Este
confinamiento me está haciendo plantearme más que nunca si de verdad soy una
persona nostálgica. A ojos de la mayoría de gente, lo soy. Supongo que lo
piensan por las alusiones que suelo hacer a hechos del pasado, así como por la
frecuencia con la que desempolvo recuerdos o materiales de otras épocas de mi
vida. Supongo que también lo asociarán al cuidado y a la diligencia con los que
llevo más de siete años seleccionando y guardando en distintas carpetas del
ordenador las fotos de mi móvil. En unos tiempos donde prevalece lo efímero,
sobre todo entre mis compañeros de generación, llama la atención que alguien intente
aferrarse al presente. Que alguien ponga una correa sobre los hechos que
acontecen para impedir que caigan en saco roto en el futuro. Puede que algo de
nostalgia haya en ello. En realidad, más que nostalgia, es una preparación de
la misma, una anticipación. Guardo a buen recaudo el presente para poder
pensarlo como pasado en el futuro. Me empeño en preservar la linealidad de mi vida, las marcas que le han imprimido valor.
Sin embargo, me
cuesta sobremanera aceptar el calificativo de nostálgico. Siempre he pensado
que el optimismo, uno de los rasgos definitorios de mi personalidad, está
reñido con la nostalgia, pues la nostalgia implica cierto apocamiento. Quien
sufre sus acometidas se vuelve taciturno al concebir que el presente es
insuficiente. Que hay una parte de sí que se halla inextricablemente ligada al pasado, sin posibilidad de ser liberada más que en los recuerdos. La
sensación de impotencia supina por no poder volver a vivir lo que viviste antaño. Por
no poder volver a estar rodeado por aquellos a los que querías y que un día se
desvanecieron sin previo aviso, diseminándose en la vastedad del universo. La
nostalgia te hace sentirte amputado, incompleto. Ante ti sólo comparece el
presente. Pero el presente es insuficiente para explicarte y entenderte.
Muchas veces me
siento así, impotente, incapaz de reconstruir el propio curso de mi vida, de
explicarme a mí mismo. Me obsesiona el pasado. Sobre todo, me obsesiona pensar
en cuánta gente ha poblado nuestras existencias para luego abandonarlas para
siempre. Me obsesiona pensar en la asimilación general de este fenómeno, en cómo
constituye una suerte de convención social. Nos acostumbramos a aceptar que
gente que cubrió nuestra vida de alegría y felicidad, gente con la que vivimos
intensamente, con la que compartimos abundantes horas de nuestra corta
existencia, se haya disuelto y ya no nos prodigue con su compañía. En muchas
ocasiones, por mediación de la muerte. En muchas otras, porque la magia que nos
une estrechamente a determinadas personas de repente se volatiliza, sin que
podamos explicar muy bien por qué.
Cuántos buenos
amigos han dejado de formar parte de nuestro grupo de allegados. Cuántos de los
que eran nuestros amigos más íntimos se tornan de repente invisibles,
irreconocibles a nuestros ojos, incapaces de despertarnos nunca más un mínimo
sentimiento de complicidad. Aunque suene un tanto grave, me hace preguntarme si
ese tiempo compartido con la gente a la que hoy ignoramos no fue tiempo
perdido. ¿Por qué, si no, dejamos de arrejuntarnos con aquellos que han sido en
un momento artífices de nuestras sonrisas y de nuestras alegrías, nuestros más
fieles confidentes y nuestros más sólidos apoyos? ¿Cuál es el sentido de ese
abandono radical, de ese enfriamiento irrevocable de la afinidad?
También me apena
pensar en los lugares que nos pertenecían y de los que se nos ha desposeído.
Pienso, por ejemplo, en “El Rincón”, donde pasamos con los primos, los tíos y
los yayos más de diez años llenos de felicidad y de calor familiar. Hace casi
dos años que ya no tenemos “El Rincón” y es como si la mayor parte del tiempo
viviera acostumbrado a ello. Como si me hubiera ajustado rápidamente a las
nuevas circunstancias. ¿Cómo puedo permanecer tan apático y pasivo frente a una
pérdida tan colosal, frente a la pérdida de uno de mis hogares familiares? No
logro comprenderlo. Supongo que es por necesidad, por resiliencia, por
supervivencia. No podemos conservar nuestra felicidad si vivimos
permanentemente anclados a aquello que fue nuestro pero que ya no nos pertenece
más.
Y creo que he
llegado al punto donde puedo desentrañar el aparente conflicto entre el optimismo
y la nostalgia. Quizá es que no existe ese conflicto como tal. Puedo
entenderlos como complementarios. La nostalgia es consustancial al ser humano.
Es imposible que uno pueda vivir sin sentir algo de tristeza por aquello que en
un momento fue fuente de felicidad y que ha dejado de existir. Y de ahí que la
felicidad plena sea inalcanzable. Es
imposible no sentirte de alguna manera desgarrado al observar que te encuentras
desgajado de lo que un día dio valor y brillo a tu vida. Si partimos de esta premisa,
entonces tendría sentido concebir el optimismo como un complemento de la
nostalgia. Como un paliativo de la misma o, mejor dicho,
como un atenuante.
El optimismo
como predisposición a continuar atado a las cosas que te llenan a pesar
de que no puedan proporcionar una imagen completa de ti mismo. A pesar de que
sean insuficientes para explicar cabalmente tu trayectoria vital. El optimismo
como horizonte, como predisposición a seguir acumulando nuevas experiencias y
vivencias enriquecedoras, por mucho que sepas que están condenadas a
extinguirse. Por mucho que sepas que están condenadas a convertirse en meros e impotentes recuerdos. El optimismo como salvamento, como un suave viento que te arrastra a
degustar los placeres y alegrías que la vida ofrece. A estar abierto a querer y
a ser querido. A cuidar y a ser cuidado. A recordar y a ser recordado.
No creo que tenga sentido seguir mostrándome esquivo o incómodo
cuando se me defina como nostálgico. Ser nostálgico es connatural al ser
humano. Y aunque la nostalgia, llevada al extremo, pueda impedir la felicidad,
no está necesariamente reñida con ella. El optimismo puede ayudar a
conciliarlas.
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