"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

miércoles, 29 de diciembre de 2021

La madre de Raimunda

Jacinta, la madre de Raimunda, no se pierde ni uno de los partidos que juega el Atleti en el Wanda. El día de partido, se pone sus mejores galas y va al Mercado del barrio con una foto de su hija. En la foto aparece Raimunda con el uniforme de segurata y varios jugadores disputando un balón detrás de ella. Algunos de los vendedores, sobre todo Raquel, la de la frutería, y Paco, el carnicero, comparten con fervor su entusiasmo. Siempre preguntan a Jacinta por su hija. “¿Cómo va la Raimunda? ¿Qué se nos cuenta?”. A ellos también les gusta presumir. Cada vez que sale a la luz una noticia sobre un jugador del Atleti, les gusta decir a sus clientes que ellos poseen información privilegiada, ya que “una cliente tiene una hija muy cercana a los jugadores”. No importa si la cercanía es física o personal. “A la hija la conocemos desde que era bien pequeña. Desde que era así -señalan el suelo para indicar la estatura-, te lo juro. La hemos visto crecer. Ay, la Raimunda. Qué apañá ha sido siempre la jodía”. 

Raimunda juega un partido cada dos semanas, la frecuencia con la que el Atleti juega en el Wanda. Menos mal, piensa siempre Jacinta. Así le da tiempo a reponer energías entre partido y partido. Ella lo tiene claro: el Atleti pierde más a menudo cuando juega fuera de casa porque su Raimunda no está ahí. Muchas veces le ha preguntado por qué no le dejan trabajar también en los estadios de los equipos rivales. Los días antes del partido, Jacinta es un manojo de nervios: se muerde las uñas, va al baño cada quince minutos, pone en su radiocasete rock and roll, bebe muchas cervezas, se golpea con los muebles de la casa, transformando su cuerpo en un mosaico de moretones… Lo peor sucede en la víspera. No hay manera de que concilie el sueño. Ni contando ovejitas ni contando con cuántos hombres se acostó/hizo guarradas antes de casarse y dar a luz a Raimunda. Ramiro. José. Ramón. Miguel Ángel. El Chechu. Vicente. El Seta. Manolo. Y un largo etcétera incapaz de producirle ni un amago de bostezo.

Las horas antes del partido se calza las botas que usaba su hermano Juan, en paz descanse, cuando jugaba al fútbol con catorce años en aquellos tiempos lejanos. Camina por la casa con ellas puestas. No se las quita ni para cocinar. Además, como es supersticiosa hasta la médula, anda dando saltitos para evitar pisar las rayas de los azulejos del suelo. Coloca una vela a Santa Rita al lado de la tele. Reza por la salud de su hija. Le pide al Señor que se apiade de su Raimunda, que es una buena muchacha, aunque a veces tenga mucho genio y no la aguante ni la madre que la parió.

Se acomoda en el sofá media hora antes del partido para seguir la previa. Después de encadenar varios días de mucho agotamiento físico y pocas horas de sueño, se queda frita a los pocos minutos. Cuando se levanta y ve que el partido ya ha acabado y que en la pantalla sólo aparecen unos monigotes en un concurso que le importa un comino, aprieta los dientes de la rabia y deja salir de su boca una cadena interminable de maldiciones. Una vez se tranquiliza, se propone enterarse de cómo ha quedado el partido. Como es mujer de costumbres arraigadas, se niega a comprobar el resultado en el móvil. Prefiere el teletexto. Si ve que el Atleti ha perdido, los nervios vuelven a aflorarle. “Tener madres para esto. Raimunda no me lo va a perdonar nunca. ¡Si es que no debo relajarme ni un momento!”. Se va a la ducha para quitarse el sudor acumulado y empieza los preparativos para el siguiente partido.

jueves, 23 de diciembre de 2021

Visita al Bar-Mesón

En el autobús, de camino al Wanda, le llama la atención un nuevo local que han abierto en la calle Palmatrón, perpendicular a Facendera. Bar-Mesón reza un letrero de luces fluorescentes. Le hace gracia el ascetismo del nombre. Menudos huevos hay que tener para poner ese nombre y quedarse tan pancho. Como si el Wanda, en lugar de Wanda, se llamara Campo-Estadio. Aunque, bien pensado, quizá es preferible un nombre sencillo que no uno que revele tan claramente las costuras del capitalismo. Después del partido se dejará caer por ahí, ya lo ha decidido.

Raimunda es fan del Atleti desde pequeñita, pero no va al Wanda a ver a su equipo (ya le gustaría). Va al Wanda a trabajar. A levantar el país, que se dice. Forma parte del equipo de seguridad. Llega al estadio embutida en un anorak de segurata que le confiere una imagen de persona gruesa a pesar de que ella es extremadamente escuálida. Tiene la cara surcada de arrugas y el pelo, moreno intenso, recogido en una coleta pequeña. Lleva gafas de sol, aunque no hace sol. Se fuma el último piti antes de entrar. Lo tira al suelo y lo pisa varias veces. Se regodea en el acto de apagar el fuego. Un señor mayor le silba cuando se agacha a por el cigarro para tirarlo a la basura. Se levanta echa una fiera y le lanza una cascada de exabruptos: cerdo, pervertido de mierda, saco de huesos a punto de disecarte, malparido, viejo verde, cucaracha andante…

Habla con sus compañeros y sale al estadio. La rutina de siempre. Se sitúa a cinco metros de Javier y a otros cinco de Concha, formando así el cordón de seguridad. Se pone de espaldas al campo y, por lo tanto, de cara a los aficionados. Tiene totalmente prohibido darse la vuelta. Estar tan cerca del espectáculo y perdérselo siempre. Qué rabia le da. Se tiene que conformar con el otro espectáculo, el que dan los aficionados. Le fascina la violencia que se concentra en las gradas. Hay una tensión latente que parece que va a estallar en cualquier momento, pero que, por arte de magia, casi nunca va a más. Gracias a su trabajo ha descubierto tres cosas sobre la naturaleza del hombre: 1) que el hombre es un ser social, 2) que el hombre es un ser animal y 3) que el hombre es un ser resabido. Todos los aficionados see creen que saben más que nadie y se les hinchan las venas cada vez que el entrenador toma decisiones que ellos consideran completamente estúpidas.

Va a su trabajo como si fuera al cine a ver una película muda. Los aficionados, con sus muecas, sus peinetas y sus movimientos, son los protagonistas de la película. Los insultos constituyen el acompañamiento musical en directo. Con estos ingredientes le toca a ella interpretar qué está sucediendo en el campo. Cada vez se le da mejor. Es capaz de discernir, antes de que los altavoces anuncien nada, cuándo marca el Atleti, cuándo encaja un gol, cuándo le pitan un penalti a favor, cuándo en contra, cuándo lo para Oblak… Lo único que no es capaz de intuir es, cuando un jugador local es expulsado, si es por roja directa o por doble amarilla. Pero bueno, tampoco hace faltar hilar tan fino.

Acaba el partido, deja el anorak en el vestuario de los seguratas y se pone a caminar hasta que se topa con las luces con un aire de puticlub del Bar-Mesón. Entra y se dirige directamente a la barra. Pide dos chupitos de cazalla. Le atiende el único camarero que hay en el local. Es un señor de piel pálida y rasgos bondadosos. Muy amablemente, se presenta a la nueva cliente. “Buenas tardes, mi nombre es Casimiro”. Raimunda, en un acto reflejo, le interrumpe y le espeta “hijo de puta”. Se da cuenta enseguida del error. “Perdona, es la costumbre. Tu nombre se parece mucho al de un jugador del Madrid”. Casimiro ni se inmuta. Es demasiado bueno como para ofenderse por eso. Le sirve los dos chupitos.

Raimunda ahueca su culo en el taburete de la barra. Decide girarse y otear la otra parte del bar. La postura del borracho clásico que bebe cabizbajo en el poyo del bar nunca le ha gustado. Ella es una bebedora alegre. Además, ya está harta de perderse siempre el espectáculo. Quiere observar la realidad y participar en ella. En los bares han tenido lugar acontecimientos demasiado importantes: la fundación de equipos de fútbol, como el Valencia; la fundación de partidos políticos, como el PSOE; la escritura de novelas que han marcado a muchos, como El señor de los anillos; o el descubrimiento de grandes hallazgos científicos, como el ADN.

A Raimunda también le gusta la distinción entre trabajo y ocupación. Ella trabaja como segurata, pero su ocupación de verdad es ser participante de la Historia, en mayúsculas. Le fascina el hecho de que acciones que a simple vista parecían inocuas, de cuya trascendencia nunca se tuvo plena consciencia, hayan acabado determinando el sino de la humanidad. Le obsesionan los acontecimientos históricos que se han convertido en fechas que marcan el inicio o el final de una época. La Toma de la Bastilla. El motín de Aranjuez. La batalla de Trafalgar. La caída del muro. El desembarco en Normandía. El asalto al Palacio de Invierno. Su principal sueño es poder colarse en uno de esos días que aparecerán señalados en los calendarios del futuro. Para ella, una vida carente de acontecimientos históricos es una vida aburrida, un paréntesis sin sentido.

Esa ansia por lo trascendente inocula en ella la necesidad de tener los ojos permanentemente abiertos, no vaya a ser que se pierda El Gran Momento. En el Bar-Mesón no parece que haya mucho que observar. Aparte de ella, sólo hay un cliente más. Se pide varios chupitos más de cazalla. Como no hay mucho entretenimiento, se pone a jugar con las servilletas. Siempre le ha gustado la papiroflexia. Hace distintas figuras para matar el tiempo: una mariposa, un dragón, un dinosaurio, un unicornio… Durante las dos horas que se pasa así no pierde de vista al otro cliente. Le parece algo raro que este señor, en lugar de pagar por sus consumiciones, reciba dinero por cada una de ellas. Casimiro le toma nota y otro hombre, que tiene una salita para él al lado del baño, se acerca y le deposita una cantidad que Raimunda no consigue apreciar. Le da unas palmaditas de agradecimiento en la espalda y se vuelve a meter en su salita. Debe de tratarse de una persona muy importante para que su presencia sea considerada en tan alta estima por la gente del bar. Los famosos y los ricos son los únicos a los que invitan en todos lados. A éste no sólo le invitan, sino que le pagan por consumir. ¿Quién será? ¿A qué se dedicará o se habrá dedicado? A Raimunda se le remueve de emoción el estómago sólo de pensar que puede estar delante de un ser relevante y trascendente.

 

 

 

  

viernes, 3 de diciembre de 2021

Juan Luis

 

En estos tiempos en los que el pesimismo se vuelve a cernir sobre nosotros, me fuerzo a pensar en cosas luminosas. Estos últimos días he pensado mucho en un hombre espigado, de andares ligeros, gafas pequeñas y voz muy suave. Se llamaba -y supongo que todavía se sigue llamando, aunque hace bastante que no sé de él- Juan Luis Ramos y fue mi profesor de castellano en segundo de bachillerato. Vestía muy sencillamente, normalmente unos pantalones de pana y un jersey de tono oscuro. Sus movimientos eran siempre comedidos, exentos de cualquier tipo de atolondramiento. Era una persona circunspecta y tranquila. En concordancia con la personalidad que estoy describiendo, se reía de manera muy discreta. También sonreía mucho, de modo que, siendo serio, nunca resultaba imponente. Todo lo contrario, desprendía candidez. Su presencia era muy agradable y ejercía un efecto balsámico -y también hipnótico- sobre su entorno. 

Era elegante a la hora de hablar de sus compañeros y de sus alumnos. Lo era hasta en la manera en que sujetaba la tiza y escribía en la pizarra versos de Miguel Hernández. Tenía mucha mano izquierda. Sólo así se puede explicar que desempeñara el cargo de jefe de estudios con tanta solvencia y sin granjearse ninguna enemistad entre el alumnado, y mira que fueron tiempos convulsos en el IES Barri del Carme, con mucho parte y muchas raciones de “te espero a la salida del instituto”. Me acuerdo de cruzarme alguna mañana con él de camino a clase. Caminaba ensimismado escuchando música. Esa estampa me transmitía -y me sigue transmitiendo hoy, tantos años después- una sensación muy profunda de paz. Una paz que no parecía caída del cielo, sino que resultaba más bien fruto de una deliberación alargada, de mucha experiencia y de alguna que otra resignación. 

Juan Luis era, para colmo, extremadamente divertido. Tenía una ironía muy fina. Mi hermana y yo, que fuimos sus alumnos en años diferentes, seguimos comentando los correos que enviaba. No tienen desperdicio. Unos días antes de la selectividad, nos envió uno con sugerencias para que nos ajustáramos a los noventa minutos del examen de castellano. Empezaba así: “Queridas y queridísimos: Sin ánimo de romper vuestra decidida concentración, sin ánimo de turbar vuestro retiro espiritual, pero con la voluntad manifiesta de servicio al alumno/a que caracteriza a este departamento de Castellano (y por el mismo precio), os envío un archivo con unas sugerencias para la preparación de vuestro examen”.  Entre los distintos ejercicios que proponía, el que más gracia me ha hecho siempre fue este: “Método del reloj de cuco: Instala en tu casa dos o tres relojes de cuco y prográmalos para que cada noventa minutos, el pájaro salga de la casita y avise. Es muy efectivo. El inconveniente de este último método es que muy posiblemente al segundo día tus padres te echen de casa. Si así fuera, no olvides llevarte contigo los relojes allá donde vayas y seguir practicando”.

En Navidad de 2012 también nos envió un correo muy gracioso para recordarnos las tareas que debíamos entregar a la vuelta: “Debéis enviarme el trabajado antes de que acabe el año. Es decir, cualquier trabajo que me llegue con posterioridad a la duodécima campanada del 31 de diciembre será redirigido inmediatamente a la papelera de reciclaje. Todo esto, claro, en el supuesto caso de que los mayas no tengan razón. Si la tuvieran y el mundo se fuera al garete el día 21, quedáis eximidos de hacer cualquier cosa. A no ser que las religiones tengan algo de razón y nos encontremos en el más allá. En este caso, cuando os dejen llegar al Paraíso me entregáis los trabajos. Yo os esperaré allí. Sed juiciosos estos días. Que no se acabe el mundo no quiere decir que os tengáis que ir por ahí a celebrarlo a todas horas”.

En el instituto a algunos profesores les gustaba competir por ver quién había escrito más manuales de segundo de bachillerato. Juan Luis, sin embargo, siempre fue muy modesto. Nunca le gustaba hablar de sí mismo. Tanto es así que nunca nos dijo que había publicado tres poemarios en los ochenta. Le incomodaba tanto la notoriedad que decidió dejar de publicar sus poemas en 1983, cuando apenas tenía veinticinco años. Nosotros nos enteramos de todo esto hace sólo cuatro años, cuando salió a la luz un volumen que recoge los distintos poemarios de Juan Luis y que le valió el Premio Ciutat de Barcelona de Literatura castellana de 2017. A mí se me cae la cara de vergüenza cuando recuerdo un día en clase en el que, en un acceso de vanidad, le enseñé unos versos que había escrito y que me planteaba presentar para el concurso de poesía del instituto. Con la elegancia que le caracterizaba, me dijo de la manera más eufemística posible que era una birria de poema (“la rima no está muy conseguida, ¿no?”). Y no le faltaba razón. Era un poema lamentable al que no me he atrevido a volver nunca.

El volumen publicado en 2017 se titula con “Con pájaros que ignoro”. Lo he estado leyendo estas últimas noches y la verdad es que es emocionante descubrir que hay razones para admirar todavía más a Juan Luis. Comparto aquí la primera parte de “Balada del indiferente”, el poema que más me ha gustado:

 

“A orillas de cualquier estado

bajo un cielo tachonado de bengalas

y pájaros errantes,

se tiene la sensación, se tiene

la poderosa sensación de que una manzana

cualquiera,

mojada de escarchas infantiles,

al caer sobre la hierba donde quizá un par de enamorados

vivieron con cánticos de júbilo

y aullidos deportivos

la certeza profunda de su amor,

una dulce y purpúrea manzana

al caer

arrastra en su caída el paisaje,

el cielo tachonado de bengalas

militares y globos multiformes,

el paraíso y sus colones.

 

Los dardos de la melancolía

buscan nuestra garganta y se tiene

una vez más la sensación

de estar de sobra en este cuarto destartalado

con polvo centenario y frío

lechoso que llamamos mundo.

Ni siquiera la ardiente mirada

sobre una vieja estampa familiar

desde cuya hondura un vago fantasma dice adiós

enternece

               un pecho endurecido por la fatiga”.        


Qué rabia me da no poder recordar con nitidez cada una de sus clases. Cuántas horas delante de él se han ido, en contra de mi voluntad, por las cañerías del olvido. El pasado es avaricioso y sólo nos permite quedarnos con jirones de lo que vivimos. En el caso de Juan Luis, por suerte, son jirones expansivos con capacidad de alumbrar toda una juventud, desde su etapa más embrionaria a la más madura. "Los días y las noches están entretejidos de memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido". Aunque haya olvidado mucho, recuerdo lo más importante: que Juan Luis era un profesor espléndido que nos trataba a todos con mucho respeto.


PD: En este link podéis ver y escuchar a Juan Luis recitando uno de sus poemas:  https://www.rtve.es/play/videos/pagina-dos/pagina-dos-poema-juan-luis-ramos/4520871/