"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 19 de septiembre de 2021

El hombre que hablaba con un bote de champú

 

No sabe cómo, pero acabó sentado encima de la tapa del váter. Había sido una noche triste y ese fue el primer rincón que le vino a la cabeza cuando abrió la puerta de casa y pensó en un lugar donde refugiar su tristeza de la mirada de su familia. Cruzó las piernas y permaneció en una pose pensativa durante varios minutos. En realidad, no pensaba, tenía la cabeza en blanco. Se dedicaba a observar los objetos que lo rodeaban. Como cuando era pequeño, antes de tener móvil y de empezar a utilizarlo como pasatiempos mientras hace sus necesidades en el baño, agarró lo primero que tenía a su alcance, un bote naranja de champú olor albaricoque, y se puso a inspeccionarlo con inusitada curiosidad, leyendo con atención cada uno de sus ingredientes: aqua, sodium laureth sulfate, glycerin, citric acid… Como cuando era niño, seguía sin entender la composición de este champú que tan bien olía, lo que, en lugar de aumentar su tristeza, la alivió, al asumir esta ignorancia imperecedera como un mensaje de complicidad y de ánimo que le enviaba su yo pequeño, que le venía a decir que hay ignorancias y penas que no se desvanecen con el paso del tiempo. Forman parte de nosotros y sólo nos queda acomodarlas en nuestro día a día, ponerlas en un lugar de nuestra cabeza en el que no hagan demasiado ruido. 


domingo, 12 de septiembre de 2021

El hombre que hablaba con un rollo de papel

De repente, se introdujo en el baño un ruido que no podía distinguir. Era como el rumor de las gotas de agua golpeando el ascensor que llegaba en los días de lluvia. Alzó la vista por encima de la ventana y comprobó que no llovía. No entendía nada, hasta que desvió la mirada al rollo de papel higiénico y cuál fue su sorpresa cuando vio que éste despedía gotas de agua con la misma profusión con la que él había estado derramando lágrimas de tristeza en su camino de vuelta a casa. Por inercia, colocó su mano abierta debajo del rollo de papel para recoger las gotas que caían. Se dio cuenta de que la velocidad del goteo se ralentizaba. Este alargamiento del tiempo permitía a cada gota individualizarse y tomar una forma propia. Cuando la primera gota impactó sobre su palma, sucedió algo muy extraño. Se pinchó como un globo y el agua que quedó desparramada sobre su mano se transformó de repente en una imagen de su infancia, en la que aparecía él con siete años llorando desconsoladamente en un rincón del patio del colegio porque se habían burlado otra vez de sus orejas de soplillo. Recordaba perfectamente la sensación de indefensión que sintió ese día y la tristeza que le produjo que nadie le apoyara. 

La siguiente gota le mostró a él con 16 años, comprobando en Tuenti que el chico que le gustaba estaba conectado, pero, que, sin embargo, pasaba de él como de la mierda. En un arrebato de masoquismo, se ponía celosamente a mirar las interacciones de su amigo con sus otros amigos, para constatar que con el resto de gente era mucho más cariñoso de lo que era con él. Las lágrimas le salían a borbotones por los ojos mientras escribía una carta de agravios que nunca se atrevió a compartir con nadie. La tercera gota lo retrotrajo a segundo de la ESO, a aquel día en que su profesora favorita le había dicho que no había hecho nada bien el examen y que estaba algo decepcionada con él. Y así, sucesivamente, cada gota lo transportó a un momento en el que había sentido una tristeza profunda, a veces por cosas que ahora veía como chorradas, otras por razones que aún consideraba legítimas y que mantenían la fuerza para encender su espíritu de indignación. Eran momentos en los que había vivido la tristeza como se vive normalmente (y como más duele): en soledad, sin nadie en quien apoyarse ni en quien cobijarse.

El rollo de papel higiénico le ofrecía ahora el trozo de papel que se le había escamoteado a cada una de esas lágrimas que habían caído en su infancia y adolescencia sin encontrar a nadie que las acogiera. Paradójicamente, el recuerdo de ese conjunto de tristezas que había vivido en soledad no le hundió más, sino que, por el contrario, levantó su ánimo al hacerle sentir que no estaba solo. Siempre llevaba consigo a todos sus yo del pasado.


martes, 7 de septiembre de 2021

Fortunata y Jacinta

 

Fortunata y Jacinta es un libro que, a pesar de sus casi 900 páginas, puede resumirse en un pispás, porque importa mucho más el drama que encierra la historia que la propia trama. El drama es como para abrocharse bien el cinturón: Fortunata es una mujer del pueblo que está perdidamente enamorada de Juanito Santa Cruz, un señor de clase media alta, marido de Jacinta. Antes de contraer matrimonio con ésta, Juanito le había prometido matrimonio a Fortunata, dándole, además, un hijo que murió de manera prematura. A este triángulo amoroso se incorpora el bueno de Maxi, estudiante de farmacia que vive con su tía Lupe (Lupe la de los Pavos) y que bebe los vientos por Fortunata, con la que se acaba casando, a pesar del poco entusiasmo que ésta muestra por él. Como era de esperar, Fortunata le acaba poniendo los cuernos con Juanito, quien, por extensión, se los pone también a la pobre Jacinta. De nuevo, Fortunata se queda encinta. Este hijo bastardo es el único descendiente de la familia Santa Cruz, ya que Jacinta es estéril y, pese a su obsesivo anhelo de maternidad, es incapaz de engendrar un niño.  Juanito Santa Cruz juega a sus anchas con nuestras dos protagonistas, sin importarle un pimiento sus sentimientos. Al final, ignora de nuevo a Fortunata. Para más inri, la abandona para irse con Aurora, la mejor amiga de Fortunata, erigiéndose así en uno de los mayores villanos de la historia (a ver quién se atreve a llevarme la contraria en esto). Entre Fortunata y Jacinta acabará tejiéndose un lazo de fraternidad fundado en las desgracias comunes que han sufrido por culpa de Juanito.

Fortunata y Jacinta es un melodrama almodovariano en toda regla, al estilo de Volver y, sobre todo, de Todo sobre mi madre. La novela trata de hombres que salen siempre de rositas y de mujeres que tienen que gestionar y sufrir las consecuencias de sus actos impunes. Soy consciente de que Almodóvar vino después de Galdós, y de que quizá el adjetivo se lo tendría que dar el segundo al primero, pero como yo llegué antes al director manchego que al escritor canario, no puedo evitar invertir el orden natural de los adjetivos, lo que creo que es más un halago para Galdós que otra cosa, ya que habla de lo clarividente y lúcida que es su mirada, capaz de continuar explicando la sociedad un siglo después de su obra.

En Fortunata y Jacinta, “al que nace pobre no se le respeta, y así anda este mundo pastelero”. Y todavía se le respeta menos si es mujer. Todo el mundo siente la necesidad de amansar y domesticar a Fortunata, de explotar su belleza y despojarla de sus maneras rudas. La anulan permanentemente, cuando en realidad es una mujer con una personalidad y una altura moral por encima de la de la mayor parte de los personajes de la novela. Y con una frescura sin parangón, basta con recordar la cara de pasmao que se le queda a Juanito cuando la ve aparecer por primera vez en las escaleras de piedra de la Cava de San Miguel sorbiendo un huevo crudo. Habrase visto presentación más sensual de un personaje.

El libro está lleno de frases que componen verdades tan sencillas como incontestables, como que “más sabe el que vive sin querer saber que el que quiere saber sin vivir” o que “las despedidas cara a cara no son buenas para romper”. Se nota que, para Galdós, como para Plácido Estupiñá, mi personaje favorito de la novela, “su biblioteca es la sociedad y sus textos son las palabras calentitas de los vivos”. Tiene una facilidad fascinante para dotar de autenticidad a sus personajes y al entorno que habitan. Las casi 900 páginas del libro están ya justificadas sólo por leer estas líneas con las que describe el lugar en el que Fortunata queda con Juanito antes de que éste le vuelva a dar la patada: “La salita en que estaba tenía ese lujo allegadizo que sustituye al verdadero allí donde el concubinato elegante vive aún en condiciones de timidez y más bien como ensayo”.

Me ha resultado muy divertido ver cómo Galdós utiliza palabras que yo consideraba más modernas (bueno, parcialmente modernas), como “pillín”, “estar chocho”, “ser un panoli”, “perder la chaveta”, “cursi”, “edad del pavo”, “pachorra”, “hacer tilín”, “emperifollada”, “empollar”, “pánfila”, “cornuda”, “marranadas” o “gorrina”. Llega incluso a referirse al concepto de hacer la bomba de humo: “En fin, que el muy tunante se divirtió todo lo que quiso, y después la del humo”, dice en un momento. Pero, sobre todo, me he reído mucho con algunas palabras que, bien por desuso o por ignorancia propia, desconocía. Galdós no dice “déjese de tonterías”, sino “déjese usted de chinchirimáncharras”. Si a alguien le gusta algo, se “pirra” o “despepita” por ello. En lugar de “gresca”, prefiere decir “zaragata” o “zipizape”. Tampoco dice “follón”, la palabra más recurrida por nuestro querido Juan Cuesta, sino que prefiere “turris-burris”: “¿Me querrá usted explicar a mí este turris-burris?”, le pregunta el hermano de Maxi a Fortunata. Luego, si alguien es un muermo, es un “pavisoso”. Y, la mejor, el “filósofo cafetero” es el equivalente al “filósofo de mercadillo” de nuestros días, ese que llena el Instagram de posts densitos; un calificativo del que no estoy seguro de que pueda librarse un servidor.

Cuando uno acaba de leer Fortunata y Jacinta, aún tarda unos días en salir de ella, si es que puede en algún momento. Galdós proporciona tantos detalles, es tan exhaustivo en sus descripciones, en el retrato de la ciudad y de los personajes, que uno siente de verdad que es transportado a un universo diferente en el que se oye a los comerciantes en sus puestos de la Plaza Mayor gritando los precios de sus productos, a los tertulianos licenciando sus verdades en los cafés, poniéndose un poco plastas después de unas cuantas copas; y donde llega también el suave trote de los caballos mientras tiran de los carros, ejerciendo de precursores de nuestros taxis, el tic tac del reloj de la Puerta del Sol retumbando por toda la plaza y el repiqueteo de la lluvia al caer sobre la estatua ecuestre de Felipe III, muy cerca de la casa de esa joven mujer que es de todo menos afortunada.