"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 13 de septiembre de 2015

¿Todo asesinato debe ser sancionado?

La pregunta que se nos plantea es altamente compleja ya que, presentada de una forma totalmente abierta, nos introduce de lleno en intrincadas reflexiones sobre la vida y la muerte, que son los dos fenómenos que marcan en mayor medida nuestra existencia, tanto desde el punto de vista físico como desde el moral. Como la pregunta está formulada de manera amplia, sin anclarse en ningún marco temporal o espacial, consideramos que se proyecta sobre una realidad intemporal. Por ello, la cuestión debería ser resuelta desde una dimensión ética que franquee todo límite espacial y temporal, pero que, al mismo tiempo, pueda erigirse en el fundamento de las pautas por las que debe regirse cualquier grupo humano en un escenario espacial y temporal. No en vano el propio concepto “asesinato” sólo adquiere sentido en este ámbito de lo grupal o social. Y es en este preciso punto donde reside la complejidad de la cuestión, ya que nos vemos forzosamente atravesados por el entrecruzamiento de unas reflexiones incubadas desde la abstracción y la realidad física y concreta a la que inevitablemente nos remiten.

Para determinar si el acto de asesinar debe ser siempre sancionado o no deberemos centrar nuestra reflexión en un escenario hipotético-moral, es decir, en el ámbito de lo formal universal, en el que la sanción no podría en modo alguno derivar del incumplimiento de una norma jurídica, ya que este escenario imaginario carece de derecho positivo. La sanción, por lo tanto, sólo podrá emanar de la negativa consideración moral que se tenga sobre el acto de asesinar. Es justamente esta cuestión la que va a ocuparnos en este escrito: ¿es incondicionalmente malo asesinar? O, por el contrario, ¿puede estar justificado un asesinato?

A simple vista, parece evidente que el asesinato es per se moralmente nocivo y, por tanto, sancionable en la medida en que atenta directa y deliberadamente contra el derecho a la vida, que es el derecho fundamental para poder existir y, por consiguiente, la base y el origen de todo desarrollo humano. Quien asesina decide arrebatar a otra persona la vida, aquello sin lo cual él mismo sería incapaz de realizar el mismo acto de asesinar. De alguna forma, sitúa las razones de su asesinato por encima del derecho elemental a la vida de la persona que es asesinada. Es nuestra obligación juzgar si existen motivos que puedan justificar la aniquilación de la vida de otra persona. En un principio, una persona que disfruta del derecho a la vida no actúa correctamente si priva de este derecho a otra persona. No parece que existan motivos de suficiente peso que puedan derruir el derecho a la vida. De todas formas, cabe matizar que, para pensar de esta manera, debe presuponerse siempre la categoría inmanente e intocable del derecho a la vida. Una categoría que ha sido defendida desde el cristianismo hasta el liberalismo, pasando por el socialismo. De hecho, hasta el propio Hobbes, que albergaba una concepción pésima de la naturaleza humana, propugnaba el establecimiento de una organización política que gravitara sobre el blindaje del derecho a la autoconservación de cada ser humano. El Estado, para Hobbes, sólo podía ser respetado en la medida en que garantizara tal derecho. Desde una visión de la naturaleza humana más halagüeña, el liberalismo también supedita toda construcción política al incondicional respeto hacia los derechos intrínsecos del ser humano, entre los cuales destaca especialmente el derecho a la vida. Sin embargo, a pesar de esta férrea y casi unánime defensa del derecho a la vida, cabe agregar que el reconocimiento de su inmanencia no está automáticamente garantizado, sino que debe ser adoptado voluntaria y deliberadamente desde una postura clara y concreta, ya que existen corrientes del pensamiento que no conciben la vida como un derecho ni como un regalo, sino más bien como un peso o una condena, pensemos en El extranjero de Camus, obra en la que el protagonista, sin ningún motivo en concreto, decide acabar con la vida de una persona inocente, simplemente porque no tiene la vida en gran consideración, como expresa de forma brillante en la siguiente expresión: “Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. (...) Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo”.

Pero, si atendiésemos al grueso de la tradición filosófica consideramos que el derecho a la vida es inmanente e intrínseco al ser humano que vive en sociedad, pues no tiene sentido concebirlo de otro modo, deberemos concluir que todos, sin excepción alguna, somos, respecto de la vida, iguales, tan significantes como insignificantes. Cuando indico que el derecho a la vida es un derecho intrínseco e inmanente al ser humano, no lo hago atribuyéndole un sentido trascendente, místico o espiritual, sino ubicando su inmanencia dentro de toda agrupación social. Es la toma de conciencia sobre la incertidumbre compartida por todos los seres humanos por igual la que teje los lazos sociales que convierten a la vida en un derecho de todos. Desde esta perspectiva el asesinato es, pues, sancionable, ya que atenta directa y deliberadamente contra el derecho a la vida humana y, por ende, contra la sociedad en la que únicamente es posible esa vida.

Sin embargo, no podemos dejar de plantearnos la siguiente cuestión: ¿el asesinato, que es indisociable de la aniquilación del derecho a la vida, es de verdad siempre sancionable? Encontramos a lo largo de la historia de la humanidad múltiples casos que nos hace dudar tanto desde el sentimiento como desde la razón. En caso de que la respuesta sea afirmativa, entonces, ¿deberíamos sancionar los asesinatos de los esclavos que se levantaron junto con Espartaco para reclamar los derechos que se les negaban?, ¿deberíamos sancionar el asesinato de un dictador a manos de uno de sus súbditos?, ¿deberíamos también sancionar un ficticio asesinato de Hitler perpetrado por un judío? Como vemos, el tema se complejiza notablemente. Lo más sencillo, quizá, sería declarar que el asesinato es siempre punible, pero con tal afirmación, podríamos estar incurriendo en alguna injusticia grave. Para empezar, estaríamos sancionando de primeras buena parte de los movimientos emancipadores que han tenido lugar a lo largo de la historia, ya que, la mayoría de ellos, enclavados en una realidad en la que la capacidad de acción no violenta les era impedida por el hermetismo del orden social que los sometía y que obstruía toda pretensión de desarrollo pacífico en pos de la conquista de sus derechos, el único recurso viable y eficaz para avanzar era en la mayoría de ocasiones la violencia, expresada ésta por medio de asesinatos. Observamos así que un número más que considerable de los derechos que disfrutamos hoy en día son fruto de luchas del pasado en las que se recurrió al asesinato de los opresores. Basándonos en la idea ya enunciada de que el derecho a la vida es un derecho inmanente y fundamental, debiéramos colegir que buena parte de los derechos de los que gozamos en la actualidad han sido alcanzados por vías ilegales y sancionables, en la medida en que han atentado contra el derecho a la vida de numerosas personas. Pero, ¿de verdad podemos pensar que los movimientos que han contribuido a la liberación del individuo pueden ser sancionados?

Para resolver este dilema, creemos que es necesario matizar de nuevo varias cuestiones. Creo que, como hace el filósofo Slavoj Zizek, es esencial distinguir entre dos tipos de violencia: la violencia objetiva y la violencia subjetiva. La violencia subjetiva se caracteriza por plasmarse de manera concreta y diáfana en la realidad. Es la violencia que agrede físicamente y que, por desplegarse en la realidad visible, causa en nosotros numerosas reacciones emocionales de rechazo. El ejemplo más reciente de violencia subjetiva y que es muy palmario es la imagen del niño sirio que yace muerto en una playa turca. Esta imagen refleja claramente los horrores de la guerra siria y de la crisis de los refugiados, por eso nos conmueve tanto. Por lo contrario, la violencia objetiva es aquélla que no se percibe con la misma facilidad que la subjetiva, ya que hace referencia a la violencia abstracta que se esconde bajo el paraguas de un sistema que dirige el funcionamiento de nuestra sociedad actual y que posibilita la fragmentación del mundo y de los individuos que lo habitan en dos categorías: los privilegiados y los desfavorecidos, los ricos y los desechados. La guerra siria y la crisis de los refugiados se explica mejor desde esta concepción objetiva de la violencia que desde la subjetiva, el problema es que, al ser una crítica abstracta, no genera ni la misma atención ni, por supuesto, la misma conmoción. 

Todo asesinato es un ejemplo de violencia subjetiva, ya que siempre acaba físicamente con la vida de una persona. Sin embargo, cabe dilucidar si esta violencia subjetiva es motivada por una previa violencia objetiva. Es decir, cabe determinar si el ataque al derecho a la vida causado por el asesinato no ha sido alentado por un ataque previo al derecho a la vida de quien intenta llevar a cabo la acción de asesinar. Pongamos un par de ejemplos: el esclavo que acaba con la vida del amo que le oprime. Es evidente que, mediante el asesinato, el esclavo vulnera implacablemente el derecho a la vida de su amo. Sin embargo, es necesario observar que, previamente a ese acto, es el amo el que no respeta el derecho a la vida del esclavo, ya que le oprime y le somete a unas condiciones infrahumanas aprovechándose de un sistema que le faculta para esclavizar. Lo mismo podríamos decir del hipotético caso en el que un judío, al ver cómo el sistema nazi atentaba directamente contra el derecho a la vida de los miembros de su religión, hubiera asesinado a Hitler. Este judío, que al estar vivo para poder asesinar a Hitler deducimos que todavía no ha sufrido un acto de violencia subjetiva, le asesinaría basándose en el atropello de su derecho a la vida pergeñado de forma sistémica y objetiva por el régimen nazi. En ambos casos se realizaría un acto de violencia subjetiva como respuesta al sufrimiento de un acto previo de violencia objetiva.

Hallamos en estos ejemplos una confrontación entre dos ataques al derecho a la vida: uno objetivo que se perpetra a partir del cruel funcionamiento de un sistema; y otro subjetivo, que se inicia como respuesta al anterior y que se lleva a cabo mediante el acto de asesinar. En estos casos, ¿sería también sancionable el asesinato? En nuestra opinión, no sería sancionable, ya que el acto de asesinar viene estimulado por la necesidad de defenderse frente a un ataque previo al derecho a la vida. Aunque pueda sonar paradójico, si no contradictorio, en ocasiones el acto de matar puede ser el único medio de garantía de la vida. Lo apreciamos claramente en los casos de muerte en legítima defensa. No se puede sancionar a quien mata en estos casos de defensa porque su acción violenta no presupone un sentimiento de mayor valoración de su vida en comparación con la de la persona a quien mata, sino que mata precisamente porque la persona a quien mata se ha situado por encima de él y ha intentado arrebatarle la vida. Es precisamente cuando ha dejado de reconocérsele su derecho a la vida cuando ha atacado el derecho a la vida de otra persona. En cambio, es quien se abalanza sobre él quien ha decido que su vida vale más que la de su víctima y quien, no contento con disfrutar de su derecho a la vida, opta por aniquilar este derecho de otra persona. Por lo tanto, está justificado que, quien es víctima de este ataque, pueda matar en su defensa a quien le ataca. La muerte en legítima defensa es un caso claro de enfrentamiento desarrollado por medio de la violencia subjetiva, ya que la amenaza física sobre la persona que acaba matando es real. Ahora bien, lo mismo podemos defender en los casos en que se mata como respuesta a una violencia objetiva, como se han visto obligados a hacer buena parte de los movimientos emancipadores a lo largo de la historia. Puede alegarse que no es un tipo de violencia comparable a la del asesinato, ya que, matar en legítima defensa no entraña la maquinación deliberada que exige todo asesinato. Sin embargo, en mi opinión, se tratan de dos acciones movidas por la misma necesidad de defensa frente a un previo ataque al derecho a la vida, por lo que sí son comparables.

Con todo lo argumentado hasta ahora, nos aproximamos a la conclusión: todo asesinato es sancionable, excepto cuando constituye una defensa frente a un previo ataque al derecho a la vida de una persona o de un grupo de personas, ya que en estos casos, la muerte no es causada por la soberbia de una persona que dota de mayor consideración a su vida en comparación con la de las otras personas, sino que el acto de matar que realiza brota precisamente de la necesidad de protegerse frente a quien desde el inicio niega el derecho a la vida de otras personas. Produce perplejidad pensar que, efectivamente, quienes lucharon por la conquista de los derechos que hoy disfrutamos se vieran obligados a recurrir en ocasiones a asesinatos para garantizar la vida de un número voluminoso de personas. Pero así de compleja y contradictoria es la historia y la especie humana. Bertolt Brecht lo reflejó perfectamente: “También la ira contra la injusticia pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia”. Lo que parece evidente es que si en el mundo se respetara verdaderamente el derecho a la vida de todas las personas, la violencia nunca sería necesaria, y, por consiguiente, el asesinato nunca estaría justificado.


Para finalizar, simplemente recordar que con este texto sólo hemos pretendido proporcionar humildemente unas pautas morales sobre las que creemos que debería sustentarse todo Estado de Derecho. Por lo tanto, cuando hablamos de que existen asesinatos que pueden estar justificados lo hemos hecho, como ya se ha advertido al comienzo, proyectando nuestras reflexiones sobre un escenario no jurídico. Con esto queremos decir que, en caso de que el ataque al derecho a la vida de una persona tuviera lugar dentro de un país donde este derecho fuera reconocido y donde, por tanto, existieran vías eficaces de defensa del mismo, el asesinato para garantizar su protección sería totalmente injustificado.

jueves, 10 de septiembre de 2015

LOS NADIES


Salgo de casa para ir a la compra como todas las mañanas. Al girar en la primera esquina de la manzana, me topo de bruces con un ser humano que naufraga en la pobreza. Paso todas las mañanas por su lado y, sin embargo, es como si cada mañana fuera la primera. No logro habituarme a la desgarradora experiencia de ver a un semejante ahogándose en la miseria. No sé cómo actuar cuando atravieso la esquina en la que se arrebuja esta persona arrancada ignominiosamente de la sociedad: dudo entre darle unas monedas, pasar de largo con forzada indiferencia o lanzarle una sonrisa compasiva. No sé qué podrá resultarle menos ofensivo, pero sí sé que ninguna de estas acciones contribuirá a mejorar su porvenir.

No puedo evitar reparar en su mirada desamparada, en la pesadez de sus facciones, en sus labios perdidos, en su sorda voz que desesperadamente reclama clemencia, en los efectos turbadores de un rostro desfigurado por la impotencia causada por un horizonte arrebatado. Navego por las imágenes de su familia expuestas en el precario cartón al que se aferra en última instancia para recibir auxilio de los afortunados que sorteamos su inquietante presencia, y me imagino las menesterosas y desdichadas vidas de sus hijos y de sus hijas, unas vidas esterilizadas desde el inicio por una civilización adentrada en un vertiginoso proceso de deshumanización.

Miro a su alrededor y me conmuevo por el abrumador impacto que origina la visión del mundo feliz que fluye profusa y despreocupadamente fuera del espacio en el que se asienta este ser humano: hombres y mujeres libres que cargamos bolsas llenas de alimentos, de ilusiones y de excesos, que nos desplazamos en automóviles confortables y calientes, que gritamos de júbilo y lloramos de pena. Observo nuestro ilimitado mundo y le observo a él confinado en un rincón inmundo donde su vida transcurre congelada por las frías cercas de la desesperanza. No vive aunque vive. No muere, aunque ya está muerto.