Después de que el taxista acabe de hablar, se producen varios minutos de
silencio en el Bar-Mesón. Cada uno de los clientes se encuentra ensimismado en
su bebida. Casimiro, con el propósito de enmendar el estropicio previo, les ha servido
otra cerveza sin cobrarles, esta vez bien echada, con poca espuma. Raimunda siente
que quiere hablar, pero piensa que ya ha hablado demasiado, no quiere
monopolizar la noche. La historia del taxista le ha tocado hondo, ya que lleva
bastante mal lo naturalizados que están los cuernos en la sociedad. Ella es una
férrea opositora de los cuernos. Nunca los ha entendido y nunca los entenderá.
Si estás con alguien y te deja de gustar, déjalo. Si estás con alguien y te
gusta más otra persona, pues déjalo también. Pero no lo humilles con mentiras y
falsas caricias. Sigue dándole vueltas en su cabeza a por qué detesta tanto las
infidelidades cuando, de repente, una voz interrumpe el flujo de sus
pensamientos. Proviene del otro cliente del bar, el que no ha hablado aún y con
el que ella ha coincidido tantas veces, sin conseguir nunca oírle ni una
palabra.
Este hombre le infunde mucho respeto a Raimunda. Su persona está rodeada de
un aura especial que puede explicarse tanto por la extrema deferencia con la
que le tratan en el Bar-Mesón (le pagan por consumir en lugar de cobrarle),
como por los aires de grandeza que reviste su propia figura. Lleva una
gabardina beige que no se quita nunca, ni siquiera en verano. Tampoco dentro
del local. A pesar de no delatar ningún signo de cojera, va acompañado
de un bastón de madera reluciente que lleva inscritas unas palabras en latín
que Raimunda es incapaz de traducir. Sus gafas son de lentes grandes y le
cubren hasta la última arruga de la frente. En la mano derecha sujeta una pipa
que expulsa vapor en lugar de humo -Raimunda entiende que es una pipa electrónica.
La única que ha visto en su vida-. Comprueba la hora en un reloj de bolsillo
dorado y lleva sobre su cabeza un sombrero negro que se quita religiosamente en
el momento en que se sienta en la mesa reservada para él en el Bar-Mesón. Sobre
esta mesa despliega siempre un mapa gigantesco de la ciudad de Madrid que saca
de su bolsillo izquierdo y que, al ser más largo que la mesa, se queda colgando
en las extremidades. No hace falta ser muy perspicaz para percatarse de que se
trata de un mapa antiguo, ya que huele a humedad, el papel tiene un color mortecino,
las letras están difuminadas y, sobre todo, la mitad de las calles que contiene
ha desaparecido.
Estimados cohabitantes del Bar-Mesón, como ya habrán comprobado algunos de
ustedes, no soy muy dado a la cháchara. Más bien, todo lo contrario. Si algo he
descubierto en mis largos sesenta años de vida es que no hay nada más valioso
que el silencio. No me gusta hablar y menos aún escuchar. La vida es demasiado
corta e insignificante como para añadirle más dosis de superficialidad. Yo me
encomiendo a mi cerebro para aliviar la pesadumbre del vivir. Dialogo
continuamente conmigo mismo para mantenerme despierto y no languidecer
intelectualmente. Imagino que estarán pensando que soy algo altivo. No me
importa que me tilden de ello, no se preocupen. De hecho, es más motivo de
orgullo que de ofensa que se me pueda ver como una persona arrogante, pues
llevo toda mi vida esforzándome denodadamente por ofrecer esa imagen de mí
mismo. No quiero engañar a la gente dándole a entender que me importan sus
inquietudes banales. Me basta con mi banalidad y me gusta ser claro sobre ello.
Se deberán de estar preguntando ustedes qué razón de peso me ha conducido a
interrumpir mi retiro social. Por qué de repente me presto a bajarme al fango para
establecer esta conversación con ustedes, seres terrenales. Hacen bien
preguntándoselo, pero siento decepcionarles al informarles de que no tengo una
repuesta clara. Supongo que aún quedan algunos vestigios de humanidad en mi interior
que no puedo controlar y que me empujan a interactuar con la gente a pesar de
mi recalcitrante misantropía. Ahora que ya estoy de pie y que he empezado a
hablar, me siento obligado a contarles alguna historia que les pueda entretener
de la manera en que sus historias (he de reconocer) me han entretenido a mí.
Hace de esto ya muchos años. Treinta y cinco, concretamente. Se celebraba
una cena de gala de jóvenes escritores en el Hotel Ritz de Madrid. Yo no había
escrito nada aún, pero se me había colgado la etiqueta de escritor por colaborar
con algún que otro periódico de provincia que leían los intelectuales de Madrid
cuando hacían alguna escapada fuera de la capital. Evidentemente, no conocía a
ninguno de los asistentes. Y menos aún me conocían ellos a mí. Iba ataviado con
un traje que me había cedido amablemente mi cuñado. Recuerdo que me quedaba un
poco ancho, pero no me podía permitir hacerme con otro más ceñido para la
ocasión. Fui a la cena con la ilusión de un niño el día antes de Reyes. No
sabía qué me depararía la jornada, pero sabía que iba a ser digna de ser
recordada. Y tanto que lo fue. No hay día en estos treinta y cinco años que han
pasado en el que no haya pensado en esa cena.
El acto de recepción tuvo lugar en el vestíbulo del hotel. Se sirvieron
todo tipo de exquisiteces que yo había desconocido que existieran hasta ese
día. Si algo me fascinó fue la capacidad de estos incipientes escritores de
hablar mientras comían sin resultar maleducados. Maldije a mis padres por no
haberme enseñado a hablar con la boca cerrada. Por no revelar demasiado pronto
mi ausencia de maneras, decidí pasarme la recepción saltando de conversación en
conversación, escuchando atentamente a mi interlocutor hasta que me daba pie a
hablar y, después de unos segundos interminables de tensión, aterrizaba otro
invitado y suplía con éxito mi silencio. Nunca he jugado mejor a la oca que ese
día. Fui saltando de una casilla a otra hasta que llegué a la meta final, que
no era otra que el gran comedor del hotel, atravesado por una mesa inmensa de
caoba en el centro y decorado en las paredes con cuadros de todos los
ilustrísimos invitados que se habían hospedado en el hotel a lo largo de su
historia.
Mi único conocimiento sobre protocolo se basaba en saber que en la cena era
de mala educación conversar únicamente con una persona. Existía una norma
social que estipulaba que uno debía ir alternando entre los comensales de su
lado y el de enfrente. Después de lo maravillosamente bien que se me había dado
pasar de una conversación a otra en la recepción, no me cabía ninguna duda de
que lo iba a bordar en la cena. Para una norma que me sabía… y no la respeté.
Pero no me culpen. Ahora entenderán perfectamente mi debilidad.
Me sentaron al lado de un escritor que vestía como visto yo ahora, pero
siendo joven, lo que tenía pecado. Un bohemio fetal. Intercambié un par de
palabras con él y, efectivamente, me pareció plúmbeo de narices. Sí, plúmbeo.
No se me ocurre calificativo más certero. Siempre me ha gustado pronunciar esta
palabra. P-l-ú-m-b-e-o. Pesan tanto sus letras que acaban cayendo por su propio
peso. Siempre que la utilizo se me forma una bola en la boca que es como si me
estuviera comiendo un mazapán. Menudo plasta el chisgarabís aquel. Aunque
ahora, bien pensado, debería agradecerle que fuera tan insoportable. Gracias a
la animadversión que me despertó, pude centrarme exclusivamente en el comensal
sentado a mi otro lado, que era una mujer de cara redonda cuyas facciones
gravitaban sobre una sonrisa bailarina que invitaba a viajar muy lejos del Ritz
con ella. Me quedé postrado en mi asiento, con una mueca tonta colgada en la
cara, cuando me giré y me topé de bruces con esa presencia arrebatadora. La tenue
luz de la inmensa lámpara de araña del comedor confería a sus cabellos castaños
una pulcritud similar a la de la madera recién barnizada. Sus ojos centelleaban
cuando reparé en ellos por primera vez. Permanecí callado varios segundos, intentando
devolverle con un espejo imaginario una mirada igual de luminosa que la suya.
No sé si lo logré. Me basta con saber que enseguida nos pusimos a hablar y que
no fuimos capaces de despegarnos en toda la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario