"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 20 de febrero de 2022

La Libreta de Pablo

Los domingos Raimunda cena con la tele puesta. Lleva meses viciada a una serie de Antena 3 que dura unos cincuenta minutos. Da igual lo molida que llegue a casa del curro, no puede perderse ningún episodio. Luego los comenta con su madre y su tía, que también andan igual de enganchadas.

La serie se llama “La Libreta de Pablo” y se desarrolla en el Instituto Pérez Blasco de Madrid. El protagonista es Pablo, un chaval de primero de bachillerato cuyo cuerpo revela los síntomas de la pubertad: tiene la cara cubierta de granos, se le marca en el cuello una bolita en forma de nuez y, cuando habla, arrastra con frecuencia algunos gallos que indican que su voz todavía está confeccionándose. Le salen unos pocos pelos encima del bigote, los suficientes como para tener que afeitárselos cada semana. También hay rastros de pelo por algunas zonas de sus mejillas, pero, como le gusta decir a su madre, son pelos-isla que viven aislados del resto de su cara y que no le confieren aspecto de hombre, sino más bien de niño que quiere, en vano, dejar de serlo.

Pablo es un chaval de pocas palabras que se comunica sobre todo con la mirada. Se pasa el día observando lo que sucede a su alrededor, sin mostrar demasiado interés por querer formar parte de ello. Bueno, en realidad, sí le interesa participar en el mundo que observa, pero lo que pasa es que no quiere hacerlo a través de sí mismo, de su persona, sino de los demás. Pablo es bastante introvertido. No tiene muchos amigos en el instituto, aunque siente un afecto muy grande por la mayoría de sus compañeros.

A pesar de que cueste asociar su personalidad discreta y sencilla con la del típico chico popular de instituto, Pablo es, sin lugar a duda, el estudiante más conocido del Pérez Blasco. No hay nadie en el centro que no sepa de su existencia ni que no se haya planteado alguna vez abordarle. Su incontestable popularidad radica en la organización sin ánimo de lucro que fundó hace unos años y de la cual es el único miembro. El nombre de la organización es Niebla y su ámbito de actuación se circunscribe al instituto. Niebla tiene dos objetivos fundamentales.

El primero es operar como un Tinder no virtual y más sofisticado. Los alumnos del instituto que estén interesados en el servicio tienen que enviar un e-mail a niebla_don_Miguel@gmail.com rellenando la siguiente información:

 

Tarjeta nebulosa

-Nombre y apellidos:

-Edad:

-¿Qué buscas? ¿Chico? ¿Chica? ¿O las dos?:

-Tu mayor virtud:

-Tu mayor defecto:

-Tu palabra favorita:

-Tu piropo favorito:

-Tu insulto favorito:

-Tu expresión favorita:

-Un tema del que te podrías pasar hablando horas:


Pablo pensó que era buena idea desarrollar una especie de Tinder donde la gente se expusiera menos. Aquí sólo se expone a él, por lo que es mucho menos arriesgado y comprometido. Además, ayuda a crear un espacio seguro entre personas que no se sienten cómodas con su sexualidad y que aún no saben o no han aceptado si les gusta alguien de su mismo sexo. A diferencia de Tinder, aquí no existe la posibilidad de conversar entre las dos personas antes de la cita. Pablo se ocupa de escoger sitio (normalmente un 100 Montaditos, por ser más económico), día y hora para la quedada. Lo que más disfruta Raimunda de la serie es ver los razonamientos enrevesados detrás de cada uno de los entrecruzamientos que Pablo orquestra. El procedimiento no puede ser más exhaustivo. Como si fuera un detective de una serie policíaca, despliega sobre el corcho de su habitación todas las tarjetas nebulosas y se pasa horas pensando a quién juntar con quién. Algunas de las tarjetas contienen información sobre profesores.

Pablo no cobra ninguna comisión por este servicio cupidesco, pero sí exige una condición: quienes quieran hacer uso de Niebla, tienen que estar abiertos a ayudar a la organización con su segundo objetivo. Éste consiste en ayudar a los estudiantes a lidiar con situaciones a las que no se han enfrentado nunca antes, como puede ser dar un primero beso, dar un primer beso con lengua, tener sexo por primera vez, pedir salir a alguien, superar una ruptura de pareja, pensar que estás embarazada... También incluye situaciones no relacionadas con el amor o el sexo, como la ruptura de una amistad, el divorcio de los padres o que simplemente se sienta triste sin entender muy bien por qué. El alumno interesado en este servicio tiene que enviar un e-mail a la misma dirección de correo de antes, pero escribiendo como asunto “SOS”. Una vez le llega a Pablo, él vuelve a su corcho y se abisma en reflexiones sobre quién es el estudiante nebuloso más apropiado para ayudar al alumno que ha pedido auxilio. Al igual que en el primer servicio, concierta una quedada entre los dos. A veces, es él mismo el que proporciona directamente la ayuda. A Raimunda esos son los episodios que más le gustan. No hay nada mejor que ver a Pablo en acción. 



sábado, 5 de febrero de 2022

Que se lo quiten

El padre de Raimunda murió hace unos meses. Cada dos domingos va con su madre a visitarlo al cementerio. Nunca pensó que los domingos pudieran ser tan tristes. Desde pequeña, había asociado este día de la semana con sentimientos alegres y festivos, pues era el día en que se reunía toda la familia: primos, hermanas, tíos, abuelos… Ahora el domingo, sin embargo, se ha convertido en el día de las ausencias, en el día de los fantasmas a los que tiene buscar porque no se le aparecen lo suficiente. 

Se visten de luto las dos. Ella se enfunda unos vaqueros oscuros y una chaqueta de cuero que, aunque no es muy elegante, es negra, y eso es lo único que importa. Su madre se pone un vestido largo de seda y se cubre la cabeza con un pañuelo. Lleva el abanico en la mano. El cementerio les pilla a una hora andando desde su casa, pero Jacinta se niega a coger un taxi. Ella, aunque haya salido el día anterior y tenga una resaca de pa’ qué que intenta tapar con sus gafas de sol, ha sido educada en la veneración a los muertos. Una debe sacrificarse por aquellos a los que quiere y que ya no están aquí, así que al cementerio se va y se vuelve andando, haga cuarenta grados o menos veinte. El luto no entiende de complacencias. Raimunda ha aprendido a hacer lo que dice su madre sin rechistar. No merece la pena llevarle la contraria.

Llegan jadeando al cementerio. Raimunda suda mucho. Se da cuenta de que lo de la chaqueta de cuero no ha sido muy buena idea. Jacinta le pide a su hija que pase ella primero, que antes de entrar necesita rezar por todos los muertos que habitan ese lugar lúgubre, que una vez dentro se vuelve demasiado incompasiva y selectiva en su tristeza, sólo piensa en su Isidoro y se da cuenta de que ignora a los demás. Raimunda avanza hacia el final del cementerio, donde se halla la tumba de su padre, justo delante de una fila de cipreses. Cuando de pequeña iba al cementerio a ver a los abuelos, su padre le decía que se fijara en que casi todos los cementerios tenían cipreses. “Los mejores amigos de los muertos”, solía decir. “Los únicos confidentes que les quedan cuando ya no les queda nadie más”. Ella le preguntaba que por qué no ponían otros árboles más bonitos y alegres, que tuvieran flor al menos. Su padre le respondía que a él los cipreses le parecían muy bonitos y que la razón principal por la que se colocaban en los cementerios era su altura. “Los muertos necesitan árboles altos a su alrededor para poder escalarlos por la noche, cuando nadie los ve, y sentirse más cerca del cielo”.

Raimunda no le ha dicho nada a su madre, pero lleva dos meses dándole vueltas a una cosa que la intriga sobremanera. Cuando llega a la tumba de su padre los domingos, se encuentra con que alguien se le ha adelantado y puesto un ramo de flores preciosas y frescas sobre el mármol. Cada domingo sucede lo mismo. Ella, con mucho cuidado, las aparta en un lateral y coloca, en su lugar, el ramo que han confeccionado con mucho cariño su madre y ella. Su padre era una persona muy introvertida que no tenía muchos amigos y a quien apenas le quedaban familiares, así que le cuesta pensar en quién, aparte de su madre y ella, puede seguir profesándole ese afecto tan militante.

Una vez ha terminado de rezar por todos los muertos del lugar, Jacinta alcanza a Raimunda. Llega dando pasos muy cortitos. Le gusta paladear el tiempo cerca de su marido. Saca de su bolso el plumero para quitar las hojas y los bichitos que ensucian la tumba. Con un flus-flus limpia con agua la superficie. Luego lustra el mármol con la bayeta, dejándolo, como le gusta decir, como los chorros del oro. Se le caen unas lagrimillas cuando pasa el paño entre el hueco de las letras del epitafio de su marido, que reproducen su coletilla favorita: “Que me quiten lo bailao”. Su Isidoro se pasaba todo el día empleando esa frase. La utilizó cuando, después del primer infarto, le dijeron que no podría beber más alcohol. Y cuando se lesionó de la rodilla de joven y tuvo que dejar el fútbol. También la utilizaba sin mucho sentido, como cuando entraba en un restaurante y le decían que estaba lleno y que no tenían sitio. “No pasa nada, que me quiten lo bailao”, le decía al camarero, que se quedaba mirándole con cara de estupor. Recurría a esa coletilla para salir del paso, como un salvavidas o un comodín al que se aferraba cuando se encontraba desubicado y no sabía muy bien qué decir.

A Jacinta siempre le ha gustado buscar la literalidad detrás de las metáforas. Cada vez que su Isodoro masticaba su coletilla favorita, ella recordaba el día en que se conocieron bailando en las fiestas del pueblo de él. A ella le habían dejado tirada sus amigas esa noche. Él también estaba solo, pero en su caso por placer, porque la compañía le agobiaba mucho más que la soledad. Después de varios minutos de duda, ella dio el paso y le sacó a bailar. Se pasaron bailando toda la noche, hasta que la luz de los focos de la verbena fue reemplazada por la del alba y la música que salía de los instrumentos de los músicos se trocó, de repente, en sonoros ronquidos que resonaban por todos los rincones de la plaza. Ellos siempre decían que se habían casado por convención social, porque en realidad llevaban casados desde el primer día en que se conocieron. Ese primer baile forjó y rubricó al mismo tiempo el amor que los mantendría unidos el resto de sus vidas.

Cuando Jacinta escuchaba a su marido decir que le quitaran lo bailao, su querencia por la literalidad le hacía imaginarse a alguien cogiendo una goma e intentando borrar todas las noches en las que habían bailado los dos juntos, pero eran tantas estas que no había goma lo suficientemente grande como para eliminarlas todas. También se imaginaba a un señor intentando engancharlos con un látigo mientras bailaban para luego soltarlos como una peonza y hacerlos retroceder al momento previo a todo divertimento, haciendo así que desbailaran todo lo bailado. Pero era imposible. Bailaban con tanta fuerza, energía y pasión que siempre conseguían escabullir el cerco.