Negra
espalda del tiempo me ha parecido una novela fantástica,
bastante sui generis dentro de la obra de Marías, ya que se trata de una novela totalmente autobiográfica. A pesar de que es imposible no reparar en las similitudes
que se da en todas los libros de Marías entre su personalidad y la de sus personajes,
en este libro el autor señala explícitamente que va a hablar de él, de sus
experiencias (otra cosa es que los lectores nos podamos fiar de los escritores cuando
nos prometen que han pedido una excedencia en su mundo ficticio).
A
través de sus experiencias, Marías consigue hablarnos del tiempo y de la
muerte, del carácter escurridizo, esquivo e inasible del primero y de la
inevitabilidad de la segunda. Con la “negra espalda del tiempo” hace referencia
al tiempo que no acontece, al tiempo que no tiene lugar. Pero también al tiempo
que sucede y es expulsado a los márgenes del olvido (¿y qué tiempo no
lo acaba siendo en última instancia?). Nos habla de cómo todo objeto está condenado a
sobrevivirnos. De cómo estamos condenados a disolvernos, a tornarnos en polvo en
el vacío, a ser, en definitiva, olvidados. Por eso Marías menciona a su
hermano mayor, a quien no llegó a conocer, muerto precozmente, y a su madre, que
falleció siendo relativamente joven. Muertes que llevan a magnificar los
sucesos y hechos que caracterizaron los días previos de la desaparición de nuestros seres queridos, como
si dotándolos de mayor importancia se pudiera explicar el destino que les
aguardaba a ellos en particular y que, sin embargo, nos aguarda a todos por igual,
sin ningún miramiento ni viso de individualización. Indaga también en la vida
de escritores bohemios que han sido relegados al saco de lo irrelevante e
inane. Escritores como John Gawsworth, segundo monarca del ficticio Reino de
Redonda, que tenía ante sí un futuro prometedor, pero acabó consumido por su
adicción al alcohol, sumido en la más sangrante miseria y a quien nadie
recuerda.
Marías evoca una imagen que a todos nos ha generado cierta extrañeza cuando hemos
madrugado: la imagen de la ciudad desperezándose, coronada por filas de farolas que permanecen tenuemente
encendidas pese a que la noche ha llegado a su fin y el sol empieza a bañar
las calles de luz. Una imagen que funciona como metáfora de la ambigüedad del tiempo, de lo imposible
que resulta esclarecer la diferencia entre lo que es y deja de ser, entre lo
que ha sido y ya no es. La frontera entre el luminoso día y la tenebrosa y oscura
noche. Parece que la única manera de superar y regatear a este galimatías vital
es la ficción. La ficción como tiempo sobre el que uno aspira a ostentar la
potestad absoluta, como tiempo en el que uno puede jugar y danzar sobre la
superficie de su irremediable insignificancia. Y qué difícil deviene también
trazar los contornos de la realidad y la ficción, entre lo que existe y lo que
es creado deliberadamente, artificialmente. Que se lo pregunten al pobre Javier
Marías, que nos cuenta que ha tenido que soportar al petulante profesor Francisco
Rico y a sus colegas oxonienses, incapaces, a pesar de su oceánica cultura y
erudición, de comprender que los personajes que pueblan Todas las almas,
una novela de Marías, son, evidentemente, ficticios, imaginarios, pese a lo
reflejados que puedan verse en ellos. Qué rápido nos abalanzamos sobre la
ficción para dotarnos de importancia. Qué rápido nos lanzamos sobre lo no real
para divertirnos, entretenernos y salir de nuestras constreñidas y tediosas
existencias. Que se lo pregunten a Marías, flamante Rey Xavier I del Reino de
Redonda.
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