"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

viernes, 13 de mayo de 2016

La transversalidad y sus límites


La transversalidad, tan en boga en el día de hoy, no es ni buena ni mala, únicamente es deseable en la medida en que es necesaria para instalar un relato social. Digo esto porque en las últimas semanas se está escribiendo mucho sobre la transversalidad sin incluir matices que, en mi opinión, son más que necesarios. Todo actor político que desee emprender un proyecto de país con apoyo popular no puede eludir el sentido común del momento, no puede desatender aquellas ideas que se han revestido de normalidad y sobre las cuales giran los debates políticos del presente. Es fundamental no ya descender al sustrato ideológico en el que se apelotonan las masas, como algunos apuntan con un elitismo imperdonable, sino aceptar que hasta quienes abjuramos del pensamiento hegemónico estamos contaminados inevitablemente por él y que, por esta razón, no podemos cambiarlo sino obrando en cierta medida dentro de él, empleando sus recursos. Por eso es tan fundamental entender que la lucha por la hegemonía no puede llevarse a cabo fuera de los márgenes del pensamiento que es hegemónico en la actualidad y que a muchos tanto nos repugna. Es necesario partir de él para desarticularlo, desconstituirlo para poder abrir un espacio verdaderamente constituyente.

Todo esto lo ha entendido Podemos a la perfección. En poco más de dos años de existencia, el partido de Iglesias ha pateado con éxito el tablero político español, introduciendo nuevos temas en la agenda y resignificando otros que ya estaban presentes. En un breve período de tiempo, ha logrado alterar el imaginario colectivo de manera extraordinaria valiéndose de los recursos del sistema de ideas conformado por el régimen político del 78, sirviéndose de los mecanismos mediáticos propios de una sociedad del espectáculo como la nuestra y aprovechándose de la brecha que el 15-M abrió entre la ciudadanía española. Esta transversalidad que gradualmente ha ido construyendo Podemos, se refleja, como indicaba José Luis Villacañas recientemente, en la última encuesta del CIS, de la que se desprende que el nicho de votantes de Podemos es realmente amplio: parados, obreros no cualificados, empresarios, ejecutivos y altos funcionarios…, siendo únicamente minoritario entre pensionistas y trabajadores domésticos.

Parece evidente que aproximarse a la transversalidad es positivo, pero no se pueden obviar los riesgos que encierra toda estrategia con vocación de alcanzar la transversalidad. En primer lugar, existe el riesgo de convertir la transversalidad en un fin en sí mismo, en algo deseable por su esencia. En mi opinión, esto es un grave error. La transversalidad revela siempre el sentido común de la época, que no es otra cosa que la concepción del mundo predominante en la sociedad civil. Por lo tanto, aquello que es transversal sólo puede ser bueno en la medida en que se ajuste a nuestra concepción del mundo, entendiendo el calificativo bueno de manera formal, es decir, como mera correspondencia entre nuestra concepción del mundo y la concepción del mundo que sea hegemónica. Así pues, no debemos incurrir en el error de celebrar la transversalidad por sí misma. El pensamiento neoliberal, transversal en las últimas décadas, no lo podemos celebrar por ser transversal, sino que debemos sumergirnos en esa transversalidad para poder alterarla y orientarla hacia nuestra ideología. Lo deseable, por tanto, no es que un pensamiento sea transversal, sino que aquello que defendemos devenga transversal. Todo esto parece bastante evidente, pero no lo es tanto. Podemos ha podido incurrir precisamente en el error de abalanzarse sobre la transversalidad sin matizar qué concepción del mundo hegemonizar. De hecho, incluso Chantal Mouffe, una de las pensadoras que más ha influido en la ideología del partido, ha llegado a reprochar a Errejón, que es precisamente el más simpatiza con los pensamientos de Mouffe y Laclau, que Podemos rehusara colocarse a la izquierda del espectro ideológico y que se conformara con la etiqueta de partido populista. En opinión de Mouffe, es insuficiente proclamarse populista, porque este calificativo sólo remite a la articulación de un consenso en la sociedad civil, pero nada dice en torno a la dirección ideológica de tal consenso, no deja entrever ninguna concepción del mundo concreta. Por eso, Mouffe es más partidaria de hablar de populismo de izquierdas por tratarse de una etiqueta que hace referencia tanto al elemento transversal necesario como a una concepción del mundo, generalmente adoptada por la izquierda, orientada a garantizar la igualdad y la justicia social.  

Lo importante no es aferrarnos o no a etiquetas concretas como la de la izquierda. Lo importante es acompañar el proceso de construcción de un pueblo de una concepción del mundo consistente. El populismo de Laclau es muy provechoso a la hora de engrosar el movimiento popular, pero no debemos olvidar su carácter instrumental: nos ayuda a alcanzar el consenso -que, en su opinión, equivale a alcanzar el poder-, pero nada nos dice sobre qué hacer en caso de que éste se alcance. Por esta razón, pese a las enormes constricciones que impone el proceso simultáneo de desarticulación y articulación que se está desarrollando en el presente, es ineludible perfeccionar teóricamente el proyecto de país que Podemos desea implementar.

Otro riesgo de la transversalidad reside paradójicamente en una de sus virtudes, como es la de aceptar que toda victoria es consecuencia de la producción de un consenso en torno a una visión concreta del mundo. En mi opinión, se trata de una premisa muy loable y que supone un punto de inflexión en una izquierda que ha exhibido una soberbia excesiva en las últimas décadas, orgullosa de ensimismarse en marcos teóricos que la desgajaban de la realidad y que la confinaban a una marginalidad que le resultaba inútilmente reconfortante. La búsqueda de la transversalidad implica la aceptación de las instituciones y procesos democráticos y, por tanto, un acceso pacífico al poder. Contrariamente a lo que puede inferirse del tenor literal de las célebres palabras pronunciadas por Pablo Iglesias en Vistalegre, la transversalidad consiste en la toma de los cielos no por asalto, sino por consenso.

La transversalidad presupone que si no se vence es porque no se convence, presupone siempre la conducta democrática de la fuerza opositora. Pero quizá no esté tan claro que la construcción de un pensamiento hegemónico asegure el acceso al poder. Pues, independientemente del valor inestimable de la transversalidad, no se puede obviar la relevancia de otras cuestiones, como la de quién detenta el poder económico y quién posee la mayor parte de los medios de producción. Aunque pueda matizarse, el ejemplo de lo que sucedió en Grecia en julio del año pasado es una muestra bastante ilustrativa de los límites de la transversalidad. Si se entiende que existía un consenso popular amplio, que se reflejaba en un gobierno progresista que gozaba de casi mayoría absoluta y en unos resultados abrumadoramente favorables a la postura del gobierno en el referéndum, no puede concluirse que la posterior humillación impuesta al pueblo griego se debiera a una falta de apoyo popular. Aunque rechacemos todo economicismo dogmático, no podemos desatender los límites que afronta toda construcción de un pueblo en un contexto económico donde la globalización y la integración en estructuras supranacionales han difuminado-y, por consiguiente, fortalecido- el poder, de forma que resulta sumamente más difícil tomarlo por la vía pacífica y consensual.

La construcción de un pueblo, a través de la articulación discursiva, es la base del escenario de conflicto político que la propia Chantal Mouffe denomina agonismo. Para que la confrontación pueda discurrir de manera pacífica, es menester que los actores que pugnan por la hegemonía se otorguen mutuamente legitimidad. De ahí que Mouffe distinga entre enemigos y adversarios: mientras que los primeros no se atribuyen ninguna legitimidad, los segundos sí se reconocen mutuamente. Así pues, la lucha por la hegemonía sólo puede tener lugar entre los adversarios, ya que los enemigos, al no reconocerse legitimidad alguna, tienden a recurrir a formas de actuación coactivas para neutralizarse en las que no cabe el consenso. En mi opinión, entender que en el contexto actual todo contendiente actúa de manera democrática y, por ende, legítima, puede resultar realmente ingenuo y peligroso. Debemos partir de la base de que así es, pues si no estaríamos rechazando de pleno el predominio actual de los sistemas democráticos. Sin embargo, no se puede incurrir en la torpeza de aceptar esta premisa como universalmente válida, pues la aceptación teórica del marco de confrontación entre actores igualmente legítimos encapsula para siempre cualquier intento de revolución. Y mutilar la revolución del imaginario colectivo significaría otorgar una victoria hegemónica a aquellos que, franqueando con frecuencia las normas de la democracia, detentan en la actualidad el poder con una falsa apariencia democrática.

En definitiva, creo que es fundamental desplegar la lucha por la transversalidad. En el contexto actual, no cabe duda de que la forma más eficaz de alcanzar el poder es a través de la batalla por las ideas y por el relato, la batalla por la construcción de un pueblo en el que se agrupen todos los sectores de nuestra sociedad que se han visto golpeados por una crisis sangrienta. Pero, para emprender este camino, es igualmente imprescindible tener en cuenta los límites de la lucha por la centralidad. Tener en cuenta que la batalla no puede librarse únicamente en el cómo, que el proyecto de país que desea impulsar Podemos, y la concepción del mundo aneja al mismo, debe seguir perfeccionándose y precisándose. Es igualmente fundamental que se entienda que la lucha por la transversalidad es el método que conviene en la actualidad, en este momento concreto, pero sin olvidar sus disfuncionalidades, sin olvidar que siguen existiendo elementos económicos de gran relevancia que se le escapan y sin olvidar que en otro escenario puede llegar a convertirse en un método deficiente e incluso legitimador de un adversario de facto ilegítimo.