"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

jueves, 28 de marzo de 2013

Relato: "Víctima de la corrupción"


Querido padre:

No quiero ser cruel. Te aseguro que no hay ningún tipo de maldad oculta en las líneas que voy a intentar escribir. Pero he sufrido mucho. Y necesito exteriorizar todo lo que llevo guardando meses y meses en mi interior. Mi vida se ha convertido en un auténtico calvario desde que, al inicio del año, los medios de comunicación más importantes del país comenzaran a involucrarte en diferentes tramas de corrupción. Semana tras semana, han sacado a la luz numerosas noticias sobre tu relación con vergonzosas corruptelas. No puedes imaginarte cuánto ha cambiado mi vida desde entonces. Más bien, cuán compleja ha devenido. Mi corazón se acelera y se encoge al mismo tiempo cada mañana, cuando me toca pasar, inevitablemente, por delante del quiosco contiguo a mi instituto. No soporto el excesivo protagonismo que te confieren las portadas de los periódicos. Y, aunque intento desviar mi mirada de dichas portadas, me resulta imposible no reparar en los datos y la información que publican acerca de ti. Entre las hazañas que te atribuyen, destacan: haber recibido, de forma gratuita, todo tipo de prendas de vestir; haber participado en la compra de votos en diferentes elecciones municipales; y, por último (la más épica), tener más de treinta millones de euros en una cuenta en un banco de Suiza.

¿Qué puedo hacer papá? He creído en tu inocencia desde el principio, ya que me has repetido hasta la saciedad que no tienes nada que ver con esta retahíla de actos ilegales. Según tu opinión, se trata de una estrategia con la que algunos medios pretenden desestabilizar el partido en el que militas. No me extrañaría que la finalidad de todo este revuelo fuera tan simple y nimia, pues no sería la primera vez que sucede esto en el país. No obstante, conforme van consumiéndose los meses, las diatribas contra ti no hacen sino aumentar. Lo peor, papá, es que la base en la que se sustentan los argumentos de estas diatribas es bastante fehaciente. Pues hasta tu propio partido se ha visto forzado a confirmar parte de las “machadas” fiscales que pareces haber protagonizado. De esta forma, los datos publicados en los medios sobre ti, han sido dotados, finalmente, de total veracidad.

A pesar de todos estos acontecimientos, que conducen, como mínimo, al escepticismo, sigues insistiéndome en que crea en tu inocencia. Me juras y perjuras que jamás podrías ser lo suficientemente sinvergüenza como para realizar tales desfachateces. ¡Qué gran dilema el mío! ¿Qué hacer, creer a toda una sociedad o fiarse de las sinceras palabras de mi padre, la persona que me ha educado y me ha enseñado todo lo que soy?

Con el fin de esclarecer este dilema, me afano en conocer la verdad, en emprender un viaje que me lleve a su encuentro. Sin embargo, este viaje está resultándome bastante fatigoso y pesado. La verdad se está haciendo de rogar (es bastante coqueta ella) y se resiste a ser conocida. Mientras se dilata la incertidumbre, dedico mi tiempo a plantearme nuevas cuestiones: ¿de verdad quiero saber la verdad? Mi instinto me induce a ello, pero, ¿quiere mi parte racional obtener tal conocimiento? No sé por qué narices me empecino en llevar a cabo esta insondable búsqueda. Además, no estoy seguro de los beneficios que extraería yo de este conocimiento. Ya que, en caso de corroborar tu culpabilidad, ¿cómo reaccionaría? ¿Qué reacción considerarías normal? Porque, vaya, creo que la vida no nos tiene acostumbrados a decepciones de tan alta magnitud. Así que no comprendo por qué razón el ser humano se empeña en buscar la verdad en ocasiones en las que únicamente puede acarrear desgracias. Quizás, esta necesidad se deba a que el conocimiento de la verdad nos proporciona seguridad. Y, en esta vida,
para avanzar, es fundamental dar pasos cargados de firmeza y seguridad. Aunque no sé. Conozco a multitud de ignorantes que, aunque se muestren negligentes frente a preocupaciones de este tipo, viven la mar de felices, sin la necesidad de avanzar. ¿Y cuál es nuestro principal objetivo en la vida sino el de alcanzar la felicidad? Tampoco me llega a convencer. Puesto que, si todos fuéramos ignorantes voluntarios, ávidos, únicamente, de nuestra propia felicidad, el mundo se movería de forma caótica y la generalización de la ignorancia impediría el progreso. Por tanto, creo que prefiero decantarme por convivir con la crudeza de la verdad (o de la realidad, lo mismo da), por muchos problemas que pueda depararme.

El otro día, me conmovió (y de qué manera) una imagen en la televisión. Lance Amstrong, que era flamante vencedor de siete Tours, reconoció haber logrado estos campeonatos gracias a diferentes sustancias ilegales que se inoculaba. Afirmó que se había dopado. Como consecuencia, ha sido despojado de los siete Tours que “ganó” (me da vergüenza utilizar este término si no lo remarco entre comillas). Esta declaración ha tenido lugar ocho años después de que ganara su último campeonato. Lo que significa que se ha pasado los mismos años defendiendo con toda energía y convicción su falsa inocencia. ¿Cómo se puede ser tan caradura? ¿Cómo puedo estar yo seguro de que tú no estás siguiendo los pasos de Amstrong? El momento más estremecedor de la declaración de Amstrong fue cuando el exciclista contó, con una voz temblorosa, cuán duro fue instar a su hijo a que dejara de defenderle. Hacerle ver que aquellos que atacaban a su padre, lo hacían con razón. Automáticamente, lo extrapolo a mi situación. En realidad, no sé qué prefiero ser: si el hijo engañado, pero que tiene plena confianza en su padre; o el hijo que ha descubierto la verdad, y cuya concepción acerca de su progenitor jamás volverá a ser la misma. Ser ignorante o conocedor de la cruda realidad, esa es la cuestión. Lo que está claro es que ser tramposo o corrupto (valga la redundancia) implica mentir incluso a tus más allegados. Debe de ser, por tanto, de suma y vital importancia el fin de todos estos actos ilegales que, de ser descubiertos, te destrozan por completo tu vida y gran parte de tus relaciones personales. Sin embargo, por más que lo intente, me cuesta elucubrar sobre cualquier tipo de cosa en esta vida cuya obtención justifique un esfuerzo que puede acarrear consecuencias tan perniciosas.

A medida que voy avanzando en mi escrito, me invaden el escepticismo y la desconfianza. Ahora, en este instante, no te creo. No creo en tu inocencia. Quizás, dentro de unos minutos, vuelva a cambiar de idea. Pero la cuestión es que, en este momento, considero que has participado en la monotemática trama de corrupción. Hay demasiadas cosas que no casan. En primer lugar, no entiendo por qué razón voy a rechazar la información que transmiten diversos periódicos, dado que se trata de una información objetiva y constatada. En segundo lugar, cuando analizo nuestras experiencias vitales como familia, aparecen nuevos hechos que no soy capaz de entrelazar. ¿Cómo puede ser que hayamos gozado siempre de una vida tan lujosa? Mamá y tú sois funcionarios, pues, aunque no suela denominarse así a los políticos, tu sueldo también procede de las arcas públicas. Vuestros salarios, aunque buenos, no eran ni mucho menos estratosféricos. Tampoco los abuelos dejaron una gran herencia. Por tanto, es incomprensible cómo hemos dispuesto, desde que tengo memoria, de todo tipo de lujos: un mercedes, alojamientos en hoteles de cinco estrellas, chófer, tres casas y, por supuesto, el súper yate.

Cuando pienso en el verano, me viene a la cabeza, automáticamente, la imagen del yate. Rememoro las incontables anécdotas que hemos vivido en la costa levantina, más concretamente, en Altea, donde hemos veraneado desde que nací. Es una lástima que a mamá le maree ir en barco, cuántas aventuras se ha perdido… Cada mañana, cuando estoy de camino al instituto, me imagino que es verano. Zarpamos de Altea, en el yate, con dirección desconocida para mí, pues eres tú, el capitán del barco, quien escoges un destino nuevo con el que aderezar de entusiasmo y emoción nuestras travesías por el Mediterráneo. Desde el instante en que embarcamos, nuestro pequeño navío y yo pasamos a depender totalmente de ti, capitán. Eres tú quien nos conduce por el mar. ¡Y con qué gran destreza lo haces! El tamaño de las olas queda reducido por tu gran arte a la hora de manejar el timón. Inspiras tanta seguridad que, aunque viéndome solo, rodeado por mar y sin poder vislumbrar nada más allá, ni un ápice de nerviosismo o intranquilidad consiguen infundirme las interminables aguas del desconocido lugar.

No te limitas a ejercer de capitán cuando navegamos, sino que lo eres, junto a mamá, en todos los ámbitos de mi vida. Vosotros dos sois las personas que me habéis guiado y conducido siempre por el buen camino. En la infancia y en la adolescencia, la figura de los padres es tan fundamental… Nos aferramos totalmente a vosotros. Sois imprescindibles para nuestra supervivencia, tanto física como psicológica. Os erigís en nuestra mayor referencia. Sin vosotros, nos sentimos desorientados. Es evidente que es una época en la que nos asimos a figuras que tomamos como ejemplo, por ello, es frecuente que abunden las idolatrías a cantantes, futbolistas, actores, actrices… Necesitamos basarnos en diferentes ejemplos para comenzar a forjarnos como personas. Emulamos los comportamientos de los personajes que mejor representan los valores y gustos que desearíamos engendrar.

¿Y por qué corromperse? Esta es la cuestión que acapara mayor protagonismo entre mis reflexiones. Me esfuerzo por comprender qué te pudo llevar a cometer tales atrocidades fiscales y, sobre todo, morales. En primer lugar, ¿qué necesidad tenías de enriquecerte si con vuestros salarios nos daba para llevar una vida suficientemente cómoda? Y, en segundo lugar, ¿cómo se te puede ocurrir obtener el dinero de una forma tan ilegítima?

A raíz de los sucesos que han ido acaeciendo, mi vida ha dado un vuelco. Tu más que probable implicación en aborrecibles tramas de corrupción ha cambiado mi forma de vivir hasta límites inimaginables. He perdido toda la confianza en ti. Mi vida se ha desmoronado por completo. La figura del capitán que me guiaba en mi aventura vital  ha ido diluyéndose paulatinamente, hasta quedarse en nada. Como consecuencia, he tenido que hacerme yo con el timón y emprender, solo,  mi propia travesía. Creo que, por esta razón, soy más maduro que la gente normal de mi edad. Con dieciséis años, me he visto forzado a desarrollar una autonomía prematura. Debo hacer frente, sumido en la más grande de las soledades, a las gigantescas olas con las que me ataca la vida. A veces logran tambalearme, sin embargo, voy acostumbrándome a lidiar con ellas. Ahora dudo de todo. No sé qué soy, ni qué he sido, ni qué seré. ¿Están también contaminados los principios y valores que he aprendido de ti? ¿He sido, por lo tanto, un caradura a lo largo de mi vida? ¿Cómo puedo avanzar ahora? Y mi madre, ¿cómo no iba a conocer lo que te llevabas entre manos? Ahora que me toca pensar por mí mismo, me doy cuenta de lo agotador que es. Todo son dudas, cuestiones, pensamientos… Y, sin embargo, ¡cuánto cuesta obtener conclusiones claras! En este momento, que he experimentado (con demasiada intensidad) lo que significa pensar de verdad, entiendo, en parte, a las personas que abogan por llevar una vida feliz y despreocupada. Aquellas personas que conciben la ignorancia como una evasión de la dureza de la realidad. Sin embargo, aunque parezca extraño, me noto mucho más realizado ahora que cuando otros pensabais por mí. Prefiero estar en contacto con los problemas de la vida que evitarlos. Ya que, tarde o temprano, tendremos que enfrentarnos, inexorablemente, a ellos. Además, le estoy cogiendo gustillo a esto de pensar. Las dudas son un puro reflejo de la inestabilidad del mundo y de nuestras experiencias en él. Nos recuerdan constantemente que somos nosotros quienes manejamos el timón y que, por lo tanto, somos los responsables de escribir nuestro presente y nuestro futuro; manteniéndonos, así, con los ojos abiertos, con el fin de impedir que un despiste posibilite el ataque de nuevas olas.

La vida es demasiado corta e imprevisible como para supeditar la satisfacción y felicidad de nuestra existencia a factores ajenos a nosotros, ante los cuales nada podemos hacer. Por esta razón, no puedo permitir que tus fraudulentos actos acaben amargando mi vida. No me lo merezco, pues yo no he sido partícipe de ellos. Sin embargo, no es menos cierto que algunos factores, como el bienestar familiar, son imprescindibles para poder gozar de una vida plenamente satisfactoria. Por tanto, es normal que todo esto me afecte tanto. Por muy autónomo que sea, echo en falta la estabilidad familiar, cuya ausencia ralentiza y dificulta los pasos de mi vida. Así que debo intentar establecer un nuevo orden de prioridades y objetivos vitales que me permita avanzar de una vez por todas, puesto que llevo demasiado tiempo estancado. Este conjunto de decisiones quizá implique separarme de ti durante un período de tiempo indefinido; o quién sabe, a lo mejor logra que me retracte y que, por consiguiente, me decante por respaldarte si observo que te arrepientes por completo de lo que has hecho. Aunque claro, tampoco podemos concebir el arrepentimiento como  redención de la culpabilidad. Así que difícilmente puedes merecerte no ingresar en prisión.

Acabo ya mi escrito. Como podrás apreciar, he desarrollado diferentes reflexiones durante estas cuatro horas que llevo de forma consecutiva delante del papel. Sin embargo, en el transcurso de este escrito apenas se han disipado las dudas que tengo acerca de ti, de mí, y de nuestra relación padre-hijo. He logrado simplemente esclarecerlas, sin conseguir ni mucho menos hacerlas desaparecer. Ahora mismo, en este momento de mi vida, lo único que tengo claro es que cambiaría todo el dinero y todos los lujos de los que hemos gozado, por tu dignidad como persona. Esto es todo.

César Fuster


viernes, 15 de marzo de 2013

HUMANIDAD


De veras que me enerva la sociedad en la que vivimos. Sólo importa el dinero. Todo está supeditado a él. Únicamente se piensa en los beneficios crematísticos. Concebimos el dinero como sinónimo de valor, cuando ni mucho menos es así. Hace unos días vi Lo Imposible, una película española en la que se plasman unos valores que refutan totalmente esta aborrecible tendencia capitalista que impera en el mundo desde hace demasiado tiempo. 

Este film relata la historia de una familia española compuesta por un matrimonio joven y sus tres hijos, que pasaba sus vacaciones de navidad en Tailandia, alojada en un lujosísimo hotel, pues se trataba de una familia bastante acaudalada. Sin embargo, en una mañana de su relajante estancia en el país asiático, tuvo lugar un devastador tsunami que arrasó toda la costa, logrando, así, separar a la familia. De esta forma, comienza la desesperante, dramática e inquietante búsqueda de los unos a los otros. Por un lado, el padre consigue hacerse con dos de sus hijos, mientras que, por el otro, la madre y el hijo mayor coinciden y se disponen a realizar un laborioso viaje que les lleve a un hospital para poder tratar las graves heridas que había sufrido la madre y, posteriormente, afanarse en la búsqueda del resto de miembros de la familia. No obstante, estas prioridades se ven alteradas por la aparición de nuevas necesidades, entre las que figuraba recoger a un niño pequeño que se hallaba solo, y el ofrecimiento de ayuda a gran parte de los heridos con los que se topaban. Como ellos, actuaba la mayoría de las víctimas de la conmevodora catástrofe natural. De hecho, a la madre le salvó el amparo y cuidado que le ofreció un nativo, que interrumpió la búsqueda de sus familiares para cargar con la joven española hasta conducirla a un hospital. Ejemplos de caridad humana, como estos, abundan en la película y, estoy seguro de que, como indica la protagonista real de la historia, son incontables los actos de generosidad, bondad y humanidad que se dieron durante esas angustiosas horas y días en las que todos habían perdido todo.

Los afectados por el tsunami dejaron de lado todas las diferencias raciales, culturales, sociales y económicas que podrían haberlos separado en cualquier momento anterior de sus vidas, con el fin de centrar todos sus esfuerzos en la supervivencia de los seres humanos que estaban sufriendo tal tragedia. Por un momento, la única condición que importaba para recibir una ayuda era la condición de ser humano. El miedo y pánico eran comunes a todos los habitantes de la zona. Todos comprobaron en primera persona cómo se las puede ingeniar la naturaleza para causar irreparables daños. Aceptaban en ese momento, pues, la vulnerabilidad de todo ser humano frente al poder de la propia naturaleza. Ni el dinero, ni la tecnología, ni el orgullo pueden hacer nada frente a él. Es una lástima que se necesite de estas desgracias para sensibilizarse con todos los humanos, hasta con aquellos que algunos despreciaban y vejaban únicamente por su color de piel hasta el momento en el que les tendieron la mano con el fin de ayudarles. 

Somos seres humanos, que nos deberíamos sentir, en gran parte, desprotegidos por el azar que nos ha traído a esta vida que a veces parece escurrirse de nuestras manos. No comprendo por qué cuesta tanto asimilar que, por muchos avances y progresos que experimentemos, jamás podremos controlar en su totalidad el mundo en el que habitamos. Por ello, frente a esta incertidumbre que nos invade a todos acerca de nuestra existencia (o futura y pasada no existencia) en este mundo, creo que lo lógico sería que valoráramos, por encima de todo, nuestra condición de humano. Ya que, al fin y al cabo, nuestra característica más destacable y que compartimos todas las personas, es la de ser humanos. Si toda la gente se concienciara de ello, seguro que la vida en conjunto de la humanidad, sería mucho más fácil y agradable. Por esta razón, considero un  gran disparate postergar la humanidad al dinero, como se está haciendo en la actualidad. Esto no hace sino reflejar la falta de concienciación y, sobre todo, el predominio de un concepto erróneo acerca de nuestra vida. El primer ser humano no llegó al mundo con moneditas y billetes en la mano, hemos sido nosotros quienes hemos creado este sistema de intercambio con el fin de facilitar el comercio. Somos, pues, los artífices del dinero y, sin embargo, estamos subyugados a él. Se me revuelve el estómago solo de pensar en la posibilidad de que en un futuro no tan lejano sean los robots, también creados por nosotros mismos, quienes nos dominen a los seres humanos.