"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

viernes, 23 de septiembre de 2022

Noche de espectros

 

Me ha visitado esta noche pasada un fantasma que se ha quedado reposando en el interior de mi cabeza durante una cantidad de tiempo que no puedo calcular con precisión, ya que estaba dormido y, por tanto, también lo estaban mis facultades mentales, pero que intuyo fue larga. Ha sido en uno de estos sueños cuyo caudal lleva tanta agua que ni siquiera puede ser interrumpido por los distintos desvelos que uno experimenta a lo largo de la noche -una puerta que se abre, una llamada a deshora de tu vejiga, la alarma del despertador del vecino-.

En el sueño, el fantasma tenía la cara, que no el cuerpo ni la edad, de mi tía bisabuela, Talula se llamaba. Cuando remarco la edad me refiero a la edad que tenía al fallecer (frisaba los noventa años). Talula aparecía en el sueño lozana, con una ligereza en los movimientos y una energía envidiables. Aunque había algo raro relacionado con su presencia, pues no actuaba como si fuera familiar mío ni me trataba como a alguien a quien conociera (sí, tuve la suerte de conocer a una tía bisabuela). Era otra persona, pero con su rostro.

Esta persona que era pero no era mi tía bisabuela se había erigido en una especie de custodio de la casa de Javier Marías después de que éste falleciera. El sueño discurría en su totalidad en la casa del escritor. Me hace gracia que fuera así, ya que llevaba años comiéndome el coco intentando adivinar en qué parte del Madrid de los Austrias vivía JM, para luego descubrir, leyendo los obituarios que le han dedicado estos días, que era de dominio público y que todo el mundo lo sabía: en la Plaza de la Villa, una de mis plazas favoritas de Madrid. Al menos cuatro personas han escrito en prensa que les gustaba pasear por la noche por esa zona y vislumbrar la luz encendida en la biblioteca de JM (¡qué envidia!, ¡qué años desperdiciados los míos en la capital!).

Había dos cosas que me obsesionaban en el sueño. La primera era encontrar la máquina de escribir de JM. La máquina que se menciona en cada artículo que se escribe sobre él para ilustrar la diligencia y trabajo de orfebrería detrás de cada uno de sus libros, y con que aparece acompañado en tantas de sus fotografías. Quería comprobar que existía esa máquina que la muerte de su amo había convertido automáticamente en una reliquia. En la primera visita no logré avistarla. La casa era tan enorme que no era fácil encontrar nada allí. Tampoco me atreví a pedirle que me condujera a ella a la persona que era pero no era mi tía bisabuela. No me sentía licenciado para abusar de su generosidad. Seguramente porque era pero no era mi tía bisabuela. En el sueño, hice acopio de valor y me colé en la casa al poco tiempo de la primera visita. Mi curiosidad fue satisfecha al observar a lo lejos de una habitación larguísima la cotizada máquina de escribir, envuelta en un haz de luz, encima de una mesa de escritorio. La persona que era pero no era mi tía bisabuela me sorprendió en la habitación en ese momento de deslumbramiento, pero no me recriminó nada, todo lo contrario: me regaló una sonrisa cálida. Seguramente porque no era pero era mi tía bisabuela.

La otra cosa que me obsesionaba en el sueño era hallar el último manuscrito de JM, porque tenía que existir un documento que capturara el último fogonazo de lucidez del genio. Rebuscaba por lo cajones de la casa en busca de ese gran tesoro escondido. Después de desordenar muchos cajones, di al final con el ansiado papel en el cajón de su mesita de noche. Estaba escrito de puño y letra. Una letra temblorosa que, obviamente, revelaba la fragilidad de quien estaba a punto de partir. La sujetaba con nervios entre mis manos, bajo la fija mirada de la persona que era pero no era mi tía bisabuela. Ahora, despierto, no recuerdo qué decía, pero sí que en el sueño me quedaba absolutamente fascinado al leer ese texto inédito de Marías que iba a ser, sin que él fuera consciente, la clausura, el punto final de su obra literaria.

Evidentemente, fue mi yo durmiente el que escribió esas últimas frases de Marías que asombraron a mi yo despierto de dentro del sueño. Me encantaría poder saber qué hice escribir a Marías a mano, ni siquiera a máquina, mientras agonizaba, en ese papel manoseado escondido en el cajón de su mesita de noche, para que me impresionara tanto, ya que mi yo despierto de fuera del sueño es totalmente incapaz de escribir nada que pueda acercarse lo más mínimo al estilo irrepetible de Marías.

Me hace gracia que, en el sueño, el baño de la casa de Marías fuera igual de colorido que el de casa de mi abuela de Santander, con el predominio del naranja y del verde. Me hace gracia porque tampoco es que haya pisado muchas veces la casa de mi abuela de Santander. Quizá la asociación viene de que mi tía bisabuela fue (y todavía es, pues la afiliación sanguínea sobrevive a cualquier desaparición física) su tía y de que, además, fue mi abuela la que cuidó de ella con mucho amor, tacto y paciencia en sus últimas semanas de vida.

Ahora que lo pienso bien, tiene sentido que el rostro de mi tía bisabuela apareciera tanto en el sueño que tuve anoche, ya que ella se fotografió con JM a finales de 2017, en la presentación de Berta Isla. Los sueños funcionan así, muchas veces apegados extrañamente a la realidad, o a ráfagas de realidad, formando un collage con los hechos del pasado que permanecen adormecidos en nuestra memoria y que, de repente, un día, sin saberse muy bien por qué, se desperezan en la oscuridad de la noche.

 

 


Trémula luz del tiempo

Sé que nada de lo que escriba va a estar a la altura de lo que él merece. Ni tampoco de lo que ha significado para mí. Javier Marías murió ayer y a muchos nos ha dejado muy solos. Su muerte la sufro como se sufren la mayoría de las muertes, egoístamente, pensando en todo de lo que me priva su ausencia, en los libros que esperaba que siguiera escribiendo y que sabía a ciencia cierta que disfrutaría leyendo, pero que ya no existirán, si acaso sólo en la imaginación de los lectores que nos hemos quedado huérfanos de sus historias y que nos tendremos que conformar ahora con fabularlas.

Siempre me ha gustado referirme a Marías con un apelativo cariñoso para fingir que había entre los dos una familiaridad que me habría gustado que existiese de verdad. JM le llamaba últimamente. En otra época me dio por llamarle Tito Marías. Estos apelativos me ayudaban a suplir la frustración de haber sido incapaz de conocerle, así como a bajar un poco a la tierra a alguien a quien reverenciaba desde muchos metros de distancia.

A JM le estoy agradecido por haberme proporcionado incontables horas de placer con sus libros, pero, sobre todo, le estoy agradecido por haber iluminado rincones de mi corazón que yo sólo había logrado intuir, no siendo capaz de explorarlos en profundidad hasta que me crucé con esas digresiones alargadas de sus libros que se enredan como serpientes y que cuando abordan un tema lo hacen presa y lo someten sin piedad a todo tipo de reflexiones, desde las más banales y anecdóticas a las más complejas. Entrar en un libro suyo es siempre una experiencia extraña, ya que uno tiene la sensación de que no pasa nada y de que, al mismo tiempo, pasa mucho. O de que pasa mucho para lo poco que pasa. Lo mismo sucede con su prosa que, pese a ser evidentemente manierista, acaba resultando natural por fuerza de su coherencia interna y de su musicalidad.

Lo que más me gusta de JM son las pequeñas historias que incluye en sus novelas. Historias que, inicialmente, parecen periféricas a la historia central, pero que luego acaban nutriéndola. A veces son historias ya escritas y que él toma prestadas, como la de El Coronel Chabert en Los Enamoramientos o la de Enrique V en Berta Isla. Otras son historias creadas por él mismo, cargadas de sentido del humor y que muchas veces rozan el absurdo. Me viene a la cabeza la del cantante de ópera en El hombre sentimental que se niega a aceptar su ocaso. Cuando ve que cada vez asiste menos gente a sus conciertos, maquina un sistema para asegurarse de que todas las butacas aparezcan ocupadas. Prácticamente obliga a los trabajadores del teatro -desde los acomodadores a los limpiadores- a que dejen su tarea y acudan a su actuación. Al final, su pérdida de habilidades es tan manifiesta que ni siquiera los trabajadores del teatro bastan para llenar tantas butacas vacías. Sobrevive durante un tiempo sacando gente de la chistera para hacerle de público hasta que ya, después de exprimir todas las posibilidades, llega un día al escenario y ve que todavía hay una butaca vacía. Su orgullo le impide empezar el concierto si la sala no está totalmente llena. Decide bajar del escenario y ocupar él mismo esa butaca vacía. Así, de esa manera tan inesperada, es como se acaba despidiendo de su profesión.

Los libros de Marías son como las películas de Woody Allen: siempre parecen el mismo. Así como es imposible no mezclar en la cabeza Annie Hall con Manhattan, igual de complicado resulta diferenciar Berta Isla de Tu Rostro Mañana. Al igual que en las películas de Allen, los libros de Marías están protagonizados por personajes inteligentes y circunspectos que se parecen muy sospechosamente al autor. No ayuda a esta disociación el que los protagonistas sean casi siempre traductores o personas de letras con vínculos con el Reino Unido. Marías, sin embargo, no utiliza esta similitud con sus personajes para engrandecer sus virtudes, sino, más bien, lo contrario: se aprovecha de ella para reírse de sí mismo y poner al descubierto sus manías, sus defectos y sus vicios incorregibles. 

Los libros de Marías también se asemejan en la temática. En ellos subyace siempre el mismo problema: la imposibilidad de saber. A Marías le obsesiona la incapacidad de desentrañar la verdad de entre la maraña de hechos que componen la vida de los seres humanos. Es imposible discernir qué nos deparará el futuro, de qué son capaces las personas de nuestro alrededor, de qué somos capaces nosotros, cuál será nuestro rostro mañana, qué dolores o alegrías llevamos en potencia y desplegaremos en el tiempo que viene. Igual de complicado resulta adivinar qué somos en el presente, qué intereses nos mueven, qué nos empuja a observar al resto de personas, a capturar secretos ajenos que nos impondrán responsabilidades inesperadas. Por qué sentimos la necesidad de contar, sabiendo que esa misma necesidad supone siempre una condena, nos ata, nos hace vulnerables, nos somete a malinterpretaciones y posibles extorsiones. El sentimiento más frustrante y doloroso está relacionado con la imposibilidad de saber lo que ya aconteció. La imposibilidad de recorrer con certeza los hechos que sucedieron y de los que no ha quedado registro y que, por tanto, están sometidos a la arbitrariedad, al temblor del dedo con el que cada sujeto señala el pasado, el suyo y el de los otros. Sin embargo, la imposibilidad de saber no paraliza a los personajes de Marías, sino que los invita a amasar verdades que, por leves que sean, permiten, al menos, observar mejor la oscuridad que los rodea.

Te voy a echar mucho de menos, JM. 

martes, 6 de septiembre de 2022

Pipas electrónicas

Después de que el taxista acabe de hablar, se producen varios minutos de silencio en el Bar-Mesón. Cada uno de los clientes se encuentra ensimismado en su bebida. Casimiro, con el propósito de enmendar el estropicio previo, les ha servido otra cerveza sin cobrarles, esta vez bien echada, con poca espuma. Raimunda siente que quiere hablar, pero piensa que ya ha hablado demasiado, no quiere monopolizar la noche. La historia del taxista le ha tocado hondo, ya que lleva bastante mal lo naturalizados que están los cuernos en la sociedad. Ella es una férrea opositora de los cuernos. Nunca los ha entendido y nunca los entenderá. Si estás con alguien y te deja de gustar, déjalo. Si estás con alguien y te gusta más otra persona, pues déjalo también. Pero no lo humilles con mentiras y falsas caricias. Sigue dándole vueltas en su cabeza a por qué detesta tanto las infidelidades cuando, de repente, una voz interrumpe el flujo de sus pensamientos. Proviene del otro cliente del bar, el que no ha hablado aún y con el que ella ha coincidido tantas veces, sin conseguir nunca oírle ni una palabra.

Este hombre le infunde mucho respeto a Raimunda. Su persona está rodeada de un aura especial que puede explicarse tanto por la extrema deferencia con la que le tratan en el Bar-Mesón (le pagan por consumir en lugar de cobrarle), como por los aires de grandeza que reviste su propia figura. Lleva una gabardina beige que no se quita nunca, ni siquiera en verano. Tampoco dentro del local. A pesar de no delatar ningún signo de cojera, va acompañado de un bastón de madera reluciente que lleva inscritas unas palabras en latín que Raimunda es incapaz de traducir. Sus gafas son de lentes grandes y le cubren hasta la última arruga de la frente. En la mano derecha sujeta una pipa que expulsa vapor en lugar de humo -Raimunda entiende que es una pipa electrónica. La única que ha visto en su vida-. Comprueba la hora en un reloj de bolsillo dorado y lleva sobre su cabeza un sombrero negro que se quita religiosamente en el momento en que se sienta en la mesa reservada para él en el Bar-Mesón. Sobre esta mesa despliega siempre un mapa gigantesco de la ciudad de Madrid que saca de su bolsillo izquierdo y que, al ser más largo que la mesa, se queda colgando en las extremidades. No hace falta ser muy perspicaz para percatarse de que se trata de un mapa antiguo, ya que huele a humedad, el papel tiene un color mortecino, las letras están difuminadas y, sobre todo, la mitad de las calles que contiene ha desaparecido.

Estimados cohabitantes del Bar-Mesón, como ya habrán comprobado algunos de ustedes, no soy muy dado a la cháchara. Más bien, todo lo contrario. Si algo he descubierto en mis largos sesenta años de vida es que no hay nada más valioso que el silencio. No me gusta hablar y menos aún escuchar. La vida es demasiado corta e insignificante como para añadirle más dosis de superficialidad. Yo me encomiendo a mi cerebro para aliviar la pesadumbre del vivir. Dialogo continuamente conmigo mismo para mantenerme despierto y no languidecer intelectualmente. Imagino que estarán pensando que soy algo altivo. No me importa que me tilden de ello, no se preocupen. De hecho, es más motivo de orgullo que de ofensa que se me pueda ver como una persona arrogante, pues llevo toda mi vida esforzándome denodadamente por ofrecer esa imagen de mí mismo. No quiero engañar a la gente dándole a entender que me importan sus inquietudes banales. Me basta con mi banalidad y me gusta ser claro sobre ello.

Se deberán de estar preguntando ustedes qué razón de peso me ha conducido a interrumpir mi retiro social. Por qué de repente me presto a bajarme al fango para establecer esta conversación con ustedes, seres terrenales. Hacen bien preguntándoselo, pero siento decepcionarles al informarles de que no tengo una repuesta clara. Supongo que aún quedan algunos vestigios de humanidad en mi interior que no puedo controlar y que me empujan a interactuar con la gente a pesar de mi recalcitrante misantropía. Ahora que ya estoy de pie y que he empezado a hablar, me siento obligado a contarles alguna historia que les pueda entretener de la manera en que sus historias (he de reconocer) me han entretenido a mí.

Hace de esto ya muchos años. Treinta y cinco, concretamente. Se celebraba una cena de gala de jóvenes escritores en el Hotel Ritz de Madrid. Yo no había escrito nada aún, pero se me había colgado la etiqueta de escritor por colaborar con algún que otro periódico de provincia que leían los intelectuales de Madrid cuando hacían alguna escapada fuera de la capital. Evidentemente, no conocía a ninguno de los asistentes. Y menos aún me conocían ellos a mí. Iba ataviado con un traje que me había cedido amablemente mi cuñado. Recuerdo que me quedaba un poco ancho, pero no me podía permitir hacerme con otro más ceñido para la ocasión. Fui a la cena con la ilusión de un niño el día antes de Reyes. No sabía qué me depararía la jornada, pero sabía que iba a ser digna de ser recordada. Y tanto que lo fue. No hay día en estos treinta y cinco años que han pasado en el que no haya pensado en esa cena.

El acto de recepción tuvo lugar en el vestíbulo del hotel. Se sirvieron todo tipo de exquisiteces que yo había desconocido que existieran hasta ese día. Si algo me fascinó fue la capacidad de estos incipientes escritores de hablar mientras comían sin resultar maleducados. Maldije a mis padres por no haberme enseñado a hablar con la boca cerrada. Por no revelar demasiado pronto mi ausencia de maneras, decidí pasarme la recepción saltando de conversación en conversación, escuchando atentamente a mi interlocutor hasta que me daba pie a hablar y, después de unos segundos interminables de tensión, aterrizaba otro invitado y suplía con éxito mi silencio. Nunca he jugado mejor a la oca que ese día. Fui saltando de una casilla a otra hasta que llegué a la meta final, que no era otra que el gran comedor del hotel, atravesado por una mesa inmensa de caoba en el centro y decorado en las paredes con cuadros de todos los ilustrísimos invitados que se habían hospedado en el hotel a lo largo de su historia.

Mi único conocimiento sobre protocolo se basaba en saber que en la cena era de mala educación conversar únicamente con una persona. Existía una norma social que estipulaba que uno debía ir alternando entre los comensales de su lado y el de enfrente. Después de lo maravillosamente bien que se me había dado pasar de una conversación a otra en la recepción, no me cabía ninguna duda de que lo iba a bordar en la cena. Para una norma que me sabía… y no la respeté. Pero no me culpen. Ahora entenderán perfectamente mi debilidad.

Me sentaron al lado de un escritor que vestía como visto yo ahora, pero siendo joven, lo que tenía pecado. Un bohemio fetal. Intercambié un par de palabras con él y, efectivamente, me pareció plúmbeo de narices. Sí, plúmbeo. No se me ocurre calificativo más certero. Siempre me ha gustado pronunciar esta palabra. P-l-ú-m-b-e-o. Pesan tanto sus letras que acaban cayendo por su propio peso. Siempre que la utilizo se me forma una bola en la boca que es como si me estuviera comiendo un mazapán. Menudo plasta el chisgarabís aquel. Aunque ahora, bien pensado, debería agradecerle que fuera tan insoportable. Gracias a la animadversión que me despertó, pude centrarme exclusivamente en el comensal sentado a mi otro lado, que era una mujer de cara redonda cuyas facciones gravitaban sobre una sonrisa bailarina que invitaba a viajar muy lejos del Ritz con ella. Me quedé postrado en mi asiento, con una mueca tonta colgada en la cara, cuando me giré y me topé de bruces con esa presencia arrebatadora. La tenue luz de la inmensa lámpara de araña del comedor confería a sus cabellos castaños una pulcritud similar a la de la madera recién barnizada. Sus ojos centelleaban cuando reparé en ellos por primera vez. Permanecí callado varios segundos, intentando devolverle con un espejo imaginario una mirada igual de luminosa que la suya. No sé si lo logré. Me basta con saber que enseguida nos pusimos a hablar y que no fuimos capaces de despegarnos en toda la noche.