"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

sábado, 31 de octubre de 2020

Los muertos de Oxford

 

El otro día Ali y yo bebimos más de la cuenta. No íbamos ebrios perdidos, pero sí bastante contentillos. Que me lo digan a mí, que el día siguiente tenía una clase presencial y estuve sufriendo durante dos horas el olor a cerveza que se había quedado adherido a la mascarilla. Qué sensación tan anticlimática y desagradable. Pero bueno, no me arrepiento. Había motivos de sobra para beber, ya que nos acabábamos de enterar de que Oxford pasaba a la fase dos de restricciones, lo que significaba que, a partir del fin de semana, al no ser convivientes, no íbamos a poder vernos en lugares cerrados. Nos convocamos en un pub y allí que fuimos, dispuestos a agotar los últimos cartuchos.

Nos echaron a las diez. Ali me pidió que diéramos una vuelta antes de volver a nuestras respectivas casas. Me dijo que quizá podíamos ir a comprar un falafel en un sitio que tiene mucha fama. Yo le dije que todo chapa a las diez, que daba igual que el sitio este fuera una caseta enclavada en plena calle. Pero mi matización fue en vano. Ali insistía y nada, pues emprendimos el camino a por el falafel. Nos dijeron que ya no podían vender comida, que lo sentían mucho. Así que nos dimos media vuelta. En el camino de vuelta nos topamos con el cementerio adyacente a la Iglesia St. Mary Magdalene. A mí este cementerio lleva impresionándome desde que llegué a Oxford. Se encuentra en pleno centro de la ciudad, al lado de uno de los colleges más emblemáticos, Baliol, y justo enfrente de un Tesco enorme. Para los no familiarizados, Tesco es una de las dos marcas de supermercado más extendidas del país. Cierra sobre las doce de la noche, así que las colas que se forman después de las diez son enormes. La gente se arremolina alrededor de la puerta, esperando su turno para entrar y así comprar alcohol que permita completar la noche que el cierre prematuro de los pubs amenaza con clausurar demasiado pronto.  

Después de pasar tantas veces por ese cementerio, mi estado de felicidad exacerbada me empujó a tomar una decisión que no me había atrevido a tomar hasta ese momento. Decidí bautizar a uno de los muertos que se halla oculto bajo una de las múltiples tumbas. Le dije a Ali: “oye, esa tumba panchuda tiene cara de Juan. A partir de ahora ya tiene nombre su habitante”. Me hizo gracia pensar en Juan asistiendo a la ceremonia de su bautizo y diciéndole a otro bebé que también se bautizara ese día: “¿es tu primera vez?”. Como James Franco en La Balada de Buster Scruggs, pero al revés. Mientras yo hablaba de Juan, Ali me señaló una de las estatuas que componen el monumento de los mártires, que se encuentra justo al lado del cementerio. “Oye, a ese le han puesto una red delante, como si se fuera a caer”. Me hizo gracia. Mientras el pobre Juan tenía que conformarse con habitar una tumba mohosa y desgastada, a otros se les erigían monumentos con airbag incorporado.

Esa noche me permití dirigirme a los muertos con desenvoltura. Pero os aseguro que sin los efectos del alcohol no resulta tan sencillo. Más bien lo contrario, a mí me sigue fascinando eso de que las ciudades inglesas estén atravesadas por filas interminables de lápidas. El año pasado ya me llamó la atención cuando descubrí, en pleno centro de Londres, los Bunhill Fields, un parque con no sé cuántos miles de muertos enterrados por el que hay que pasar para ir de una parte de la ciudad a otra. En Oxford he vuelto a sufrir la misma sensación de incomodidad. Para ir a mi Departamento, tengo que caminar al lado de dos cementerios distintos. Pero lo que me impresiona no es tanto el efecto de incomodidad que genera en mí, como la naturalidad con la que el resto de los transeúntes pasa por al lado, como si nada. No sé, hay muertos ahí, ¿no pensáis reaccionar?

Pero claro, es que me da la sensación de que aquí en Inglaterra la muerte se aborda con una ligereza mucho mayor que en España. Basta con pensar en la hilarante Un funeral de muerte. Pero no sólo eso. Aunque se pueda emplear la palabra “cementery”, aquí normalmente se utiliza “graveyard” para referirse a los lugares donde se depositan los restos mortales. Literalmente, significa patio de tumbas. Los ingleses se refieren a los jardines de su casa como “backyard”. Se necesitan muy pocas letras para pasar de hablar del sitio que es remanso de paz y armonía al lugar donde uno deja de sentir nada.

Yo, sin embargo, estoy acostumbrado a pensar en los cementerios a la mañera española, donde en cada población se reserva un lugar especial y apartado para verter los restos mortales. Además, en los cementerios es de mala educación chillar. Hay que respetar a los que ya no están entre nosotros. Los cementerios son lugares sagrados, sea uno religioso o no. Allí se va a demostrar a quienes ya no están que el lazo de afecto sigue intacto, aunque nos separe una vida de ellos. Cuando pienso en cementerios pienso en el inicio de Volver, con Penélope Cruz y su hermana, vestidas de luto, limpiando afanosamente la lápida de sus padres. En Patria mismo hay muchas escenas que transcurren en el cementerio, donde Bittori pierde los nervios cada vez que las aves ensucian la tumba del Txato. A diferencia de los cementerios de Oxford, donde las inscripciones son apenas perceptibles, en España se tiene que dejar claro quién es el muerto. No sólo se esculpe el nombre en la lápida, también se ponen fotos, o retratos a falta de estas. Natalia, la protagonista de Entre visillos, es una niña huérfana de madre que no logra entender todos estos rituales y convenciones en torno a los muertos: “Yo, como no la he conocido, me la he inventado a mi manera, y desde luego no se parece a la que está en ese retrato. (…) Yo a mamá la echo de menos muchas veces, pero nunca cuando vengo al cementerio”.

A mí, ya digo, cuando paso por al lado de estos cementerios desplegados en medio de la ciudad se me erizan los pelos de la piel. No puedo evitarlo. No hay día en que no repare en las lápidas. Además, al ser cementerios antiguos, la sensación de dejadez es todavía mayor. Es como si se hubiera lanzado a los muertos a la intemperie, por mucho que ocupen el codiciado centro de la ciudad. Cada lápida es de un tamaño distinto, no hay simetría alguna, y a cuál más mohosa. Todo es tétrico y sombrío. Los viandantes, sin embargo, ni se inmutan. Aparcan su bici delante y no dedican ni una mirada al patio de tumbas. Lo mismo aquellos que esperan sedientos de alcohol en la puerta del Tesco. Yo qué sé. Al menos podría producirles un poquito de desasosiego. Pienso en El bosque animado, donde el bandido Fendetestas, el personaje interpretado por Alfredo Landa, se harta de Fiz de Cotovelo, el difunto que va vagando por el bosque y cuya presencia espanta tanto a los lugareños que hace que dejen de pasar por ahí, para perjuicio del bandido, que no le queda ya nadie a quien asaltar. Un punto intermedio no estaría mal.

 

 

 

miércoles, 14 de octubre de 2020

El día de la marmota


En Inglaterra no basta con lanzar una mirada escrutadora al cielo para adivinar el tiempo, ya que hasta los días más claros y luminosos son engañosos y encierran lluvias, frío y viento. Por suerte, normalmente se trata de una lluvia muy fina. Gotas que caen suavemente y acarician la mejilla. Pero cuando arrecia y, confiado, has dejado el paraguas en casa, te empapas. El pantalón mojado se te pega a la piel, multiplica el frío y te agarrota el cuerpo. Y ya ni te digo cuando la suma de mascarilla, lluvia y gafas difumina del todo el paisaje y acabas, sin darte cuenta, con el pie dentro de un charco traicionero. Así que, para evitar estas situaciones desagradables y conducentes a resfriados que no deseo, me toca comprobar religiosamente, cada mañana, qué tiempo va a hacer.

Después de una semana de lluvias ininterrumpidas, me alegra ver muchos dibujitos de sol en la pantalla del móvil. Bueno, en realidad, en algunos días los soles aparecen atravesados por nubes. Pero no pasa nada. Lo novedoso es que va a haber mucho más sol que la semana pasada. Y que no se anuncian lluvias. Empiezo la semana, por lo tanto, ilusionado. Como soy un poco básico, no puedo evitar relacionar el inicio de la nueva semana con las cosas que suceden a mi alrededor. Pienso en el tiempo y en el paso del tiempo. Llama la atención que usemos la misma palabra (tiempo) para referirnos a dos cosas tan distintas. Aparentemente, una mucho más concreta -la lluvia, el frío, el calor- que la otra. Quizá sería menos confuso si, como en inglés, llamáramos a cada una con un nombre diferente. Weather. Time.

Mi pensamiento básico gira en torno a la idea de interpretar el cambio en el tiempo (el inicio de una semana que promete días limpios y soleados) como un golpe contra el pesimismo. Como un resquicio de esperanza que afirma que la vida fluye y que no estamos condenados a soportar interminablemente las adversidades que nos acechan hoy. Por supuesto, como básico que soy, pienso en el maldito virus. El final de la semana fría y lluviosa me inocula ilusión. Me hace pensar que en algún momento se acabará este día de la marmota (referencia también básica, pero insoslayable) que lleva alargándose desde marzo y que sólo ha traído dolor: legiones de muertos, listas inagotables de hospitalizados, rostros con sonrisas amputadas por la mascarilla, infinidad de besos y abrazos perdidos, y, en el caso de España, un nivel de enconamiento político insostenible.

Aprovecho el primer día de sol para pasear por Port Meadow, que se ha convertido en mi lugar preferido de Oxford. Es un prado inmenso, atravesado por el Río Támesis y habitado por patos, cisnes, vacas y caballos. Con todo el espacio del que disponen, me hace gracia que las vacas estén siempre arrejuntadas, como si necesitaran darse calor. Están todas apelotonadas en el inicio del prado y me toca sortearlas para alcanzar el puente que cruza el río. Como en Inglaterra no es obligatoria la mascarilla y no hay ninguna persona a la vista, me destapo la cara. Respiro el aire fresco y sigo paseando. Cuando vine por primera vez aquí hace dos semanas, saqué una foto a un árbol gigante que tenía la parte superior de su copa cubierta de un color naranja que contrastaba con el verde que dominaba el resto de su cuerpo. Parecía la cresta de un gallo. Me hizo gracia y le hice la foto. Hoy vuelvo a fijarme y observo que el árbol entero se ha teñido del color naranja de la cresta.

Y es que, hay un momento del año en el que las hojas se ponen coquetas y se pintan de rojo. Hartas de pasar desapercibidas por culpa de ese color verde que tenemos tan naturalizado los transeúntes, deciden reivindicarse y dar un golpe sobre la mesa. “Oye, que estamos aquí”. Se acicalan y se ponen guapas. Pasan del verde al amarillo. Del amarillo al naranja. Del naranja al rojo. Y, normalmente, suelen acabar vestidas de marrón. Agotadas ya de ponerse y quitarse tantos vestidos, se dan por contentas y concluyen que ya están listas para partir al más allá. Caen como las frutas que alcanzan la madurez, con la satisfacción de las cosas bien hechas.

El otoño en Oxford es mucho más elocuente que en Valencia. Hay tantos más árboles, que la sensación de desnudez cuando estos van desprendiéndose de sus hojas es mucho mayor. Se van achicando poco a poco, dejando a su alrededor una alfombra de hojas desechadas. Es la operación bikini más natural y barata de la historia. Aunque quizá sea algo excesiva, porque deja a los árboles en los huesos, totalmente esqueléticos. Cuando el viento ruge fuerte, las ramas se chocan y tintinean, sin ningún escudo que amortigüe los golpes. Veo una hoja solitaria mecida por las aguas del río. Va avanzando poco a poco, dando algunos rodeos. Pienso que a lo mejor llegará a Londres. Aunque me entra algo de repelús sólo de pensarlo. El agua del Támesis en Londres es de color marrón. Da asco. Parece más la fábrica de chocolate de Willy Wonka que una prolongación del río limpio y cristalino que estoy observando en este momento. Me da pena que esta pobre hoja pueda acabar corrompida por las aguas putrefactas de la capital.

La caída de las hojas contribuye a mi optimismo. Me permite continuar con mis pensamientos básicos y positivos (quizá positivos precisamente por ser demasiado básicos). El otoño anuncia que el fin de año se acerca. Me imagino que faltará poco para que se llenen los Mercadona de polvorones. Y seguro que la campaña de Navidad de El Corté Inglés lleva ya días en marcha. El fin de año promete el inicio de uno nuevo. La naturaleza cambiante del tiempo es incuestionable. Hasta la misma agua que estoy viendo ahora mismo será distinta mañana, como ya dijo aquel sabio hace muchos años. Y, por la misma regla de tres, estamos cada vez más cerca de deshacernos del virus. Me doy cuenta, de hecho, de que llevo un buen rato sin pensar en él. No me he topado con nadie. Llevo mi mascarilla bien guardada en el bolsillo. No hay limitaciones a mis movimientos. Sólo me llegan el graznido de las aves y el mugido de las vacas. Pero, de repente, miro hacia abajo y veo mis zapatos completamente embarrados. El fango llega hasta la punta de mis vaqueros. Qué desastre. Me he olvidado demasiado rápido de las lluvias inclementes de la semana pasada. He estado paseando despreocupadamente, como si no hubieran tenido lugar. Pero ya se ha encargado la naturaleza de recordarme que no es tan fácil avanzar en el tiempo. Joder, a ver si acaba ya el maldito día de la marmota.