"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

sábado, 16 de julio de 2022

En la cima del Calderón

 

Tuvimos que esperar hasta que mis padres se fueron de vacaciones un fin de semana y quedó libre el pase de mi padre. “Haz con él lo que quieras”, me dijo papá. Y tanto que iba a hacer lo que quisiera, jajaja. No se imaginaba el juguete sexual que me acababa de dar en mano. “¿Pero cómo cojones vamos a follar en un campo de fútbol abarrotado?”, me preguntaba Ramiro. Pues, fácil, ni antes de empezar ni nada más empezar. Ni en los minutos antes del descanso ni en el descanso ni en los minutos después del descanso. Ni en los minutos antes del final ni después del final. Es decir, cuando haya menos gente en los baños. Esa es la clave, Rami. La logística no me preocupaba lo más mínimo. Como ya he dicho, el Calderón era mi segunda casa y me conocía todos sus rincones de pe a pa.

Era una tarde de mayo sofocante con un cielo azul nítido en el que no había ninguna nube que pudiera amortiguar la fuerza con la que golpeaban los rayos de sol en la cara. Sudamos como cerdos esa tarde. Recuerdo la sensación desagradable de estar pegajosa y sentir el contacto con el sudor de Ramiro y de Pepe, el ancianito que tenía el asiento al lado del de mi padre y el mío. “Joder, qué joven está tu padre hoy, Raimun, jaja”, me soltó Pepe cuando me vio llegar con Ramiro. “No te preocupes que no le diré nada”, me dijo guiñándome un ojo cómplice. Me abanicaba como podía con el programa del partido. Atleti-Valencia. Era un partido de los grandes. El inicio del partido fue frenético. Nos marcaron dos goles en los primeros diez minutos y en el minuto veinte ya les habíamos empatado. Ramiro me estiraba de la falda corta que me había puesto esa tarde, instándome a que fuéramos ya a los baños. “Hay que ir antes de que se acerque el descanso, Raimun”. ¿Pero cómo cojones quieres que vayamos si está siendo un partido de infarto? Espérate, hombre. Calla y mira, que estamos a punto de marcar. Estuvimos tantas veces a punto de marcar que llegó la hora del descanso y no había dejado a Ramiro sacarme de ahí. El sudor de la tensión se sumaba al sudor del calor.

La cara de consternación/desesperación de Ramiro me ponía nerviosa a la vez que me excitaba. Espérate, niño, no seas impaciente. Más ganas de follar que yo ya te digo que no tienes. Se reanudó el partido tras el descanso y conseguimos marcar tres goles fáciles antes del minuto sesenta y cinco. Se me fue una capa de sudor y se me encendió un brillo aquí abajo. Fui a coger el brazo de Ramiro, pero se me escurrió por la cantidad de sudor que había pegado en él. Segundo intento. Le agarro el brazo y le digo va, niño, que ya es hora de que me hagas mujer. Pedimos a los que se sentaban a nuestro lado que se levantaran para que nos dejaran salir al baño, que había sido un partido de mucha tensión y no aguantábamos más.

Entramos al baño de hombres, que era el más cercano. Estaba tan sucio como cabía esperar de un baño de hombres en un campo de fútbol. El hedor era terrible y el suelo estaba resbaladizo de tanto meado mal dirigido a los urinarios. Nos metimos en uno de los pequeños cubículos que había. Para que os hagáis una idea, era tan diminuto que, en caso de haberme tenido que sentar para mear, mis rodillas habrían chocado con la puerta. Al ser el espacio tan reducido, no había manera de que cupiéramos bien los dos dentro. Empezamos a besarnos, pero era imposible seguir. Acabábamos golpeándonos o con la pared o con la puerta. Además, el suelo estaba tan resbaladizo que nos deslizábamos sobre él como si lleváramos patines, haciendo más difícil el acople entre los dos cuerpos. Bajé la tapa del váter y le dije que íbamos a follar ahí arriba, en la cima de la montaña más bonita del Calderón. A Ramiro le excitó mi atrevimiento. Se puso en modo payaso y, agachando la cabeza, fingió hacerme una reverencia, me cogió del brazo y me ayudó a subir al altar. Una vez arriba los dos, me bajé las bragas y él se bajó los calzoncillos y los pantalones. El magma de olores sucios que nos rodeaba había añadido una costra de suciedad a nuestros cuerpos sudorosos que estábamos convencidos de que sólo se iría follando. Ramiro, sabiendo que yo era nueva en esto, fue con mucha cautela para no hacerme daño. La iba metiendo poco a poco. Y, si le decía que dolía, la sacaba y la volvía a intentar meter desde un ángulo que fuera menos doloroso. Empezaba a sentir el placer. Gemía. Gemía. Gemía. Me agarré a la cuerda de la cisterna que colgaba de la parte de arriba del baño para no perder el equilibro. Subía y bajaba. Tiraba de la cadena sin querer. Notábamos debajo de nuestros pies cómo rompían las olas sobre la tapa del váter. Gemía. Gemía. Gemía. Hasta que, de repente, pum. La tapa del váter cedió y perdimos el equilibrio. Yo caí hacia la pared, con los pies metidos enteros dentro del agua, mientras que Ramiro, que estaba de espaldas a la puerta, cayó sobre ella con tanta fuerza que la rompió. La puerta se desenganchó del marco y Ramiro aterrizó al suelo sobre ella, como si fuera una colchoneta de playa en medio de un mar de pis.

El golpe de la puerta sobre el suelo fue tan fuerte que enseguida empezaron a llegar curiosos al baño a ver qué narices había pasado. La sorpresa que se llevaron al ver a Ramiro totalmente desnudo de cintura para abajo fue mayúscula. Se juntaron chillidos con insultos y carcajadas. Yo salí a ayudarle. Me dio tiempo a subirme las bragas antes. Tenía las piernas y los zapatos llenos de agua. Los curiosos, algunos con hijos, empezaron a llamarnos guarros, pervertidos, cerdos, iros a vuestra puta casa a hacer esto, salidos de mierda. Oímos el sonido de unos silbatos. Yo los reconocí al segundo: eran los silbatos de los seguratas del estadio. Cogí del brazo a Ramiro, agarré su ropa y salimos embalados del baño, haciéndonos violentamente hueco entre la multitud curiosa e indignada. Ramiro se colocó como pudo, mientras corría, el calzoncillo y el pantalón. Yo no podía parar de reír mientras avanzábamos. Perdí un zapato por el camino y me dio igual. El semblante de Ramiro era, sin embargo, muy serio, de enfado. Pero ríete, tontorrón, jajaja. Para despistar a los seguratas le dije que era mejor dispersarnos. Que él se metiera a ver el partido en la grada 23 que yo me metería en la 25. Le dije de reencontrarnos al acabar el partido fuera del vomitorio 4. Con la mezcla de pis, sudor, olor de recién follada, agua de retrete y sin un zapato me senté en el único asiento libre que encontré en la grada 25. La gente me miraba extrañada, con cara de asco. Miré el marcador y comprobé que nos habían empatado. Sólo quedaban tres minutos de partido, pero no cambió el resultado. Me dio tanta rabia que se nos hubiera ido de las manos una victoria tan clara que, por unos minutos, me olvidé totalmente de Ramiro y de la manera incompleta en la que acababa de perder la virginidad.

Al terminar el partido, me fui directa al vomitorio 4. Estuve esperando a Ramiro un buen rato. Media hora. Una hora. Seguía sin aparecer. A lo mejor, como buen príncipe azul, había ido a buscar mi zapato perdido. Hora y media. Dos horas. Nada de nada. Entendí que todo se había acabado.

Como ya os he dicho, el Calderón es el lugar donde más feliz he sido y donde, por extensión lógica, más triste he sido, ya que la pena y la euforia son hermanas siamesas.

Los silencios del Bar-Mesón

 

Raimunda se está aficionando de verdad al Bar-Mesón. Después de los partidos en el Wanda, le gusta ir ahí porque no hay mucho barullo. Le sabe un poco mal por el dueño, porque el hecho de que haya tanto silencio en el bar sólo revela que no es un bar de verdad, entendiendo por bar de verdad aquel lleno de vida en el que los clientes entran y salen, reemplazándose unos a otros de manera natural, sin necesidad de un Cholo que organice por anticipado la distribución de mesas y sillas. El Bar-Mesón es un bar de espacios vacíos y de silencios alargados. Aunque, conforme se va familiarizando con el lugar, Raimunda se va dando cuenta de que esos silencios tienen forma propia, son rugosos como una piña y espesos como el cocido de su madre. Son silencios que quieren dejar de serlo, que se sienten incómodos existiendo y que, paradójicamente, resultan comunicativos en tanto que expresan la incapacidad de comunicar de las pocas personas que se dejan caer por el bar. Incapacidad, que no falta de deseo. Ahí reside la clave, piensa Raimunda después de varias semanas. Aquí todos queremos hablar, pero nadie se atreve a levantar la mano e iniciar la conversación. Es gracioso observar cómo ciertas dinámicas de la vida se revierten con el paso del tiempo. Si bien en la escuela levantar la mano y romper el hielo ante una pregunta de la profesora era un signo positivo, que denotaba concentración y buena preparación de la materia, cuando uno atraviesa el umbral de los cuarenta, ser el primero en hablar entraña siempre el riesgo de exponer demasiado rápido la necesidad que tiene uno de hablar y de ser escuchado.

Pero Raimunda, después de tantos días chapoteando en el silencio espeso del Bar-Mesón, al final se ha hartado. Hay sólo dos clientes y Casimiro, el camarero. Uno de los dos clientes es ese tipo enigmático al que le pagan por consumir en el local. El potencial ser trascendente del que Raimunda aún no sabe nada.

Ey, vosotros, que parecéis todos unos panolis. Acercad vuestras sillas aquí que os voy a contar una historia que os va a quitar de un sopetón esos gepetos de amargaos que lleváis.

Bueno, antes de nada, yo me llamo Raimunda y soy segurata en el Wanda. Sé que me habéis visto varias veces por aquí, pero no recuerdo haber entablado ninguna conversación con ninguno de vosotros. No me preguntéis por qué, pero hoy me apetece romper el hielo y contaros una historia que espero que anime un poco el local y, sobre todo, que os anime un poco a vosotros.

Sucedió todo hace ya más de dos décadas, en ese momento en el que uno pasa de la adolescencia a la juventud sin darse casi cuenta. Yo llevaba varios meses saliendo con Ramiro, un chico de mi clase que estaba buenísimo. Alto, listo y guapo. Lo tenía todo. Además, era muy chulito, estaba encantado de haberse conocido y eso hacía que yo también estuviera encantada de haberle conocido. Tenía sonrisa colgate y cuerpo de primo de zumosol. Era el primer chico con el que salía. Recuerdo, de hecho, los nervios que sentí los días previos a darnos el primer beso. Porque no había Google en aquel entonces, si no, estoy convencida de que habría tecleado en el ordenador “consejos para el primer beso”. Me tuve que conformar con pedirle ayuda a Javier, mi mejor amigo del instituto. Él tampoco había tenido ninguna experiencia sexual, así que seguía igual de jodida. Lo único que se le ocurrió decirme fue que practicara con él. A mí Javier no me gustaba nada, por lo que no sentía ninguna responsabilidad si mi manera de besar no le satisfacía. Le dije, por lo tanto, que sí. Y así nos pasamos varias tardes, liándonos. En medio del beso, él me paraba y me decía “mejor mueve la lengua hacia ese lado cuando yo la muevo en esta dirección”. Como él tampoco tenía ni idea, yo también le daba mi opinión sobre sus habilidades como besador. Le dije que me daba mucha dentera que acercara demasiado sus dientes a los míos. El choque de dientes me parecía anticlimático, era un choque seco, sin babas, muy poco sensual. Besarme con Javier era una actividad instrumental, de aprendizaje, que era incapaz de excitarme. Por el contrario, yo notaba cómo una protuberancia aparecía entre sus piernas cada vez que me besaba. Claro que me daba grimilla, pero era el peaje que me tocaba pagar.

Tras varios días de prácticas, al final llegó el ansiado momento. Lo que pasa es que iba tan borracha que no me acuerdo de cómo fue mi primer contacto con la lengua de Ramiro. En todos los recuerdos que guardo me veo paseando por su boca como Pedro por su casa. No recuerdo el primer momento, si mi lengua estuvo a la altura, si flaqueó en el momento de penetrar su boca, si se desorientó en algún momento dentro y dio algún lengüetazo de ciego, si hubo colisión de dientes. Quiero pensar que, después de tanta práctica con Javier, había desarrollado ya todos los automatismos necesarios para el acto. Me había convertido en una besadora avezada.  

A Ramiro, que estaba mucho más familiarizado que yo tanto con el sexo como con las relaciones, liarse le parecía una actividad de tercera división, es decir, carente de sustancia y de atracción. No sabía besarme sin intentar meterme mano, palpándome desde el culo hasta los pechos, pasando por el coño. Yo le frenaba y le decía que no. Él se quitaba la ropa y se quedaba desnudo. Joder, qué bueno estaba el primo de zumosol. Así era difícil resistirse. Accedí pronto a pasar a la siguiente fase, la de las manualidades. Después de algunos días, esa fase dejó de ser suficiente para él, que era impaciente y guarro por naturaleza. Pinchar, eso era lo que quería. Pinchar, pinchar y pinchar. Me lo suplicaba con la inocencia y el deseo genuino con el que un niño pequeño escribe su carta a los reyes magos. “Querida reina maga, fóllame”, leía yo en su mirada salaz.

Yo, sin embargo, tenía claro que no quería perder la virginidad de cualquier manera. Esto quizá os parezca extraño, porque apenas tenía dieciséis años y una con dieciséis años no suele tener una opinión muy clara de cuál es su visión del mundo. Yo, obviamente, estaba muy lejos de tener una forma de ver el mundo coherente. Mi preocupación principal era divertirme, así que casi no le había dedicado tiempo a pensar si habría vida después de la muerte o si era responsabilidad del Estado asegurar que todos los ciudadanos disfrutaran de un mínimo estándar de vida. Yo era una adolescente y punto. Iba a mi bola. Una adolescente muy basicota, además, que se conformaba con poco: con divertirme y con ser feliz. No me planteaba cuestiones trascendentales, la verdad. Tampoco es que me las haya planteado demasiado después. Sí que había, sin embargo, una cuestión a la que le había dado muchas vueltas: a cómo perder la virginidad.

Si algo había inferido de los libros que leí y las muchas pelis que vi en mi adolescencia era que perder la virginidad constituía uno de esos acontecimientos que marcan la vida de una. Ahora, ya crecidita, sé que es una auténtica parida, pero, por aquel entonces, yo estaba convencida de la magnitud de tal evento. Había que perder la virginidad de manera digna y, además, la persona con la que la perdieras debía ser especial. ¿Cómo podía comprobarse esto último? Lo tenía clarísimo: yo quería que la primera vez follando tuviera lugar en mi templo, es decir, en el Estadio Vicente Calderón, el lugar donde se amasaron todos los sueños de mi infancia, mi verdadera casa, el espacio donde más feliz había sido y donde, por extensión lógica, más triste había sido, ya que la pena y la euforia son hermanas siamesas. 

A Ramiro se lo dejé claro desde el principio: o en el Calderón o nanai. Su cabezonería sexual no conseguiría vencer a mi cabezonería de principios. Su cara de desesperación cada vez que le recordaba la regla número uno de estar conmigo era un poema. Sufría tanto la abstinencia de penetración que se le ponía cara de perrito triste.