"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

viernes, 3 de diciembre de 2021

Juan Luis

 

En estos tiempos en los que el pesimismo se vuelve a cernir sobre nosotros, me fuerzo a pensar en cosas luminosas. Estos últimos días he pensado mucho en un hombre espigado, de andares ligeros, gafas pequeñas y voz muy suave. Se llamaba -y supongo que todavía se sigue llamando, aunque hace bastante que no sé de él- Juan Luis Ramos y fue mi profesor de castellano en segundo de bachillerato. Vestía muy sencillamente, normalmente unos pantalones de pana y un jersey de tono oscuro. Sus movimientos eran siempre comedidos, exentos de cualquier tipo de atolondramiento. Era una persona circunspecta y tranquila. En concordancia con la personalidad que estoy describiendo, se reía de manera muy discreta. También sonreía mucho, de modo que, siendo serio, nunca resultaba imponente. Todo lo contrario, desprendía candidez. Su presencia era muy agradable y ejercía un efecto balsámico -y también hipnótico- sobre su entorno. 

Era elegante a la hora de hablar de sus compañeros y de sus alumnos. Lo era hasta en la manera en que sujetaba la tiza y escribía en la pizarra versos de Miguel Hernández. Tenía mucha mano izquierda. Sólo así se puede explicar que desempeñara el cargo de jefe de estudios con tanta solvencia y sin granjearse ninguna enemistad entre el alumnado, y mira que fueron tiempos convulsos en el IES Barri del Carme, con mucho parte y muchas raciones de “te espero a la salida del instituto”. Me acuerdo de cruzarme alguna mañana con él de camino a clase. Caminaba ensimismado escuchando música. Esa estampa me transmitía -y me sigue transmitiendo hoy, tantos años después- una sensación muy profunda de paz. Una paz que no parecía caída del cielo, sino que resultaba más bien fruto de una deliberación alargada, de mucha experiencia y de alguna que otra resignación. 

Juan Luis era, para colmo, extremadamente divertido. Tenía una ironía muy fina. Mi hermana y yo, que fuimos sus alumnos en años diferentes, seguimos comentando los correos que enviaba. No tienen desperdicio. Unos días antes de la selectividad, nos envió uno con sugerencias para que nos ajustáramos a los noventa minutos del examen de castellano. Empezaba así: “Queridas y queridísimos: Sin ánimo de romper vuestra decidida concentración, sin ánimo de turbar vuestro retiro espiritual, pero con la voluntad manifiesta de servicio al alumno/a que caracteriza a este departamento de Castellano (y por el mismo precio), os envío un archivo con unas sugerencias para la preparación de vuestro examen”.  Entre los distintos ejercicios que proponía, el que más gracia me ha hecho siempre fue este: “Método del reloj de cuco: Instala en tu casa dos o tres relojes de cuco y prográmalos para que cada noventa minutos, el pájaro salga de la casita y avise. Es muy efectivo. El inconveniente de este último método es que muy posiblemente al segundo día tus padres te echen de casa. Si así fuera, no olvides llevarte contigo los relojes allá donde vayas y seguir practicando”.

En Navidad de 2012 también nos envió un correo muy gracioso para recordarnos las tareas que debíamos entregar a la vuelta: “Debéis enviarme el trabajado antes de que acabe el año. Es decir, cualquier trabajo que me llegue con posterioridad a la duodécima campanada del 31 de diciembre será redirigido inmediatamente a la papelera de reciclaje. Todo esto, claro, en el supuesto caso de que los mayas no tengan razón. Si la tuvieran y el mundo se fuera al garete el día 21, quedáis eximidos de hacer cualquier cosa. A no ser que las religiones tengan algo de razón y nos encontremos en el más allá. En este caso, cuando os dejen llegar al Paraíso me entregáis los trabajos. Yo os esperaré allí. Sed juiciosos estos días. Que no se acabe el mundo no quiere decir que os tengáis que ir por ahí a celebrarlo a todas horas”.

En el instituto a algunos profesores les gustaba competir por ver quién había escrito más manuales de segundo de bachillerato. Juan Luis, sin embargo, siempre fue muy modesto. Nunca le gustaba hablar de sí mismo. Tanto es así que nunca nos dijo que había publicado tres poemarios en los ochenta. Le incomodaba tanto la notoriedad que decidió dejar de publicar sus poemas en 1983, cuando apenas tenía veinticinco años. Nosotros nos enteramos de todo esto hace sólo cuatro años, cuando salió a la luz un volumen que recoge los distintos poemarios de Juan Luis y que le valió el Premio Ciutat de Barcelona de Literatura castellana de 2017. A mí se me cae la cara de vergüenza cuando recuerdo un día en clase en el que, en un acceso de vanidad, le enseñé unos versos que había escrito y que me planteaba presentar para el concurso de poesía del instituto. Con la elegancia que le caracterizaba, me dijo de la manera más eufemística posible que era una birria de poema (“la rima no está muy conseguida, ¿no?”). Y no le faltaba razón. Era un poema lamentable al que no me he atrevido a volver nunca.

El volumen publicado en 2017 se titula con “Con pájaros que ignoro”. Lo he estado leyendo estas últimas noches y la verdad es que es emocionante descubrir que hay razones para admirar todavía más a Juan Luis. Comparto aquí la primera parte de “Balada del indiferente”, el poema que más me ha gustado:

 

“A orillas de cualquier estado

bajo un cielo tachonado de bengalas

y pájaros errantes,

se tiene la sensación, se tiene

la poderosa sensación de que una manzana

cualquiera,

mojada de escarchas infantiles,

al caer sobre la hierba donde quizá un par de enamorados

vivieron con cánticos de júbilo

y aullidos deportivos

la certeza profunda de su amor,

una dulce y purpúrea manzana

al caer

arrastra en su caída el paisaje,

el cielo tachonado de bengalas

militares y globos multiformes,

el paraíso y sus colones.

 

Los dardos de la melancolía

buscan nuestra garganta y se tiene

una vez más la sensación

de estar de sobra en este cuarto destartalado

con polvo centenario y frío

lechoso que llamamos mundo.

Ni siquiera la ardiente mirada

sobre una vieja estampa familiar

desde cuya hondura un vago fantasma dice adiós

enternece

               un pecho endurecido por la fatiga”.        


Qué rabia me da no poder recordar con nitidez cada una de sus clases. Cuántas horas delante de él se han ido, en contra de mi voluntad, por las cañerías del olvido. El pasado es avaricioso y sólo nos permite quedarnos con jirones de lo que vivimos. En el caso de Juan Luis, por suerte, son jirones expansivos con capacidad de alumbrar toda una juventud, desde su etapa más embrionaria a la más madura. "Los días y las noches están entretejidos de memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido". Aunque haya olvidado mucho, recuerdo lo más importante: que Juan Luis era un profesor espléndido que nos trataba a todos con mucho respeto.


PD: En este link podéis ver y escuchar a Juan Luis recitando uno de sus poemas:  https://www.rtve.es/play/videos/pagina-dos/pagina-dos-poema-juan-luis-ramos/4520871/



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