Era una noche desapacible y lluviosa de noviembre. Mi amigo Holmes y yo nos encontrábamos
en nuestro piso de Meléndez Valdés 64, resguardados del frío y del agua. Se podía oír el
repiqueteo de las gruesas gotas al golpear las ventanas desvencijadas. Eran gotas voluminosas,
como perdigones que la naturaleza nos estuviera lanzando desde unas catapultas invisibles
colocadas en la bóveda oscura de un cielo sin estrellas. El ruido de la lluvia retumbaba por todo
el piso sin tregua. El viento silbaba y se colaba por los múltiples resquicios de la casa. No había
un alma en la calle. Holmes, sin embargo, parecía inmune a la desazón que acompañaba a una
noche tan inhóspita como la descrita. Había agarrado su guitarra y la tocaba tranquilamente,
improvisando melodías que le permitían ahondar en sus pensamientos.
Como he mencionado ya en alguna otra de las narraciones sobre las aventuras de mi amigo,
nunca ha dejado de fascinarme la capacidad de Holmes para evadirse. Cuando tiene algo entre
manos, como era el caso, consigue encogerse y arrebujarse dentro de ese gran caparazón que
es su cerebro. Desaparece durante el tiempo que haga falta hasta que, eureka, vislumbra algo
de luz y retorna al mundo de los humanos. Huelga decir que no se me ocurriría bajo ningún
concepto interrumpirle cuando se halla en medio de sus cavilaciones. Su cerebro recorre unos
senderos tan complicados y sinuosos que cualquier movimiento cerca de él puede descentrarle
y hacerle perder el hilo de sus enrevesadas elucubraciones. Mi amigo Holmes, además, tiene un
carácter de aúpa, como he podido dejar constancia en mis escritos. Las represalias por
interrumpirle mientras ejecuta su trabajo son incalculables.
En fin, como iba contando, mientras Holmes se abstraía con su guitarra, me quedé varios
minutos erguido al lado de la ventana. Aunque el abrupto desliz de las gotas me producía una
sensación punzante de melancolía, no podía apartar mi mirada de ellas. La lluvia ha causado
siempre un efecto magnético y envolvente sobre mí. Podría pasarme horas y horas
observándola. Intentaba descifrar a través de las gotas qué hacían en sus casas los vecinos del
edificio de enfrente cuando, de repente, observé que un taxi se paraba a la altura de nuestro
portal. Se apeó de él un señor con movimientos pesados, cuya figura se disipó bajo la tela de un
paraguas negro. Al segundo sonó el timbre de nuestro piso. Holmes detuvo su música.
- ¿Esperas a alguien? -le pregunté.
-No -me respondió ariscamente, enfadado porque le hubieran interrumpido.
-Qué curioso. ¿Quién andará por ahí a estas horas? Debe de tratarse de un asunto de alta
relevancia. Voy a abrir.
Pulsé el botón del telefonillo para abrir a nuestro inesperado visitante. Me acerqué a la puerta
de la entrada y esperé bajo el umbral. Holmes decidió quedarse en el salón. Como saben
nuestros lectores, vivimos en un segundo piso sin ascensor. Aunque no requiere un esfuerzo
muy grande subir estos dos pisos, parecía que a nuestro visitante, a juzgar por los jadeos que se
oían desde el rellano, le estaba costando sobremanera. Después de dos largos minutos, atisbé
por fin una sombra que se empezaba a proyectar sobre la pared de las escaleras. Reflejaba la
forma de un señor de estatura media. La sombra iba adquiriendo progresivamente contornos
más nítidos hasta que, de repente, se disolvió y el hombre en cuestión apareció
imponentemente delante de la puerta, a un palmo de mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario