"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

viernes, 27 de noviembre de 2020

Plaza Elíptica

 

En el quinto capítulo de la cuarta temporada de The Crown, Fagan, el ciudadano que logró colarse dos veces en Buckingham Palace, aparece sentado en un autobús con la cabeza apoyada sobre la ventana. Su vida no le puede ir peor: su mujer se ha separado de él y no le deja ver a sus hijos. Para colmo, no encuentra trabajo, tocándole lidiar cada semana con la inmisericorde y gélida maquinaria burocrática. La instantánea en el autobús produce mucha lástima. Se le ve impotente, completamente resignado, sin ningún atisbo de luz en la mirada. Da la sensación de que no le importaría mucho si el cristal de la ventana de repente se hiciera añicos y volatilizara sus sesos. De hecho, parece que lo esté pidiendo a gritos. La escena me recordó a una imagen muy similar en Joker en la que la fina luna de un autobús de Gotham es lo único que separa a Joaquin Phoenix de caer en el abismo.

Tanto el Joker como Fagan son individuos problemáticos a los que se coloca la etiqueta de enfermos mentales con tal de no admitir que es la propia sociedad la que está enferma. Pero a mí lo que me interesa ahora no es tanto la crítica social como la visión latente del transporte público como el lugar en el que se agranda la soledad del individuo. No deja de ser curioso que sea precisamente en un espacio tan concurrido donde el individuo se siente más enajenado y perdido, indiferente frente a las sonrisas y conversaciones de sus vecinos. Solos amuchados, que diría Galeano.

Viendo a Fagan en The Crown me vinieron a la cabeza todos los trayectos que hice por el intercambiador de Plaza Elíptica durante los casi dos años que viví en Madrid. Creo que hay pocas cosas más lóbregas que ese intercambiador. Una pasarela subterránea por la que desfilan legiones de individuos que se apelotonan unos sobre otros, apilando sus penurias y frustraciones en una especie de masa etérea que empapa de fatalidad cada uno de los rincones. Un túnel con paredes de psiquiátrico, de un blanco chillón y cegador que devuelve una imagen todavía más difusa y desagradable de los transeúntes. Así como el frío puede llegar a abrasar, el blanco del intercambiador está revestido de una oscuridad perturbadora. Es como el fogonazo de un disparo. La antesala de esa gran tragedia que es la monotonía. 

Los individuos avanzan sin intercambiar ninguna mirada. Seguro que algunos han coincidido decenas de mañanas en esas mismas entrañas del metro, pero no tienen ni ganas ni necesidad de mirarse. Aunque las tuvieran, tampoco resultaría demasiado fácil diferenciar a unos de otros. Están cortados por el mismo patrón: autómatas que andan con los pasos milimetrados, sin desviarse ni un ápice del itinerario marcado por la rutina. El soldado anónimo del siglo XXI.

Algunos andan con una ingravidez asombrosa. No imprimen ninguna fuerza a sus pasos. Son individuos despellejados por la ansiedad en los que no queda ningún residuo de energía. Como el que ya ha pasado al más allá y no le importara mucho su devenir. Son condenados que se dirigen al patíbulo resignados, conscientes de que no merece la pena dar más vueltas a las cosas. Otros, sin embargo, andan con determinación y con zancadas grandes, luchando por hacerse un hueco en la cinta automática del intercambiador para acortar el tiempo de sus recorridos. Son aquellos a los que todavía les importa llegar puntuales. O los que simplemente no se pueden permitir llegar tarde.

Suena de fondo una música metálica que procede del roce de bolsos y mochilas que no tienen tiempo para pararse y saludarse. Viene acompañada del sonido cortante de las notas que el señor de pelo canoso toca cada mañana en su piano portátil, aporreando nuestros tímpanos sin ninguna piedad. Está tan incardinado en el paisaje del intercambiador que uno llega a olvidar que está ahí, produciendo ruidos que se acaban internalizando como un trámite más del recorrido. Los auriculares protegen a algunos individuos del martilleo, como cordones umbilicales que los conectan con otra realidad, con la patria de cada uno. Aunque, a decir por la alegría de sus semblantes, debe de tratarse de una patria aburrida, de flores marchitas.

1 comentario:

  1. Hola César me veo subiendo solo a un autobús de la emt, me siento y para no sentirme solo doy los buenos días o buenas tardes al vecino de asiento, la mayoria de las veces me miran como un bicho raro, pocos son los que devuelven el saludo y algunos, sobre todo los de mi edad, inician una conversación, este aislamiento se repite en los ascensores oficiales. En el autobús con .a cabeza apoyada en el cristal mirando la calle tambien se ven personas solitarias co la sensación de no saber su destino.

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