"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

lunes, 22 de junio de 2020

Pringados todos



Este último mes, la corriente del confinamiento me ha llevado por las vertientes de la derrota. Dicho así, quizá suene demasiado grandilocuente. El concepto de derrota suena a tragedia griega. Suena también a personajes complejos y perturbados de novela rusa, de esos a los que al lector a veces le entran ganas de atestarles un par de bofetadas para despertarles de tanto circunloquio y tanto ensimismamiento. “¡Venga, vuelve a la realidad, tío cansino!”. Pero no os preocupéis, yo aquí me propongo hablar de algo mucho más liviano: del pringado de toda la vida. Del pringado que todos llevamos dentro.

De los que han convivido conmigo este último mes, el primero que me viene a la cabeza es el pobre Baxter, el entrañable personaje interpretado por Jack Lemmon en El Apartamento. Cómo no sentir una lástima inmensa por un tío que espera en la intemperie, aterido de frío, a que sus superiores acaben de consumir sus infidelidades en su apartamento. Baxter, hastiado de la mecánica y tediosa labor que lleva a cabo en su empresa de seguros, está decidido a ceder todo cuanto haga falta con tal de verse en la parte alta del organigrama. Está obsesionado con dejar de ser un pringado. La pena que siente el espectador aumenta cuando descubre que Fran Kubelik, la ascensorista interpretada por Shirley MacLaine de la que se prenda Baxter, corre el mismo destino desdichado, por mucho que la mirada de su pretendiente intente envolverla en un halo de esplendor. Lleva varios meses dedicados a calentar el banquillo de Jeff D. Sheldrake, el jefe de personal de la empresa, sin conseguir en ningún momento que éste abandone a su mujer. “Si una está enamorada de un hombre casado, no debería llevar rímel”, balbucea Kubelik mientras se enjuga las lágrimas que recorren su cara.

Y claro, pensar en personajes pringados conduce automáticamente a Woody Allen. No, no me he leído este mes su autobiografía (debo de ser de los pocos que quedan), pero sí he aprovechado para saldar algunas cuentas pendientes, así como para revisitar algunas de sus películas que ya había visto. Los personajes de Woody Allen, especialmente los interpretados por él, confirman que la categoría de pringado no entiende de clase social ni de nivel cultural ni de inteligencia, pues el personaje clásico de Allen (señor enclenque de andares inseguros, de mirada atribulada y de lengua verborreica) es culto e inteligente. Pero su cultura e inteligencia no son suficientes para parapetarle ni de las inclemencias de la vida ni de los caprichos del deseo. Más bien todo lo contrario, contribuyen a intensificar su perturbación. Lo convierten en un ser que no se soporta ni a sí mismo y que, consecuentemente, es casi imposible que pueda ser soportado por los demás, por muchos psicoanalistas que contrate. Como en Manhattan, un ser pringado al cuadrado. Tan pringado que su novia se va con su mejor amigo. Tan pringado que su novia se va con su mejor amigo después de haber empezado precisamente con ella porque era la examante que había dejado de interesar temporalmente a su mejor amigo.

Este mes me he deslizado también por las páginas de La verdad sobre el caso Savolta, el primer libro de Eduardo Mendoza. A diferencia de en La ciudad de los prodigios, donde Mendoza pone el foco en Onofre Bouvila, un trepa en toda regla, aquí se centra en el peón del trepa: en Javier Miranda, el pringado de los pringados. Miranda, debido a la falta de recursos y de amigos, se ha convertido en un joven pusilánime que “no puede pagar el precio de la dignidad”. Como él mismo reconoce, en tales circunstancias es normal que “uno se venda por un plato de lentejas adobado con media hora de conversación”. Es un esbirro que apenas tiene voluntad propia. Una boya que se mueve al ritmo de la marea, sin atreverse a incidir nunca en el curso de los acontecimientos. Está condenado a ser el subordinado de alguien con mayor determinación, como Lepprince. Mendoza humaniza al personaje enseñando su abatimiento interno, sus dudas, sus remordimientos, sus frustraciones. Refiriéndose a una amante fugaz, Miranda confiesa: “Éramos almas unidas por la mutua necesidad de compañía y, si fingíamos besos y ademanes del amante, lo hacíamos para crear un mundo ficticio de cariño que materializase nuestros sueños”. ¡Como para no estremecerse!

Frente a tanta desolación, parece razonable recurrir a vías de escape como la imaginación. A ver si así remite un poco el drama. Y claro, me paseo por Fiebre en las gradas, las crónicas de aficionado futbolero de Nick Hornby, y me divierto muchísimo cuando reconoce que lleva buena parte de su vida deseando colocar un lazo que ate su porvenir al del equipo de su vida, el Arsenal. Desea transfigurarse en un balón de fútbol para correr la misma suerte que su equipo y así deshacerse de las frustraciones propias de un escritor incipiente. O así añadir algunas otras por las que no se le pueda exigir responsabilidad alguna, más que la de ser un masoca irredento.  

Pero, en lo referente a las ensoñaciones anti-vida de pringado, Gregorio Olías se lleva la palma. En los primeros días de confinamiento, cuando parecía que el agua que transportaba el río era siempre la misma y que el día de la marmota venía para instalarse indefinidamente, quedé maravillado con La lluvia fina, de Luis Landero. Y como soy un tanto impulsivo, allá que me fui nada más empezar la desescalada a encargar en la librería del barrio Juegos de la edad tardía, su ópera prima. Pues bien, Gregorio Olías es el protagonista de esta novela. Es un pringado VIP, casi al nivel de los de Woody Allen. Se trata de un modesto empleado de una empresa de vinos que siempre soñó con ser poeta y que vive una vida de lo más tediosa. Está casado con una mujer insulsa que lleva no sé cuántos años de luto por la muerte de su padre. Para colmo, viven con su suegra, una beata que eleva la noción del luto a unas dimensiones inimaginables. En su casa se respira de todo menos alegría. Así las cosas, un día de repente una llamada de trabajo le rompe la insufrible monotonía. Empieza a entablar amistad telefónica con Gil, un viajante de provincias que es casi tan pringado como él y que está convencido de que, a diferencia de la vida en el campo a la que está subyugado, la vida en la ciudad debe de ser deslumbrante, ofreciendo multitud de oportunidades para el crecimiento intelectual y cultural.

Gregorio Olías aprovecha las expectativas y frustraciones de su interlocutor para erigirse él mismo en una pieza clave de la boyante vida urbana. Presa de una ensoñación quijotesca, se inventa que es un gran poeta respetado en las tertulias intelectuales que tienen lugar en los cafés de su ciudad. Le confiesa a Gil que su nombre artístico es Faroni y, desde ese momento, teje una red interminable de mentiras y ficciones, incluyendo la escritura de un libro de poemas prologado por Hemingway, que sacia los anhelos de Gil y los suyos propios. Uno se siente importante por codearse, aunque sea telefónicamente, con un pope de las letras españolas, mientras que el otro se siente importante por ser a los ojos ajenos un referente intelectual. La historia es tan tronchante como conmovedora: “Se iniciaba en la sospecha de que toda vida es al menos dos vidas: una, la real e inapelable, otra la que pudo ser y sigue viviendo en nosotros en calidad de ánima en pena, vagando por la memoria y creciendo en ella hasta adquirir indicios de independencia y realidad, disputando a la otra, a la primogénita, despojos del pasado, reemplazándola a veces en la posesión de ese vasto territorio que es el olvido e instalándose en él como señor feudal: desolado, feroz, bufo y levantisco”.

Por último, en la cuarentena me he sumergido de nuevo en Breaking Bad. Ya sólo me quedan tres capítulos para reacabar la serie. Y, por supuesto, para pringados Walter White. Un profesor de química de instituto que necesita trabajar al mismo tiempo en un lavadero de coches, sometiéndose a la ignominia de lustrar el vehículo de algunos de sus alumnos, para poder materializar el Sueño Americano. Heisenberg es el Faroni de Walter White. Es la imagen en la que vierte sus sueños truncados. La diferencia es que Walter White no sabe tirar del freno a tiempo. Es, sin lugar a duda, el pringado más peligroso con el que he convivido estos meses.

En definitiva, este mes he comprobado que, de una manera u otra, todos somos unos pringados. Siempre estamos lejos de ser algo que nos gustaría ser. O de tener algo que nos gustaría tener. Lo que nos distingue no es, por lo tanto, si somos pringados o no, sino cómo asimilamos nuestra pringadez.