"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

martes, 22 de noviembre de 2022

Un brasero

 

-Pero, Dolores, ¿a santo de qué tienes el brasero encendido? Yo, de verdad, que cada día te entiendo menos. Vas un paso para adelante y tres para atrás. Un día te da por bailar reggaetón y otro por apoltronarte en la mesa camilla de mamá, tapándote, para colmo, con el mantelito como si fuera una manta, igual que hacían mamá y la abuela Furgencia. No tienes solución.

-Pero ¿y a ti qué más te da lo que yo haga? Ma’ que te gusta meter la nariz donde no te llaman, Jacinta. Es que eres chafardera como tú sola, hija. Enciendo el brasero y me tapo con el mantel porque tengo frío. En Madrid hace frío en invierno, creo que lo sabes más que de sobra.

-Sí, mujer, si eso lo sé, pero de ahí a que montes la parafernalia esta... Te falta el ganchillo para rematar tu empaque de vieja, bueno y el batín aterciopelado ese que tienes ahí detrás de la puerta. Te lo tengo dicho: no te empeñes tanto en añadirte años que bastante encabronada está la vida como para que te alíes con ella en su tarea de desvencijarnos.

-Jacinta, caray, qué cansina eres. Que yo no pretendo nada de eso. No sé ya qué me resulta más ofensivo, si el que me veas tan vieja o el que asumas que los únicos aires que me doy en la vida son de abuela. Que aún me queda algo de orgullo para cultivar ambiciones más nobles, hermana. ¿Por quién me tomas?

-Ay, yo qué sé, es que me preocupo, Dolores, me preocupo. Me da miedo que acabes como mamá, pensando que la única manera de vencer al paso del tiempo es anticipándote a él, echándote años encima sin que nadie te lo pida. Aún no supero lo desvalida que quedó mamá sus últimos años de vida, vencida completamente, sin ningún afán de batallar contras las canas, las arrugas y los achaques de su cuerpo. Fue un muerto en vida durante demasiado tiempo.

-Ale, te has quedado a gusto, ¿eh? Mamá fue siempre una mujer con tendencia a la depresión, pero tú no te diste cuenta -o no te quisiste dar cuenta- hasta el final de su vida, cuando el arrastre de sus pies al andar te llamó la atención sobre el arrastre de su alma. Pero, ya te digo, su alma fue siempre un alma triste y quebrada. Papá lo decía a menudo, pero tampoco lo escuchabas, mamá sonaba la mayoría de los días como un acordeón oxidado que era incapaz de moverse hacia delante. A veces creo que parte de esa jovialidad tuya que tanto me restriegas, si no es que me intentas imponer, deriva precisamente de tu inconciencia de la tristeza que reinó siempre en nuestra casa o, en caso de que fueras consciente, de tu inmensa habilidad para evadirte de ella con tus bromas, tus teatros y tus historias de siempre. Tus mamarrachadas, como las llamaba papá.

-Y a ti, ¿de qué te sirvió empaparte del ambiente tétrico de la casa? Dime, ¿qué ganaste? ¿Qué has sacado en limpio de todo aquello? ¿En qué ayudaba a mamá apilar más dosis de tristeza en torno a ella?

-Joe, Jacinta, es que al final volvemos a lo de siempre. No hay manera de hablar de mamá sin que nos salgan las recriminaciones. Perdona si yo he sido agresiva con mi comentario, pero lo único que quería decir es que me da pena que guardes un recuerdo tan negro de los últimos años de vida de mamá. Aunque quizá tengas razón y más vale que ese recuerdo negativo se ciña sólo a ese período y que no se extienda, como en mi caso, a su vida entera. Pero es que, no sé, me parece algo injusto pensar que mamá se rindió o que se echó a perder en sus últimos años. Mamá, por desgracia, vivió siempre subyugada a las zozobras de su alma. Negar eso yo creo que supone no empatizar con la persona que fue y pedirle a los recuerdos que tapen las grietas de nuestro pasado.

-Jajaja, qué poética te pones, Dolores, si es que tu mismo nombre invita a la inspiración poética, pero tienes razón, debemos evitar discutir por esto, aunque no estemos de acuerdo, debemos aprender a hablar del pasado sin querer imponer nuestro pasado a la otra. No sé, yo sigo recordando muchos momentos de felicidad de mamá en los que el brillo de sus ojos verdes lograba producir una paz en mi interior que no sé describir. Mamá era de espíritu alegre y aventurero, sólo así se explican las historias que creaba y que nos contaba con tanto entusiasmo, dando por hecho que nos las creíamos. Algo se le torció al final de su vida. Yo creo que lo que le dolía no eran tanto sus dolores, como el saber que ya no iba a estar ahí para ofrecernos refugio y ayuda. A mí es lo único que logra ponerme triste, pensar que un día Raimunda va a enfrentarse a los azotes de la vida y yo no voy a estar ahí para suavizarlos y resguardarla bajo mis brazos. Creo que más duro que perder a una madre es dejar de serlo una. Convertir a tu hija en huérfana, si es que hasta la palabra suena ya triste con esa hache sorda inicial que convoca el luto cuando la sorteas. Lo que nunca comprenderé es que se prive de esa palabra a aquellos que pierden a sus padres cuando ya son adultos, dando a entender que la orfandad sólo puede darse cuando uno es un niño, un adolescente o un joven muy joven, como si el dolor de perder a un padre o a una madre prescribiera con el paso de los años. ¡Pero si la lógica debería ser, en todo caso, la contraria! Se hace mucho más difícil recomponerse de la desaparición de alguien con quien has estado viviendo muchísimos años, alguien a quien has tenido tiempo de sobra para conocer todos los aspectos de su persona. Dolores, nosotras perdimos a mamá y a papá cuando teníamos sesenta años. ¡Nosotras también somos huérfanas! Somos huérfanas, Dolores, aunque nadie nos lo considere. Y Raimunda, por desgracia, y muy a mi pesar, también lo será un día.

martes, 8 de noviembre de 2022

El arrullo de las campanas

Su brazo levantado para parar el taxi significó el punto final de una noche que todavía reverbera en mi memoria. He regresado a cada palabra de las que compartimos en esa velada de minutos cortos y sueños largos con la esperanza de dar con la pista que pueda llevarme de nuevo a ella. Treinta y cinco años vagando en vano por unos recuerdos que se tornan más resbaladizos y nebulosos con cada día que se nos arranca de este maldito mundo.

Ustedes, que bien deben de ser conocedores de mi reputación como hombre de letras, seguro que ignoran el hecho más importante de mi carrera literaria: el único libro que he escrito, que cosechó éxito en crítica y público, y que ha pegado en mi solapa la indeleble etiqueta de escritor de un solo libro que pierde de súbito la inspiración, no es, en realidad, un libro, sino una llamada de auxilio. Fue una señal de humo encendida con todos los sueños quemados aquella noche en el Ritz.

Imagino que deben de pensar que desvarío y que esta digresión no va a llegar a ningún puerto, pero no pierdan la paciencia. Fíense de mis dotes como narrador.

De entre los recuerdos de aquella noche que tanto ha manoseado mi memoria, hay uno al que me he aferrado especialmente. La mujer de cara redonda y ojos centelleantes me contó, entre muchas otras cosas, que llevaba meses devastada por la muerte de su padre, “la persona más importante de mi vida”, recuerdo nítidamente que me dijo enjugándose las lágrimas con una de las servilletas del Ritz surcada de migas de pan. Su padre había sido campanero, lo que significaba que se había pasado la vida afinando el sonido que despiden las campanas de las iglesias de Madrid, asegurándose de que llegara a los oídos de los vecinos en forma de música celestial y no como un ruido desagradable que perfora los tímpanos e interrumpe el sosiego. Desde el fallecimiento de su padre, la mujer de cara redonda y ojos centelleantes había dedicado su vida a perseguir el sonido de las campanas de las iglesias para las que había trabajado su padre. Los tañidos de las campanas reparadas por su padre eran lo único que lograba acunar su tristeza por el día y mecer sus sueños por la noche.

Aquella noche que cada día dudo más de que se produjera de verdad, mi amada fue capaz de enumerar de carrerilla las más de cien iglesias cuyas campanas habían sido limadas por las suaves manos de su padre. Como podrán figurarse, mi cabeza fue incapaz de retener con precisión la copiosa cantidad de nombres que salieron disparados de su boca a una velocidad vertiginosa. El mapa que despliego en mi mesa de aquí, del Bar-Mesón, es un mapa que contiene todas las iglesias de Madrid. He dedicado los últimos treinta y cinco años de mi vida a rasgar cada rincón de los aledaños de las iglesias de esta ciudad tras los pasos de la que fue mi amada una noche. En este mapa voy anotando las veces que he hecho guardia en cada una de ellas. Por ahora, como habrán anticipado, no ha habido suerte. Pero no pienso desistir, se lo aseguro.

Mi único libro, el que despierta al mismo tiempo admiración y hostilidad, el reflejo a la vez de mi lucidez y de mi escasa inspiración, mi bendición y también mi condena, trata precisamente de una joven mujer que merodea por las calles de Madrid en busca de aquellos tañidos de campana perfilados con mucho mimo por su padre y que han devenido en la única ruta de regreso a él. Escribí este libro, mi primer y último libro, con la esperanza de que un día la mujer de cara redonda y ojos centelleantes se cruzara con él y borrara del mapa todas las iglesias de su padre para situarme a mí en el centro de su  mapa, como una catedral imponente a la que no se le puede hacer sombra. “El arrullo de las campanas”, titulé el libro, mi libro, mi bendición y también mi condena por partida doble.


Petrificus totalus

 [Continuación de "pipas electrónicas"]

Durante la cena, tuve la sensación de estar volando. Conversamos, reímos, lloramos, nos acariciamos y, por su puesto, nos besamos. A pesar de besarnos con una efusividad ígnea, sentíamos que había tantas cosas pendientes de las que hablar -toda una vida de la que ponernos al día, de hecho-, que las palabras conseguían brotar de nuestros besos, colándose entre esa cremallera de carne que formaban nuestros labios unidos. Soy incapaz de ponderar el tiempo consumido allí arriba en el cielo del Ritz, pero nos bastó una cena para pasear por cada vericueto de nuestros respectivos pasados. Jamás he sentido un ensanchamiento tan grande del tiempo como el de esa noche. Adquirí conocimiento de sus seres queridos -de los fallecidos y de los todavía vivos-, de sus tristezas, de sus aficiones y, por supuesto, de sus frustraciones. Atesoro esos minutos en el lugar más sagrado de mi memoria y de mi corazón.

Nos despertó de ese estado de ensoñación romántica el señor plúmbeo sentado a mi lado. Míster plumbito, le llamaba mi nueva amiga, con una sonrisa pilla y sendos hoyuelitos hundiendo sus mejillas de muñeca de porcelana. “Pero habrase visto mayor falta de pudor y de escrúpulos que la suya”, espetó en un tono agrio, “una cosa es que me niegue la palabra en este encuentro y otra muy distinta que se pase todo el rato martilleándome con palabras cursis y besos estruendosos. Y ya lo último, está usted tan enfrascado en todo lo que concierne a esta fresca que ni se ha percatado de que lleva veinte minutos dándome empujoncitos al son de sus caricias”.

Evidentemente, perdí las formas. ¿Fresca, dice? Le propiné tal puñetazo que sus gafas saltaron por los aires y cayeron en el suelo. Agarré de la mano a mi querida y, al levantarme, pisé con rabia las gafas del mequetrefe aquel, que empezó a dar voces y a increparme. Los seguratas se acercaron a nuestra zona, pero nos dio tiempo a escaparnos corriendo, expulsando alaridos en los que se entremezclaban la risa y el flato.

Seguimos corriendo dirección Neptuno. Cuando pasamos al lado del Prado, me asaltó una imagen que el señor plumbito seguro habría juzgado como cursi: la estatua de Velázquez que custodia el museo inmortalizaba en un cuadro la instantánea de esos dos jóvenes que éramos nosotros corriendo asidos de la mano y derramando en nuestros rostros lágrimas de alegría y de emoción. Dos jóvenes con la melena al viento y todo un horizonte de felicidad desplegado ante ellos. Cuando estábamos ya a la altura de Neptuno, me di cuenta de que el cordón de mi zapato derecho se había alzado en rebeldía e iba bailando al ritmo de nuestras zancadas. Solté la mano de mi amiga un segundo, me paré, me agaché y me concentré en atarme ese cordón díscolo. Era presa en ese instante de tantas emociones que la mano me temblaba y no lograba atinar con el nudo. Me demoré más de lo esperado en ese acto rutinario que tantas veces había ejecutado de manera mecánica. Cuando levanté la cabeza, vi a mi amiga, a mi nueva querida, varios metros alejada de mí. Estaba con el brazo en alto, en uno de los pasos de cebra del Paseo del Prado, esperando un taxi. Me miró con una tristeza en los ojos que no podía contrastar más con la jovialidad en las que nos habíamos envuelto los dos durante nuestra cita sobrevenida. Su mirada triste heló mi corazón. A pesar de la distancia, pude apreciar cómo esos labios finos, de los que tantas palabras cálidas habían emanado en las horas anteriores, lograban musitar unas últimas palabras, esta vez más frías, aunque todavía impregnadas de cierto afecto: “Lo siento mucho, pero me tengo que ir”. Se subió en el taxi y desapareció de mi campo de visión. Me quedé petrificado en la postura ridícula en que me hallaba en ese momento: con la rodilla izquierda apoyada en el suelo, la cabeza ligeramente levantada y con las dos manos sujetando ya sin ninguna fuerza el cordón díscolo de mi zapato derecho.