"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

martes, 10 de septiembre de 2013

El futuro de Cataluña y de España


Sé a lo que me expongo al proponerme tratar un tema tan delicado. Únicamente, ruego un poco de transigencia y una mentalidad abierta ante lo que voy a escribir.

Mañana, 11 de septiembre, coincidiendo con la Diada, tendrá lugar la cadena humana por la independencia de Cataluña. Todo apunta a que será un acontecimiento que agudice, aún más si cabe, el sentimiento independentista estimulado especialmente desde que Artur Mas llegara a la presidencia de la Generalitat. Será un evento revulsivo, lo que no quita que sea totalmente ridícula e hiperbólica la comparación que Mas ha establecido con el "I have a dream" de Luther King. Paralelamente, en la víspera de la Diada, aparecen en El País unos comentarios polémicos espetados en 2005 por Pérez de los Cobos, presidente del Tribunal Constitucional, quien sostuvo que "los catalanes han sido educados en el desprecio a la cultura española". A mi parecer, la visión de Pérez de los Cobos es bastante errónea, en suma, esa perspectiva tan expandida no hace sino incrementar el distanciamiento de Cataluña con el resto de España; o del resto de España con Cataluña, como quiera entenderse.

Que quede claro: no soy ni catalanista, ni independentista, ni mucho menos nacionalista. El nacionalismo es, en mi opinión, un sentimiento sectario y deplorable. ¿Qué es el nacionalismo? Ni los propios nacionalistas lo tienen claro. Yo lo definiría como la identificación conjunta de un grupo de personas que comparten unos rasgos (el idioma, costumbres, tradiciones… Hasta aquí, todo es bastante comprensible, esta identidad compartida podríamos denominarla patriotismo) que exalta su identidad colectiva, pretendiendo sobreponerse al resto de identidades. En este último matiz, es decir, en la manifestación de cierto separatismo, reside el que es, a mi parecer, el grave y abominable error del nacionalismo, aquello que lo convierte en un sentimiento grotesco e incluso megalómano. Además, identificarte especialmente con tus allegados, no debiera ser un impedimento para sentirte identificado con personas con rasgos distintos de los tuyos. Estableciendo un símil (perdónenme si resulta demasiado simple y frívolo) ese sentimiento de identificación del nacionalismo es comparable con el de cualquier miembro de una familia con sus parientes. Tanto la familia como nuestro lugar de nacimiento son fruto del azar, pues no elegimos dónde establecernos al nacer. Sin embargo, pese a que este fenómeno, en tanto que azaroso, carece de racionalidad, solemos identificarnos fuertemente con nuestros parientes y con nuestro lugar de nacimiento (o de desarrollo), e incluso les tenemos un cariño especial y, con frecuencia, mayor que al resto. Sin embargo, estas características casi intrínsecas a nuestra persona, no son óbice para que, a lo largo de nuestra vida, gocemos de numerosas amistades (exentas de imposiciones del azar) y descubramos infinidad de lugares que nos cautivan igual, o incluso más, que el nuestro. El nacionalismo, por tanto, limita el conocimiento del mundo y de la humanidad. Además de fomentar la irracionalidad.

Ahora bien, cuando aparecen figuras importantes de nuestra política como Pérez de los Cobos e Ignacio Wert (no se olvide su ya célebre “hay que españolizar a los catalanes”) pronunciándose sobre el tema de Cataluña, no se sabe bien si su verdadero propósito es frenar la ola nacionalista o impulsarla. En primer lugar, me parece que no es Cataluña, como indica Pérez de los Cobos, sino Wert, quien “educa en el desprecio a la cultura catalana”. Existe en España, sobre todo en Madrid, una especie de tendencia a concebir como arma política y como peligroso y dañino para el castellano la existencia del catalán. Resulta hilarante que pueda tenerse miedo a una lengua hablada por apenas 11.5 millones de personas, frente a los 500 millones de castellanohablantes que hay en el mundo. Yo mismo, que hablo valenciano, sufro en ocasiones esta broma de mal gusto cuando se me pregunta por qué narices hago uso de esa mierda de lengua que no sirve para nada. Existe una confusión enorme y perniciosa acerca del uso del catalán y del castellano. Hablar catalán no es sinónimo de atacar al castellano, del mismo modo que emplear el castellano no significa tener algo en contra del catalán. Es compatible, como es mi caso, abrazar, apreciar y usar ambas lenguas. Sin embargo, en los últimos años se está intentando incompatibilizar, como bien se plasma en los actos y en las palabras de Wert.

Sería una salvajada que se intentara reducir o imposibilitar la enseñanza en catalán, puesto que constituiría el primer paso hacia la desaparición de una lengua minoritaria que, como tal, necesita ser reforzada y enseñada a partir de las escuelas. El castellano, en cambio, se aprende casi por inercia, pues la mayoría de libros, de prensa escrita y de programas de radio y televisión optan por utilizar esta lengua a la hora de expresarse. Hecho que se refleja en la encuesta que se realizó hace unos años en Cataluña y que muestra cómo el conocimiento del castellano está muy por encima del catalán entre los ciudadanos de esta comunidad autónoma. Por consiguiente, los ataques a esta lengua minoritaria alientan a los catalanes a escudarse en el nacionalismo, pues la lengua es una parte fundamental e inalienable de la cultura de Cataluña, una parte sin la cual no pueden concebir su identidad.

Atacar el catalán, por recelo del castellano, constituye también una actitud nacionalista y, por ende, intransigente. Resulta contradictorio e incoherente la cantidad de españoles que se enervan con el nacionalismo catalán, pero que, sin embargo, manifiestan un nacionalismo, en su caso español, mucho mayor. El problema del nacionalismo no es de qué tipo es, sino el nacionalismo en sí.

En la actualidad, estamos inmersos en un estado de confusión e incertidumbre acerca del futuro de España y de Cataluña. No sabemos con certeza qué va a suceder, sin embargo, intuimos que este proceso no va a estar exento de confrontaciones y conflictos. Cómo solucionar esta situación deviene, pues, en una obligación ineludible para nuestro presidente del gobierno, quien se muestra demasiado esquivo ante un tema tan trascendental. Quizás la convivencia entre España y Cataluña podría recuperarse si dejásemos de una vez por todas los nacionalismos a un lado e izáramos, en lugar de tantas banderas diferentes, una sola: la de la tolerancia.





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