"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

sábado, 14 de mayo de 2022

La tela roja

No deja de resultar irónico que Raimunda tenga como referentes a un actor y dos actrices que se caracterizaron casi siempre por ocupar un segundo plano en las pelis en las que tomaron parte. Es irónico si uno tiene en cuenta la pequeña Napoleona que se enconde bajo la piel tersa de Raimunda y que tantas risas y reprimendas le ha merecido procedentes de su madre. En el mundo de verdad, en el real y material que todo ser humano puede tocar con los dedos del pie, Raimunda quiere ser el número uno, la protagonista del acontecimiento que cambiará el sino de la humanidad. Sin embargo, en lo tocante al mundo imaginario, aquel que es depositario de las ensoñaciones que cada uno cultiva en el mundo real, Raimunda se conforma con adoptar un rol periférico. “Protagonismo para los hechos, segundo plano para tus sueños”, es el lema de su vida. Sus sueños le sirven para relajar sus aires de grandeza y así limar el alma perturbada propia de la persona sobre la que recae la inconmensurable carga de enderezar el camino de la humanidad.

La pasión por el cine le viene de sus padres, que llevaron durante muchos años el videoclub del barrio. No es que ellos tuvieran ni una pasión desmedida por el cine ni tampoco ningún conocimiento técnico sobre cómo se hacían las películas. Si se iniciaron en este negocio fue porque se jubiló don Hortensio, el anterior propietario del videoclub, que era amigo y les planteó si querían reemplazarle, que era una buena oportunidad para garantizarse ellos cierta estabilizad económica. Jacinta e Isidoro, que llevaban años encadenando empleos mal pagados, accedieron sin pensarlo dos segundos. Hicieron unas pocas reformas y reanudaron la actividad del videoclub. Cuando Raimunda evoca su infancia, no se proyecta dando saltos y hundiendo los pies desnudos en la hierba fría y húmeda de un campo lleno de margaritas donde sólo puede respirarse aire puro. Para Raimunda, los años felices de su infancia sólo pueden resumirse en volutas de humo, procedentes de los cigarros de sus padres, diseminando las siluetas de las estrellas de Hollywood que vivían encapsuladas en las carátulas de las películas que se exhibían en las estanterías torcidas del videoclub. Lo que más recuerda es su indecisión a la hora de elegir qué peli ver. Había tantas que podía tardar horas en elegir una. Tanto tardaba que un día, en el instituto, para una asignatura en la que le mandaron como tarea hablar de una película, ella se inventó una propia que trataba precisamente sobre el interminable proceso de escoger una película en el videoclub de sus padres. Aderezó el relato con dosis de drama y de humor. La niña protagonista se veía estimulada por cada título de película que leía. “Sólo los ángeles tienen alas”. “Qué verde era mi valle”. “El hombre que sabía demasiado”. “El crepúsculo de los dioses”. “La quimera del oro”. “Senderos de gloria”. Leía el título de cada película y daba rienda suelta a su imaginación, se ponía a elucubrar sobre qué trataría cada película para después, inevitablemente, llevarse un chasco al dar la vuelta a la carátula, leer la sinopsis y pensar, convencida, que la película fraguada en su cabeza era infinitamente más emocionante. Cuando sus padres leyeron el relato, que le había valido el premio a mejor relato del instituto, le echaron una bronca del copón, pues ese texto constituía un arma disuasoria para el resto de sus compañeros de clase, quienes, abrumados ya sólo de pensar en lo estresante que era el proceso de seleccionar una película, apenas iban a encontrar ningún motivo para acercarse al videoclub. “Estos no han entendido nada”, pensaba Raimunda para sus adentros.

Le hacía gracia que a sus padres les escandalizara esa menudencia, pues podría haber contado tantas otras cosas más jugosas relacionadas con el videoclub y que eran susceptibles de espantar de verdad a los clientes: a los potenciales y a los asiduos. Le había costado mucho no incluir un relato más pormenorizado de lo que era el día a día en el videoclub, exponer en público sus entrañas. Aunque primero merece la pena detallar brevemente cómo era la fisonomía del videoclub. Consistía en un bajo largo y algo estrecho que estaba partido por una línea recta sobre la que se colocaban a los dos lados estanterías repletas de películas. Al entrar, a la derecha, se encontraba el mostrador tras el que pasaban horas y horas sus padres: cobrando, haciendo labores administrativas, añadiendo nuevos productos de venta… En ese mostrador se vendía todo tipo de cosas: desde chuches a palillos para quitarse el trozo de maíz que se queda enraizado en la muela después de un buen atracón de palomitas. Se vendían también lejía y abanicos, y alguna que otra revista, como la Interviú. 

Al final del videoclub, a la derecha, había una habitación muy pequeña que tenía como puerta una tela roja. Sus padres habían prohibido a Raimunda entrar en esa habitación y por eso mismo había entrado en ella tantas veces. Se la sabía de memoria. Aunque, en realidad, lo que le empujaba a quebrar la prohibición de sus padres no era tanto la prohibición en sí misma como la actitud siniestra y esquiva de todos los clientes que se dirigían hacia esa zona. Primero, le extrañaba que sólo los hombres se acercaran a ella. Segundo, observaba un patrón de comportamiento en todos ellos que le intrigaba sobremanera. Entraban al videoclub sigilosamente, sin cruzar una mirada ni con sus padres ni con el resto de los clientes, con la cabeza gacha. Se paraban primero en las estanterías a las que ella sí tenía permitido el acceso, hurgaban en ellas con cierta apatía, como si carecieran de cualquier entusiasmo para ver las películas que sujetaban en sus manos. A pesar de la desgana evidente que manifestaban, cogían más películas que el cliente habitual, como cuatro o cinco, lo que resultaba extraño, ya que apenas disponían de dos días para verlas y devolverlas, so riesgo de ser penalizados en caso de demorarse en la devolución. Una vez tenían en sus manos las cuatro o cinco películas seleccionadas, se acercaban poco a poco a la habitación franqueada por la tela roja. Avanzaban zigzagueando, dando pasos temblorosos y escrutando, con una ansiedad palpable en sus ojos, quién había a su alrededor. Esperaban de normal a que Pipo, el chucho de los padres de Raimunda, se alejara de la zona caliente. Echaban una última mirada al mostrador, para asegurarse también de que estaban fuera del campo de visión de los propietarios, y entonces se decidían a descorrer la tela roja y a entrar así a la habitación prohibida para Raimunda.

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