"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

jueves, 14 de mayo de 2020

El susodicho


No puede imaginarse que cuando le miras a la cara no lo haces como cualquier otra persona, sino que ahondas en sus rasgos. Que te sabes de memoria sus lunares, el tamaño concreto de cada uno de sus dientes, sus pelos fuera de sitio, sus cicatrices, sus marcas de la varicela, el color de su piel. Le haces radiografías. Múltiples. Las vas actualizando. Cada día anotas en tu libreta mental un rasgo nuevo.

Luego esa radiografía te la llevas a casa y vuelves sobre ella continuamente. La repasas sin cesar hasta que descubres que conoces su cuerpo mejor que el tuyo propio. Que esa libreta reproduce sus rasgos físicos más fielmente que el espejo más diáfano y grande que pueda existir.

Recoges en una botella su olor. Y lo llevas contigo. Cuando estás en la intimidad, siguiendo un ritual de lo más estricto, ruedas el tapón y abres la botella. Dejas que se escape durante unos segundos el olor, te impregnas de él y lo vuelves a guardar con la mayor de las diligencias, como el tesoro que es, porque no quieres compartirlo con nadie más.

No puede imaginarse que no hay contacto fortuito, que todo es premeditado y maquinado con antelación. Que los abrazos se alargan deliberadamente. Que no quieres despegarte de su cuerpo, aunque ya estés despegado por el incompasivo e infranqueable algodón de la ropa. Te toca conformarte con efímeros e insatisfactorios simulacros de acoplamiento. Insípidos abrazos de camaradería.

Deseas abrirle la boca e introducirte en su cuerpo. Anclar una liana en una de sus muelas y descender poco a poco, memorizando cada espacio. Hacer una visita guiada por él. Montarte una pequeña y modesta cabaña, con los materiales que sea. Acomodarte y comprobar que la fusión que sientes en tu pensamiento ha adquirido forma física. Que por fin sois dos en uno. O uno por dos, lo contrario de lo que oferta el Carrefour.

Todo plan contra el amor es un plan abocado al fracaso desde su incubación. Intentas convencerte de que hay una luz en el horizonte, un halo de esperanza, una posibilidad de escaparte. Pero el mar es violento y agresivo. Sus embestidas te noquean. Intentas coger el primer bote y marcharte, pero las olas te devuelven siempre a la arena. Te reducen. Te repelen. A ti y a tu cruzada contra el amor.

Es magnético y adictivo. Tus movimientos te acaban conduciendo siempre al mismo puerto. Tus venas se han prolongado, has echado raíces fuera de tu cuerpo y sembrado semillas en terreno ajeno. Estás todavía más lejos de lo normal de bastarte por ti mismo. Tu insuficiencia se hace flagrante. Se radicaliza, se agranda, se agudiza.

Aunque eres consciente de que el ser humano es un ser social que necesita de los otros, te das cuenta de que esta dependencia exacerbada puede ser realmente tóxica. Te aplana. Te preguntas si quedan vestigios de tu autonomía.

Llevas de viaje contigo a la otra persona. Permanentemente. Es parte de ti. La cobijas en tu fortaleza. No puedes dejarle salir. Aunque quieras. Serpentea por tus venas.

A veces resulta agotador. Sudas de tanto amar. Acabas extenuado. Te preguntas si no habrá descanso. Te preguntas si merece la pena. Pero te das cuenta de que no entra dentro del ámbito de la voluntad. Que la decisión está lejos de tu alcance.

Y aun así, te hace sentirte pleno. Hasta el no correspondido. Una plenitud que te hace olvidar, o al menos aliviar, la zozobra que atraviesa tu existencia.

El miedo al vacío que se apodera del pasado. El miedo a la nebulosa en la que se envuelve el presente. El miedo al abismo que se cierne amenazante sobre el futuro. Todos estos miedos aplacados por su intensidad. Por la vibrante y eléctrica fuerza del acto de amar.

El amor como negación. No sabes muy bien qué afirma. Pero te hace notar que no estás muerto.



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