"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

jueves, 31 de diciembre de 2020

Mis 12 libros de 2020

-Trilogía El señor de los anillos, Tolkien.

-Trilogía A contra luz, Rachel Cusk.

-Formas de estar lejos, Edurne Portela.

-Feria, Ana Iris Simón.

 -El sabueso de los Baskerville, Conan Doyle.

-Los tres mosqueteros, Dumas.

-Un amor, Sara Mesa.

-Cuando fui mortal, Javier Marías.

-Desgracia, Coetzee.

-El primer hombre, Camus.

-El infinito en un junco, Irene Vallejo.

-La ciudad y los perros, Vargas Llosa.


sábado, 26 de diciembre de 2020

IES Barri del Carme

 

El IES Barri del Carme es principalmente un lugar de tránsito. Como todo instituto, está sujeto a ese flujo interminable de estudiantes que van y vienen y que hace que sea imposible formarse una imagen fija de su alumnado. Todo allí es mucho más voluble de lo que parece desde fuera. También los profesores. Algunos consiguen aguantar más de veinte años, pero muchos de ellos, por razones diversas -bien sea que tienen su plaza en otra ciudad, que se han jubilado, que piden un cambio de plaza o cualquier otro motivo inconfesable-, acaban emigrando al poco tiempo. De este modo, cuando a los antiguos alumnos les asalta la nostalgia y deciden volver para reencontrarse con sus raíces, se dan de bruces con una realidad muy distinta a la que recordaban. Si no tardan mucho, aún identificarán a algunos alumnos de las generaciones siguientes a la suya con los que coincidieron unos años en el patio. Pero, como se descuiden y tarden un poco más de la cuenta, no serán capaces de reconocer a ninguno. Y lo mismo les sucederá con los profesores. Verán que muchos ya no están. Aunque recuerden el instituto como el escenario de sus correrías más emocionantes, como un hogar hecho a su medida en el que se sentían como Pedro por su casa y en cuyas paredes se habían llegado a exhibir sus trabajos -colmándolos de orgullo- cuando el profesor o la profesora de turno lo habían considerado pertinente (la postal de Navidad que hicieron para plástica, el relato que escribieron para valenciano, la canción que se inventaron para el acto de clausura de curso), cuando vuelvan descubrirán que no han sido sino una pieza más, tan prescindible e imprescindible como cualquier otra, de ese engranaje formado por todos los estudiantes que en algún momento pasaron por ahí y que fueron luego reemplazados y olvidados sin ningún escrúpulo cuando se marcharon. Y esas paredes que constituyen el IES Barri del Carme se aparecerán ante sus ojos como una cáscara vacía y sólo representarán ya la calidez del hogar en su memoria, en el mar de los recuerdos.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Mi Madrid

El otro día leí lo siguiente: “Las ciudades en las que vivimos son para la mayoría de nosotros las personas con las que las compartimos de manera asidua o transitoria, íntima o superficial. Por visitar a un amigo, hemos llegado a barrios a los que quizá nunca hubiéramos ido sin esa necesidad, y los amigos nos han descubierto rincones, monumentos, casas, calles, comercios, tabernas, restaurantes que de no ser por ellos nos habrían pasado inadvertidos, de modo que nuestra ciudad es la suya y la suya tiene también un poco de la nuestra”. Tras leer estas palabras, me asedió de nuevo la nostalgia de Madrid y, sobre todo, del piso de Meléndez Valdés. En estos meses aciagos e inciertos en los que el virus ha puesto patas arriba el mundo y nos ha enseñado, como insisten machaconamente, la vulnerabilidad del ser humano, haciéndonos supuestamente más conscientes de nuestra insignificancia y nuestros caprichos, yo me he encontrado en más de una ocasión echándole pestes por haberme privado de los magníficos cuatro meses que me quedaban por vivir en Madrid. Obviamente, mi cabeza ya se ha ocupado de idealizar esos meses que nunca ocurrieron, sin permitir ningún resquicio de duda sobre lo maravillosos que iban a ser. Me veo empleando verbos tan potentes como “arrebatar” para referirme al mal infligido por el virus. “Joder, es que me ha arrebatado mis últimos meses en Madrid”. Lo digo, por supuesto, como si a uno le asistiera el derecho inalienable a disfrutar del tiempo perdido.  

Después de varios meses viviendo con ellos, era ya capaz de ponerle una imagen a los sonidos que se registraban en la casa nada más levantarme. Sé que Fran está en su cuarto, algo inquieto porque se le echa encima el tiempo y tiene que acabar de leer los papers que nos toca comentar en clase. Los pelos en rebeldía forman una maraña desordenada en su cabeza y sus ojos, que normalmente brillan, están encharcados de sueño. En una hora, y con café mediante, estará abriéndose de piernas e improvisando coreografías en el metro. Ahora no le hables mucho, que necesita una ducha para despejarse. Oigo el traqueteo del exprimidor de naranjas y veo a Pablo deambulando por la cocina, con los ojos casi cerrados. Se mueve a tientas con bastante desenvoltura. No se corta nunca con el cuchillo con el que unta de nocilla las dos rodajas de pan que componen su ritual de cada día. A Fran al menos le puedo dirigir la palabra de buena mañana, a Pablo ni se me ocurre. Tras acabarse las tostadas y el zumo, se marcha a su habitación y se vuelve a meter en la cama. Se aprieta en las sábanas, asegurándose de que no entre nada de frío y se pone con la cabeza hacia arriba. Parece un capullo a punto de florecer.

Con el reloj en mano, les espero en la puerta, desesperado. He intentado aprender una manera de apremiarles que no sea demasiado cansina y que no me granjee su enemistad, pero, a decir por la cara de desesperación con la que me miran y los soplidos que me lanzan cuando cruzamos el umbral de la puerta, no sé si lo he conseguido. Intento apresurar el paso para coger el metro a tiempo y así llegar antes a Plaza Elíptica, donde tenemos que hacer trasbordo para ir a Getafe. Hago algún amago de arrancar a correr, pero Pablo me acaba disuadiendo. A pesar de que los músculos de su cara todavía están desperezándose, su mirada asesina me deja suficientemente claro que no piensa acompañarme en mi cagaprisismo.

Una vez sentados en el metro, nos comportamos como las buenas familias y nos ignoramos sin que ello resulte incómodo. Fran, con la tablet en ristre, lee en diagonal los papers que le quedan; Pablo se pone música, se empapa de la autobiografía de algún gran hombre de Estado o se pierde entre las historias de Tolkien; y yo, pues me pongo con el libro que esté leyendo en ese momento. A pesar de que cada uno va a lo suyo, nos notamos cerca. Nos comunicamos en silencio, bastándonos una mirada y una sonrisa para comentar lo que pasa a nuestro alrededor. Cuando el metro estaciona en Laguna, Pablo se lleva los dedos al cuello y saca la lengua fuera, escenificando la muerte de un mártir que nos resulta muy familiar. Por más que pasemos todos los días por esa parada, no nos cansamos de reírnos con esa tontería. Después de tantos meses juntos, mi Madrid ya es, sin ninguna duda, también su Madrid. Menos mal que el virus no nos puede quitar lo bailao.

  

viernes, 27 de noviembre de 2020

Plaza Elíptica

 

En el quinto capítulo de la cuarta temporada de The Crown, Fagan, el ciudadano que logró colarse dos veces en Buckingham Palace, aparece sentado en un autobús con la cabeza apoyada sobre la ventana. Su vida no le puede ir peor: su mujer se ha separado de él y no le deja ver a sus hijos. Para colmo, no encuentra trabajo, tocándole lidiar cada semana con la inmisericorde y gélida maquinaria burocrática. La instantánea en el autobús produce mucha lástima. Se le ve impotente, completamente resignado, sin ningún atisbo de luz en la mirada. Da la sensación de que no le importaría mucho si el cristal de la ventana de repente se hiciera añicos y volatilizara sus sesos. De hecho, parece que lo esté pidiendo a gritos. La escena me recordó a una imagen muy similar en Joker en la que la fina luna de un autobús de Gotham es lo único que separa a Joaquin Phoenix de caer en el abismo.

Tanto el Joker como Fagan son individuos problemáticos a los que se coloca la etiqueta de enfermos mentales con tal de no admitir que es la propia sociedad la que está enferma. Pero a mí lo que me interesa ahora no es tanto la crítica social como la visión latente del transporte público como el lugar en el que se agranda la soledad del individuo. No deja de ser curioso que sea precisamente en un espacio tan concurrido donde el individuo se siente más enajenado y perdido, indiferente frente a las sonrisas y conversaciones de sus vecinos. Solos amuchados, que diría Galeano.

Viendo a Fagan en The Crown me vinieron a la cabeza todos los trayectos que hice por el intercambiador de Plaza Elíptica durante los casi dos años que viví en Madrid. Creo que hay pocas cosas más lóbregas que ese intercambiador. Una pasarela subterránea por la que desfilan legiones de individuos que se apelotonan unos sobre otros, apilando sus penurias y frustraciones en una especie de masa etérea que empapa de fatalidad cada uno de los rincones. Un túnel con paredes de psiquiátrico, de un blanco chillón y cegador que devuelve una imagen todavía más difusa y desagradable de los transeúntes. Así como el frío puede llegar a abrasar, el blanco del intercambiador está revestido de una oscuridad perturbadora. Es como el fogonazo de un disparo. La antesala de esa gran tragedia que es la monotonía. 

Los individuos avanzan sin intercambiar ninguna mirada. Seguro que algunos han coincidido decenas de mañanas en esas mismas entrañas del metro, pero no tienen ni ganas ni necesidad de mirarse. Aunque las tuvieran, tampoco resultaría demasiado fácil diferenciar a unos de otros. Están cortados por el mismo patrón: autómatas que andan con los pasos milimetrados, sin desviarse ni un ápice del itinerario marcado por la rutina. El soldado anónimo del siglo XXI.

Algunos andan con una ingravidez asombrosa. No imprimen ninguna fuerza a sus pasos. Son individuos despellejados por la ansiedad en los que no queda ningún residuo de energía. Como el que ya ha pasado al más allá y no le importara mucho su devenir. Son condenados que se dirigen al patíbulo resignados, conscientes de que no merece la pena dar más vueltas a las cosas. Otros, sin embargo, andan con determinación y con zancadas grandes, luchando por hacerse un hueco en la cinta automática del intercambiador para acortar el tiempo de sus recorridos. Son aquellos a los que todavía les importa llegar puntuales. O los que simplemente no se pueden permitir llegar tarde.

Suena de fondo una música metálica que procede del roce de bolsos y mochilas que no tienen tiempo para pararse y saludarse. Viene acompañada del sonido cortante de las notas que el señor de pelo canoso toca cada mañana en su piano portátil, aporreando nuestros tímpanos sin ninguna piedad. Está tan incardinado en el paisaje del intercambiador que uno llega a olvidar que está ahí, produciendo ruidos que se acaban internalizando como un trámite más del recorrido. Los auriculares protegen a algunos individuos del martilleo, como cordones umbilicales que los conectan con otra realidad, con la patria de cada uno. Aunque, a decir por la alegría de sus semblantes, debe de tratarse de una patria aburrida, de flores marchitas.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Gràcies, Joan

 

Eran días felices. Habíamos logrado sobrevivir al primer cuatrimestre de la carrera. Además, habíamos congeniado tanto en clase que hasta decidimos celebrar el amigo invisible entre nosotros. Nos conocíamos de apenas unos meses, pero sentíamos que llevábamos mucho más tiempo juntos. Y sólo era el principio, por lo que el futuro se auguraba todavía mejor. Sin embargo, el final del cuatrimestre también significaba que ya no tendríamos más clases con Joan Romero, quien nos había estado enseñando “Geografía Humana”. Entre nuestra felicidad por el prometedor comienzo de la universidad se colaron de repente frías láminas de desazón. Nos aquejó un sentimiento muy fuerte de pena. Nos dimos cuenta de que quizá habíamos tocado techo demasiado pronto. Quedaban cuatro años y medio de carrera y era imposible pensar que algo pudiera igualar la experiencia de asistir a una clase de Joan Romero.

Nuestra desazón se vio justificada a posteriori. Tuvimos muy buenos profesores, pero ninguna clase volvió a ser como la suya. Nadie nos deslumbró como Joan. La última clase con él fue verdaderamente emotiva. Le escribimos unas palabras y se las leímos en el aula. Quizá, visto desde el presente, parezca un gesto algo cursi, propio de jóvenes con sobredosis de El Club de los Poetas Muertos. Pero les aseguro que nos salió del alma y que fue un acto genuino. Al acabar de leerle las palabras que le habíamos dedicado, se hizo el silencio. Un silencio sólo interrumpido por algunos sollozos. Estábamos anclados en nuestros pupitres, esperando expectantes la reacción de Joan. Se le hizo un nudo en la garganta. Aunque estaba algo lejos, encima de la tarima, se podían apreciar destellos de emoción en sus ojos.  Consiguió arrancar y nos contó que para él la educación era como el oxígeno. Que, debido a sus orígenes, había tenido que depender toda su vida de becas muy exigentes para poder estudiar. Y que, por favor, no olvidáramos nunca el valor de la educación. Que no nos limitáramos a pasar por la universidad, que la universidad tenía que pasar por nosotros, tenía que sacudir nuestros espíritus y hacernos más independientes y libres. Cogió la tiza y escribió bien grande en la pizarra: SAPERE AUDE.

Creo que el sentimiento de orfandad que se instaló en todos nosotros después de esa última clase es el mejor reflejo del legado de Joan, de lo que nos ha marcado a todos. Basta con hablar con cualquier alumno que lo haya tenido para comprobar que el cariño y la gratitud hacia él son unánimes. Joan nos ha enseñado a pensar mejor, aunque sea para tener que pensar contra él. Y lo ha hecho siempre desde la generosidad más grande. Contestando correos a la velocidad de la luz. Ofreciendo su tiempo en tutorías. Recomendando listas infinitas de libros siempre sugerentes. Y contribuyendo como pocos a crear un ambiente universitario vibrante, organizando conferencias y dando charlas con una frecuencia inusitada (siempre me he preguntado si tiene algún pacto secreto con el tiempo, porque no sé cómo lo hace para estar en tantos lugares a la vez y que nunca decaiga la calidad de sus intervenciones).

A Joan le gusta mucho un libro de Muñoz Molina que se titula El viento de la luna. Trata sobre el paso a la adolescencia de un chaval de una pequeña ciudad provinciana de la España de 1969 donde las heridas de la guerra siguen bien palpables. Su familia fue afín a la República y a él le toca cargar con ese estigma en un entorno franquista totalmente claustrofóbico. Para evadirse de ese ambiente inhóspito, se cuela en las pocas casas con televisor para seguir el ascenso del hombre a la Luna. No puede quitar la mirada del cohete que avanza decidido a explorar lo desconocido. Nosotros seguíamos las clases de Joan de una manera similar. Con la cabeza apretada en el puño de la mano, escuchábamos con atención todo lo que decía y nos sorprendía lo rápido que pasaba el tiempo. Siempre queríamos más. Sus clases nos hicieron despegar. Nos sacaron del letargo en el que muchos nos encontrábamos. Y nos permitieron vislumbrar un mundo nuevo en el que se nos pasaba a tratar como adultos. Qué pena que ya no vaya a haber más estudiantes que puedan disfrutar del inolvidable placer de asistir a una clase suya. 


sábado, 31 de octubre de 2020

Los muertos de Oxford

 

El otro día Ali y yo bebimos más de la cuenta. No íbamos ebrios perdidos, pero sí bastante contentillos. Que me lo digan a mí, que el día siguiente tenía una clase presencial y estuve sufriendo durante dos horas el olor a cerveza que se había quedado adherido a la mascarilla. Qué sensación tan anticlimática y desagradable. Pero bueno, no me arrepiento. Había motivos de sobra para beber, ya que nos acabábamos de enterar de que Oxford pasaba a la fase dos de restricciones, lo que significaba que, a partir del fin de semana, al no ser convivientes, no íbamos a poder vernos en lugares cerrados. Nos convocamos en un pub y allí que fuimos, dispuestos a agotar los últimos cartuchos.

Nos echaron a las diez. Ali me pidió que diéramos una vuelta antes de volver a nuestras respectivas casas. Me dijo que quizá podíamos ir a comprar un falafel en un sitio que tiene mucha fama. Yo le dije que todo chapa a las diez, que daba igual que el sitio este fuera una caseta enclavada en plena calle. Pero mi matización fue en vano. Ali insistía y nada, pues emprendimos el camino a por el falafel. Nos dijeron que ya no podían vender comida, que lo sentían mucho. Así que nos dimos media vuelta. En el camino de vuelta nos topamos con el cementerio adyacente a la Iglesia St. Mary Magdalene. A mí este cementerio lleva impresionándome desde que llegué a Oxford. Se encuentra en pleno centro de la ciudad, al lado de uno de los colleges más emblemáticos, Baliol, y justo enfrente de un Tesco enorme. Para los no familiarizados, Tesco es una de las dos marcas de supermercado más extendidas del país. Cierra sobre las doce de la noche, así que las colas que se forman después de las diez son enormes. La gente se arremolina alrededor de la puerta, esperando su turno para entrar y así comprar alcohol que permita completar la noche que el cierre prematuro de los pubs amenaza con clausurar demasiado pronto.  

Después de pasar tantas veces por ese cementerio, mi estado de felicidad exacerbada me empujó a tomar una decisión que no me había atrevido a tomar hasta ese momento. Decidí bautizar a uno de los muertos que se halla oculto bajo una de las múltiples tumbas. Le dije a Ali: “oye, esa tumba panchuda tiene cara de Juan. A partir de ahora ya tiene nombre su habitante”. Me hizo gracia pensar en Juan asistiendo a la ceremonia de su bautizo y diciéndole a otro bebé que también se bautizara ese día: “¿es tu primera vez?”. Como James Franco en La Balada de Buster Scruggs, pero al revés. Mientras yo hablaba de Juan, Ali me señaló una de las estatuas que componen el monumento de los mártires, que se encuentra justo al lado del cementerio. “Oye, a ese le han puesto una red delante, como si se fuera a caer”. Me hizo gracia. Mientras el pobre Juan tenía que conformarse con habitar una tumba mohosa y desgastada, a otros se les erigían monumentos con airbag incorporado.

Esa noche me permití dirigirme a los muertos con desenvoltura. Pero os aseguro que sin los efectos del alcohol no resulta tan sencillo. Más bien lo contrario, a mí me sigue fascinando eso de que las ciudades inglesas estén atravesadas por filas interminables de lápidas. El año pasado ya me llamó la atención cuando descubrí, en pleno centro de Londres, los Bunhill Fields, un parque con no sé cuántos miles de muertos enterrados por el que hay que pasar para ir de una parte de la ciudad a otra. En Oxford he vuelto a sufrir la misma sensación de incomodidad. Para ir a mi Departamento, tengo que caminar al lado de dos cementerios distintos. Pero lo que me impresiona no es tanto el efecto de incomodidad que genera en mí, como la naturalidad con la que el resto de los transeúntes pasa por al lado, como si nada. No sé, hay muertos ahí, ¿no pensáis reaccionar?

Pero claro, es que me da la sensación de que aquí en Inglaterra la muerte se aborda con una ligereza mucho mayor que en España. Basta con pensar en la hilarante Un funeral de muerte. Pero no sólo eso. Aunque se pueda emplear la palabra “cementery”, aquí normalmente se utiliza “graveyard” para referirse a los lugares donde se depositan los restos mortales. Literalmente, significa patio de tumbas. Los ingleses se refieren a los jardines de su casa como “backyard”. Se necesitan muy pocas letras para pasar de hablar del sitio que es remanso de paz y armonía al lugar donde uno deja de sentir nada.

Yo, sin embargo, estoy acostumbrado a pensar en los cementerios a la mañera española, donde en cada población se reserva un lugar especial y apartado para verter los restos mortales. Además, en los cementerios es de mala educación chillar. Hay que respetar a los que ya no están entre nosotros. Los cementerios son lugares sagrados, sea uno religioso o no. Allí se va a demostrar a quienes ya no están que el lazo de afecto sigue intacto, aunque nos separe una vida de ellos. Cuando pienso en cementerios pienso en el inicio de Volver, con Penélope Cruz y su hermana, vestidas de luto, limpiando afanosamente la lápida de sus padres. En Patria mismo hay muchas escenas que transcurren en el cementerio, donde Bittori pierde los nervios cada vez que las aves ensucian la tumba del Txato. A diferencia de los cementerios de Oxford, donde las inscripciones son apenas perceptibles, en España se tiene que dejar claro quién es el muerto. No sólo se esculpe el nombre en la lápida, también se ponen fotos, o retratos a falta de estas. Natalia, la protagonista de Entre visillos, es una niña huérfana de madre que no logra entender todos estos rituales y convenciones en torno a los muertos: “Yo, como no la he conocido, me la he inventado a mi manera, y desde luego no se parece a la que está en ese retrato. (…) Yo a mamá la echo de menos muchas veces, pero nunca cuando vengo al cementerio”.

A mí, ya digo, cuando paso por al lado de estos cementerios desplegados en medio de la ciudad se me erizan los pelos de la piel. No puedo evitarlo. No hay día en que no repare en las lápidas. Además, al ser cementerios antiguos, la sensación de dejadez es todavía mayor. Es como si se hubiera lanzado a los muertos a la intemperie, por mucho que ocupen el codiciado centro de la ciudad. Cada lápida es de un tamaño distinto, no hay simetría alguna, y a cuál más mohosa. Todo es tétrico y sombrío. Los viandantes, sin embargo, ni se inmutan. Aparcan su bici delante y no dedican ni una mirada al patio de tumbas. Lo mismo aquellos que esperan sedientos de alcohol en la puerta del Tesco. Yo qué sé. Al menos podría producirles un poquito de desasosiego. Pienso en El bosque animado, donde el bandido Fendetestas, el personaje interpretado por Alfredo Landa, se harta de Fiz de Cotovelo, el difunto que va vagando por el bosque y cuya presencia espanta tanto a los lugareños que hace que dejen de pasar por ahí, para perjuicio del bandido, que no le queda ya nadie a quien asaltar. Un punto intermedio no estaría mal.

 

 

 

miércoles, 14 de octubre de 2020

El día de la marmota


En Inglaterra no basta con lanzar una mirada escrutadora al cielo para adivinar el tiempo, ya que hasta los días más claros y luminosos son engañosos y encierran lluvias, frío y viento. Por suerte, normalmente se trata de una lluvia muy fina. Gotas que caen suavemente y acarician la mejilla. Pero cuando arrecia y, confiado, has dejado el paraguas en casa, te empapas. El pantalón mojado se te pega a la piel, multiplica el frío y te agarrota el cuerpo. Y ya ni te digo cuando la suma de mascarilla, lluvia y gafas difumina del todo el paisaje y acabas, sin darte cuenta, con el pie dentro de un charco traicionero. Así que, para evitar estas situaciones desagradables y conducentes a resfriados que no deseo, me toca comprobar religiosamente, cada mañana, qué tiempo va a hacer.

Después de una semana de lluvias ininterrumpidas, me alegra ver muchos dibujitos de sol en la pantalla del móvil. Bueno, en realidad, en algunos días los soles aparecen atravesados por nubes. Pero no pasa nada. Lo novedoso es que va a haber mucho más sol que la semana pasada. Y que no se anuncian lluvias. Empiezo la semana, por lo tanto, ilusionado. Como soy un poco básico, no puedo evitar relacionar el inicio de la nueva semana con las cosas que suceden a mi alrededor. Pienso en el tiempo y en el paso del tiempo. Llama la atención que usemos la misma palabra (tiempo) para referirnos a dos cosas tan distintas. Aparentemente, una mucho más concreta -la lluvia, el frío, el calor- que la otra. Quizá sería menos confuso si, como en inglés, llamáramos a cada una con un nombre diferente. Weather. Time.

Mi pensamiento básico gira en torno a la idea de interpretar el cambio en el tiempo (el inicio de una semana que promete días limpios y soleados) como un golpe contra el pesimismo. Como un resquicio de esperanza que afirma que la vida fluye y que no estamos condenados a soportar interminablemente las adversidades que nos acechan hoy. Por supuesto, como básico que soy, pienso en el maldito virus. El final de la semana fría y lluviosa me inocula ilusión. Me hace pensar que en algún momento se acabará este día de la marmota (referencia también básica, pero insoslayable) que lleva alargándose desde marzo y que sólo ha traído dolor: legiones de muertos, listas inagotables de hospitalizados, rostros con sonrisas amputadas por la mascarilla, infinidad de besos y abrazos perdidos, y, en el caso de España, un nivel de enconamiento político insostenible.

Aprovecho el primer día de sol para pasear por Port Meadow, que se ha convertido en mi lugar preferido de Oxford. Es un prado inmenso, atravesado por el Río Támesis y habitado por patos, cisnes, vacas y caballos. Con todo el espacio del que disponen, me hace gracia que las vacas estén siempre arrejuntadas, como si necesitaran darse calor. Están todas apelotonadas en el inicio del prado y me toca sortearlas para alcanzar el puente que cruza el río. Como en Inglaterra no es obligatoria la mascarilla y no hay ninguna persona a la vista, me destapo la cara. Respiro el aire fresco y sigo paseando. Cuando vine por primera vez aquí hace dos semanas, saqué una foto a un árbol gigante que tenía la parte superior de su copa cubierta de un color naranja que contrastaba con el verde que dominaba el resto de su cuerpo. Parecía la cresta de un gallo. Me hizo gracia y le hice la foto. Hoy vuelvo a fijarme y observo que el árbol entero se ha teñido del color naranja de la cresta.

Y es que, hay un momento del año en el que las hojas se ponen coquetas y se pintan de rojo. Hartas de pasar desapercibidas por culpa de ese color verde que tenemos tan naturalizado los transeúntes, deciden reivindicarse y dar un golpe sobre la mesa. “Oye, que estamos aquí”. Se acicalan y se ponen guapas. Pasan del verde al amarillo. Del amarillo al naranja. Del naranja al rojo. Y, normalmente, suelen acabar vestidas de marrón. Agotadas ya de ponerse y quitarse tantos vestidos, se dan por contentas y concluyen que ya están listas para partir al más allá. Caen como las frutas que alcanzan la madurez, con la satisfacción de las cosas bien hechas.

El otoño en Oxford es mucho más elocuente que en Valencia. Hay tantos más árboles, que la sensación de desnudez cuando estos van desprendiéndose de sus hojas es mucho mayor. Se van achicando poco a poco, dejando a su alrededor una alfombra de hojas desechadas. Es la operación bikini más natural y barata de la historia. Aunque quizá sea algo excesiva, porque deja a los árboles en los huesos, totalmente esqueléticos. Cuando el viento ruge fuerte, las ramas se chocan y tintinean, sin ningún escudo que amortigüe los golpes. Veo una hoja solitaria mecida por las aguas del río. Va avanzando poco a poco, dando algunos rodeos. Pienso que a lo mejor llegará a Londres. Aunque me entra algo de repelús sólo de pensarlo. El agua del Támesis en Londres es de color marrón. Da asco. Parece más la fábrica de chocolate de Willy Wonka que una prolongación del río limpio y cristalino que estoy observando en este momento. Me da pena que esta pobre hoja pueda acabar corrompida por las aguas putrefactas de la capital.

La caída de las hojas contribuye a mi optimismo. Me permite continuar con mis pensamientos básicos y positivos (quizá positivos precisamente por ser demasiado básicos). El otoño anuncia que el fin de año se acerca. Me imagino que faltará poco para que se llenen los Mercadona de polvorones. Y seguro que la campaña de Navidad de El Corté Inglés lleva ya días en marcha. El fin de año promete el inicio de uno nuevo. La naturaleza cambiante del tiempo es incuestionable. Hasta la misma agua que estoy viendo ahora mismo será distinta mañana, como ya dijo aquel sabio hace muchos años. Y, por la misma regla de tres, estamos cada vez más cerca de deshacernos del virus. Me doy cuenta, de hecho, de que llevo un buen rato sin pensar en él. No me he topado con nadie. Llevo mi mascarilla bien guardada en el bolsillo. No hay limitaciones a mis movimientos. Sólo me llegan el graznido de las aves y el mugido de las vacas. Pero, de repente, miro hacia abajo y veo mis zapatos completamente embarrados. El fango llega hasta la punta de mis vaqueros. Qué desastre. Me he olvidado demasiado rápido de las lluvias inclementes de la semana pasada. He estado paseando despreocupadamente, como si no hubieran tenido lugar. Pero ya se ha encargado la naturaleza de recordarme que no es tan fácil avanzar en el tiempo. Joder, a ver si acaba ya el maldito día de la marmota. 

                                        

 

 



jueves, 24 de septiembre de 2020

Iaias

Cuando entro a ver a mis iaios a su casa, siempre me encuentro a mi iaia en el fondo del salón, sentada en el sillón verde que da a la ventana. No tengo ningún recuerdo de ella en el que no lleve las gafas que calzan hoy sus orejas. Son gafas de montura metálica dorada y de lentes grandes, más grandes que las que se estilan ahora. El tipo de gafas que en el imaginario colectivo se asocia con las abuelas. Supongo que se las habrá cambiado alguna vez en estos últimos veinticinco años, pero a mí siempre me han parecido las mismas. Le gusta ir cómoda por casa, con vestidos de algodón. Hoy lleva uno marrón, con un estampado de flores. Se ha pintado los ojos y los labios. Nos lo dice orgullosa, contenta de poder demostrarnos que no se deja. Que todavía se cuida. Pero no ha atinado del todo. Observo un pigmento negro descansando sobre su párpado. Como si fuera costra. No le digo nada. Yo la veo igualmente guapa.

Se coloca en la ventana y mira entre los visillos. La casa se encuentra en el inicio del pueblo, lo que permite a mi iaia llevar la cuenta de quién entra y quién sale. Se pasa horas contemplando lo que sucede más allá de la ventana. Pero no por una pulsión cotilla. A ella le importan un pimiento los chismes. No le gusta criticar. Lo que le gusta es sentir que bulle la vida en el pueblo. “No sabeu la de gent que es demana pollastre allí baix”. Nos relata las vicisitudes de cada uno de los comercios de la zona. También, con una sonrisa llena de picardía y ternura, nos cuenta cómo vigila los pasos de mi iaio por el pueblo. “No para quiet! És un sanguango”. Siempre que habla del iaio, se le iluminan los ojos.

Pasa la mayor parte del día sentada en el sillón verde. También, por supuesto, cuando nosotros no estamos con ella. Sólo que, cuando no estamos y el iaio se ha ido a pasear, su mirada se extravía y se pone a enhebrar recuerdos fragmentados. A mi iaia le duelen las ausencias. Las ausencias de sus dos hermanos y de sus tres hermanas. La ausencia de sus padres. Sueña con mucha frecuencia con su madre. Como si persiguiera una ayuda o un consejo que nadie más le puede dar. Cuando habla de sus padres, habla de ellos como si todavía precisara de su amparo. Como si nunca se hubiera acabado de deshacer del rol de hija pequeña y encaprichada por todos. De ahí que les eche tanto de menos. A pesar de su marido, de sus hijos y de sus nietos. Nada puede llenar ese vacío.

Se despierta tarde. Duerme demasiado. No le gusta dormir tanto. Le da rabia. Pero no puede controlarlo. Dice que tampoco sabría qué hacer si el día se alargara mucho más. Que se le echaría encima como una apisonadora. Que no tiene tantos quehaceres. Hace tiempo que no lee. Lo que más le mantiene ocupada son las sopas de letras y hacer ganchillo. Mira por la ventana mientras hace ganchillo. Muchas veces, simplemente hace ganchillo para deshacer lo que hace. Como Sísifo. Lo que le importa es el proceso. El estar entretenida. Para ella no existe el horizonte. Mira por la ventana como si estuviera de espaldas al mar. Siempre hay una pared que cerca sus pensamientos y sus figuraciones. Tiene algo en el horno. Lo saca un poco quemado. Le pregunto que si no ha oído el reloj de la cocina. Me contesta que no utiliza ningún reloj. Deja las cosas en el horno y ya vuelve luego a por ellas.  No se preocupa por hacer las cosas con meticulosidad. Pone el automático y se queda hundida en el sillón, arañada por la nostalgia.

Cuando estamos alrededor, nos sonríe. Es una sonrisa genuina, pero también taciturna. Sabemos que viene con fecha de caducidad. Es girar el rostro de nosotros, es vernos marchar, y se vuelven a arracimar sobre su cabeza los pensamientos negativos. Al iaio a veces le saca cuentas de lo que hizo o dejó de hacer hace más de cuarenta años. A veces las víctimas de sus denuncias retrospectivas son sus suegros, que en paz descansen. Que deberían haber hecho esto, pero no lo hicieron. Que por qué no les ayudaron en tal o cual momento de su vida, con los cuatro hijos que habían tenido en tan poco tiempo. La iaia a veces parece un acordeón oxidado que cuando se despliega emite sonidos de tristeza solapada.

Aun así, siempre nos mira a los nietos con amor. Nos rastrea. Identifica nuestras preocupaciones e inquietudes como nadie. Basta que un día tengamos la voz algo agrietada para que enseguida se ponga alerta: “què et passa, carinyo? Estàs bé?”. Otras muchas veces se guarda sus intuiciones agoreras y nos llama al día siguiente, con afán todavía más protector, por si acaso perdura la tristeza. Nos llama y nos dice: “ahir no te vaig vore bé. Passa algo?”. Es infalible. Menudo radar tiene. No me puedo permitir estar un poco de bajón ni ensimismado cuando estoy con ella. Y qué le voy a decir. Como no quiero preocuparla, acabo o bien echando balones fuera o bien negándole que me pase o me pasara algo. Para qué infligir más tristeza y dolor, más pesadumbre, a ese espíritu ya de por sí frágil y quebradizo. Pero la mera llamada acaba teniendo efectos sanadores. Aunque no pueda compartirle mis dolores, saber que la tengo ahí, como un bote salvavidas, me tranquiliza, me da paz. Y me hace sentirme querido. Pienso que hay pocos males que no puedan ser eliminados o, al menos, mitigados por ese sentimiento de amor profundo e infinito que me invade cada vez que la iaia me llama preguntándome si me pasa algo. 


domingo, 30 de agosto de 2020

Messi y la continuidad

La noticia de que Messi desea abandonar el Barça me ha descolocado mucho. No soy aficionado culé y, sin embargo, me siento como si estuvieran a punto de despojarme de algo que me pertenece. Tanto es así que el día en el que me enteré me costó hasta conciliar el sueño. Acababan de sacudir mi vida y no entendía muy bien por qué. Luego me metí en Twitter y vi a mucha gente que se declaraba no-futbolera que se había quedado igualmente impactada por la noticia, lo que me empujó a reflexionar todavía más sobre el asunto. ¿Qué tiene la marcha de Messi que nos ha dejado a todos en fuera de juego? ¿Es sólo que no la esperábamos o es algo más profundo?

Me doy cuenta de que los goles, los fracasos y los títulos de Messi forman parte de mi microcosmos. Están tan arraigados en mi imaginario que verle dejar el Barça me produce una especie de ansiedad, de miedo a lo nuevo. La tristeza e inseguridad que causa el desmoronamiento de lo conocido, de lo cotidiano, de lo que parece eterno. De normal, cuando reflexionamos sobre cuáles son nuestros sustentos vitales, pensamos en nuestros familiares y amigos, en las personas que más nos influyen y a las que más queremos. Pero nos olvidamos muy fácilmente de la superficie sobre la que discurre nuestra vida. Del paisaje contra el que se recorta nuestra existencia y que asegura nuestra continuidad, confiriendo un aire de familiaridad a aquello que nos rodea.

Cuando hablo del paisaje de mi vida, me refiero a todo lo que ya estaba allí antes de que me salieran pelos en la axila. Hablo de ver a Nadal ganando el Roland Garros; de Jorge Javier Vázquez al mando de cualquier programa de cotilleo, a punto para explotar cualquier salseo; de Jordi Hurtado con su sonrisa afable presentando Saber y ganar; de Pablo Motos haciendo el cabra y resultando insoportable y cargante en El Hormiguero; de Belén Esteban desgañitándose a la hora de la siesta; y de la emisión de un nuevo capítulo de Cuéntame, aunque me dé una vergüenza enorme reconocer que no he visto ni uno. En resumen, cuando hablo del paisaje de mi vida, hablo de aquel compañero de clase con el que hemos estado toda la vida y a quien, a pesar de no considerar amigo, le guardamos un cariño sincero. Seguramente porque podemos proyectar en él cada momento importante de nuestra vida. Como un mapa que nos señala dónde nos encontramos cuando estamos perdidos.

Del mismo modo, cuando pienso en Messi enfundado en la camiseta blaugrana con el 10 en la espalda, pienso en qué fase de mi vida se corresponde con cada momento decisivo de su carrera. Recuerdo, cuando todavía jugaba a fútbol, estar entrenando y enterarme por mis compañeros de equipo del penalti que falló en semifinales de Champions contra el Chelsea en 2012. Recuerdo también ver en Francia, en mi estancia de tres semanas para aprender francés en Vichy, la final del Mundial de 2014 que perdió contra Alemania. Recuerdo estar rodeado de buenos amigos viendo el gol con el corazón que marcó in extremis en la final del Mundial de Clubs en 2009. Y, por supuesto, recuerdo los exámenes que me estaba preparando esos días de mayo de 2009 y 2011 en los que Messi se exhibió y en los que el Barça ganó la Champions.

Aunque se haya deteriorado la relación con muchas de las personas con las que he visto los partidos de fútbol que más he disfrutado; aunque desaparecieran súbitamente algunos de los cuadros que más marcaron el paisaje de mi infancia y adolescencia, como Tuenti, Camera Café, Aída o Canal Nou; aunque haya perdido la pista de muchos de los compañeros de mis equipos de fútbol y de clase, así como de algunos de los entrenadores y profesores que más presentes estuvieron en mi vida; ver a Messi embutido en la camiseta del Barça y con el 10 en la espalda me ha hecho sentir siempre que mi existencia tiene cierta continuidad. Que yo no soy un ser completamente fragmentado. Si definitivamente se va, tendré que comprobar que los pelos de mi axila no se han ido con él.

 

 

 

martes, 18 de agosto de 2020

Al galope

I

Me dicen en casa que últimamente estoy muy repetitivo. Que, aunque les ponga cada vez el mismo entusiasmo y las mismas ganas, las historias empiezan a perder atractivo cuando las cuento por tercera vez. Yo no soy consciente de ser tan plomizo. Si lo fuera, intentaría no repetirme tanto o, al menos, intentaría adornar la misma historia con nuevos elementos para así conferirle algo de frescura. Pero nada. Parece ser que estoy seco de historias. Mi vida no es lo suficientemente emocionante como para satisfacer las demandas de originalidad de mi familia. Les aburro soberanamente. Y no hay nada que odie más.

 

II

Me decido a salir a la calle en busca de historias. Me visto con ropa ligera para soportar el calor sofocante del agosto madrileño. Cojo también los auriculares. La gente es mucho más descuidada cuando piensa que no hay nadie escuchándole. A mí, además, me cuesta ser discreto. Los auriculares me ayudan a disimular las pulsiones cotillas que se fraguan en mi interior y que normalmente se traducen en un arqueo de cejas o en muecas muy poco sutiles. Me coloco los auriculares y empiezo a deambular por las calles de Madrid.

 

III

Escruto los rostros de las personas con las que coincido en la calle. Intento descifrar en qué estarán pensando y cómo serán: si serán o no buenas personas, si serán o no egoístas, si serán o no celosas. Desde que somos pequeños, se nos enseña que debemos evitar los prejuicios, que no es bueno juzgar a una persona a la que no se conoce bien, que hay que esperar para poder tener una opinión formada sobre la gente. Sin embargo, siempre me ha sorprendido el poder premonitorio de los prejuicios. Sí, es cierto que en ocasiones yerran y que por su culpa tomamos por buena a gente mezquina y por mala a gente a la que luego descubrimos multitud de virtudes. Pero, para mí, lo verdaderamente asombroso es la cantidad de veces que aciertan y que sus intuiciones se confirman a posteriori. ¿Cómo puede ser que un gesto, un tono de voz o una mirada condensen tan eficazmente la compleja arquitectura que da forma a los rasgos del carácter? Le lleva a uno toda la vida configurar las aristas de su personalidad para que luego los pliegos de su alma puedan ser revelados a cualquier desconocido en menos de diez segundos.

 

IV

Efectivamente, nuestros cuerpos nos delatan. Son la superficie sobre la que se proyectan nuestros miedos, nuestros complejos, nuestras frustraciones, nuestras ilusiones, nuestras seguridades y nuestras inseguridades. Veo a un señor pasear de la mano con su nieto. Su mirada está oxidada. No sé si por el paso del tiempo o por una pena aguda. Las comisuras de su boca me recuerdan al juego de la cuerda al que jugábamos en el colegio; nos dividíamos en dos equipos y cada uno tenía que tirar hacia su lado. Acababa ganando aquel que consiguiera desplazar al equipo rival al campo contrario. Sus comisuras están sometidas al mismo vaivén, sólo que, en lugar de moverse horizontalmente, se mueven hacia arriba y hacia abajo. Noto que la tendencia natural es la segunda. Se deslizan hacia abajo como si cargaran con un peso enorme ante el que cualquier resistencia parece vana. El pobre abuelo pugna por imponer la alegría en su semblante. Intenta tirar hacia arriba las puntas de su boca cuando su nieto le mira o le pregunta cualquier cosa. Resulta tan forzado el movimiento que a veces se le pone cara de payaso.

-Dani, ten cuidado -le dice el abuelo-. Dame la mano para cruzar.

Hay un deje de tristeza en sus palabras. Habla rápido y con la boca pequeña.  Como si colocara un tapón en ella para no dejar escapar sus verdaderos sentimientos, para que el chorro de pena que anega su espíritu no se adhiera también a sus cuerdas vocales y le deje vulnerable e indefenso frente a su nieto.

Intento pensar cuál puede ser la causa detrás de su abatimiento. ¿Cómo puede ser que un hombre que ha debido de vivir mínimo ochenta años se sienta desorientado, extraviado, como si acabara de ser lanzado a la vida? ¿O es que precisamente se siente así por todo lo que ha vivido, porque el transcurso de los años, en lugar de instilar en él confianza y determinación, le ha hecho más consciente de su inanidad e insignificancia, le ha mostrado que hasta la persona que lo es todo para nosotros puede pulverizarse en cuestión de segundos sin previo aviso y sin consuelo que valga? Concluyo que debe de haber una ausencia detrás de su tristeza. Pienso en su mujer. Y entonces dejo de verle desubicado. Le veo mutilado.

 

V

Voy dando vueltas por Argüelles cuando me topo con un joven de unos veintidós años que va hablando por teléfono. Tiene el pelo ensortijado, de un color castaño muy lustroso que hace juego con el beige de sus pantalones (sí, a pesar de los cuarenta grados, viste pantalones largos y mocasines). Va embutido en un polo azul marino de Ralph Lauren en el que la estampa del caballo ocupa toda la parte superior izquierda. Es tan grande que da la sensación de que en cualquier momento el caballo va a salir del polo y va a ponerse a trotar por las calles de Madrid. Me imagino al chico envanecido desfilando encima del caballo. En realidad, ya camina como si estuviera suspendido en el aire. Va muy recto, con la cabeza bien erguida y dando pasos firmes que transmiten una confianza desaforada en sí mismo. Se sabe guapo y, a pesar de que está al teléfono, mueve el cuello todo el rato para observar cómo la gente posa la mirada en él. Hay que reconocer que es bastante difícil no reparar en las facciones de su cara. La nariz, la boca, los ojos, los lunares. Todo está simétrica y elegantemente distribuido; hasta el hoyuelo en el mentón, que le da un toque de actor de cine clásico.

-Tú, Alberto, esta noche va a ser muy pepino -comenta el joven por teléfono-. Me acaba de decir Juan que también vienen las pivitas estas que conocimos en Graf hace tres semanas.

-Justo, sí, las copas en mi casa -sigue el joven-. Mis padres se han ido a la casa de El Escorial, así que perfecto. Sin prisas, tío. Venid cuando queráis.

-La noche va a estar muy guapa, tío -continúa-. Díselo a estos también, sin ningún problema. Mi casa es mazo grande, tío. Cabemos todos.

A tenor de sus palabras, cabría esperar cierto entusiasmo en sus ojos. Pero éstos no traslucen ninguna alegría. Sus gestos y su mirada permanecen inalterados, como si se tratara de un robot que expulsa palabras sin expresar ningún tipo de emoción. Me imagino al chaval teniendo esta misma conversación cada semana, y más de una vez si me apuras. Como si estuviera sumido en una vorágine de la que ni se plantea salir y que necesita tanto como el respirar. No sé quién será el Alberto este. Algo debe de conocerle si le invita a su casa. Pero la conversación suena hueca, bastante impersonal. El énfasis en el vocativo “tío” me ha chirriado siempre. Quienes abusan de él suelen hacerlo para enmascarar la falta de complicidad de la que adolecen las amistades superficiales.

Cuelga el teléfono, pero sigue pegado a él. Envía audios a cinco personas distintas. Supongo que los destinatarios serán los “estos” a los que ha hecho referencia en la conversación con Alberto. A todos les envía un audio similar. De nuevo, lo único que desprende energía es su voz. Su rostro permanece hierático, petrificado. Ni un atisbo de alegría. Ni media sonrisa dibujada en el lienzo de su cara. Supongo que el envío de estos audios constituirá una de las fases de la cadena de montaje que engrasa su vida. Un procedimiento más dentro de la rutina soporífera y angustiosa a la que equivaldrán esas noches de fiesta loca anunciadas cada semana a bombo y platillo, como si no fueran una repetición de lo de siempre.

Deja de enviar audios, pero sigue con los dedos anclados a la pantalla del móvil. Estará escribiendo Whatsapps o viendo stories en Instagram. Se mete en la boca del metro en Moncloa y le pierdo de vista. Intento imaginarme cómo será cuando se encuentre solo y sin el estímulo del móvil. Me lo imagino sentado en su cama en pijama, antes de irse a dormir, con la mirada perdida y las manos apoyadas en el colchón. Agarrando las sábanas con fuerza. Aferrándose a ellas. Colmado de miedo.

 

VI

Mi paseo sin rumbo me acaba abocando a Lavapiés. Empieza a ponerse el sol. El cielo adopta un color azul anaranjado. Entro desde Tirso de Molina y siento durante unos segundos que estoy en un Madrid muy distinto al de la Puerta del Sol. Por Lavapiés todavía quedan reductos del Madrid más castizo. Voy bajando por una calle en la que se alinean casas de pocos pisos, con balcones pequeños y postigos de madera que confieren un aire genuino al entorno. Oigo ruidos que proceden de uno de los balcones. Es una pareja de unos treinta años que discute acaloradamente en un segundo piso. Me llegan retazos de su conversación, frases trituradas por el bullicio de la calle a las que intento dotar de unidad.

-Sabía que iba pasar -le dice ella, con tono enfadado.

-Déjame que te lo explique. Por favor-suplica él.

Me pierdo buena parte de lo que dicen, pero consigo pescar alguna que otra palabra inconexa. Me apoyo en la fachada del edificio, al lado del portal, con la pierna derecha recostada sobre la pared y los cascos bien encajados en los oídos, para que parezca que estoy esperando a alguien. Temo por que el balcón ceda por culpa de la avalancha de palabras hirientes y coléricas que se están descargando sobre su superficie.

- ¡Eres un mentiroso! ¡Lo sabía, lo sabía! Te lo dije y me lo negaste -chilla ella.

- ¿Con Mónica? ¿No había otra? ¡Eres un sinvergüenza! -sigue bramando. Su voz es la que suena con más fuerza. Me imagino las venas de su cuello mientras grita, marcadas como si fueran serpientes con vida propia que ansían lanzarse contra el infiel y traidor.

Continúan discutiendo, recriminándose cosas, pero me resulta ya imposible discernir lo que dicen. Al cabo de dos minutos, cesan las voces. Espero unos segundos. Veo a una chica salir del portal. Supongo que se trata de ella. Digo 'ella' porque no sé ni su nombre. Echa a andar. Da sus pasos con firmeza. Descubro que, a diferencia de los del chico de Argüelles, los suyos no denotan seguridad. Más bien lo contrario, pisa con fuerza el suelo porque está enfadada, porque quiere huir. Se siente rota y lo único que tiene claro es que tiene que seguir andando.

Persigo su rastro hasta la Plaza de Lavapiés. Se dirige hacia la boca del metro. Esta vez decido meterme yo también. Esperamos en el andén. Lleva los auriculares puestos. No sé si está escuchando música o si es que quiere pasar desapercibida y se los pone para fingir que es una más. Llega el tren y me siento delante de ella. No deja de mirar el móvil. A pesar de todos los exabruptos y de todos los chillidos, sigue deseando saber de él. Está mendigando otra falsa disculpa.

Estoy a punto de decirle que le envíe ya a la mierda, pero me contengo. La observo fijamente. Me doy cuenta de que es la primera vez que veo su rostro. Tiene los ojos recargados. El dique va a ceder. Las lágrimas van a empezar a derramarse en cualquier momento. Aunque no los lleva pintados, me imagino que se ha puesto rímel y que segrega lágrimas teñidas de una oscuridad acorde con sus sentimientos. Llora dolor, tristeza y decepción.

VII

Después de toda la tarde fuera, llego a casa con la ilusión de compartir las nuevas historias. Voy corriendo al salón. No hay nadie. No me han esperado para cenar. Están a otras cosas en sus habitaciones. Es demasiado tarde. ¡Qué rabia! Me tocará esperar a mañana.

 

 



martes, 14 de julio de 2020

La Piel



Quinto libro de Sergio del Molino que leo en menos de un año y el empacho todavía no ha llegado. La verdad es que me sumergí en La Piel sin muchas expectativas, algo desorientado, y he salido fascinado. Sergio es un narrador de historias excelente. Sus referencias autobiográficas no son pesadas ni incurren en el egocentrismo en tanto que consigue dotarlas siempre de un valor universal. Cuando habla de sí mismo, habla de un “yo” con el que es fácil identificarnos en sus manías, en sus miedos y, sobre todo, en su ironía, en el no tomarse demasiado en serio.

Sergio escribe, además, con una precisión quirúrgica. Te dice todo con muy poco. Y lo realmente increíble es cómo fluye lo que escribe, la manera en la que enhebra sus ideas. Con una naturalidad pasmosa pasa de hablarte de Stalin a sus retiros veraniegos en unas termas de Aragón. Nunca sabes exactamente hacia dónde se dirige, pero sabes a ciencia cierta que te llevará a donde quiere llevarte, que sus revoloteos y divagaciones acaban desembocando siempre en buen puerto. En La Piel se palpa, además, su erudición, su enorme acervo cultural, así como su extraordinaria capacidad analítica. Es capaz de extraer las reflexiones más ingeniosas de las cosas más nimias.

En este libro nos introduce en distintas historias que pivotan, directa o indirectamente, sobre la piel. Sobre los estigmas en torno a ella. Sobre los monstruos a los que da forma en el imaginario social. La historia del negro de Banyoles es desternillante, al igual que las imágenes de Stalin en la piscina de Sochi combatiendo su psoriasis al mismo tiempo que traza sus descarnadas purgas. Pero, a pesar de estas historias protagonizadas por célebres intrusos, yo me quedo con los pasajes más autobiográficos de Sergio. Con la bruja de Cuatro Caminos, con su primera novia y su primer beso, con su relación con su hijo y, sobre todo, con sus hilarantes diálogos con la estatua de Fernando el Católico en Zaragoza. Sergio relata su vida con una gracia y un sarcasmo envidiables.


P.S., sé que queda muy informal referirme al autor por su nombre de pila, pero son tantas horas de escucharle en La Cultureta que me resulta imposible no tratarle con algo de familiaridad. 

lunes, 22 de junio de 2020

Pringados todos



Este último mes, la corriente del confinamiento me ha llevado por las vertientes de la derrota. Dicho así, quizá suene demasiado grandilocuente. El concepto de derrota suena a tragedia griega. Suena también a personajes complejos y perturbados de novela rusa, de esos a los que al lector a veces le entran ganas de atestarles un par de bofetadas para despertarles de tanto circunloquio y tanto ensimismamiento. “¡Venga, vuelve a la realidad, tío cansino!”. Pero no os preocupéis, yo aquí me propongo hablar de algo mucho más liviano: del pringado de toda la vida. Del pringado que todos llevamos dentro.

De los que han convivido conmigo este último mes, el primero que me viene a la cabeza es el pobre Baxter, el entrañable personaje interpretado por Jack Lemmon en El Apartamento. Cómo no sentir una lástima inmensa por un tío que espera en la intemperie, aterido de frío, a que sus superiores acaben de consumir sus infidelidades en su apartamento. Baxter, hastiado de la mecánica y tediosa labor que lleva a cabo en su empresa de seguros, está decidido a ceder todo cuanto haga falta con tal de verse en la parte alta del organigrama. Está obsesionado con dejar de ser un pringado. La pena que siente el espectador aumenta cuando descubre que Fran Kubelik, la ascensorista interpretada por Shirley MacLaine de la que se prenda Baxter, corre el mismo destino desdichado, por mucho que la mirada de su pretendiente intente envolverla en un halo de esplendor. Lleva varios meses dedicados a calentar el banquillo de Jeff D. Sheldrake, el jefe de personal de la empresa, sin conseguir en ningún momento que éste abandone a su mujer. “Si una está enamorada de un hombre casado, no debería llevar rímel”, balbucea Kubelik mientras se enjuga las lágrimas que recorren su cara.

Y claro, pensar en personajes pringados conduce automáticamente a Woody Allen. No, no me he leído este mes su autobiografía (debo de ser de los pocos que quedan), pero sí he aprovechado para saldar algunas cuentas pendientes, así como para revisitar algunas de sus películas que ya había visto. Los personajes de Woody Allen, especialmente los interpretados por él, confirman que la categoría de pringado no entiende de clase social ni de nivel cultural ni de inteligencia, pues el personaje clásico de Allen (señor enclenque de andares inseguros, de mirada atribulada y de lengua verborreica) es culto e inteligente. Pero su cultura e inteligencia no son suficientes para parapetarle ni de las inclemencias de la vida ni de los caprichos del deseo. Más bien todo lo contrario, contribuyen a intensificar su perturbación. Lo convierten en un ser que no se soporta ni a sí mismo y que, consecuentemente, es casi imposible que pueda ser soportado por los demás, por muchos psicoanalistas que contrate. Como en Manhattan, un ser pringado al cuadrado. Tan pringado que su novia se va con su mejor amigo. Tan pringado que su novia se va con su mejor amigo después de haber empezado precisamente con ella porque era la examante que había dejado de interesar temporalmente a su mejor amigo.

Este mes me he deslizado también por las páginas de La verdad sobre el caso Savolta, el primer libro de Eduardo Mendoza. A diferencia de en La ciudad de los prodigios, donde Mendoza pone el foco en Onofre Bouvila, un trepa en toda regla, aquí se centra en el peón del trepa: en Javier Miranda, el pringado de los pringados. Miranda, debido a la falta de recursos y de amigos, se ha convertido en un joven pusilánime que “no puede pagar el precio de la dignidad”. Como él mismo reconoce, en tales circunstancias es normal que “uno se venda por un plato de lentejas adobado con media hora de conversación”. Es un esbirro que apenas tiene voluntad propia. Una boya que se mueve al ritmo de la marea, sin atreverse a incidir nunca en el curso de los acontecimientos. Está condenado a ser el subordinado de alguien con mayor determinación, como Lepprince. Mendoza humaniza al personaje enseñando su abatimiento interno, sus dudas, sus remordimientos, sus frustraciones. Refiriéndose a una amante fugaz, Miranda confiesa: “Éramos almas unidas por la mutua necesidad de compañía y, si fingíamos besos y ademanes del amante, lo hacíamos para crear un mundo ficticio de cariño que materializase nuestros sueños”. ¡Como para no estremecerse!

Frente a tanta desolación, parece razonable recurrir a vías de escape como la imaginación. A ver si así remite un poco el drama. Y claro, me paseo por Fiebre en las gradas, las crónicas de aficionado futbolero de Nick Hornby, y me divierto muchísimo cuando reconoce que lleva buena parte de su vida deseando colocar un lazo que ate su porvenir al del equipo de su vida, el Arsenal. Desea transfigurarse en un balón de fútbol para correr la misma suerte que su equipo y así deshacerse de las frustraciones propias de un escritor incipiente. O así añadir algunas otras por las que no se le pueda exigir responsabilidad alguna, más que la de ser un masoca irredento.  

Pero, en lo referente a las ensoñaciones anti-vida de pringado, Gregorio Olías se lleva la palma. En los primeros días de confinamiento, cuando parecía que el agua que transportaba el río era siempre la misma y que el día de la marmota venía para instalarse indefinidamente, quedé maravillado con La lluvia fina, de Luis Landero. Y como soy un tanto impulsivo, allá que me fui nada más empezar la desescalada a encargar en la librería del barrio Juegos de la edad tardía, su ópera prima. Pues bien, Gregorio Olías es el protagonista de esta novela. Es un pringado VIP, casi al nivel de los de Woody Allen. Se trata de un modesto empleado de una empresa de vinos que siempre soñó con ser poeta y que vive una vida de lo más tediosa. Está casado con una mujer insulsa que lleva no sé cuántos años de luto por la muerte de su padre. Para colmo, viven con su suegra, una beata que eleva la noción del luto a unas dimensiones inimaginables. En su casa se respira de todo menos alegría. Así las cosas, un día de repente una llamada de trabajo le rompe la insufrible monotonía. Empieza a entablar amistad telefónica con Gil, un viajante de provincias que es casi tan pringado como él y que está convencido de que, a diferencia de la vida en el campo a la que está subyugado, la vida en la ciudad debe de ser deslumbrante, ofreciendo multitud de oportunidades para el crecimiento intelectual y cultural.

Gregorio Olías aprovecha las expectativas y frustraciones de su interlocutor para erigirse él mismo en una pieza clave de la boyante vida urbana. Presa de una ensoñación quijotesca, se inventa que es un gran poeta respetado en las tertulias intelectuales que tienen lugar en los cafés de su ciudad. Le confiesa a Gil que su nombre artístico es Faroni y, desde ese momento, teje una red interminable de mentiras y ficciones, incluyendo la escritura de un libro de poemas prologado por Hemingway, que sacia los anhelos de Gil y los suyos propios. Uno se siente importante por codearse, aunque sea telefónicamente, con un pope de las letras españolas, mientras que el otro se siente importante por ser a los ojos ajenos un referente intelectual. La historia es tan tronchante como conmovedora: “Se iniciaba en la sospecha de que toda vida es al menos dos vidas: una, la real e inapelable, otra la que pudo ser y sigue viviendo en nosotros en calidad de ánima en pena, vagando por la memoria y creciendo en ella hasta adquirir indicios de independencia y realidad, disputando a la otra, a la primogénita, despojos del pasado, reemplazándola a veces en la posesión de ese vasto territorio que es el olvido e instalándose en él como señor feudal: desolado, feroz, bufo y levantisco”.

Por último, en la cuarentena me he sumergido de nuevo en Breaking Bad. Ya sólo me quedan tres capítulos para reacabar la serie. Y, por supuesto, para pringados Walter White. Un profesor de química de instituto que necesita trabajar al mismo tiempo en un lavadero de coches, sometiéndose a la ignominia de lustrar el vehículo de algunos de sus alumnos, para poder materializar el Sueño Americano. Heisenberg es el Faroni de Walter White. Es la imagen en la que vierte sus sueños truncados. La diferencia es que Walter White no sabe tirar del freno a tiempo. Es, sin lugar a duda, el pringado más peligroso con el que he convivido estos meses.

En definitiva, este mes he comprobado que, de una manera u otra, todos somos unos pringados. Siempre estamos lejos de ser algo que nos gustaría ser. O de tener algo que nos gustaría tener. Lo que nos distingue no es, por lo tanto, si somos pringados o no, sino cómo asimilamos nuestra pringadez.  


domingo, 31 de mayo de 2020

Pero algunos más que otros



Impávido, hierático, gélido. Así aparece Thomas Cromwell, interpretado magistralmente por Mark Rylance, en casi todas las escenas de esa maravillosa miniserie que es Wolf Hall. La gravedad y dimensión de los hechos que acontecen en su entorno no consiguen arrancarle ni media mueca expresiva. Su rostro se mantiene siempre opaco, impertérrito. El espectador sabe, sin embargo, que este advenedizo, mano derecha del Rey Enrique VIII, alberga intensos sentimientos en su interior. Guarda hacia sus adentros sus pasiones y temores, sus dudas y sus frustraciones. Ha tenido una infancia de privaciones y humillaciones y, a pesar del flamante cargo que ostenta, es totalmente consciente de que no puede relajarse. De que su vida pende de un hilo en la medida en que está atada a la colérica, fluctuante y volátil personalidad de Enrique VIII.

Cromwell es al mismo tiempo testigo y protagonista de los históricos acontecimientos que tuvieron lugar en Inglaterra en el siglo XVI. Principalmente, de lo que algunos amigos nuestros han rebautizado con sorna como el primer Brexit: el divorcio de Inglaterra de Roma y, por ende, del catolicismo. Cromwell se mancha las manos de sangre. El Rey le encomienda ocuparse de la persecución y enjuiciamiento de Tomás Moro por hereje, por alinearse con los postulados de Roma. La ejecución de Moro desata dudas y remordimientos bajo la coraza de Cromwell, quien había sido desde pequeño un sincero admirador suyo. Sabe que Enrique VIII le ha dado un barniz religioso y escolástico a un conflicto que tiene una motivación descaradamente personal: casarse con Ana Bolena. Bajo la imperturbable mirada de Cromwell se puede apreciar el abatimiento que siente al observar cómo los caprichos de un Rey pueden dictar la muerte de personas inocentes que son disfrazadas a los ojos del público como despreciables herejes.

No sé si será casualidad o no, pero, además de Wolf Hall, estas semanas de largo confinamiento he ido sumando por inercia la lectura de libros que de una forma u otra hablan de tolerancia y de herejes. He viajado de la mano de D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis a la Francia del siglo XVIII, gobernada de facto por el Cardenal Richelieu y sumida en una contienda con Inglaterra teñida también de motivos religiosos. Una guerra que enfrentaba a los franceses católicos, para los que trabajaban nuestros mosqueteros, con los hugonotes. El narrador al que cede la voz Dumas nos acaba revelando que esa sangrienta guerra entre dos países no era más que la consecuencia de una disputa amorosa entre el Cardenal Richelieu y el duque de Buckingham, servidor del monarca inglés Carlos I. Tanta sangre vertida para que al final resulte que “lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados era una simple mirada de Ana de Austria”.

Gracias a Stefan Zweig y a su genial Castellio contra Calvino, he viajado también por la intransigente y puritana Ginebra de Calvino y he visto casi en primera persona cómo se atacaba a individuos de espíritu crítico y libre, como a Miguel Servet y a Castellio. Individuos a los que se les había colocado la maldita y onerosa etiqueta de herejes. Zweig recupera algunas frases memorables que dejó Castellio en su batalla dialéctica con Calvino. Tras la muerte en la hoguera de Servet, escribió, con una sobriedad estremecedora, que “matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”. Y, antes de ser él mismo víctima de la represión implacable de Calvino, desenmascaró con gran lucidez la arbitrariedad que se esconde bajo cualquier acusación de herejía: “al reflexionar acerca de lo que en definitiva es un hereje, no puedo sino concluir que llamamos herejes a aquellos que no están de acuerdo con nuestra opinión”.

También he pasado una estancia de siete días muy intensos y salpicados de desgracias en una desangelada abadía del norte de Italia en compañía de Guillermo de Baskerville y su aprendiz Adso. A través de El nombre de la Rosa, me he sumergido en los interminables debates escolásticos que se produjeron en el siglo XIV debidos principalmente a la fuerza con la que las ideas franciscanas habían penetrado en algunos sectores de la Iglesia. En el corazón de todas las desgracias que asolaron a la abadía se encuentra la obstinación de Jorge de Burgos, un monje anciano y ciego, por preservar impoluta la verdad de Dios. En la misma línea que el Papa Juan XXII, sanciona fervorosamente cualquier intento de cuestionar o banalizar las palabras del Señor. La intolerancia ante cualquier idea discordante se impone en la abadía, pegando de nuevo la letal tacha de hereje a todo aquel que ose disentir. Guillermo de Baskerville se empeña, sin embargo, en enseñar lo contrario a su aprendiz: “quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad”.

Pensándolo bien, quizá esta sucesión de lecturas sobre la verdad, la tolerancia y la herejía no sea tan casual si tengo en cuenta que empecé el año leyendo Una lección olvidada, un ensayo muy entretenido en el que Guillermo Altares hace un recorrido por distintos episodios de la historia de Europa. Entre estos episodios, se encuentra el que dedica a la catedral de Albi, en Francia. Se trata de una catedral que se levantó a finales del siglo XIII “como un imponente mensaje después de que el Papa aplastase la herejía cátara, la única cruzada que tuvo lugar en suelo europeo y de la que surgió un tribunal que marcaría la historia de este continente: la Inquisición”. La mastodóntica catedral, situada en el centro de la ciudad, cumplía perfectamente la misión de vigía moral, funcionaba como una especie de ojo de Sauron que recordaba a las almas díscolas la implacable y poderosa fuerza frente a la que se enfrentaban si decidían dar rienda suelta a su imaginación.

Qué miedo despiertan aquellos que dicen conocer la verdad y que actúan conforme a esa convicción, pasando por encima de quien haga falta, incluso por encima de aquellos para cuyo beneficio dicen que empuñan la verdad. Pienso (y que me perdone mi amigo Fran) en Orwell, a quien he vuelto también estos días de interminable reclusión, y recuerdo el ingenio con el que caricaturizó en Rebelión en la granja a Stalin y a las querencias totalitarias de la Unión Soviética. Entre los mandamientos que los cerdos intentan implantar en la granja destaca el siguiente: “Todos los animales son iguales”. Este mandamiento acaba siendo subvertido por los propios cerdos, que han diseñado un sistema de normas maquilladas de universalidad que al final no sirven sino a sus propios intereses. Todos los animales son iguales, “pero algunos más que otros”, acaban añadiendo, poniendo así de manifiesto la arbitrariedad que late siempre bajo las verdades absolutas que se intentan imponer y que he sufrido estos meses por igual en Ginebra, en Francia, en Inglaterra y en el norte de Italia.

Por suerte, cuando salgo del letargo en el que me sumen estos viajes literarios, vuelvo a un mundo donde apenas se habla de herejía y donde la libertad religiosa es generalmente reconocida como un derecho fundamental. Por desgracia, cuando vuelvo a la España del siglo XXI, me topo con etiquetas, como “golpista”, “anticonstitucionalista”, “populista” o “terrorista”, que se utilizan con la misma ligereza y finalidad que la de “hereje” antaño. Armas arrojadizas que se lanzan contra todo aquel que piensa distinto. Mecanismos automáticos de deslegitimación de la opinión ajena. Para conseguir un poco de aire, me escabullo de nuevo y vuelvo a introducirme en las páginas de El nombre de la rosa, de las que rescato estas sabias palabras de Guillermo de Baskerville: “El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adónde va, y siempre va hacia el sitio del que procede”.


sábado, 30 de mayo de 2020

Nostalgia feliz



Este confinamiento me está haciendo plantearme más que nunca si de verdad soy una persona nostálgica. A ojos de la mayoría de gente, lo soy. Supongo que lo piensan por las alusiones que suelo hacer a hechos del pasado, así como por la frecuencia con la que desempolvo recuerdos o materiales de otras épocas de mi vida. Supongo que también lo asociarán al cuidado y a la diligencia con los que llevo más de siete años seleccionando y guardando en distintas carpetas del ordenador las fotos de mi móvil. En unos tiempos donde prevalece lo efímero, sobre todo entre mis compañeros de generación, llama la atención que alguien intente aferrarse al presente. Que alguien ponga una correa sobre los hechos que acontecen para impedir que caigan en saco roto en el futuro. Puede que algo de nostalgia haya en ello. En realidad, más que nostalgia, es una preparación de la misma, una anticipación. Guardo a buen recaudo el presente para poder pensarlo como pasado en el futuro. Me empeño en preservar la linealidad de mi vida, las marcas que le han imprimido valor.

Sin embargo, me cuesta sobremanera aceptar el calificativo de nostálgico. Siempre he pensado que el optimismo, uno de los rasgos definitorios de mi personalidad, está reñido con la nostalgia, pues la nostalgia implica cierto apocamiento. Quien sufre sus acometidas se vuelve taciturno al concebir que el presente es insuficiente. Que hay una parte de sí que se halla inextricablemente ligada al pasado, sin posibilidad de ser liberada más que en los recuerdos. La sensación de impotencia supina por no poder volver a vivir lo que viviste antaño. Por no poder volver a estar rodeado por aquellos a los que querías y que un día se desvanecieron sin previo aviso, diseminándose en la vastedad del universo. La nostalgia te hace sentirte amputado, incompleto. Ante ti sólo comparece el presente. Pero el presente es insuficiente para explicarte y entenderte.

Muchas veces me siento así, impotente, incapaz de reconstruir el propio curso de mi vida, de explicarme a mí mismo. Me obsesiona el pasado. Sobre todo, me obsesiona pensar en cuánta gente ha poblado nuestras existencias para luego abandonarlas para siempre. Me obsesiona pensar en la asimilación general de este fenómeno, en cómo constituye una suerte de convención social. Nos acostumbramos a aceptar que gente que cubrió nuestra vida de alegría y felicidad, gente con la que vivimos intensamente, con la que compartimos abundantes horas de nuestra corta existencia, se haya disuelto y ya no nos prodigue con su compañía. En muchas ocasiones, por mediación de la muerte. En muchas otras, porque la magia que nos une estrechamente a determinadas personas de repente se volatiliza, sin que podamos explicar muy bien por qué.

Cuántos buenos amigos han dejado de formar parte de nuestro grupo de allegados. Cuántos de los que eran nuestros amigos más íntimos se tornan de repente invisibles, irreconocibles a nuestros ojos, incapaces de despertarnos nunca más un mínimo sentimiento de complicidad. Aunque suene un tanto grave, me hace preguntarme si ese tiempo compartido con la gente a la que hoy ignoramos no fue tiempo perdido. ¿Por qué, si no, dejamos de arrejuntarnos con aquellos que han sido en un momento artífices de nuestras sonrisas y de nuestras alegrías, nuestros más fieles confidentes y nuestros más sólidos apoyos? ¿Cuál es el sentido de ese abandono radical, de ese enfriamiento irrevocable de la afinidad?

También me apena pensar en los lugares que nos pertenecían y de los que se nos ha desposeído. Pienso, por ejemplo, en “El Rincón”, donde pasamos con los primos, los tíos y los yayos más de diez años llenos de felicidad y de calor familiar. Hace casi dos años que ya no tenemos “El Rincón” y es como si la mayor parte del tiempo viviera acostumbrado a ello. Como si me hubiera ajustado rápidamente a las nuevas circunstancias. ¿Cómo puedo permanecer tan apático y pasivo frente a una pérdida tan colosal, frente a la pérdida de uno de mis hogares familiares? No logro comprenderlo. Supongo que es por necesidad, por resiliencia, por supervivencia. No podemos conservar nuestra felicidad si vivimos permanentemente anclados a aquello que fue nuestro pero que ya no nos pertenece más.

Y creo que he llegado al punto donde puedo desentrañar el aparente conflicto entre el optimismo y la nostalgia. Quizá es que no existe ese conflicto como tal. Puedo entenderlos como complementarios. La nostalgia es consustancial al ser humano. Es imposible que uno pueda vivir sin sentir algo de tristeza por aquello que en un momento fue fuente de felicidad y que ha dejado de existir. Y de ahí que la felicidad plena sea inalcanzable. Es imposible no sentirte de alguna manera desgarrado al observar que te encuentras desgajado de lo que un día dio valor y brillo a tu vida. Si partimos de esta premisa, entonces tendría sentido concebir el optimismo como un complemento de la nostalgia. Como un paliativo de la misma o, mejor dicho, como un atenuante.

El optimismo como predisposición a continuar atado a las cosas que te llenan a pesar de que no puedan proporcionar una imagen completa de ti mismo. A pesar de que sean insuficientes para explicar cabalmente tu trayectoria vital. El optimismo como horizonte, como predisposición a seguir acumulando nuevas experiencias y vivencias enriquecedoras, por mucho que sepas que están condenadas a extinguirse. Por mucho que sepas que están condenadas a convertirse en meros e impotentes recuerdos. El optimismo como salvamento, como un suave viento que te arrastra a degustar los placeres y alegrías que la vida ofrece. A estar abierto a querer y a ser querido. A cuidar y a ser cuidado. A recordar y a ser recordado.

No creo que tenga sentido seguir mostrándome esquivo o incómodo cuando se me defina como nostálgico. Ser nostálgico es connatural al ser humano. Y aunque la nostalgia, llevada al extremo, pueda impedir la felicidad, no está necesariamente reñida con ella. El optimismo puede ayudar a conciliarlas.



jueves, 14 de mayo de 2020

El susodicho


No puede imaginarse que cuando le miras a la cara no lo haces como cualquier otra persona, sino que ahondas en sus rasgos. Que te sabes de memoria sus lunares, el tamaño concreto de cada uno de sus dientes, sus pelos fuera de sitio, sus cicatrices, sus marcas de la varicela, el color de su piel. Le haces radiografías. Múltiples. Las vas actualizando. Cada día anotas en tu libreta mental un rasgo nuevo.

Luego esa radiografía te la llevas a casa y vuelves sobre ella continuamente. La repasas sin cesar hasta que descubres que conoces su cuerpo mejor que el tuyo propio. Que esa libreta reproduce sus rasgos físicos más fielmente que el espejo más diáfano y grande que pueda existir.

Recoges en una botella su olor. Y lo llevas contigo. Cuando estás en la intimidad, siguiendo un ritual de lo más estricto, ruedas el tapón y abres la botella. Dejas que se escape durante unos segundos el olor, te impregnas de él y lo vuelves a guardar con la mayor de las diligencias, como el tesoro que es, porque no quieres compartirlo con nadie más.

No puede imaginarse que no hay contacto fortuito, que todo es premeditado y maquinado con antelación. Que los abrazos se alargan deliberadamente. Que no quieres despegarte de su cuerpo, aunque ya estés despegado por el incompasivo e infranqueable algodón de la ropa. Te toca conformarte con efímeros e insatisfactorios simulacros de acoplamiento. Insípidos abrazos de camaradería.

Deseas abrirle la boca e introducirte en su cuerpo. Anclar una liana en una de sus muelas y descender poco a poco, memorizando cada espacio. Hacer una visita guiada por él. Montarte una pequeña y modesta cabaña, con los materiales que sea. Acomodarte y comprobar que la fusión que sientes en tu pensamiento ha adquirido forma física. Que por fin sois dos en uno. O uno por dos, lo contrario de lo que oferta el Carrefour.

Todo plan contra el amor es un plan abocado al fracaso desde su incubación. Intentas convencerte de que hay una luz en el horizonte, un halo de esperanza, una posibilidad de escaparte. Pero el mar es violento y agresivo. Sus embestidas te noquean. Intentas coger el primer bote y marcharte, pero las olas te devuelven siempre a la arena. Te reducen. Te repelen. A ti y a tu cruzada contra el amor.

Es magnético y adictivo. Tus movimientos te acaban conduciendo siempre al mismo puerto. Tus venas se han prolongado, has echado raíces fuera de tu cuerpo y sembrado semillas en terreno ajeno. Estás todavía más lejos de lo normal de bastarte por ti mismo. Tu insuficiencia se hace flagrante. Se radicaliza, se agranda, se agudiza.

Aunque eres consciente de que el ser humano es un ser social que necesita de los otros, te das cuenta de que esta dependencia exacerbada puede ser realmente tóxica. Te aplana. Te preguntas si quedan vestigios de tu autonomía.

Llevas de viaje contigo a la otra persona. Permanentemente. Es parte de ti. La cobijas en tu fortaleza. No puedes dejarle salir. Aunque quieras. Serpentea por tus venas.

A veces resulta agotador. Sudas de tanto amar. Acabas extenuado. Te preguntas si no habrá descanso. Te preguntas si merece la pena. Pero te das cuenta de que no entra dentro del ámbito de la voluntad. Que la decisión está lejos de tu alcance.

Y aun así, te hace sentirte pleno. Hasta el no correspondido. Una plenitud que te hace olvidar, o al menos aliviar, la zozobra que atraviesa tu existencia.

El miedo al vacío que se apodera del pasado. El miedo a la nebulosa en la que se envuelve el presente. El miedo al abismo que se cierne amenazante sobre el futuro. Todos estos miedos aplacados por su intensidad. Por la vibrante y eléctrica fuerza del acto de amar.

El amor como negación. No sabes muy bien qué afirma. Pero te hace notar que no estás muerto.