"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 1 de noviembre de 2015

FINITUD

Sé que soy porque he sido y porque sigo siendo, pero ignoro en qué momento dejaré de ser. Ignoro en qué momento mi vida quedará reducida a cenizas que serán sacudidas por el viento del tiempo. No sé cuándo dejaré de ser, pero sé que estoy condenado a no ser. Aunque la vida no pueda definirse únicamente como un camino hacia la muerte, sí se puede decir que empezamos a morir nada más nacer. No creo en la eternidad porque nada me demuestra que exista vida más allá de los confines de nuestra existencia en la Tierra. Además, tampoco siento atracción hacia la idea de eternidad. Frente a ella, me decanto por valorar la bella singularidad de lo insignificante y de lo limitado. Estas deducciones determinan considerablemente mi vida. Mi ateísmo, mi no creencia en lo eterno, mi instalación en lo finito me configuran como ser humano y como sujeto moral. 

domingo, 13 de septiembre de 2015

¿Todo asesinato debe ser sancionado?

La pregunta que se nos plantea es altamente compleja ya que, presentada de una forma totalmente abierta, nos introduce de lleno en intrincadas reflexiones sobre la vida y la muerte, que son los dos fenómenos que marcan en mayor medida nuestra existencia, tanto desde el punto de vista físico como desde el moral. Como la pregunta está formulada de manera amplia, sin anclarse en ningún marco temporal o espacial, consideramos que se proyecta sobre una realidad intemporal. Por ello, la cuestión debería ser resuelta desde una dimensión ética que franquee todo límite espacial y temporal, pero que, al mismo tiempo, pueda erigirse en el fundamento de las pautas por las que debe regirse cualquier grupo humano en un escenario espacial y temporal. No en vano el propio concepto “asesinato” sólo adquiere sentido en este ámbito de lo grupal o social. Y es en este preciso punto donde reside la complejidad de la cuestión, ya que nos vemos forzosamente atravesados por el entrecruzamiento de unas reflexiones incubadas desde la abstracción y la realidad física y concreta a la que inevitablemente nos remiten.

Para determinar si el acto de asesinar debe ser siempre sancionado o no deberemos centrar nuestra reflexión en un escenario hipotético-moral, es decir, en el ámbito de lo formal universal, en el que la sanción no podría en modo alguno derivar del incumplimiento de una norma jurídica, ya que este escenario imaginario carece de derecho positivo. La sanción, por lo tanto, sólo podrá emanar de la negativa consideración moral que se tenga sobre el acto de asesinar. Es justamente esta cuestión la que va a ocuparnos en este escrito: ¿es incondicionalmente malo asesinar? O, por el contrario, ¿puede estar justificado un asesinato?

A simple vista, parece evidente que el asesinato es per se moralmente nocivo y, por tanto, sancionable en la medida en que atenta directa y deliberadamente contra el derecho a la vida, que es el derecho fundamental para poder existir y, por consiguiente, la base y el origen de todo desarrollo humano. Quien asesina decide arrebatar a otra persona la vida, aquello sin lo cual él mismo sería incapaz de realizar el mismo acto de asesinar. De alguna forma, sitúa las razones de su asesinato por encima del derecho elemental a la vida de la persona que es asesinada. Es nuestra obligación juzgar si existen motivos que puedan justificar la aniquilación de la vida de otra persona. En un principio, una persona que disfruta del derecho a la vida no actúa correctamente si priva de este derecho a otra persona. No parece que existan motivos de suficiente peso que puedan derruir el derecho a la vida. De todas formas, cabe matizar que, para pensar de esta manera, debe presuponerse siempre la categoría inmanente e intocable del derecho a la vida. Una categoría que ha sido defendida desde el cristianismo hasta el liberalismo, pasando por el socialismo. De hecho, hasta el propio Hobbes, que albergaba una concepción pésima de la naturaleza humana, propugnaba el establecimiento de una organización política que gravitara sobre el blindaje del derecho a la autoconservación de cada ser humano. El Estado, para Hobbes, sólo podía ser respetado en la medida en que garantizara tal derecho. Desde una visión de la naturaleza humana más halagüeña, el liberalismo también supedita toda construcción política al incondicional respeto hacia los derechos intrínsecos del ser humano, entre los cuales destaca especialmente el derecho a la vida. Sin embargo, a pesar de esta férrea y casi unánime defensa del derecho a la vida, cabe agregar que el reconocimiento de su inmanencia no está automáticamente garantizado, sino que debe ser adoptado voluntaria y deliberadamente desde una postura clara y concreta, ya que existen corrientes del pensamiento que no conciben la vida como un derecho ni como un regalo, sino más bien como un peso o una condena, pensemos en El extranjero de Camus, obra en la que el protagonista, sin ningún motivo en concreto, decide acabar con la vida de una persona inocente, simplemente porque no tiene la vida en gran consideración, como expresa de forma brillante en la siguiente expresión: “Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. (...) Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo”.

Pero, si atendiésemos al grueso de la tradición filosófica consideramos que el derecho a la vida es inmanente e intrínseco al ser humano que vive en sociedad, pues no tiene sentido concebirlo de otro modo, deberemos concluir que todos, sin excepción alguna, somos, respecto de la vida, iguales, tan significantes como insignificantes. Cuando indico que el derecho a la vida es un derecho intrínseco e inmanente al ser humano, no lo hago atribuyéndole un sentido trascendente, místico o espiritual, sino ubicando su inmanencia dentro de toda agrupación social. Es la toma de conciencia sobre la incertidumbre compartida por todos los seres humanos por igual la que teje los lazos sociales que convierten a la vida en un derecho de todos. Desde esta perspectiva el asesinato es, pues, sancionable, ya que atenta directa y deliberadamente contra el derecho a la vida humana y, por ende, contra la sociedad en la que únicamente es posible esa vida.

Sin embargo, no podemos dejar de plantearnos la siguiente cuestión: ¿el asesinato, que es indisociable de la aniquilación del derecho a la vida, es de verdad siempre sancionable? Encontramos a lo largo de la historia de la humanidad múltiples casos que nos hace dudar tanto desde el sentimiento como desde la razón. En caso de que la respuesta sea afirmativa, entonces, ¿deberíamos sancionar los asesinatos de los esclavos que se levantaron junto con Espartaco para reclamar los derechos que se les negaban?, ¿deberíamos sancionar el asesinato de un dictador a manos de uno de sus súbditos?, ¿deberíamos también sancionar un ficticio asesinato de Hitler perpetrado por un judío? Como vemos, el tema se complejiza notablemente. Lo más sencillo, quizá, sería declarar que el asesinato es siempre punible, pero con tal afirmación, podríamos estar incurriendo en alguna injusticia grave. Para empezar, estaríamos sancionando de primeras buena parte de los movimientos emancipadores que han tenido lugar a lo largo de la historia, ya que, la mayoría de ellos, enclavados en una realidad en la que la capacidad de acción no violenta les era impedida por el hermetismo del orden social que los sometía y que obstruía toda pretensión de desarrollo pacífico en pos de la conquista de sus derechos, el único recurso viable y eficaz para avanzar era en la mayoría de ocasiones la violencia, expresada ésta por medio de asesinatos. Observamos así que un número más que considerable de los derechos que disfrutamos hoy en día son fruto de luchas del pasado en las que se recurrió al asesinato de los opresores. Basándonos en la idea ya enunciada de que el derecho a la vida es un derecho inmanente y fundamental, debiéramos colegir que buena parte de los derechos de los que gozamos en la actualidad han sido alcanzados por vías ilegales y sancionables, en la medida en que han atentado contra el derecho a la vida de numerosas personas. Pero, ¿de verdad podemos pensar que los movimientos que han contribuido a la liberación del individuo pueden ser sancionados?

Para resolver este dilema, creemos que es necesario matizar de nuevo varias cuestiones. Creo que, como hace el filósofo Slavoj Zizek, es esencial distinguir entre dos tipos de violencia: la violencia objetiva y la violencia subjetiva. La violencia subjetiva se caracteriza por plasmarse de manera concreta y diáfana en la realidad. Es la violencia que agrede físicamente y que, por desplegarse en la realidad visible, causa en nosotros numerosas reacciones emocionales de rechazo. El ejemplo más reciente de violencia subjetiva y que es muy palmario es la imagen del niño sirio que yace muerto en una playa turca. Esta imagen refleja claramente los horrores de la guerra siria y de la crisis de los refugiados, por eso nos conmueve tanto. Por lo contrario, la violencia objetiva es aquélla que no se percibe con la misma facilidad que la subjetiva, ya que hace referencia a la violencia abstracta que se esconde bajo el paraguas de un sistema que dirige el funcionamiento de nuestra sociedad actual y que posibilita la fragmentación del mundo y de los individuos que lo habitan en dos categorías: los privilegiados y los desfavorecidos, los ricos y los desechados. La guerra siria y la crisis de los refugiados se explica mejor desde esta concepción objetiva de la violencia que desde la subjetiva, el problema es que, al ser una crítica abstracta, no genera ni la misma atención ni, por supuesto, la misma conmoción. 

Todo asesinato es un ejemplo de violencia subjetiva, ya que siempre acaba físicamente con la vida de una persona. Sin embargo, cabe dilucidar si esta violencia subjetiva es motivada por una previa violencia objetiva. Es decir, cabe determinar si el ataque al derecho a la vida causado por el asesinato no ha sido alentado por un ataque previo al derecho a la vida de quien intenta llevar a cabo la acción de asesinar. Pongamos un par de ejemplos: el esclavo que acaba con la vida del amo que le oprime. Es evidente que, mediante el asesinato, el esclavo vulnera implacablemente el derecho a la vida de su amo. Sin embargo, es necesario observar que, previamente a ese acto, es el amo el que no respeta el derecho a la vida del esclavo, ya que le oprime y le somete a unas condiciones infrahumanas aprovechándose de un sistema que le faculta para esclavizar. Lo mismo podríamos decir del hipotético caso en el que un judío, al ver cómo el sistema nazi atentaba directamente contra el derecho a la vida de los miembros de su religión, hubiera asesinado a Hitler. Este judío, que al estar vivo para poder asesinar a Hitler deducimos que todavía no ha sufrido un acto de violencia subjetiva, le asesinaría basándose en el atropello de su derecho a la vida pergeñado de forma sistémica y objetiva por el régimen nazi. En ambos casos se realizaría un acto de violencia subjetiva como respuesta al sufrimiento de un acto previo de violencia objetiva.

Hallamos en estos ejemplos una confrontación entre dos ataques al derecho a la vida: uno objetivo que se perpetra a partir del cruel funcionamiento de un sistema; y otro subjetivo, que se inicia como respuesta al anterior y que se lleva a cabo mediante el acto de asesinar. En estos casos, ¿sería también sancionable el asesinato? En nuestra opinión, no sería sancionable, ya que el acto de asesinar viene estimulado por la necesidad de defenderse frente a un ataque previo al derecho a la vida. Aunque pueda sonar paradójico, si no contradictorio, en ocasiones el acto de matar puede ser el único medio de garantía de la vida. Lo apreciamos claramente en los casos de muerte en legítima defensa. No se puede sancionar a quien mata en estos casos de defensa porque su acción violenta no presupone un sentimiento de mayor valoración de su vida en comparación con la de la persona a quien mata, sino que mata precisamente porque la persona a quien mata se ha situado por encima de él y ha intentado arrebatarle la vida. Es precisamente cuando ha dejado de reconocérsele su derecho a la vida cuando ha atacado el derecho a la vida de otra persona. En cambio, es quien se abalanza sobre él quien ha decido que su vida vale más que la de su víctima y quien, no contento con disfrutar de su derecho a la vida, opta por aniquilar este derecho de otra persona. Por lo tanto, está justificado que, quien es víctima de este ataque, pueda matar en su defensa a quien le ataca. La muerte en legítima defensa es un caso claro de enfrentamiento desarrollado por medio de la violencia subjetiva, ya que la amenaza física sobre la persona que acaba matando es real. Ahora bien, lo mismo podemos defender en los casos en que se mata como respuesta a una violencia objetiva, como se han visto obligados a hacer buena parte de los movimientos emancipadores a lo largo de la historia. Puede alegarse que no es un tipo de violencia comparable a la del asesinato, ya que, matar en legítima defensa no entraña la maquinación deliberada que exige todo asesinato. Sin embargo, en mi opinión, se tratan de dos acciones movidas por la misma necesidad de defensa frente a un previo ataque al derecho a la vida, por lo que sí son comparables.

Con todo lo argumentado hasta ahora, nos aproximamos a la conclusión: todo asesinato es sancionable, excepto cuando constituye una defensa frente a un previo ataque al derecho a la vida de una persona o de un grupo de personas, ya que en estos casos, la muerte no es causada por la soberbia de una persona que dota de mayor consideración a su vida en comparación con la de las otras personas, sino que el acto de matar que realiza brota precisamente de la necesidad de protegerse frente a quien desde el inicio niega el derecho a la vida de otras personas. Produce perplejidad pensar que, efectivamente, quienes lucharon por la conquista de los derechos que hoy disfrutamos se vieran obligados a recurrir en ocasiones a asesinatos para garantizar la vida de un número voluminoso de personas. Pero así de compleja y contradictoria es la historia y la especie humana. Bertolt Brecht lo reflejó perfectamente: “También la ira contra la injusticia pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia”. Lo que parece evidente es que si en el mundo se respetara verdaderamente el derecho a la vida de todas las personas, la violencia nunca sería necesaria, y, por consiguiente, el asesinato nunca estaría justificado.


Para finalizar, simplemente recordar que con este texto sólo hemos pretendido proporcionar humildemente unas pautas morales sobre las que creemos que debería sustentarse todo Estado de Derecho. Por lo tanto, cuando hablamos de que existen asesinatos que pueden estar justificados lo hemos hecho, como ya se ha advertido al comienzo, proyectando nuestras reflexiones sobre un escenario no jurídico. Con esto queremos decir que, en caso de que el ataque al derecho a la vida de una persona tuviera lugar dentro de un país donde este derecho fuera reconocido y donde, por tanto, existieran vías eficaces de defensa del mismo, el asesinato para garantizar su protección sería totalmente injustificado.

jueves, 10 de septiembre de 2015

LOS NADIES


Salgo de casa para ir a la compra como todas las mañanas. Al girar en la primera esquina de la manzana, me topo de bruces con un ser humano que naufraga en la pobreza. Paso todas las mañanas por su lado y, sin embargo, es como si cada mañana fuera la primera. No logro habituarme a la desgarradora experiencia de ver a un semejante ahogándose en la miseria. No sé cómo actuar cuando atravieso la esquina en la que se arrebuja esta persona arrancada ignominiosamente de la sociedad: dudo entre darle unas monedas, pasar de largo con forzada indiferencia o lanzarle una sonrisa compasiva. No sé qué podrá resultarle menos ofensivo, pero sí sé que ninguna de estas acciones contribuirá a mejorar su porvenir.

No puedo evitar reparar en su mirada desamparada, en la pesadez de sus facciones, en sus labios perdidos, en su sorda voz que desesperadamente reclama clemencia, en los efectos turbadores de un rostro desfigurado por la impotencia causada por un horizonte arrebatado. Navego por las imágenes de su familia expuestas en el precario cartón al que se aferra en última instancia para recibir auxilio de los afortunados que sorteamos su inquietante presencia, y me imagino las menesterosas y desdichadas vidas de sus hijos y de sus hijas, unas vidas esterilizadas desde el inicio por una civilización adentrada en un vertiginoso proceso de deshumanización.

Miro a su alrededor y me conmuevo por el abrumador impacto que origina la visión del mundo feliz que fluye profusa y despreocupadamente fuera del espacio en el que se asienta este ser humano: hombres y mujeres libres que cargamos bolsas llenas de alimentos, de ilusiones y de excesos, que nos desplazamos en automóviles confortables y calientes, que gritamos de júbilo y lloramos de pena. Observo nuestro ilimitado mundo y le observo a él confinado en un rincón inmundo donde su vida transcurre congelada por las frías cercas de la desesperanza. No vive aunque vive. No muere, aunque ya está muerto.

domingo, 17 de mayo de 2015

Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres


Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres es una obra imprescindible para aproximarse al pensamiento de Rousseau. En este libro, el gran filósofo francés sostiene que el ser humano en el estado de la naturaleza era libre e independiente. Carente de cualquier capacidad de raciocinio y confinados sus intereses a la satisfacción del deseo de conservación, el ser primitivo era un ser excepcional y robusto que se las arreglaba perfectamente para sobrevivir. Era un hombre animal que se inquietaba principalmente por encontrar los recursos suficientes con los que saciar su apetito. Además, a diferencia del hombre civilizado, sentía piedad ante el dolor de los semejantes. En el estado de naturaleza, no existían ni las familias, ni las sociedades, ni los sistemas políticos, tampoco la propiedad. El ser primitivo vivía de manera autónoma en los bosques, sin relacionarse con el resto de seres humanos. Estaba desprovisto de las facultades racionales de abstracción de las que hoy goza, por lo que no podía remitir a realidades metafísicas ni cultivar ningún tipo de reflexión. Era un ser simple y autosuficiente que se contentaba con poco y que ni siquiera necesitaba recurrir al lenguaje.

Con el transcurso del tiempo y con la sucesión de cambios en el entorno, el ser primitivo se vio forzado a adaptarse a las nuevas circunstancias que iban apareciendo, por lo que empezó a desarrollar distintas destrezas como la de construir arcos o la de encender fuegos. Gradualmente, fue adquiriendo y almacenando conocimientos que le facilitaban la lucha contra las inclemencias geográficas y medioambientales. Se inició en el lenguaje y comenzó a perfeccionar la capacidad suprasensorial. Como consecuencia, se valió de las ramas de los árboles para levantar cabañas en las que poder asentarse y vivir con mayor estabilidad. En estas incipientes residencias, el hombre y la mujer primitiva pudieron tejer por primera vez lazos amorosos, lo que dio origen a las familias. Se construyeron nuevas cabañas en torno a las iniciales, dando paso a una concentración de familias de la que brotó la sociedad.

Según Rousseau, la inmersión del hombre en la sociedad constituyó la primera perversión de la pureza propia del estado de naturaleza. Al introducirse en la sociedad, el ser primitivo dejó de obtener la felicidad del resultado exitoso de sus actos. Ahora la satisfacción la encontraba especialmente en la relación con los demás. Nuevos sentimientos como el de la venganza, el de la envidia o el del prestigio aparecieron a raíz de la nueva sociabilidad del ser primitivo. Asimismo, imbuido de ideas y planificaciones que superaban el carácter inmediato que anteriormente prevalecía en sus acciones, el ser primitivo descubrió la agricultura. El establecimiento permanente en un lugar era un requisito esencial para la dedicación al cultivo de la tierra. De modo que la posesión continua de estos incipientes terrenos agrícolas fue determinante para el surgimiento del derecho de propiedad.

El derecho de propiedad fue, a los ojos de Rousseau, el hecho que más contribuyó al menoscabo del estado de naturaleza. Con él surgieron a borbotones las desigualdades entre los seres humanos, ya que el desarrollo de la agricultura no era igual para todos, sino que dependía estrechamente de las virtudes de cada sujeto y de las características de la tierra. La instauración de la desigualdad entre los seres humanos dio pie a la aparición de los primeros tipos de subordinación.  Si en el estado de naturaleza se carecía de cualquier posesión, en este nuevo escenario la posesión de la propiedad era el elemento que determinaba el sometimiento de quienes menos tenían a los que más tenían. La armonía reinante en la era primitiva fue dinamitada por las nuevas conductas que propugnaban la acumulación de la propiedad en manos de los ricos. Asimismo, la desigualdad engendraba inestabilidad, ya que los individuos, dentro del reciente espacio de interdependencia, no podían permanecer indiferentes frente a las acciones del resto de sujetos.

La nueva realidad que aniquiló las bondades del estado de naturaleza se sustentaba en la potenciación en los individuos del deseo de causar mal a los semejantes: por un lado, los ricos necesitaban de los servicios que los pobres les ofrecían; por otro lado, los pobres necesitaban de los auxilios de los ricos. Ni los unos ni los otros eran independientes, ambos basaban sus ambiciones en la reducción del bienestar del grupo contrario.
En este continuo estado de lucha, los ricos se arriesgaban a perder sus posesiones, mientras que los pobres sólo podían perder sus cadenas. Los ricos, por lo tanto, tenían más que perder y por ello impulsaron la creación de sociedades con las que prometían salvaguardar a los pueblos con leyes que rubricaran la concordia. La multiplicación de sociedades no fue sino una maniobra de los ricos con la que consolidaron su poder y cuando los pobres se percataron de ello, decidieron construir gobiernos donde se sintieran realmente respetados. Fue así como nacieron los cuerpos políticos y como los individuos encomendaron a los magistrados la representación de sus intereses.

Los individuos, haciendo uso de sus libertades naturales, se dotaron de gobiernos para gestionar con mayor eficacia los problemas dimanantes de la convivencia en sociedad. Estos cuerpos políticos, que debían estar al servicio de los individuos, fueron degradándose hasta que degeneraron en las monarquías absolutas que anegaban Europa en los tiempos de Rousseau. La desigualdad hundió así sus raíces en unos sistemas políticos que sólo podían sostenerse con la propagación de un relato que legitimara la flagrante desigualdad sobre la que se asentaban los gobiernos de los reyes europeos. Rousseau desarrolla al respecto unas reflexiones tan sublimes como vigentes, de las cuales se desprende la siguiente idea: la desigualdad política (que iba más allá de la económica originada por el inicuo reparto de la propiedad) puede calar en la sociedad gracias a los vicios que caracterizan al nuevo ser social. Como el nuevo ser social está obsesionado en distinguirse frente a los otros, no le importa encontrarse sumido en un estado de desigualdad mientras persistan por debajo de él personas que padecen mayores injusticias. No le importa cargar con cadenas mientras pueda subyugar a los individuos que se encuentran en una situación inferior a la suya. En lugar de adoptar una actitud emancipadora y reivindicativa, se enclava en el conformismo que le genera observar que puede someter a otras personas. Se trata de una actitud que coadyuva a la perpetuación del statu quo: al mirar hacia abajo, no repara en el yugo que sobre él colocan quienes se encuentran por encima.

Este gradual deterioro del ser primitivo culmina finalmente en el afianzamiento de unas sociedades corrompidas por la preponderancia de los valores perversos y egoístas del nuevo ser social. Las nuevas sociedades alojan a individuos artificiales, que más que disfrutar de la vida, disfrutan del sufrimiento ajeno. Son sociedades donde el valor que se otorga a la envoltura de las cosas es mayor que el atribuido al contenido de las mismas. Donde existe el placer sin dicha, la reputación sin honor y el conocimiento sin sabiduría. Son sociedades despóticas en las que acaba imponiéndose en el poder el más fuerte. Con tan débil fundamento, los gobiernos se tornan efímeros y los cuerpos políticos terminan por disolverse. Se vuelve así a un estado de naturaleza, pero en esta ocasión corrupto, donde la bondad y la piedad no tienen cabida. 

jueves, 30 de abril de 2015

¿Dónde está la grieta?


Hace unos meses, circulaba por internet una conferencia de Íñigo Errejón en la que éste reflexionaba sosegadamente sobre la grieta que el 15-M había abierto en la sociedad española y que había aprovechado Podemos para introducirse de lleno en el escenario político español. Por aquel entonces, el vídeo se difundió con éxito y recibió numerosos elogios por el rigor, el acierto y la precisión del análisis. Sin embargo, pocos meses después, la pregunta que revolotea nuestras cabezas es la siguiente: ¿sigue teniendo validez el análisis de Errejón?

Para entender cabalmente el significado de esta grieta a la que aludía Errejón, es necesario evocar a Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, los dos pensadores posmarxistas que han nutrido ideológicamente en mayor medida a los líderes de Podemos. Mouffe y Laclau reactualizaron algunos conceptos de Antonio Gramsci para plantear una alternativa política de izquierdas que se adecuara a los parámetros surgidos en la segunda mitad del siglo pasado. Abjuraron del historicismo predominante en el marxismo ortodoxo y centraron su teoría en la presentación de un escenario político caracterizado por el pluralismo y por la continua lucha por construir hegemonía. Esta concepción de la política iba ligada estrechamente a la idea de que la política nunca está prefijada, sino que más bien son los diferentes sujetos quienes la determinan a través de la acción.

Las identidades políticas, según Mouffe y Laclau, se caracterizan precisamente por no alcanzar nunca una plenitud total. Siempre son susceptibles de ser reconfiguradas, por esta razón, debe indicarse que toda hegemonía es, a fin de cuentas, provisional (aunque se trate de una provisionalidad alargada), ya que siempre es posible subvertirla. Esta subversión es posible cuando las identidades, los símbolos y las fuerzas del poder hegemónico se agrietan y pierden consistencia, dando lugar a lo que Gramsci denominó crisis orgánica. Esta crisis orgánica habilita la posibilidad de construir una nueva hegemonía que suplante a la que languidece. Ahora bien, ¿cómo se puede forjar este poder hegemónico? Mouffe y Laclau enfocan esta cuestión atribuyendo una relevancia primordial al papel que desempeña el lenguaje en la configuración de la realidad: es dotando a los términos (a los significantes) de un significado afín a la tendencia política que se pretende implantar como se consigue construir una posición hegemónica. Los significantes del antiguo sujeto hegemónico que comienzan a perder consistencia (los significantes flotantes) deben vincularse a un nuevo significado.

Esta construcción de la hegemonía precisa la articulación de diferentes sujetos presentes en la sociedad para la constitución de una mayoría amplia que se identifique con los nuevos significados introducidos por el sujeto que brega por alcanzar la hegemonía. Esta articulación hegemónica, según Mouffe y Laclau, se materializa gracias a la dicotomización de la realidad política, ya que la fijación de un adversario compartido consigue unificar a los distintos sujetos sociales, neutralizando de este modo las diferencias que en condiciones normales alejaría a unos de otros.

De acuerdo con estos dos autores y siguiendo la línea del análisis de Errejón, el 15-M abrió una grieta en el sistema político español que zarandeó las bases sobre las que se había cimentado la política española desde la Transición. El 15-M bosquejó un nuevo horizonte sobre el que se depositaron los anhelos de cambio de una cantidad considerable de españoles que cuestionaba el funcionamiento patológico de un sistema penetrado por el desempleo, la desigualdad, la corrupción, la opacidad… Frente a este desalentador panorama, los indignados reclamaron “una democracia real” que diera voz a la ciudadanía; que fuera dirigida por personas decentes que representaran los intereses colectivos; que luchara por erradicar las desigualdades sociales que anegaban el país; que socavara el individualismo y fomentara el cooperativismo; y que pusiera coto a los privilegios de ese simbólico 1% de la población que acumulaba tanta riqueza como el restante 99%.  

Con la aparición del 15-M, a juicio de Errejón, el sistema político incubado en la Transición entró en una crisis orgánica que comportó el debilitamiento de varios de sus elementos principales. La sociedad española se había empezado a concienciar políticamente y, desde ese momento, su actitud frente a la realidad política iba a tornarse más reivindicativa y exigente: arreciaron las mareas y las marchas contra las injusticias que perpetraba el sistema, la televisión gradualmente iba siendo colonizada por las tertulias que versaban sobre la actualidad política, los políticos se empezaban a interesar por revestir una apariencia cercana a la ciudadanía, los jóvenes que no habían participado en el proceso de transición a la democracia tomaban la voz cantante… Aplicando la teoría de Mouffe y Laclau, el sistema español se encontraba en un estado de desintegración plasmado especialmente en la sacudida sufrida por algunos significantes que hasta ese momento no habían sido seriamente cuestionados y que ahora se tornaban flotantes. El propio lema del 15-M (“Democracia Real Ya”), ilustra claramente este fenómeno: un concepto que parecía tan consensuado como el de democracia se ponía en cuestionamiento. En consecuencia, se exigía una democracia real que no se correspondía con la practicada por el sistema español y que debía consistir en una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos políticos.

Por este agujero producido por la grieta del 15-M se coló Podemos para intentar cristalizar institucionalmente la transformación experimentada por la sociedad española. Aprovechándose de que el viento soplaba a su favor y de que los elementos del sistema se encontraban en un estado de notable resquebrajamiento, Podemos se propuso trasladar a las instituciones políticas el cambio germinado en la sociedad para poder culminar el ascenso de una concepción de la política que cada día iba ganando más seguidores. Para este proceso de articulación hegemónica, los dirigentes de Podemos, manteniéndose fieles al influjo teórico de Mouffe y Laclau, trazaron el adversario al que debían hacer frente: LA CASTA. En esta palabra se concentraba un conjunto de matices y connotaciones que respondía rápida y concisamente a la denuncia que la ciudadanía había estado manifestando reiteradamente a raíz del 15-M. La palabra “casta” remitía a los políticos y banqueros que habían saqueado las instituciones y que habían amasado cantidades inimaginables de dinero a costa del empobrecimiento de la mayor parte de la población.

En pocos meses, Podemos se vio catapultado a lo más alto de la arena política. En virtud de lo reflejado en las encuestas que se sucedían, Podemos estaba sabiendo captar los votos de una parte del electorado que tradicionalmente no se había identificado con medidas de la línea ideológica que latía en la formación de Pablo Iglesias, pero que, sin embargo, se sentía atraído por esa denuncia a la casta unánimemente compartida. Deliberadamente, los dirigentes del partido buscaron acentuar el potencial de su transversalidad renegando del tradicional eje de izquierda y derecha. Lo reemplazaron por un nuevo eje que hacía referencia a los de arriba y a los de abajo y que permitía romper con una identidad de la izquierda que durante los años de la crisis no había sabido canalizar fluidamente las nuevas demandas ciudadanas, como bien puede apreciarse en los resultados de las elecciones estatales de noviembre de 2011, en las que, con el 15-M bastante reciente, ni el PSOE ni Izquierda Unida supieron dar respuesta al cambio que estaba produciéndose en la sociedad.

Todo iba viento en popa para Podemos en el momento en que Errejón realizó la extraordinaria conferencia en noviembre del año pasado. Era primera fuerza en varias encuestas y los ciudadanos parecían recibir con esperanza e ilusión su irrupción. Sin embargo, de repente, el fulgurante ascenso de Ciudadanos lo ha cambiado todo. Nos encontramos a menos de un mes de las elecciones autonómicas y las encuestas sitúan a Podemos como cuarta fuerza en bastantes comunidades. En el momento en que escribo, Ciudadanos le ha arrebatado una buena parte del discurso transversal. Ese sector del electorado que había conseguido atraer Podemos y que tradicionalmente se había identificado más con el centro/centro-derecha, parece que se ha alejado notoriamente del partido de Pablo Iglesias en beneficio de Ciudadanos. Así las cosas, ¿es posible seguir hablando de la existencia de una grieta?

Las mismas encuestas que dan cuenta del estancamiento de Podemos en los últimos meses, siguen evidenciando que el tablero político español se ha visto altamente metamorfoseado en cosa menos de un año: los votos que antes se repartían el PSOE y el PP son distribuidos ahora entre cuatro fuerzas diferentes y bastante emparejadas. De ello se desprende que, efectivamente, se ha abierto una grieta en la realidad política española que ha dado paso al surgimiento tanto de Podemos como de Ciudadanos. Sin embargo, la cuestión radica en determinar de qué tipo de grieta se trata. En mi opinión, si se consolida la tendencia ascendente de Ciudadanos que han expresado las encuestas en los últimos meses, ya no se podrá hablar de la grieta a la que hacía referencia Errejón en su conferencia.

El perfil del votante medio de Ciudadanos se caracteriza por sentir repulsa hacia los continuos casos de corrupción que se dan en España. Seguramente, al igual que los votantes de Podemos, rechaza a la casta. Y por esta razón puede entenderse que una parte de quienes ahora, según las encuestas, se predisponen a votar a Ciudadanos se hayan sentido identificados anteriormente con Podemos. Sin embargo, la idea que tienen ambos partidos sobre la casta difiere notablemente. Si bien para Ciudadanos el concepto de casta hace referencia a los políticos “chorizos” que roban a los españoles y que son corruptos, para Podemos la idea de la casta es más amplia, ya que hace referencia a la fragmentación social generada por un sistema económico que produce a una casta de banqueros y políticos que empujan a la precariedad y a la miseria a los que se encuentran abajo del sistema. Para el partido de Pablo Iglesias existe una relación directa entre la riqueza de la casta y la menesterosidad de los de abajo. Podemos bebe de las reivindicaciones lanzadas por el 15-M que cuestionan el sistema económico neoliberal, aunque el pragmatismo al que habitualmente recurren sus dirigentes aleja en ocasiones al partido de estas reivindicaciones sociales. Ciudadanos, por el contrario, sólo parece tener en común con el 15-M la lucha contra la opacidad y la corrupción.

Por esta razón, de consolidarse este ascenso de Ciudadanos, difícilmente podremos seguir sosteniendo, como sostenía Errejón, que el 15-M abrió una grieta que dio paso a la construcción de un poder hegemónico que iba camino a cambiar sustancialmente el sistema político y económico del país. La irrupción de Ciudadanos, por el contrario,  puede mostrarnos que quizá la sociedad española no estaba tan contagiada por el 15-M como algunos pensábamos, ya que la crítica que Ciudadanos hace al sistema no pone en cuestionamiento a éste, simplemente señala un vicio del mismo (la corrupción) que es consustancial a la mayoría de regímenes políticos. Se trata de una denuncia moderada, superficial y coyuntural que no pone en tela de juicio los elementos básicos del sistema y que no se adhiere a las reivindicaciones que el 15-M esgrimió en contra de la desigualdad social, de la democracia representativa y del capitalismo financiero.

El gran respaldo social del que parece gozar Ciudadanos en las últimas encuestas evidencia que la grieta de la que hablaba Errejón no se ha producido tanto en el sistema como tal cuanto en el bipartidismo. Recordando a Mouffe y Laclau, podemos hablar de la gradual implantación de una posición hegemónica que, a diferencia de lo que pronosticaba Errejón, no viene a superar el sistema dirigido por la casta, sino que viene para mitigar el papel de los dos partidos que se han alternado en el poder en las últimas tres décadas. Una posición hegemónica que se articula únicamente en contraposición al PP y al PSOE, y que no implica la erradicación de las patologías del sistema que el 15-M alumbró y que Podemos ha denunciado desde su irrupción. Si se consolida el ascenso de Ciudadanos, constataremos, desalentados, que las reivindicaciones sociales blandidas por el 15-M no han penetrado en la sociedad con la profundidad con la que nos figurábamos. Constataremos que la interpretación de la crisis realizada por buena parte de la ciudadanía ha sido más coyuntural que sistemática. La grieta abierta a raíz de la crisis habrá sido aprovechada para la construcción de una hegemonía que sólo se diferenciará de la anterior en su fachada. 

PD: necesitaría otro artículo entero para poder desarrollar otra hipótesis que también podría ser válida y que consistiría en achacar en buena parte a Podemos el no haber sabido canalizar las demandas lanzadas por la sociedad debido a la excesiva burocratización que ha experimentado la organización del partido. En este artículo he optado por analizar la evolución de la sociedad sin conectarla con la evolución de Podemos, lo que me parece interesante pero quizá sea insuficiente si entendemos que los partidos políticos también pueden incidir en la transformación de la sociedad.

Añado el link del vídeo de la conferencia de Errejón por si a alguien le interesa verlo: https://www.youtube.com/watch?v=H2VRNU9dXsY :)

miércoles, 18 de marzo de 2015

¿Por qué avergonzarnos de nuestra insignificancia?


No sé si vosotros pensáis lo mismo, pero creo que vivimos en una sociedad muy propensa al “autobombo”. Cada día me reafirmo más en esta idea. Las redes sociales han incrementado colosalmente nuestra capacidad de exposición al público, y parece ser que nos encanta. Pero ojalá se tratara de una mera cuestión de exhibicionismo. El problema, sin embargo, es más gordo, pues esta exposición al público con frecuencia destila un engreimiento y un narcisismo que las redes sociales albergan y potencian con destreza.

Cada vez que abro Twitter me pongo nervioso al leer los tuits que algunos famosos retuitean. Lo hemos naturalizado, pero no es normal que una persona remita al resto los halagos que vierten sobre él. A todos nos gusta que nos dirijan mensajes lisonjeros y cariñosos, pero de ahí a hacérselo saber a todo el mundo hay un paso grande. No puedo entender qué finalidad se esconde tras semejante forma de actuar si no se trata de una necesidad por mostrar al resto de personas la valía de uno. Y la pregunta viene ahora: ¿por qué comunicar al mundo lo que valemos, o lo buenos que somos en una materia en concreto, o lo que nos quieren nuestros amigos y amigas? De verdad, ¿qué se consigue informando al resto de personas, muchas incluso desconocidas, de nuestras destrezas? Atendiendo a la naturalización social de este fenómeno, supongo que no debe de ser una pregunta que se plantee a menudo. Pero ello no es óbice para que yo insista en lo alarmante de esta actitud propagada y abrazada por la mayoría de nosotros (empleo el plural porque, aunque yo luche vigorosamente contra esta preocupante tendencia, seguramente haya sido atrapado en algún momento de mi vida por sus tentáculos).

Utilizamos con frecuencia las redes sociales para demostrar que somos felices, que tenemos una vida entretenida y dinámica, que gozamos de férreas y leales amistades, que somos buenos hijos que felicitamos a nuestros padres con párrafos conmovedores en Facebook… Plasmamos nuestras vicisitudes diarias en las redes extrayendo nuestras experiencias cotidianas de los confines de la intimidad y la privacidad. Damos prioridad a comunicar y mostrar a los otros los acontecimientos que jalonan nuestras vidas antes que a disfrutar interiormente y con nuestro círculo más próximo de lo que nos emociona y nos hace felices. Es como si la felicidad derivara más del hecho de compartirla y presumirla que de disfrutarla y saborearla.

Lo que me preocupa, como he comentado al principio, es la sobrevaloración de nuestras vidas que subyace a este tipo de actitud que hemos adoptado en las redes sociales. Tengo la sensación de que pensamos que nuestras vidas son importantísimas, que son dignas de ser mostradas continuamente y sin censura alguna al resto de humanos. Nos creemos demasiado interesantes, nos damos coba a nosotros mismos pensando que nuestras vidas deben ser minuciosamente representadas ante el mundo entero. Y lo peor es que sobrevalorándonos, dejamos de valorarnos, porque olvidamos que solo somos importantes en la medida en que somos insignificantes. Y que si la vida es maravillosa se debe precisamente a que aun siendo minúsculos y habitando ese diminuto punto azul pálido que es la Tierra, sentimos la vida como la experiencia más grande que puede existir. 

jueves, 26 de febrero de 2015

Contra nuestra sociedad líquida


En estos tiempos de individualismo feroz en los que nos toca vivir, creo que es necesario recurrir a autores que nos alumbren una realidad alternativa a la actual. En el último año, transido de hartazgo, me he dedicado a leer alguna que otra cosa de pensadores críticos con la presente sociedad capitalista. Necesitaba sumergirme en lecturas que me hicieran sentirme menos incomprendido de lo que me siento sumido en un mundo donde impera lo volátil y pasajero.

Bauman fue el primero en cuyos pensamientos me vi reflejado. Puso voz, lucidez y concreción conceptual a muchas de mis inquietudes. Este veterano sociólogo denuncia la liquidez que reviste cualquier modalidad del capitalismo de nuestros días. Nos hemos adentrado en un mundo radicalmente inestable, asentado en el principio consumista del usar y tirar, en la precariedad de los lazos humanos, en el seguimiento religioso de las directrices del mercado, en la fugacidad de las cosas y en la infatigable voracidad del deseo por el deseo. No es que se haya desvanecido todo lo que era sólido, sino que no existe nada sólido. Las vidas se conciben como proyectos impulsados imparablemente por unos intereses individuales que no conocen límite alguno. Ha tenido lugar una radical individualización de las existencias de los sujetos, los cuales pasean jactanciosamente por el mundo haciendo ostentación de las presuntas libertades de las que gozan.

Esta sociedad líquida que describe Bauman se caracteriza precisamente por habitar en un una individualidad que no es en modo alguno real, pues la supuesta libertad que la incuba se encuentra carcomida por el propio funcionamiento del sistema capitalista, que conduce a un continuo estado de inseguridad, a un continuo estado de alerta. Cuando nada es sólido, el individuo no puede despistarse ni un segundo, ya que, si se despista, pierde de vista la forma concreta en que se configura una sociedad que no cesa en su movimiento, una sociedad que es constantemente moldeada por las veleidades capitalistas. Esta sociedad líquida va atada a un sistema de acumulación que nunca se contenta y que, por consiguiente, siempre está en marcha. La libertad es pervertida por el miedo de uno a quedarse rezagado en una sociedad sustentada en lo volátil y cambiante, ya que no es libre quien no puede quedarse sentado disfrutando tranquilamente de su libertad. En una célebre frase de Tayllerand a Napoleón se expresa claramente esta idea: “Con las bayonetas, sire, se puede hacer de todo menos una cosa: sentarse sobre ellas”. La guerra requiere de una continua actividad que impide la estabilidad que el poder necesita, del mismo modo en que, paradójicamente, la continua actividad que el capitalismo consumista exige para que seamos libres impide la libertad que promociona.

El engranaje de esta máquina capitalista nos condena a la tiranía del presente. Vivimos en una sociedad ufana, una sociedad estrecha de miras que funde la historia de la humanidad en un presente todopoderoso y desenfrenado, que no entiende ni de pasados ni de futuros. Esta sociedad líquida engendrada por el capitalismo actual concibe el presente como único y eterno, un presente desgajado del curso de la historia y blindando por el infranqueable muro de la irresponsabilidad. Basta con analizar el nuevo eslogan de la marca deportiva ADIDAS para percatarse de esto: “El ayer es pasado. El ahora es nuestro. Puedes hacer algo para ser recordado. Aprovecha el presente.” Existe una sucesión de presentes dentro de los cuales está permitido cualquier cosa, en la medida en que se carece de una perspectiva temporal que permita abordar el presente desde el pasado y encaminarlo hacia un futuro. Presentes que se renuevan episódicamente, que únicamente tienen en común su carácter intercambiable y que conducen a una sociedad donde lo que parece imprescindible hoy, será desechable mañana.

En este escenario se desenvuelven las élites políticas y económicas que gobiernan el mundo capitalista desde hace unas décadas. Chistopher Lasch, rebatiendo a Ortega, las denominó hombres élite.  Quienes de verdad ostentan el poder de determinar los asuntos de la humanidad no son los hombres masa, sino los hombres élite, en los que concurren todos los rasgos despectivos que Ortega atribuía a los primeros. Los hombres élite son irresponsables, carecen de una concepción de sí mismos exacta y realista que se ajuste a las circunstancias de la vida. Consideran que son autosuficientes, que no se deben a nada ni nadie y que su individualidad es la explicación de todos sus éxitos. Buscan ansiosamente sobreponerse a los límites inherentes a la vida y la naturaleza, sustrayéndose por completo de la sociedad para dirigirla discrecionalmente desde un espacio virtual.

Por si no fuera suficiente, César Rendueles nos señala otra de las grandes patologías del capitalismo actual. Internet, ese espacio supuestamente abierto y común donde es posible compartir conocimientos y habilidades, y que incentiva la comunicación y el intercambio inmediato de información, pertenece también al conjunto de disfunciones de un sistema que se ha revelado inepto a la hora de solventar los problemas de la sociedad. Es cierto que proporciona numerosas ventajas, eso nadie lo puede negar, pero esa euforia vertida sobre la posibilidad de revolucionar positivamente la sociedad a través de Internet es injustificada. Internet no constituye sino una manifestación expresa de lo que es la sociedad líquida. En la red se nos atomiza, se olvida nuestra trayectoria social, primándose una visión del sujeto concretada en el presente. Una visión mutilada y reduccionista que no tiene en consideración el conjunto de actos y responsabilidades que nos han traído hasta nuestra situación actual, donde el pasado es editable y reconfigurable. La red es un espacio que carece de normas sociales, todo está permitido en ella. No importa la diligencia con la que nos hayamos comportado anteriormente, solo importa que formemos parte del presente en el que fluye su actividad.

Estamos abocados a un mundo delirante donde el culto al presente y al individuo se ha convertido en una norma sagrada e indiscutible. Esta sociedad líquida, concebida como un agregado de individuos facultados para actuar a sus anchas, está dinamitando los valores sociales en los que se han sustentado históricamente las relaciones entre los seres humanos. Esta percepción vanidosa en torno al individuo es alarmantemente nociva. Nos hallamos aprisionados en una burbuja que nos impide ver más allá de nosotros mismos y más allá de nuestra existencia actual. Hemos perdido el norte. Ni el presente ni el individuo son autosuficientes. El presente contiene siempre una parte de pasado y de futuro, está inserto en la corriente de un río que fluye desde su inmemorial nacimiento y que avanza campante hacia su desembocadura en el insoslayable mar del futuro. Lo mismo sucede con el individuo, que no es nada ni nadie sino gracias a su relación con los demás. Es falso que podamos ser libres desvinculándonos del resto de seres humanos y creyendo que podemos vivir pensando únicamente en nosotros mismos. El ser humano es un ser social que no puede desenvolverse plenamente sino en sociedad.

Es necesario que recuperemos los valores de solidaridad para volver a tejer los lazos sociales que el capitalismo actual ha debilitado hasta lo indecible. No podemos seguir sumidos en una individualidad y un presente exonerados de responsabilidad, proyectados en espacios carentes de un mínimo de exigencias para con el resto de seres humanos. Es preciso entender que esa visión de la sociedad que el capitalismo propugna es totalmente falsa. Debemos potenciar las virtudes sociales que cada uno de nosotros poseemos, es menester rescatar los principios de colaboración y cooperación que otrora reinaron. No podemos olvidar nuestra obligación para con las futuras generaciones, nuestra obligación de legarles un medioambiente similar al que nos encontramos nosotros al llegar al mundo. La tiranía del presente y del individuo impiden comprender que el ser humano no posee únicamente derechos, sino que también le apremian obligaciones que debe satisfacer. Nuestros actos no son inocuos, pues inevitablemente inciden en otros sujetos y en otras generaciones. Por esta razón, nos debemos rebelar frente a esta sociedad líquida que causa estragos a extraños y a conocidos.




viernes, 23 de enero de 2015

"Aún queda mucho por hacer"


En los últimos meses he estado escuchando con demasiada frecuencia declaraciones optimistas de los dirigentes de nuestro gobierno, resaltando sus hercúleos esfuerzos por reactivar la economía de nuestro país, aunque para ello, como reconocen en ese espeluznante y esperpéntico vídeo preelectoral, hayan tenido que aplicar medidas gravosas para numerosas familias. En este vídeo, Floriano tiene la valentía de indicar cuál ha sido el gran fallo del Partido Popular en su legislatura: “Ha faltado darle un poco de piel a cada cifra positiva”. Sensación compartida estrechamente por Cospedal y Rajoy: “Seguro, eso seguro”. El problema, en efecto, es ese, que no han celebrado suficientemente sus logros económicos, no que hayan dejado a un país en la miseria social. La responsabilidad no es suya, por supuesto, sino que se debe en gran parte a la causa que alumbra González Pons en el susodicho vídeo: “Ahora es mucho más difícil hacer política”. ¡Bravo! Y, por si no fuera ya lo suficientemente insufrible el vídeo, acaban con un eslogan risible: “Aún queda mucho por hacer”.

No puedo entender cómo estos dirigentes nuestros pueden tener tan poca decencia. La verdad es que empieza a ser insultante, no sólo que no asuman responsabilidades, sino que además intenten vender la moto con que apenas han podido hacer nada en los cuatro años de legislatura y que, por lo tanto, “aún queda mucho por hacer”. Se trata de un discurso totalmente falso, por desgracia, han hecho mucho en menos de cuatro años, de hecho, es difícil llevar a cabo un número de medidas atroces mayor que el de las tomadas por el Partido Popular. “Aún queda mucho por hacer”, se atreven a decir. Yo les contestaría que poco más pueden hacer, pues es difícil que puedan aplicarse medidas dotadas de mayor violencia y eficacia a la hora de liquidar un país que las abanderadas por el Partido Popular en los últimos años. Que no nos mientan, por favor, lo repito: han hecho mucho. Y detrás de cada medida adoptada subyace una ideología que no tiene nada que ver con la afabilidad y el compromiso social que manifiestan sus dirigentes en el patético vídeo preelectoral.

Resulta realmente ardua la tarea de enumerar las medidas destructivas del Partido Popular, por eso intentaré centrarme en las más vergonzosas. Nuestro Presidente del Gobierno, el que asiste en Francia a una multitudinaria manifestación a favor de la libertad de expresión, dirige un gobierno que es capaz de aprobar un anteproyecto para la nueva Ley de Seguridad Ciudadana más propio de un régimen dictatorial que de una democracia, donde se penaliza la grabación y difusión de imágenes de policías en el arbitrario supuesto de “que supongan mofa para ellos o algún riesgo para la seguridad”. Un anteproyecto de ley que defiende el uso de empresas de seguridad privada para controlar la protesta social, con el daño evidente que ello causaría a la soberanía del Estado. Y donde se sancionan las coacciones, injurias y calumnias a los agentes de las Fuerzas de Seguridad, de igual modo tanto si se producen cuando estos se encuentran en el ejercicio de sus funciones como si no.

Este mismo gobierno, que supuestamente ha hecho poco, ha aprobado una ley educativa (la LOMCE) totalmente sesgada, revestida de un enorme contenido ideológico como se observa en las consecuencias de su aplicación: engrosa notablemente el papel de asignaturas como economía, al mismo tiempo que reduce a un papel secundario a todas las asignaturas ligadas con la educación cívica: ya no se impartirán ni ética ni educación para la ciudadanía, a cambio se enseñará una asignatura nueva, Valores Éticos, eso sí, limitada a las personas que no cursen la asignatura de religión (increíble este razonamiento, poder considerar que quienes reciben una educación religiosa no necesitan, como el resto de personas, una educación cívica). Se refuerza asimismo la religión contabilizándola en la ESO a la hora de realizar la nota media. Por el contrario, la asignatura de filosofía, troncal en el bachillerato para la anterior ley, se ve también notablemente perjudicada por la LOMCE. Su papel se reduce drásticamente, privándola de su condición de troncal en segundo de bachillerato. No puede negarse la carga ideológica presente en todos los cambios propiciados por esta nueva ley educativa. Es evidente que este gobierno está deseoso de crear una ciudadanía apática y pasiva. Quiere construir ciudadanos acríticos, que no pongan en cuestionamiento sus medidas. Suena todo muy orwelliano, pero es que, desgraciadamente, así es el gobierno del Partido Popular.

Por último, han encabezado una reforma laboral totalmente dañina para los trabajadores, cuyos derechos se ven gravemente cercenados y atacados por una reforma regida por los principios del neoliberalismo más agresivo. Esta reforma promueve el despido fácil, libre y barato. Presume que los despidos son a priori procedentes, estableciendo que sea el trabajador quien demuestre que el despido no se fundamenta en una causa justificada. Estipula que empresas sin pérdidas puedan deshacerse libremente de sus trabajadores alegando simplemente bajadas en las ventas o beneficios durante tres meses consecutivos. Es una reforma laboral hecha a la medida de Merkel y sus acólitos y que sigue la línea económica de una Unión Europea contaminada por un capitalismo ilimitado y financiero que está ahogando la soberanía de los Estados y la dignidad de los ciudadanos.

Por muchas medallitas que se cuelgue el Partido Popular por la reciente reducción del desempleo y por esos brotes verdes que es capaz de avistar hasta en los lugares más empantanados, el gobierno de Mariano Rajoy ha atacado indiscriminadamente las condiciones de los trabajadores.  El paro puede seguir descendiendo, pero el problema ya no es ese. El problema es que el Partido Popular ha creado una nueva cultura laboral que abraza intrínsecamente la precariedad y la miseria social, que únicamente inaugura “carreras a la baja”, donde solamente vencen aquellos trabajadores desesperados que se ven obligados a vender su dignidad. Y donde los empresarios están facultados para actuar a sus anchas, sin tener que respetar un mínimo de derechos que los trabajadores poseen y que el gobierno del Partido Popular no les reconoce.

“Aún queda mucho por hacer”, se atreven a decir. Que no nos vendan la moto: han hecho ya demasiado y por eso es hora de que se marchen. No puedo ni imaginarme los destrozos que podría acumular el Partido Popular en cuatro años más de gobierno, de verdad, carezco de la imaginación necesaria como para que se me ocurran mayores atrocidades posibles que las pergeñadas por el gobierno de Mariano Rajoy en los últimos cuatro años. Y es necesario que no las olvidemos, que no coloquemos un velo por encima de todo lo sufrido en estos años. Porque el recuerdo lleva al aprendizaje, mientras que el olvido, en ocasiones, no lleva sino a una indulgencia injustificada y perniciosa. Y justamente eso es lo que debemos evitar para no volver a tener que sufrir otros gobiernos como el de Rajoy y para que no se nos engañe con más cantos de sirena ni con más brotes verdes. Debemos ser críticos y por eso no podemos aceptar que quienes tantos daños han infligido a los ciudadanos eludan sus responsabilidades y finjan que aquí no ha pasado nada malo.