No puede
imaginarse que cuando le miras a la cara no lo haces como cualquier otra
persona, sino que ahondas en sus rasgos. Que te sabes de memoria sus lunares,
el tamaño concreto de cada uno de sus dientes, sus pelos fuera de sitio, sus
cicatrices, sus marcas de la varicela, el color de su piel. Le haces
radiografías. Múltiples. Las vas actualizando. Cada día anotas en tu libreta
mental un rasgo nuevo.
Luego esa
radiografía te la llevas a casa y vuelves sobre ella continuamente. La repasas
sin cesar hasta que descubres que conoces su cuerpo mejor que el tuyo propio.
Que esa libreta reproduce sus rasgos físicos más fielmente que el espejo más
diáfano y grande que pueda existir.
Recoges en una
botella su olor. Y lo llevas contigo. Cuando estás en la intimidad, siguiendo
un ritual de lo más estricto, ruedas el tapón y abres la botella. Dejas que se
escape durante unos segundos el olor, te impregnas de él y lo vuelves a guardar con la
mayor de las diligencias, como el tesoro que es, porque no quieres compartirlo
con nadie más.
No puede
imaginarse que no hay contacto fortuito, que todo es premeditado y maquinado
con antelación. Que los abrazos se alargan deliberadamente. Que no quieres
despegarte de su cuerpo, aunque ya estés despegado por el incompasivo e infranqueable algodón
de la ropa. Te toca conformarte con
efímeros simulacros de acoplamiento. Insípidos abrazos de
camaradería.
Deseas abrirle
la boca e introducirte en su cuerpo. Anclar una liana en una de sus muelas y
descender poco a poco, memorizando cada espacio. Hacer una visita guiada por
él. Montarte una pequeña y modesta cabaña, con los materiales que sea. Acomodarte
y comprobar que la fusión que sientes en tu pensamiento ha adquirido forma física.
Que por fin sois dos en uno. O uno por dos, lo contrario de lo que oferta el Carrefour.
Todo plan contra
el amor es un plan abocado al fracaso desde su incubación. Intentas convencerte
de que hay una luz en el horizonte, un halo de esperanza, una posibilidad de
escaparte. Pero el mar es violento y agresivo. Sus embestidas te noquean. Intentas
coger el primer bote y marcharte, pero las olas te devuelven siempre a la
arena. Te reducen. Te repelen. A ti y a tu cruzada contra el amor.
Es magnético y
adictivo. Tus movimientos te acaban conduciendo siempre al mismo puerto. Tus venas se han prolongado, has echado raíces
fuera de tu cuerpo y sembrado semillas en terreno ajeno. Estás todavía más
lejos de lo normal de bastarte por ti mismo. Tu insuficiencia se hace
flagrante. Se radicaliza, se agranda, se agudiza.
Aunque eres
consciente de que el ser humano es un ser social que necesita de los otros, te
das cuenta de que esta dependencia exacerbada puede ser realmente tóxica. Te
aplana. Te preguntas si quedan vestigios de tu autonomía.
Llevas de viaje
contigo a la otra persona. Permanentemente. Es parte de ti. La cobijas en tu
fortaleza. No puedes dejarle salir. Aunque quieras. Serpentea por tus venas.
A veces resulta
agotador. Sudas de tanto amar. Acabas extenuado. Te preguntas si no habrá
descanso. Te preguntas si merece la pena. Pero te das cuenta de que no entra
dentro del ámbito de la voluntad. Que la decisión está lejos de tu alcance.
Y aun así, te hace
sentirte pleno. Hasta el no correspondido. Una plenitud que te hace olvidar o, al
menos, alivia, la zozobra que atraviesa tu existencia.
El miedo al
vacío que se apodera del pasado. El miedo a la nebulosa en la que se envuelve el
presente. El miedo al abismo que se cierne amenazante sobre el futuro. Todos
estos miedos aplacados por su intensidad. Por la vibrante y eléctrica fuerza
del acto de amar.
El amor como
negación. No sabes muy bien qué afirma. Pero te hace notar que no estás muerto.
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