"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 22 de enero de 2023

Rumiadora

 

Retumba en el descansillo el portazo que ha dado. Vibran las paredes. Llega el ascensor. Raimunda entra y se mira en el espejo, que está salpicado por manchas cuyo origen es difícil discernir. Hay restos viscosos esparcidos en el cristal. Hay puntos blancos cubiertos por una costra que huele a pasta de dientes. Hay circulitos vacíos que parecen gotas de agua reventadas. Se coloca bien el pañuelo, que se le había desplazado un poco con todo el meneo previo. Saca del bolso las gafas de sol y se las pone. 

Sale del edificio con la cabeza erguida y el bolso bien sujeto bajo la palma de su mano derecha, que sitúa por encima del hombro. Raimunda podría coger el autobús o el metro para acortar la distancia al cementerio, pero no quiere. Los cuarenta minutos de camino le hacen notar el tiempo y si algo quiere cuando va a visitar a su padre es apreciar los contornos de cada segundo y de cada minuto. Le parece de justicia para con su padre, quien se ha quedado precisamente privado de eso, del estiramiento involuntario de los segundos y de los minutos, de lo que algunos definen con desprecio como monotonía, pero que no es otra cosa que el discurrir silencioso de la vida, el fluir subterráneo, calmado y sin aspavientos de las aguas del tiempo.

Emprende el camino de todos los domingos, que, por muy uniforme que sea, no deja de presentar rasgos particulares cada nuevo día que es tomado. Camina a un ritmo acompasado, casi ingrávido, como si el bullicio de la calle no fuera con ella. Desde bien pequeña Raimunda ha contado con una capacidad asombrosa para abismarse en sus pensamientos y olvidar el ruido del entorno. “Rumiadora, que eres una rumiadora”, le decía su padre de pequeña. La primera vez que se lo dijo ella respondió atónita, “¿pero eso no es lo que son las ratas?”.  “jaja, cariño, no, las ratas son roedoras, rumiadoras son las vacas, que arrancan la yerba y le dan vueltas y vueltas en la boca, como haces tú siempre con los pensamientos que te vienen a la cabeza. Nuestra pequeña filósofa. ¿A qué le das tantas vueltas?”. Raimunda de pequeña nunca reveló qué guardaba en el desván de su interior. Le ponía múltiples cerrojos a sus preocupaciones y nadie sino ella podía tener acceso a las llaves que traspasaban ese fortín. Ahora le resulta irónico, como un guiño bromista del destino, el que su ensimismamiento tenga el origen en su padre, la persona que le hizo darse cuenta por primera vez de sus inclinaciones introspectivas y a quien ya siempre asoció con ellas, dándole el crédito que merecía por haber llevado a cabo un descubrimiento tan revelador sobre su personalidad. Asociaba a su padre con sus propias inclinaciones introspectivas de una manera formal; el nombre de su padre aparecía en la portada de sus cuadernos reflexivos, ahora, sin embargo, la ausencia de su padre es la que carga la tinta que llena de palabras el interior de esos cuadernos y no hay apenas acto de rumiar que no esté relacionado con él, con su no existir.

Con la frente perlada de gotas de sudor y jadeando, Raimunda llega, al fin, a la entrada del cementerio. Por inercia, se santigua al entrar. Frecuentar el cementerio le ha servido para recuperar sus habilidades matemáticas. Ejercita la cabeza haciendo cálculos mentales, como si fuera una concursante de Saber y ganar. Coge el año de fallecimiento de cada lápida y le resta inmediatamente el año de nacimiento. El producto es la vida. La vida vivida por aquellos que ahora acompañan a su padre. Cuando el número resultante es inferior a treinta, no puede evitar estremecerse. Qué injusticia, se dice a sí misma. Quizá todas las vidas sean iguales, pero no así las muertes. Hay muertes que uno concluye enseguida, sin ni siquiera necesitar conocer sus detalles, que son más injustas que otras. De esta manera, Raimunda es consciente de que en su cabeza hay una clara jerarquía en cuanto a lo que se refiere a la compasión que le despiertan los compañeros póstumos de su padre. Aunque no sepa cómo fue ninguno en vida, a los que más quiere son a Marina, a Juan y a Rocío, que murieron con menos de diez años. Qué dolor. Pobres padres, se dice Raimunda cada vez que pasa por las lápidas de los niños y las acaricia con mucho tacto y un amor sincero con la intención de que reciban retrospectivamente su cariño, un cariño que ahora también es extensible a los padres, que ya los acompañan en el más allá, o en el más donde sea. En el no aquí. A saber cuántos de sus años -hace la operación para calcular en las lápidas de alrededor la edad de los progenitores- se pasaron llorando a estas pobres criaturas. Seguramente no dejaron de llorarlos nunca.

Llega a la altura de la tumba de doña Josefina (86 años, se sabe la resta de memoria), que murió hace apenas dos años. En la foto de la lápida tiene un aspecto estupendo. Aparece lozana y sonriente. Su sonrisa destila bondad, generosidad y una autenticidad que convoca inmediatamente la complicidad con ella. A Raimunda le gusta que sea vecina de su padre, la tranquiliza. Seguro que se preocupa por que su padre se sienta a gusto. En días como en los de hoy en los que Raimunda visita el cementerio sin su madre, aprovecha para cantarle a doña Josefina algunas de las canciones que más le gustaban a su padre, para que se las cante de su parte y que, si se anima, la bailen juntos. Evidentemente, este tipo de comunicación se produce de manera clandestina porque a Raimunda le asusta que su madre se pueda poner triste si se entera de que su Isidoro tiene una compañera de baile distinta a ella.