"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

domingo, 1 de marzo de 2020

1917, Descenso a los infiernos de la Gran Guerra

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En 2019 se tradujo al castellano La batalla de Occidente, un pequeño libro de Éric Vuillard en el que el autor francés novela algunos de los sucesos que jalonaron la Primera Guerra Mundial, también conocida como la Gran Guerra. Aunque en el imaginario colectivo prevalezca la memoria de la Segunda Guerra Mundial, con el insoslayable recuerdo del horror del Holocausto, cabe decir que, para buena parte de los historiadores, es la primera contienda mundial la que reviste mayor relevancia como fenómeno bélico. En esta línea, Vuillard nos cuenta cómo cristalizaron en la Primera Guerra Mundial los avances tecnológicos impulsados por la Revolución Industrial. La caballería, la infantería y los cañones de bronce fueron reemplazados por instrumentos y armas demoledores, como los tanques y los zepelines, incubados desde la más fría lógica científica.

Fueron estas dimensiones mastodónticas de la Gran Guerra las que dieron lugar al concepto del soldado anónimo. En un contexto donde la batalla se decidía principalmente por aspectos técnicos, el papel del soldado se vio notablemente reducido. Poco se podía hacer frente a un enemigo que, como en los fusilamientos de Goya, carecía de rostro. Un enemigo al que la tecnología había cubierto de una capa gélida y terrorífica de acero. La guerra pasó a alcanzar una dimensión destructiva tal que la línea que había dividido tradicionalmente a los militares de los civiles se vio resquebrajada por completo. Las ciudades eran brutalmente bombardeadas, de modo que ni siquiera los que no luchaban podían permanecer ya a salvo de la masacre. El conjunto de estos factores ha llevado a numerosos historiadores a describir la Primera Guerra Mundial como una guerra extraordinariamente cruenta y deshumanizadora.

Es precisamente en este período histórico en el que Sam Mendes sitúa su nueva película, 1917. El director inglés nos cuenta la historia de dos jóvenes soldados, Schofield (George MacKay) y Blake (Dean-Charles Chapman), a los que se les asigna una misión crucial: cruzar el territorio enemigo para entregar un mensaje que evitará que el ejército inglés caiga en una trampa urdida por los alemanes. La misión contiene un componente dramático adicional: entre los cientos de soldados ingleses en peligro se encuentra el hermano de Blake.

Aunque la historia sea aparentemente sencilla y suene poco original, está muy bien narrada. Mendes consigue profundizar tanto en las personalidades de Schofield y Blake, como en la relación de amistad que acaban trabando los dos protagonistas. Mientras que Schofield es más reservado y se muestra indiferente frente a los honores que pueden conseguirse mediante la guerra, Blake es bromista, optimista y se siente atraído por la idea de lograr un día una medalla como recompensa por el servicio prestado a su país. Se trata de dos soldados anónimos que deberán salir de las trincheras inglesas y atravesar la conocida como tierra de nadie para llegar a territorio enemigo. Esa tierra de nadie que señala el inicio del descenso a los infiernos: “Y entre los dos ejércitos, allí donde los caracoles topaban con sus blandos cuernos, se extendía una estrecha tierra de nadie de barro y de cadáveres. Espacio destruido, sagrado, que separaba a los hombres casi tan meridianamente como el vacío separa a los planetas” (Vuillard, p.150).

Tras atravesar la tierra de nadie, los dos protagonistas deberán superar diversos obstáculos más, incluida una línea de trincheras alemanas minada con explosivos. A Blake le llegará su final en una granja abandonada, en la que, tras presenciar un combate aéreo, ofrece su ayuda a un desvalido aviador alemán que acaba apuñalándole de manera letal. Así es como parece pagarse la humanidad en la guerra. La muerte de Blake añade todavía más heroicidad y dramatismo a la odisea de Schofield, que se ve espoleado ahora por el deseo de honrar la memoria de su amigo. A pesar del ritmo trepidante y frenético que la misión a contrarreloj imprime a la historia, con apenas espacio para los diálogos, la película reposa en distintos momentos, permitiendo así el desarrollo de escenas más íntimas que acaban conmoviendo, como la de la muerte de Blake y, sobre todo, la de Schofield guareciéndose en el sótano de una casa con la compañía de una mujer francesa y un bebé a los que cede el poco de leche que le queda.

1917 está grabada en un súper plano secuencia con solo tres cortes claros. Evidentemente, hay distintos cortes sutiles y difíciles de observar dentro de ese súper plano secuencia, pero lo relevante es que Mendes quiere que durante toda la película el espectador se sienta inmerso en la propia historia, que sienta el ritmo sin descanso de la guerra, así como la tensión que invade a los protagonistas por el escaso tiempo del que disponen para cumplir su misión. A través de ese súper plano secuencia, Mendes consigue instilar en el espectador la sensación de que la guerra se acaba tornando en un fin en sí mismo. De que los pensamientos de los soldados apenas pueden proyectarse más allá del instante inmediato, de la lucha incesante por sobrevivir y sortear los obstáculos que surgen de la nada. Cuestiones tan abstractas como el nacionalismo, blandido en casi todas las guerras como el origen principal del conflicto, como fuente de agravios y odios desbocados, aparecen completamente arrinconadas en la mente de los soldados.

En 1917 prevalecen los colores ocres, propios de lo crepuscular, que introducen al espectador en el abismo infernal de la guerra. Mendes consigue recrear parte de las sensaciones que Vuillard relaciona con la Primera Guerra Mundial. No solo, como ya se ha comentado, la tierra de nadie, que se dibuja como un terreno vasto y putrefacto, lleno de ratas y de cadáveres, en el que una sensación de amenaza se cierne todo el rato sobre aquellos que osan traspasarlo, sino también el bombardeo indiscriminado de las ciudades, las interminables líneas de trincheras, así como la deshumanización e ‘impersonalización’ del enemigo. Apenas se ven soldados alemanes en la película. El enemigo es casi inidentificable: “Pero ese enemigo ¿cuál es, en realidad? ¿Quién es? Entidad abstracta y feroz, ¿qué es esa boca que devora? ¿Qué son esos dientes que trituran? Nadie lo sabe. No han visto de verdad al enemigo” (Vuillard, p. 157).

En definitiva, 1917 nos habla de los lazos férreos de amistad y solidaridad que se pueden forjar durante la guerra. Nos habla también de lo contrario, de la desconfianza reinante en contextos donde rige el ‘sálvese quien pueda’. Nos habla, por supuesto, de la guerra. Pero, sobre todo, del insondable sentido de ésta. De la inutilidad del patriotismo bélico. De que los verdaderos motivos que empujan a los soldados a seguir luchando son los más simples y humanos: la supervivencia y el anhelo de volver a sentir la calidez del hogar. Volviendo por última vez a Vuillard: “Los soldados comprenderán muy pronto que los han mandado hasta allí para algo que nada tiene que ver con lo que les han dicho, muy pronto sabrán que el deber, la patria, Alemania y Francia, ¡en fin!, son un decir, historias que les cuentan para arrastrarlos lejos de sus casas. Lo entenderán todo muy pronto, pero demasiado tarde. Verán que su vida, ahora, no importa nada, que han prevalecido otros intereses muy distintos, que su vida entera ha sido requisada, vendida, arrojada a un gran sacrificio que no tiene la menor utilidad para ellos” (p.31).

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