días de funeral. Por eso y por compasión con el futuro yo de cada uno. Porque a nadie le gustaría imaginarse la Iglesia vacía en el día de su propio funeral. En realidad, en los funerales es cuando uno empieza a despedirse de uno mismo. Bajo los cánticos entusiastas de las iaias pueden descifrarse con claridad sus súplicas al muerto: “guárdanos un hueco allá arriba, por favor. Ten piedad”.

Hace varios libros de fiesta que no veo el anuncio del tanatorio con su servicio informativo de última generación. Imagino que habrán dejado de enviar SMS, pues ¿quién narices utiliza los SMS hoy en día? Mi mente más traviesa se imagina al cura del pueblo creando un grupo de Whatsapp con sus feligreses para informarles a través de él de los decesos del pueblo, con fotos incluidas, algún que otro meme que dejó en legado un muerto cachondo que murió antes de tiempo y audios en los que resuena el tañido de las campanas, para aquellos que no se encuentren presentes en el pueblo y que no quieran perderse el aullido de la muerte. El título del grupo está clarísmo: ‘qui s’ha mort?’. La foto ya la dejo a vuestra imaginación.


P.D. Para que veáis que no me he inventado nada, aquí el link sobre el servicio qui s'ha mort.

 https://www.youtube.com/watch?v=HhL0s9E4YiE

                                                                                    

jueves, 1 de abril de 2021

La escucha indiscreta

 

A los ingleses les gusta mucho verbalizar, entendiendo aquí verbalizar no como expresar determinada cosa mediante el lenguaje (ya sabemos, de hecho, que son bastante parcos a la hora de comunicarse), sino como la inclinación a sacar verbos de debajo de las piedras. Disfrutan transformando los sustantivos en verbos, buscando atajos que reduzcan al máximo la duración de sus conversaciones. Ellos no te dicen ‘busca en Google’, sino googlea. No te dicen ‘a mí no me digas cariño’, sino don’t honey me. No te dicen ‘escríbeme un correo electrónico’, sino e-mail me (lo que en español podríamos traducir como correoelectronícame) y, del mismo modo, no dicen ‘poner la oreja en conversaciones ajenas’, sino to eavesdrop, un verbo específico que, según el diccionario de Cambridge, significa “escuchar la conversación privada de alguien sin que se entere”. Véase, el paso previo a lo que en valenciano decimos xafardejar, que es un poco lo que yo hago escribiendo sobre la vida de Paco.

De acuerdo con nuestra amiga la Wikipedia, un eavesdropper era una persona que se colocaba en el alero (eaves en inglés) de un edificio para poder escuchar lo que se decía dentro de él. JM, que es dado a la fabulación, lo entiende de otra manera todavía más poética. Para empezar, enfatiza la diferencia entre to eavesdrop y to overhear. Este último verbo hace alusión a la escucha que es indeseada y no casual, mientras que el primero lo hace a la que es indiscreta, secreta, furtiva y deliberada. Está compuesto de eaves, que, como hemos dicho, significa alero, y de drop, que puede significar varias cosas pero que sobre todo tiene que ver con gotas y goteo. Un eavesdropper es, por lo tanto, el que escucha poniéndose a cierta distancia, mínima, de la casa: el que se pone allí donde el alero gotea después de la lluvia y desde allí escucha lo que se dice dentro.

Curiosamente, también se utilizó el término para describir las figuras de madera que Enrique VIII, ese rey lascivo y maníaco que mandaba decapitar a sus esposas cuando se cansaba de ellas, ordenó colocar en el salón del Hampton Court, uno de sus palacios. Aunque las situó en el interior y no en el exterior, donde se encuentran los aleros, el fin de colocarlas ahí captaba la esencia del término, pues no pretendía otra cosa que incomodar a los que ocupaban el salón cuando él no estaba presente, haciéndoles sentir que los eavesdroppers eran insaciables y estaban siempre al acecho, a la espera de descubrir y delatar a aquel que osara hablar mal del rey. Esas figuras de madera, aparentemente inocuas y simpáticas, representaban los oídos de Enrique VIII, que llegaban a todos los rincones de su reino, un poco como el vaso que utilizo yo para acercarme a la vida de Paco, sólo que el alcance de mi vaso es mucho más modesto.

Siento la digresión, la semana que viene me ceñiré a Paco y a lo que le voy eavesdroppeando. Lo prometo.