"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

jueves, 29 de agosto de 2013

I WANT TO HAVE A DREAM


Barack Obama, el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos, rendía ayer homenaje a Martin Luther King el día en que se cumplían cincuenta años de aquel célebre discurso que el reverendo ofreció en Washington en la escalinata del memorial de Abraham Lincoln. La imagen no podía ser más simbólica: Obama perorando sobre Luther King bajo la imponente sombra del gran emancipador (under the shadow of the great emancipator, Lincoln). Fue una imagen para el recuerdo que refleja la continuidad de los sueños estadounidenses acerca de la lucha por alcanzar la libertad. Porque cuando Martin Luther King had a dream, Lincoln ya había tenido su sueño. Y hoy, cuando King ya ha tenido su dream, Obama tiene el suyo. Los sueños, como vemos, son imperecederos. Son inmunes al paso del tiempo.

En 1863, justo cien años antes del I have a dream de King, Abraham Lincoln había deleitado a todos los presentes en el cementerio de Gettysburg con un discurso tan sucinto como preciso que concluía de forma memorable con las siguientes palabras: “...que habrá en esta nación, con la ayuda de Dios, un nuevo nacimiento de la libertad; que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá en esta tierra”. Lanzaba una ola de esperanza en un momento desalentador, en plena Guerra de Secesión, donde el Norte y el Sur de la Unión estaban totalmente fragmentados. El inicio del discurso también marcó un punto de inflexión en la política abolicionista que estaba llevando a cabo y que desembocó en la emancipación de los esclavos negros. Su fulgurante comienzo fue: “Hace ochenta y siete años nuestros padres crearon en este continente una nación, concebida en la libertad y consagrada al principio de que todos los hombres nacen iguales”. Democracia, libertad, igualdad, eso era exactamente lo que anhelaba Lincoln. Fruto de su denuedo, los negros vieron la luz por primera vez en siglos.

Pero el sueño del gran emancipador estaba inconcluso. John F. Kennedy, cien años después del discurso de Lincoln y dos meses y medio antes del de King, se vio obligado a irrumpir en la televisión estadounidense para exigir que se permitiera el acceso de dos jóvenes negros a la Universidad de Alabama. Recurriendo a los ideales defendidos por Lincoln (“esta nación se fundó basándose en el principio de que todos los seres humanos son creados iguales, y de que los derechos de cada ser humano se ven reducidos cuando se amenazan los derechos de uno solo de ellos”. Palabras de JFK) Kennedy denunciaba las desigualdades existentes entre los negros y los blancos: “un bebé negro nacido en los Estados Unidos hoy, sin importar en qué parte de la Nación venga al mundo, tiene más o menos la mitad de probabilidades de completar la escolarización en el instituto que un bebé blanco nacido en el mismo lugar el mismo día, una tercera parte de probabilidades de llegar a completar estudios universitarios, una tercera parte de probabilidades de llegar a convertirse en un profesional, el doble de probabilidades de estar desempleado, una séptima parte de probabilidades de ganar 10.000 dólares anuales, una esperanza de vida siete años menor, y la perspectiva de ganar solamente la mitad”.

Setenta y ocho días después de la comparecencia de Kennedy, Martin Luther King lideraba la marcha que concluyó con el insuperable I have a dream y que tenía como fin clamar contra todas esas injusticias que los negros seguían sufriendo en un país que se jactaba de ser paradigmático en cuanto a democracia y libertad. King expuso ante una gran multitud de personas su sueño, no sólo el sueño del americano negro, sino el de cualquier americano amante de la libertad. Fue una llamada a la igualdad y a la justicia que dio sus frutos, pues sin ella sería casi inexplicable la llegada a la presidencia de Barack Obama, el primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos.

Ayer, cincuenta años después, Obama se afanó en recordarnos los sueños de quien fue una de sus grandes inspiraciones políticas. Ayer, cincuenta años después, Obama nos recordó que él sigue soñando, que nosotros, los ciudadanos del mundo, debemos seguir soñando. Se han conquistado grandes avances pero se debe evitar caer en la complacencia. Por eso, ayer, cincuenta años después, Obama nos recordó las imperfecciones de la sociedad y la política americana, extrapolables a cualquier país desarrollado. El presidente en el cargo reivindicaba la igualdad para los sectores marginados del pueblo americano, como los gais y los discapacitados, al mismo tiempo que también cargaba contra las perniciosas consecuencias del capitalismo radical imperante en las últimas décadas y causante de la extensión y el incremento de las desigualdades sociales.

Ayer apreciamos más que nunca la eternidad y el poderío de los sueños; cómo, siglo tras siglo, la esperanza de éstos se mantiene; cómo, pese a las carencias de nuestro entorno, siempre podemos aferrarnos a nuestros sueños y a nuestras ilusiones. Porque sólo se es totalmente libre cuando se sueña. El sueño político, además, es el reflejo de una actitud crítica y comprometida con la democracia. Es el reflejo de un espíritu empático y luchador que se propone acercar la realidad a la utopía, por muy difícil que resulte esta empresa. Hagamos caso a Obama y soñemos todos.

jueves, 1 de agosto de 2013

BIENVENIDOS AL ESPECTÁCULO


 En qué mal momento se me ha ocurrido esta mañana enchufar la caja tonta para sentarme a ver el pleno que tenía lugar en el Senado. No podría haber cometido error más grande para comenzar este mes de agosto, pues el espectáculo que he presenciado me ha producido tal desasosiego e indignación que me ha dejado mal cuerpo para el resto de la semana. Mi descolocación ha sido tal, que no he podido terminar de ver el final del pleno, puesto que me sentía perdido, hasta tal punto que no sabía discernir entre si estaba observando una reunión parlamentaria o una película totalmente zafia.

 Recuerdo que abundaban los chillidos, los exabruptos y, sobre todo, las falacias. Algunos se trataban de chillidos injuriosos; otros, de un júbilo tan incontenible que acababan reproduciéndose en grandes ovaciones, todos de pie, vitoreando fielmente a su infalible líder. Los máximos representantes de los dos partidos más importantes se lanzaban calumnias, tachando de corrupto al partido contrario, exigiendo autocrítica y remarcando la carencia ética del otro. El presidente del Gobierno parafraseaba a Rubalcaba, con el fin de parapetarse en argumentos con los que anteriormente se había defendido el líder socialista, argumentos que contradecían la actitud de Rubalcaba en el pleno de hoy y que delataban la conveniencia de sus declaraciones.

Mariano Rajoy esquivaba las preguntas de la mayoría de los portavoces de la oposición, dedicándose únicamente a responder a aquel a quien podía desarmar fácilmente mediante acusaciones pasadas; evitando, además, ofrecer una explicación convincente sobre los SMS que intercambió con Bárcenas una vez sabida la existencia de una cuenta ilegal del extesorero del PP en un banco de Suiza. Alfonso Alonso denunciaba públicamente la falta de modestia de Rosa Díez al mismo tiempo que él se jactaba, haciendo uso de la ironía, de la mayoría absoluta obtenida por el Partido Popular en las últimas elecciones. Tampoco faltaban las apelaciones a grandes citas de intelectuales con las que algunos políticos concluían sus comparecencias, pretendiendo impregnar sus falaces discursos de coherencia y sentido común.

Yo no podía salir de mi estado de estupefacción, que, en suma, iba incrementándose conforme transcurría la sesión. Deseaba bajar la cabeza y encontrarme con un cuenco de palomitas entre mis manos, con la intención de convencerme de que aquel esperpento que estaba observando no era sino una mera ficción. Desgraciadamente, el anhelado cuenco no apareció en ningún momento. Por lo que apagué el televisor, INDIGNADO. Indignado al constatar, una vez más, cómo la diatriba política eclipsa el verdadero esclarecimiento de los asuntos que conciernen a la ciudadanía; indignado al observar cómo se prima la pugna, en detrimento de la cooperación; indignado al comprobar que la política se aleja cada vez más de los ciudadanos. Indignado, en fin, ante las grandes lagunas democráticas de nuestro país.