"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

sábado, 27 de febrero de 2021

Rastrojos

 

La tristeza se había posado sobre ella desde hacía un tiempo. Se despertaba desganada, como si las horas de sueño, en lugar de regenerar su energía, la aplacaran todavía más y le hicieran despertarse fatigada, pasiva, sin fuerzas para mover el cuerpo y levantarse de la cama.

Los días amanecían con un velo que distorsionaba la luz del sol, despojándola de su calor, de su fulgor y de su centelleo. Llegaba a su ventana una luz demasiado tamizada, mortecina, color aceituna. Era como si después de colar la naranja recién exprimida sólo se quedara con la pulpa. No estaba mala, pero era demasiado pegajosa e insípida. Sus ojos también se despertaban aletargados, apretados hacia dentro por múltiples legañas que eran igual de adhesivas que el velcro de sus deportivas. Los tenía tan pegados hacia dentro que era como si estuvieran encadenados a las entrañas más profundas de su interior, a esos lugares insondables que se ubican en lo más hondo de un pozo oscuro y negro. En realidad, llevaba bastantes meses sintiéndose así, sin encontrar ningún motivo para abrazar el día que se desplegaba frente a ella pidiendo a gritos ser maltratado y rechazado.

A pesar de que esa desgana no fuera ninguna novedad en su vida, sí que lo era considerando el día de que se trataba, pues el primer día de instituto había encendido siempre su espíritu. ¿A quién no le emocionaba pensar en el primer día de clase? Eran tantas las incertidumbres e incógnitas por resolver que uno se levantaba pitando de la cama, excitado por descubrir si llegará un nuevo compañero o compañera de clase, quién será su tutor, a quiénes tendrá de profesores, si habrá repetidores o no. También le entusiasmaba pensar en la renovación de su material académico. Ir con su madre a la tienda de Andrés a reservar los manuales que era preceptivo comprar. Esperar a que transcurriera la primera semana para calcular cuántas libretas necesitaría comprar y de qué tipo. Le encantaba entrar a Arturo Manuel, la papelería del barrio, y perderse entre ese espectáculo de luces y colores: bolígrafos pilot de gel y normales; agendas de todos los tamaños, algunas incluso con chistes y con imágenes de las series más famosas del momento; rotuladores de punta fina para los encabezados de cada tema; lápices; sacapuntas de Faber Castell con capucha y un depósito debajo para ahorrarte los trayectos a la papelera de clase; y libretas de todos los tipos: con cuadrícula, lisas, de papel satinado… A ella las que más le gustaban eran las de Oxford de tapa dura y con cuadrícula pequeña, porque escribía con mucha fuerza y eran las únicas que impedían que la tinta traspasara la página.

Hacía años que las ganas por reiniciar todos estos rituales acallaban el tímido sentimiento de culpa que le asaltaba cada mes de septiembre cuando se daba cuenta de que no había hecho los deberes de verano. Pero es que, ¿cómo podían esperar que se pasara cada día escribiendo en un diario lo que hacía, para que así luego lo leyeran sus profesores? El verano venía cargado de demasiadas aventuras como para desperdiciarlo ocupada en escribir aquello que hacía o dejaba de hacer. Y mira que este verano había sido más triste, menos luminoso. Pero, aun así, daba igual, hay que estar loco y desesperado y deprimido para preferir pasar horas delante de un papel en blanco que chapoteando en el agua de la piscina.

Sentía cierta vergüenza cuando recordaba el ansia con el que había esperado la reanudación del instituto hacía dos años. Era todavía julio y se encontraba en un campamento de verano cuando cogió con la mano derecha un diente de león y lo alzó bien alto, con la esperanza de que al acercarlo al cielo sus deseos estarían más cerca de ser escuchados. Pidió que llegara en septiembre un chico que le gustara y al que le pudiera gustar. Sus amigas ya se habían liado con algún chico, pero ella no. Tenía miedo de quedarse rezagada para siempre y por eso se encomendaba a esa operación aparentemente irracional. Pensaba que no podía desaprovechar ninguna de las oportunidades que se le presentaran para pedir algo. Obviamente, ese chico no llegó hace dos años y nada indica que pueda llegar este. Pero, por si acaso, este verano también sopló bien fuerte un diente de león y siguió la trayectoria de sus agujas liberadas hasta que se fundieron con el blanco de las nubes y se perdieron en la inmensidad del cielo.

 


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