"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

martes, 8 de noviembre de 2022

Petrificus totalus

 [Continuación de "pipas electrónicas"]

Durante la cena, tuve la sensación de estar volando. Conversamos, reímos, lloramos, nos acariciamos y, por su puesto, nos besamos. A pesar de besarnos con una efusividad ígnea, sentíamos que había tantas cosas pendientes de las que hablar -toda una vida de la que ponernos al día, de hecho-, que las palabras conseguían brotar de nuestros besos, colándose entre esa cremallera de carne que formaban nuestros labios unidos. Soy incapaz de ponderar el tiempo consumido allí arriba en el cielo del Ritz, pero nos bastó una cena para pasear por cada vericueto de nuestros respectivos pasados. Jamás he sentido un ensanchamiento tan grande del tiempo como el de esa noche. Adquirí conocimiento de sus seres queridos -de los fallecidos y de los todavía vivos-, de sus tristezas, de sus aficiones y, por supuesto, de sus frustraciones. Atesoro esos minutos en el lugar más sagrado de mi memoria y de mi corazón.

Nos despertó de ese estado de ensoñación romántica el señor plúmbeo sentado a mi lado. Míster plumbito, le llamaba mi nueva amiga, con una sonrisa pilla y sendos hoyuelitos hundiendo sus mejillas de muñeca de porcelana. “Pero habrase visto mayor falta de pudor y de escrúpulos que la suya”, espetó en un tono agrio, “una cosa es que me niegue la palabra en este encuentro y otra muy distinta que se pase todo el rato martilleándome con palabras cursis y besos estruendosos. Y ya lo último, está usted tan enfrascado en todo lo que concierne a esta fresca que ni se ha percatado de que lleva veinte minutos dándome empujoncitos al son de sus caricias”.

Evidentemente, perdí las formas. ¿Fresca, dice? Le propiné tal puñetazo que sus gafas saltaron por los aires y cayeron en el suelo. Agarré de la mano a mi querida y, al levantarme, pisé con rabia las gafas del mequetrefe aquel, que empezó a dar voces y a increparme. Los seguratas se acercaron a nuestra zona, pero nos dio tiempo a escaparnos corriendo, expulsando alaridos en los que se entremezclaban la risa y el flato.

Seguimos corriendo dirección Neptuno. Cuando pasamos al lado del Prado, me asaltó una imagen que el señor plumbito seguro habría juzgado como cursi: la estatua de Velázquez que custodia el museo inmortalizaba en un cuadro la instantánea de esos dos jóvenes que éramos nosotros corriendo asidos de la mano y derramando en nuestros rostros lágrimas de alegría y de emoción. Dos jóvenes con la melena al viento y todo un horizonte de felicidad desplegado ante ellos. Cuando estábamos ya a la altura de Neptuno, me di cuenta de que el cordón de mi zapato derecho se había alzado en rebeldía e iba bailando al ritmo de nuestras zancadas. Solté la mano de mi amiga un segundo, me paré, me agaché y me concentré en atarme ese cordón díscolo. Era presa en ese instante de tantas emociones que la mano me temblaba y no lograba atinar con el nudo. Me demoré más de lo esperado en ese acto rutinario que tantas veces había ejecutado de manera mecánica. Cuando levanté la cabeza, vi a mi amiga, a mi nueva querida, varios metros alejada de mí. Estaba con el brazo en alto, en uno de los pasos de cebra del Paseo del Prado, esperando un taxi. Me miró con una tristeza en los ojos que no podía contrastar más con la jovialidad en las que nos habíamos envuelto los dos durante nuestra cita sobrevenida. Su mirada triste heló mi corazón. A pesar de la distancia, pude apreciar cómo esos labios finos, de los que tantas palabras cálidas habían emanado en las horas anteriores, lograban musitar unas últimas palabras, esta vez más frías, aunque todavía impregnadas de cierto afecto: “Lo siento mucho, pero me tengo que ir”. Se subió en el taxi y desapareció de mi campo de visión. Me quedé petrificado en la postura ridícula en que me hallaba en ese momento: con la rodilla izquierda apoyada en el suelo, la cabeza ligeramente levantada y con las dos manos sujetando ya sin ninguna fuerza el cordón díscolo de mi zapato derecho.

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