Impávido,
hierático, gélido. Así aparece Thomas Cromwell, interpretado magistralmente por
Mark Rylance, en casi todas las escenas de esa maravillosa miniserie que es Wolf
Hall. La gravedad y dimensión de los hechos que acontecen en su entorno no
consiguen arrancarle ni media mueca expresiva. Su rostro se mantiene siempre opaco,
impertérrito. El espectador sabe, sin embargo, que este advenedizo, mano
derecha del Rey Enrique VIII, alberga intensos sentimientos en su interior. Guarda
hacia sus adentros sus pasiones y temores, sus dudas y sus frustraciones. Ha
tenido una infancia de privaciones y humillaciones y, a pesar del flamante
cargo que ostenta, es totalmente consciente de que no puede relajarse. De que su
vida pende de un hilo en la medida en que está atada a la colérica, fluctuante
y volátil personalidad de Enrique VIII.
Cromwell es al
mismo tiempo testigo y protagonista de los históricos acontecimientos que
tuvieron lugar en Inglaterra en el siglo XVI. Principalmente, de lo que algunos
amigos nuestros han rebautizado con sorna como el primer Brexit: el
divorcio de Inglaterra de Roma y, por ende, del catolicismo. Cromwell se mancha
las manos de sangre. El Rey le encomienda ocuparse de la persecución y
enjuiciamiento de Tomás Moro por hereje, por alinearse con los postulados de
Roma. La ejecución de Moro desata dudas y remordimientos bajo la coraza de
Cromwell, quien había sido desde pequeño un sincero admirador suyo. Sabe que Enrique
VIII le ha dado un barniz religioso y escolástico a un conflicto que tiene una
motivación descaradamente personal: casarse con Ana Bolena. Bajo la imperturbable
mirada de Cromwell se puede apreciar el abatimiento que siente al observar cómo
los caprichos de un Rey pueden dictar la muerte de personas inocentes que son
disfrazadas a los ojos del público como despreciables herejes.
No sé si será casualidad
o no, pero, además de Wolf Hall, estas semanas de largo confinamiento he
ido sumando por inercia la lectura de libros que de una forma u otra hablan de tolerancia
y de herejes. He viajado de la mano de D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis a la
Francia del siglo XVIII, gobernada de facto por el Cardenal Richelieu y
sumida en una contienda con Inglaterra teñida también de motivos religiosos.
Una guerra que enfrentaba a los franceses católicos, para los que trabajaban
nuestros mosqueteros, con los hugonotes. El narrador al que cede la voz Dumas
nos acaba revelando que esa sangrienta guerra entre dos países no era más que
la consecuencia de una disputa amorosa entre el Cardenal Richelieu y el duque
de Buckingham, servidor del monarca inglés Carlos I. Tanta sangre vertida para
que al final resulte que “lo que realmente se ventilaba en esa partida que los
dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados era
una simple mirada de Ana de Austria”.
Gracias a Stefan
Zweig y a su genial Castellio contra Calvino, he viajado también por la
intransigente y puritana Ginebra de Calvino y he visto casi en
primera persona cómo se atacaba a individuos de espíritu crítico y libre, como
a Miguel Servet y a Castellio. Individuos a los que se les había colocado
la maldita y onerosa etiqueta de herejes. Zweig recupera algunas frases
memorables que dejó Castellio en su batalla dialéctica con Calvino. Tras la
muerte en la hoguera de Servet, escribió, con una sobriedad estremecedora, que “matar
a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”. Y, antes de
ser él mismo víctima de la represión implacable de Calvino, desenmascaró con gran
lucidez la arbitrariedad que se esconde bajo cualquier acusación de herejía: “al
reflexionar acerca de lo que en definitiva es un hereje, no puedo sino concluir
que llamamos herejes a aquellos que no están de acuerdo con nuestra opinión”.
También he pasado
una estancia de siete días muy intensos y salpicados de desgracias en una desangelada
abadía del norte de Italia en compañía de Guillermo de Baskerville y su
aprendiz Adso. A través de El nombre de la Rosa, me he sumergido en los interminables
debates escolásticos que se produjeron en el siglo XIV debidos principalmente a
la fuerza con la que las ideas franciscanas habían penetrado en algunos
sectores de la Iglesia. En el corazón de todas las desgracias que asolaron a la
abadía se encuentra la obstinación de Jorge de Burgos, un monje anciano y
ciego, por preservar impoluta la verdad de Dios. En la misma línea que el Papa
Juan XXII, sanciona fervorosamente cualquier intento de cuestionar o banalizar las
palabras del Señor. La intolerancia ante cualquier idea discordante se impone
en la abadía, pegando de nuevo la letal tacha de hereje a todo aquel que ose disentir.
Guillermo de Baskerville se empeña, sin embargo, en enseñar lo contrario a su
aprendiz: “quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que
éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad
consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad”.
Pensándolo bien,
quizá esta sucesión de lecturas sobre la verdad, la
tolerancia y la herejía no sea tan casual si tengo en cuenta que empecé el año leyendo Una
lección olvidada, un ensayo muy entretenido en el que Guillermo Altares
hace un recorrido por distintos episodios de la historia de Europa. Entre estos
episodios, se encuentra el que dedica a la catedral de Albi, en Francia. Se
trata de una catedral que se levantó a finales del siglo XIII “como un imponente
mensaje después de que el Papa aplastase la herejía cátara, la única cruzada
que tuvo lugar en suelo europeo y de la que surgió un tribunal que marcaría la
historia de este continente: la Inquisición”. La mastodóntica catedral, situada
en el centro de la ciudad, cumplía perfectamente la misión de vigía moral, funcionaba
como una especie de ojo de Sauron que recordaba a las almas díscolas la implacable
y poderosa fuerza frente a la que se enfrentaban si decidían dar rienda suelta
a su imaginación.
Qué miedo despiertan
aquellos que dicen conocer la verdad y que actúan conforme a esa convicción,
pasando por encima de quien haga falta, incluso por encima de aquellos para
cuyo beneficio dicen que empuñan la verdad. Pienso (y que me perdone mi amigo
Fran) en Orwell, a quien he vuelto también estos días de interminable reclusión,
y recuerdo el ingenio con el que caricaturizó en Rebelión en la granja a
Stalin y a las querencias totalitarias de la Unión Soviética. Entre los mandamientos
que los cerdos intentan implantar en la granja destaca el siguiente: “Todos los
animales son iguales”. Este mandamiento acaba siendo subvertido por los propios
cerdos, que han diseñado un sistema de normas maquilladas de universalidad que
al final no sirven sino a sus propios intereses. Todos los animales son
iguales, “pero algunos más que otros”, acaban añadiendo, poniendo así de manifiesto la
arbitrariedad que late siempre bajo las verdades absolutas que se intentan
imponer y que he sufrido estos meses por igual en Ginebra, en Francia, en
Inglaterra y en el norte de Italia.
Por suerte,
cuando salgo del letargo en el que me sumen estos viajes literarios, vuelvo a
un mundo donde apenas se habla de herejía y donde la libertad religiosa es generalmente reconocida como un
derecho fundamental. Por desgracia, cuando vuelvo a la España del siglo XXI, me
topo con etiquetas, como “golpista”, “anticonstitucionalista”, “populista” o “terrorista”, que se utilizan con la misma ligereza y finalidad que la de “hereje” antaño.
Armas arrojadizas que se lanzan contra todo aquel que piensa distinto. Mecanismos
automáticos de deslegitimación de la opinión ajena. Para conseguir un poco de
aire, me escabullo de nuevo y vuelvo a introducirme en las páginas de El
nombre de la rosa, de las que rescato estas sabias palabras de Guillermo de
Baskerville: “El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia
del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo
es sombrío porque sabe adónde va, y siempre va hacia el sitio del que procede”.
Segundo intento. César al leer el recorrido por tus lecturas durante la cuarentena es como dar un paseo tu y yo por esos momentos históricos recuperados de las memoias de mis lecturas durante mi vida, adolescencia,juventud y madurez, ha sido bonito darme cuenta de la coincidencia en alguna deb nuestras lecturas, u recorrido por historia europea desde la edad media y moderna y has sabido conducirme hasta estos momentos oscurosn actuales, no aprendemos de la historia, ni aprovechamos la experiencia de los antepasados. Gracias por estos momentos.
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