Este último
mes, la corriente del confinamiento me ha llevado por las vertientes de la derrota.
Dicho así, quizá suene demasiado grandilocuente. El concepto de derrota suena a
tragedia griega. Suena también a personajes complejos y perturbados de novela
rusa, de esos a los que al lector a veces le entran ganas de atestarles un par
de bofetadas para despertarles de tanto circunloquio y tanto ensimismamiento. “¡Venga,
vuelve a la realidad, tío cansino!”. Pero no os preocupéis, yo aquí me propongo
hablar de algo mucho más liviano: del pringado de toda la vida. Del pringado
que todos llevamos dentro.
De los que
han convivido conmigo este último mes, el primero que me viene a la cabeza es
el pobre Baxter, el entrañable personaje interpretado por Jack Lemmon en El
Apartamento. Cómo no sentir una lástima inmensa por un tío que espera en la
intemperie, aterido de frío, a que sus superiores acaben de consumir sus
infidelidades en su apartamento. Baxter, hastiado de la mecánica y tediosa
labor que lleva a cabo en su empresa de seguros, está decidido a ceder todo
cuanto haga falta con tal de verse en la parte alta del organigrama. Está
obsesionado con dejar de ser un pringado. La pena que siente el espectador
aumenta cuando descubre que Fran Kubelik, la ascensorista interpretada por
Shirley MacLaine de la que se prenda Baxter, corre el mismo destino
desdichado, por mucho que la mirada de su pretendiente intente envolverla en un halo
de esplendor. Lleva varios meses dedicados a calentar el banquillo de
Jeff D. Sheldrake, el jefe de personal de la empresa, sin conseguir en ningún
momento que éste abandone a su mujer. “Si una está enamorada de un hombre
casado, no debería llevar rímel”, balbucea Kubelik mientras se enjuga las lágrimas
que recorren su cara.
Y claro,
pensar en personajes pringados conduce automáticamente a Woody Allen. No, no me
he leído este mes su autobiografía (debo de ser de los pocos que quedan), pero
sí he aprovechado para saldar algunas cuentas pendientes, así como para
revisitar algunas de sus películas que ya había visto. Los personajes de Woody
Allen, especialmente los interpretados por él, confirman que la categoría de
pringado no entiende de clase social ni de nivel cultural ni de inteligencia,
pues el personaje clásico de Allen (señor enclenque de andares inseguros, de
mirada atribulada y de lengua verborreica) es culto e inteligente. Pero su
cultura e inteligencia no son suficientes para parapetarle ni de las
inclemencias de la vida ni de los caprichos del deseo. Más bien todo lo
contrario, contribuyen a intensificar su perturbación. Lo convierten en un ser
que no se soporta ni a sí mismo y que, consecuentemente, es casi imposible que
pueda ser soportado por los demás, por muchos psicoanalistas que contrate. Como en Manhattan, un ser pringado al cuadrado. Tan pringado que
su novia se va con su mejor amigo. Tan pringado que su novia se va con su mejor
amigo después de haber empezado precisamente con ella porque era la examante
que había dejado de interesar temporalmente a su mejor amigo.
Este mes
me he deslizado también por las páginas de La verdad sobre el caso Savolta,
el primer libro de Eduardo Mendoza. A diferencia de en La ciudad de los
prodigios, donde Mendoza pone el foco en Onofre Bouvila, un trepa en toda
regla, aquí se centra en el peón del trepa: en Javier Miranda, el pringado de
los pringados. Miranda, debido a la falta de recursos y de amigos, se ha
convertido en un joven pusilánime que “no puede pagar el precio de la dignidad”.
Como él mismo reconoce, en tales circunstancias es normal que “uno se venda por
un plato de lentejas adobado con media hora de conversación”. Es un esbirro que
apenas tiene voluntad propia. Una boya que se mueve al ritmo de la marea, sin
atreverse a incidir nunca en el curso de los acontecimientos. Está condenado a
ser el subordinado de alguien con mayor determinación, como Lepprince. Mendoza
humaniza al personaje enseñando su abatimiento interno, sus dudas, sus
remordimientos, sus frustraciones. Refiriéndose a una amante fugaz, Miranda confiesa: “Éramos almas unidas por la mutua necesidad de
compañía y, si fingíamos besos y ademanes del amante, lo hacíamos para crear un
mundo ficticio de cariño que materializase nuestros sueños”. ¡Como para no
estremecerse!
Frente a tanta
desolación, parece razonable recurrir a vías de escape como la imaginación. A
ver si así remite un poco el drama. Y claro, me paseo por Fiebre en las gradas, las crónicas de aficionado
futbolero de Nick Hornby, y me divierto muchísimo cuando reconoce que lleva
buena parte de su vida deseando colocar un lazo que ate su porvenir al del
equipo de su vida, el Arsenal. Desea transfigurarse en un balón de fútbol para correr
la misma suerte que su equipo y así deshacerse de las frustraciones propias de un
escritor incipiente. O así añadir algunas otras por las que no se le pueda exigir responsabilidad alguna, más que la de ser un masoca irredento.
Pero, en lo
referente a las ensoñaciones anti-vida de pringado, Gregorio Olías se lleva la
palma. En los primeros días de confinamiento, cuando parecía que el agua que transportaba
el río era siempre la misma y que el día de la marmota venía para instalarse
indefinidamente, quedé maravillado con La lluvia fina, de Luis Landero. Y
como soy un tanto impulsivo, allá que me fui nada más empezar la desescalada a
encargar en la librería del barrio Juegos de la edad tardía, su ópera prima.
Pues bien, Gregorio Olías es el protagonista de esta novela. Es un pringado
VIP, casi al nivel de los de Woody Allen. Se trata de un modesto empleado de
una empresa de vinos que siempre soñó con ser poeta y que vive una vida de lo
más tediosa. Está casado con una mujer insulsa que lleva no sé cuántos años de
luto por la muerte de su padre. Para colmo, viven con su suegra, una beata que eleva
la noción del luto a unas dimensiones inimaginables. En su casa se respira de
todo menos alegría. Así las cosas, un día de repente una llamada de trabajo le
rompe la insufrible monotonía. Empieza a entablar amistad telefónica con Gil,
un viajante de provincias que es casi tan pringado como él y que está convencido
de que, a diferencia de la vida en el campo a la que está subyugado, la vida en
la ciudad debe de ser deslumbrante, ofreciendo multitud de oportunidades para el
crecimiento intelectual y cultural.
Gregorio
Olías aprovecha las expectativas y frustraciones de su interlocutor para erigirse
él mismo en una pieza clave de la boyante vida urbana. Presa de una ensoñación
quijotesca, se inventa que es un gran poeta respetado en las tertulias
intelectuales que tienen lugar en los cafés de su ciudad. Le confiesa a Gil que
su nombre artístico es Faroni y, desde ese momento, teje una red
interminable de mentiras y ficciones, incluyendo la escritura de un libro de poemas prologado por Hemingway,
que sacia los anhelos de Gil y los suyos propios. Uno se siente importante por codearse,
aunque sea telefónicamente, con un pope de las letras españolas, mientras
que el otro se siente importante por ser a los ojos ajenos un referente intelectual.
La historia es tan tronchante como conmovedora: “Se iniciaba en la sospecha de
que toda vida es al menos dos vidas: una, la real e inapelable, otra la que
pudo ser y sigue viviendo en nosotros en calidad de ánima en pena, vagando por
la memoria y creciendo en ella hasta adquirir indicios de independencia y
realidad, disputando a la otra, a la primogénita, despojos del pasado,
reemplazándola a veces en la posesión de ese vasto territorio que es el olvido
e instalándose en él como señor feudal: desolado, feroz, bufo y levantisco”.
Por
último, en la cuarentena me he sumergido de nuevo en Breaking Bad. Ya
sólo me quedan tres capítulos para reacabar la serie. Y, por supuesto, para
pringados Walter White. Un profesor de química de instituto que necesita trabajar
al mismo tiempo en un lavadero de coches, sometiéndose a la ignominia de
lustrar el vehículo de algunos de sus alumnos, para poder materializar el Sueño
Americano. Heisenberg es el Faroni de Walter White. Es la imagen en
la que vierte sus sueños truncados. La diferencia es que Walter White no sabe tirar del freno a tiempo. Es, sin lugar a duda, el pringado más peligroso con el
que he convivido estos meses.
En
definitiva, este mes he comprobado que, de una manera u otra, todos somos unos
pringados. Siempre estamos lejos de ser algo que nos gustaría ser. O de tener algo que nos gustaría tener. Lo que nos
distingue no es, por lo tanto, si somos pringados o no, sino cómo asimilamos
nuestra pringadez.
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